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100 Clásicos de la Literatura

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—¡No tenía idea de que fuera tan tarde! Será oscuro cuando lleguemos —dijo, casi con impaciencia.

Selden la miró, sorprendido; tardó un momento en identificarla con su imagen habitual y entonces observó con una sequedad que no pudo controlar.

—No era de nuestro grupo; ha tomado la dirección contraria.

—Lo sé… lo sé… —Lily se interrumpió y él la vio enrojecer a la media luz del crepúsculo—. Pero les he dicho que no me encontraba bien, que no saldría. ¡Bajemos! —murmuró.

Selden continuó mirándola; luego se sacó la pitillera del bolsillo y encendió un cigarrillo con ademanes lentos. En aquel momento le pareció necesario proclamar, por medio de un acto mecánico cualquiera, que había recobrado su dominio de la realidad; sentía un deseo casi pueril de demostrar a su compañera que, una vez terminado el vuelo, había aterrizado de pie.

Ella esperó a que se apagara la llama bajo la palma curvada de Selden y entonces éste le alargó los cigarrillos.

Lily cogió uno con mano trémula y, después de ponérselo entre los labios, se inclinó hacia delante para encenderlo con el de él. La punta encendida iluminó la parte inferior de su rostro y Selden vio temblar sus labios y aflojarse en una sonrisa.

—¿Has hablado en serio? —preguntó Lily con una extraña entonación de alegría, como si la hubiera elegido a toda prisa entre una reserva de diferentes inflexiones, sin tiempo para dar con la nota justa.

La voz de Selden reveló un mayor control.

—¿Por qué no? —replicó—. Ya ves que no he corrido ningún riesgo al hacerlo. —Y como ella seguía sin moverse, un poco pálida después de oír su respuesta, añadió con rapidez—: Bajemos.

Capítulo VII

Dijo mucho en favor de la amistad de la señora Trenor que su voz, al reprender a la señorita Bart, adoptara el mismo tono de desesperación personal que habría empleado para lamentarse del fracaso de una fiesta.

—¡Lo único que puedo decir, Lily, es que no te comprendo!

Se recostó en el respaldo, suspirando, toda ella la imagen viva del abandono matutino, con su bata de gasa y encajes, dando la espalda con indiferencia al montón de inoportunas misivas del escritorio y contemplando, con los ojos de un médico que ha abandonado el caso, el erguido exterior de la paciente que tenía delante.

—Si no me hubieras dicho que te proponías conquistarle en serio… ¡estoy segura de que lo dejaste bien claro desde el principio! ¿Por qué, si no, me pediste que no te hiciera jugar al bridge y mantuviera a distancia a Carry y Kate Corby? No creo que tuvieras intención de divertirte; ninguno de nosotros podía imaginar que le soportaras un solo minuto si no pensabas casarte con él. ¡Y estoy segura de que todos hemos jugado limpio! Todos queríamos ayudarte. Incluso Bertha ha estado al margen (hay que decirlo en su favor) hasta que llegó Lawrence y tú se lo arrancaste de las manos. Después de esto, tenía derecho a tomar represalias… ¿Por qué diablos te has metido con ella? Hace años que conoces a Lawrence Selden… ¿por qué te has portado como si acabaras de descubrirle? Si le tenías ojeriza a Bertha, éste ha sido el peor momento para demostrarlo: ¡podrías haberte vengado igual después de haberte casado! Ya te dije que Bertha era peligrosa. Llegó aquí en un pésimo estado de ánimo y la llegada de Lawrence la puso de buen humor; si tú le hubieras dejado pensar que había venido por ella, jamás se le hubiese ocurrido jugarte esta mala pasada. ¡Oh, Lily, nunca conseguirás nada si no eres seria!

La señorita Bart aceptó esta reprimenda en un espíritu de la más pura imparcialidad. ¿Por qué tenía que enfadarse? A través de los reproches de la señora Trenor, era su propia conciencia la que hablaba. Pero incluso ante su propia conciencia se sintió obligada a improvisar un simulacro de defensa propia.

—Me tomé el día libre… pensaba que él se quedaría toda la semana y sabía que el señor Selden se marchaba hoy mismo.

La señora Trenor rechazó esta excusa con un gesto que denunciaba su inutilidad.

—Tenía intención de quedarse… esto es lo peor. Demuestra que ha huido de ti, que Bertha ha hecho su trabajo y le ha envenenado completamente.

Lily contestó con una breve risa:

—¡Bueno, si ha huido, puedo alcanzarle!

Su amiga alargó la mano, como para detenerla.

—¡Por Dios, Lily, no hagas nada!

La señorita Bart recibió el aviso con una sonrisa lenta.

—No me refiero, literalmente, a tomar el próximo tren. Hay otras maneras… —pero no procedió a especificarlas.

La señora Trenor corrigió sin miramiento el tiempo del verbo.

—Había otras maneras… ¡muchas! Creía que no necesitabas que alguien te las indicara. Pero no te engañes: está completamente asustado. ¡Ha corrido a refugiarse en brazos de su madre y ella le protegerá!

—Oh, sí, con uñas y dientes —convino Lily, sonriendo al evocar la imagen.

—¿Cómo puedes reír…? —la amonestó su amiga y Lily procuró meditar con seriedad en lo ocurrido.

—¿Qué le dijo exactamente Bertha? —preguntó.

—No me lo preguntes… ¡cosas horribles! Al parecer, se había documentado bien. Oh, tú ya me entiendes… Claro que no hubo nada, en realidad, pero supongo que mencionó al príncipe Varigliano… y a lord Hubert… y una vieja historia según la cual pediste dinero prestado a Ned Van Alstyne… ¿es cierta?

—Es primo de mi padre —explicó la señorita Bart.

—Bueno, esto se le olvidó, como es natural. Por lo visto Ned se lo dijo a Carry Fisher y ésta se lo contó a Bertha, claro. Son todas iguales, ya sabes; tienen la boca cerrada durante años, haciéndote creer que estás a salvo, y, cuando se presenta la oportunidad, lo recuerdan todo.

Lily había palidecido; en su voz había una nota áspera.

—Perdí dinero jugando al bridge en casa de los Van Osburgh. Pagué la deuda, por supuesto.

—Bueno, estos detalles no se recuerdan; además, fue la deuda de juego lo que asustó a Percy. ¡Oh, Bertha le conoce muy bien y sabía perfectamente lo que debía decirle!

La señora Trenor continuó en esta vena durante casi una hora, reprendiendo a su amiga, y la señorita Bart la escuchó con admirable ecuanimidad. Su buen carácter innato había sido disciplinado a lo largo de los años por una docilidad obligada, ya que para alcanzar sus fines había tenido que seguir casi siempre el camino sinuoso de otras personas y, como tenía además una tendencia natural a enfrentarse con los hechos desagradables en cuanto se presentaban, no lamentaba escuchar un informe imparcial sobre el probable precio de su locura, tanto mayor cuanto que en su interior seguía insistiendo en ver el caso desde el otro lado. A la luz de los enérgicos comentarios de la señora Trenor, el coste era ciertamente formidable y, mientras escuchaba, Lily se sorprendió a sí misma adoptando poco a poco el punto de vista de su amiga, cuyas palabras adquirieron un énfasis adicional cuando se refirieron a calamidades que ella misma apenas podía adivinar. La abundancia, si carece del estímulo de una imaginación fértil, se forma una noción muy vaga del aspecto práctico de la pobreza. Judy sabía que debía ser «horrible» para Lily tener que preocuparse de si podría comprar encaje auténtico para sus enaguas y no poseer automóvil ni yate, pero el fastidio cotidiano de las facturas impagadas y el diario mordisco de las pequeñas tentaciones eran tormentos tan ajenos a su experiencia como los problemas domésticos de la criada interina. La ignorancia de la señora Trenor acerca de la verdadera angustia de la situación produjo el efecto de hacerla más humillante para Lily. Mientras su amiga le reprochaba haber perdido la oportunidad de eclipsar a sus rivales, ella volvía a batallar en su imaginación con la montaña de deudas que había estado a punto de poder saldar. ¿Qué ventolera la había descarriado una vez más de su camino?

Por si hacía falta un último toque a su humillación, vio la necesidad de volver sin tardanza a la rutina de su antigua vida; ayer su fantasía había aleteado libremente sobre una elección de ocupaciones y ahora tenía que bajar al nivel de la familiar monotonía en que momentos de aparente brillantez y libertad alternaban con largas horas de subordinación.

Puso una mano conciliadora sobre la de su amiga.

—¡Querida Judy! Siento haber sido tan tonta y tú eres muy buena conmigo. Pero seguro que hay cartas a las que debemos contestar… Déjame ser por lo menos útil.

Se sentó ante el escritorio y la señora Trenor aceptó esta reanudación de la tarea matutina con un suspiro cuyo significado era que, al fin y al cabo, había demostrado ser inútil para tareas más elevadas.

La mesa del almuerzo se redujo a un pequeño círculo. Todos los hombres, menos Jack Stepney y Dorset, habían regresado a la ciudad (para Lily fue el colmo de la ironía que Selden y Percy Gryce se marcharan en el mismo tren) y lady Cressida y el matrimonio Wetherall se habían ido en automóvil a almorzar a una remota finca campestre. En semejantes momentos de mermado interés, la señora Dorset solía quedarse en su habitación hasta la tarde, pero en esta ocasión bajó mediado ya el almuerzo, con los ojos hundidos y aspecto desmayado, aunque con un asomo de mala fe bajo su capa de indiferencia.

Observó la mesa enarcando las cejas.

—¡Qué pocos quedamos! Me encanta la quietud… ¿a ti no, Lily? Me gustaría que los hombres no vinieran nunca: se está mucho mejor sin ellos. Oh, tú no cuentas, George: una no está obligada a hablar con su marido. Sin embargo, creía que el señor Gryce se quedaría toda la semana —añadió en tono inquisitivo—. ¿No era ésa su intención, Judy? Un muchacho tan encantador… Quisiera saber qué fue lo que le ahuyentó. Es muy tímido y me temo que le habremos escandalizado; su educación ha sido tan estricta… ¿Sabes, Lily, que nunca había visto a una joven jugar a las cartas por dinero hasta que te vio hacerlo la otra noche? ¡Y vive de los intereses de sus rentas y siempre le sobra dinero para invertir!

 

La señora Fisher se inclinó hacia adelante, interesada.

—Creo que alguien debería responsabilizarse de educar a ese muchacho. Es un escándalo que aún no conozca sus deberes como ciudadano. Habría que obligar a todos los hombres ricos a estudiar las leyes de su país.

La señora Dorset la miró tranquilamente.

—Creo que ha estudiado las leyes sobre el divorcio. Me dijo que había prometido al obispo firmar una especie de petición contra el divorcio.

La señora Fisher se ruborizó bajo los polvos y Stepney observó con una risueña mirada dirigida a la señorita Bart:

—Supongo que está pensando en casarse y quiere reparar el viejo barco antes de subir a bordo.

Su prometida pareció disgustada por la metáfora y George Dorset exclamó con un gruñido de sarcasmo:

—¡Pobre diablo! No es el barco lo importante para él, sino la tripulación.

—O los polizones —añadió, ingeniosa, la señorita Corby—. Si yo planeara una travesía con él, intentaría empezar con un amigo en la bodega.

La señorita Van Osburgh, que experimentaba un vago despecho, luchaba por encontrar una expresión apropiada.

—No entiendo por qué os reís de él; yo le encuentro muy simpático —exclamó— y, en cualquier caso, la chica que se case con él siempre tendrá lo suficiente para vivir con holgura.

Se quedó perpleja ante la risa redoblada que acogió sus palabras, pero la habría consolado saber el efecto profundo que habían causado en una de sus interlocutoras.

¡Con holgura! En aquel momento, esta palabra era más elocuente para Lily Bart que cualquier otra del idioma. Ni siquiera pudo detenerse a sonreír ante la descripción hecha por la heredera de tan colosal fortuna, como si fuese un mero refugio contra la necesidad, porque en su cabeza sólo cabía la visión de lo que este refugio habría significado para ella. Las pullas de la señora Dorset no le habían hecho daño, pero en cambio su propia ironía calaba más hondo: nadie podía herirla más que ella misma, porque nadie —ni siquiera Judy Trenor— conocía toda la magnitud de su locura.

La despertó de estas inútiles consideraciones una petición de su anfitriona, que la llevó aparte cuando se levantaron de la mesa.

—Lily, querida, si no tienes nada especial que hacer, ¿puedo decirle a Carry Fisher que tienes intención de ir a la estación a recibir a Gus? Volverá a las cuatro y sé que ella se ha propuesto ir a buscarle. No me preocupa que Gus se divierta, pero me he enterado por casualidad de que ella le ha sableado a conciencia desde que está aquí, y ahora tiene tanto interés en ir a la estación que me imagino que ha recibido otro montón de facturas esta mañana. ¡Tengo la impresión —concluyó la señora Trenor en tono convencido— de que los maridos de otras mujeres pagan la mayor parte de su manutención!

La señorita Bart tuvo tiempo, mientras se dirigía a la estación, de reflexionar sobre las palabras de su amiga y sobre la peculiar aplicación que podía darles en su propio provecho. ¿Por qué tenía ella que sufrir por haber pedido una vez dinero prestado a un primo de su padre cuando una mujer como Carry Fisher podía mantenerse impunemente gracias a la bondad de sus amigos y la tolerancia de sus esposas? Todo giraba en torno a la fastidiosa distinción entre lo que podían hacer las mujeres casadas y lo que no podían hacer las solteras. Era indecoroso, por supuesto, que una mujer casada pidiera dinero prestado —y Lily era consciente de las consecuencias—, pero, aun así, se trataba de un mero malum prohibitum, que el mundo censura pero perdona y que puede ser castigado con una venganza particular, pero no con una condena colectiva de la sociedad. Para la señorita Bart, en cambio, tales oportunidades no eran posibles. Podía, naturalmente, pedir dinero prestado a sus amigas —un billete de cien, como máximo, y muy de tarde en tarde—, pero éstas se hallaban más dispuestas a regalar un vestido o una pieza de bisutería y miraban de reojo cuando se les pedía un talón. Las mujeres no son prestamistas generosas, y las que tenía a su alrededor o bien estaban en su mismo caso o eran tan ajenas a él que no podían comprender sus necesidades. El resultado de sus meditaciones fue la decisión de reunirse con su tía en Richfield. No podía quedarse en Bellomont sin jugar al bridge e incurrir en otros gastos y continuar su habitual ronda de visitas otoñales no haría más que prolongar las mismas dificultades. Había llegado a un punto en que se imponía una reducción brusca y la única vida barata era la vida retraída. Saldría hacia Richfield al día siguiente por la mañana.

En la estación creyó ver a Gus Trenor sorprendido de su presencia y también algo aliviado. Le entregó las riendas de la tartana en que había hecho el camino y él, al sentarse voluminosamente a su lado, dejándole una escasa tercera parte del banco, exclamó:

—¡Hola! No me concede a menudo el honor. Debía de estar muy aburrida.

La tarde era cálida y la proximidad hizo que Lily fuera más consciente de lo habitual del físico rubicundo y macizo de Gus Trenor, y se fijara en las gotas de sudor que a causa del polvo del tren se adherían desagradablemente a las anchas mejillas y al grueso cuello vuelto hacia ella; pero también se dio cuenta, por la mirada de los ojos pequeños y mates, de que el contacto con su frescura y esbeltez era tan agradable para él como la vista de una bebida refrescante.

La constatación de este hecho la ayudó a responder con voz alegre:

—No suelo tener ocasión; hay demasiadas mujeres que me disputan el privilegio.

—¿El privilegio de llevarme a casa? Pues estoy contento de que haya ganado la carrera, aunque ya sé qué ha ocurrido en realidad: mi mujer la ha enviado. ¿Verdad que sí?

Gus Trenor tenía los imprevistos destellos de intuición del hombre obtuso y Lily no pudo por menos que reírse con él de su astucia al dar en el clavo.

—Verá, Judy piensa que soy la persona más segura con quien puede estar; y tiene toda la razón —contestó.

—¿Ah, sí? Es porque usted nunca perdería el tiempo con un viejo panzudo como yo. Los casados tenemos que conformarnos con lo que venga; todos los premios son para los muchachos inteligentes que han conservado su libertad. ¿Me permite encender un cigarrillo? He tenido un día infernal.

Detuvo la tartana a la sombra de la calle del pueblo y le pasó a ella las riendas mientras encendía el cigarro. La pequeña llama dio un tono más oscuro a la tez rubicunda y Lily desvió la mirada con momentánea aversión. ¡Y, sin embargo, algunas mujeres le consideraban guapo!

Mientras le devolvía las riendas, preguntó con interés:

—¿Ha tenido mucho trabajo?

—En efecto… ¡bastante! —Trenor, a quien su esposa y sus amigos rara vez escuchaban, se dispuso a gozar del raro placer de una charla confidencial—. No sabe cuántas cosas hay que hacer para que funcione esta clase de negocio. —Señaló con el látigo a las tierras de Bellomont, que se extendían ante su vista en opulentas ondulaciones—. Judy no tiene idea de lo que gasta… aunque con ello no quiero decir que no haya suficiente —se interrumpió—, pero un hombre tiene que abrir los ojos y estar al tanto de todo. Mis padres vivían como gallos de pelea de sus rentas e incluso fueron capaces de ahorrar —por suerte para mí—, pero, al paso que vamos ahora, no sé dónde estaríamos si no realizara de vez en cuando alguna arriesgada operación de bolsa. Todas las mujeres piensan (es decir, Judy piensa) que no tengo otra cosa que hacer que ir una vez al mes a la ciudad a cortar cupones, pero lo cierto es que mantener la maquinaria en marcha requiere un trabajo infernal. Y eso que hoy no puedo quejarme —prosiguió al cabo de un momento— porque he hecho un buen negocio gracias al amigo de Stepney, Rosedale; a propósito, señorita Lily, me gustaría que intentara convencer a Judy de que sea más cortés con ese sujeto. Dentro de poco será más rico que todos nosotros juntos y, si le invitara a cenar de vez en cuando, yo podría sacar de él todo lo que se me antojara. El pobre está loco por conocer a las personas que no quieren serle presentadas y, cuando un tipo se halla en este estado, no hay nada que no sea capaz de hacer por la primera mujer que acude en su ayuda.

Lily vaciló un momento. La primera parte del discurso de su compañero había empezado de un modo interesante, pero la mención del nombre del señor Rosedale lo había estropeado todo. Expresó una débil protesta:

—Pero ya sabe que Jack intentó traerlo y fue un desastre.

—¡Maldita sea! ¡Porque es gordo y reluciente y tiene modales de tendero! Pues bien, lo único que puedo decir es que quienes sean lo bastante inteligentes para invitarle ahora se verán muy bien recompensados. Dentro de pocos años frecuentará nuestra sociedad, tanto si lo queremos como si no, y entonces no ofrecerá «soplos» de medio millón por una cena.

El pensamiento de Lily se había alejado de la intrusa personalidad del señor Rosedale para volver a las ideas suscitadas por las primeras frases de Trenor. Aquel vasto y misterioso mundo de Wall Street, con sus «soplos» y «tratos»… ¿no podría encontrar en él el medio de escapar de su apurada situación? Había oído decir a menudo que algunas mujeres hacían dinero por este sistema a través de sus amigos: no comprendía, como la mayor parte de su sexo, la naturaleza exacta de la transacción, y esta vaguedad parecía disminuir su falta de delicadeza. Desde luego, no podía imaginarse a sí misma descendiendo, por muy extremo que fuera el apuro, a aceptar un «trato» con el señor Rosedale, pero a su lado tenía a un hombre que estaba en posesión de tan inapreciable oportunidad y que, como marido de su mejor amiga, tenía con ella una relación de intimidad casi fraternal.

En el fondo de su ser, Lily sabía que no sería apelando a su instinto fraternal como podría conmover a Gus Trenor, pero este modo de explicar la situación contribuía a disfrazar su crudeza y le gustaba ser siempre escrupulosa en la cuestión de guardar las apariencias. El esmero de su apariencia personal tenía un equivalente moral, y cuando inspeccionaba sus propios pensamientos pasaba de largo muchas puertas cerradas.

Al llegar a la verja de Bellomont, se volvió hacia Trenor con una sonrisa.

—Hace una tarde tan espléndida… ¿No le gustaría llevarme un poco más lejos? Hoy me he levantado algo deprimida y ¡descansa tanto apartarse del bullicio en compañía de alguien a quien no le importe aburrirse un poco conmigo!

Su expresión era tan bella y suplicante al hacer esta petición, parecía tan segura de su comprensión y simpatía, que Trenor se sorprendió deseando que su esposa viera cómo le trataban otras mujeres… no viejas intrigantes como la señora Fisher, sino una joven por una de cuyas miradas la mayoría de los hombres lo darían casi todo.

—¿Deprimida? ¿Por qué diablos tiene que estar deprimida? ¿No le ha gustado la última caja de modelos de Doucet o la dejó Judy sin blanca anoche jugando al bridge?

Lily movió la cabeza con un suspiro.

—He tenido que renunciar a Doucet y también al bridge: no puedo permitirme semejantes lujos. De hecho, no puedo permitirme nada de lo que hacen mis amigas y me temo que para Judy soy un fastidio porque ya no juego a las cartas y no voy vestida con tanta elegancia como las demás mujeres. Para usted también seré un fastidio si le importuno con mis preocupaciones, sólo las he mencionado porque desearía que me hiciera un favor… el mayor de los favores.

Buscó de nuevo la mirada de él y sonrió interiormente al captar el matiz de aprensión que vio en sus ojos.

—Pues, claro, todo lo que esté en mi mano… —farfulló y Lily adivinó que el recuerdo de los métodos de la señora Fisher estropeaba su diversión.

—El mayor de los favores —repitió en voz baja—. Judy está enfadada conmigo y quiero que usted intervenga para reconciliarnos.

—¿Enfadada con usted? Vamos, qué tontería… —Su alivio se tradujo en una carcajada—. Sabe muy bien que le profesa un gran cariño.

—Es mi mejor amiga y por eso me entristece tener que disgustarla. Pero me imagino que usted ya sabe lo que pretendía de mí. Se ha empeñado —es un encanto— en que me case… en que me case con una gran fortuna.

—¿Con una gran fortuna? ¡Oh, por todos los diablos! ¡No se referirá a Gryce! ¿Sí? Oh, no, no, claro que no diré nada, puede confiar en mí, tendré la boca cerrada… pero Gryce… ¡Dios mío, Gryce! ¿Creía realmente Judy que tendría usted el valor de casarse con ese imbécil engreído? No lo tiene, ¿verdad? Y le ha dado calabazas y ésta es la razón de que se haya ido con la cola entre las piernas en el primer tren esta mañana. —Se apoyó en el respaldo y arrellanó en el banco, como hinchado por la alegría de haber intuido la verdad—. ¿Cómo podía pensar Judy que haría usted una cosa semejante? ¡Yo le habría dicho que jamás cargaría con ese afeminado!

 

Lily exhaló un suspiro más hondo.

—A veces pienso —murmuró— que los hombres comprenden los motivos femeninos mejor que las demás mujeres.

—¡Algunos sí… desde luego! Yo se lo habría dicho a Judy —repitió, orgulloso de su superioridad sobre su mujer.

—Supuse que usted lo entendería, por eso quería hablarle —prosiguió la señorita Bart—. No puedo contraer un matrimonio de esta índole; es imposible. Pero tampoco puedo seguir viviendo como las mujeres de mi círculo social. Dependo casi enteramente de mi tía, que es muy buena pero no me da ninguna asignación fija y últimamente he perdido dinero con las cartas y no me atrevo a confesárselo. He pagado mis deudas, claro, pero no me queda apenas nada para mis otros gastos y, si continúo llevando la misma vida que hasta ahora, me veré en terribles apuros. Tengo un pequeño capital propio, pero me temo que está mal invertido porque cada año me rinde menos y soy tan ignorante en cuestiones de dinero que no sé si el agente de mi tía, que es quien se encarga de nuestros asuntos financieros, es un buen asesor. —Hizo una pausa y añadió en tono más ligero—: No quería aburrirle con todo esto, pero necesito su ayuda para que Judy comprenda que de momento no puedo continuar viviendo como viven todos ustedes. Mañana me voy con mi tía a Richfield y me quedaré allí el resto del otoño; despediré a mi doncella y aprenderé a remendar mis vestidos.

Ante esta imagen de la belleza en apuros, cuyo patetismo había sabido realzar con sutileza la mano que la había esbozado, Trenor prorrumpió en un murmullo de indignada solidaridad. Veinticuatro horas antes, si su esposa le hubiera consultado sobre el futuro de la señorita Bart, habría dicho que una chica de gustos extravagantes y sin dinero debía casarse con el primer hombre rico que se le pusiera a tiro; pero con la protagonista del caso a su lado, pidiéndole ayuda y haciéndole sentir que la comprendía mejor que sus amigas más íntimas, confirmando además esta sensación con el atractivo de su exquisita proximidad, estaba dispuesto a jurar que semejante matrimonio era una profanación y que él, como hombre de honor, tenía la obligación de hacer todo cuanto pudiera para protegerla de las consecuencias de su desinterés. Este impulso se vio reforzado por la idea de que, si la chica se hubiera casado con Gryce, todo el mundo la habría cubierto de halagos y beneplácitos, mientras que su negativa a sacrificarse por dinero la condenaba a soportar todo el peso de su valiente acción. Maldita sea, si él era capaz de hallar un modo de salvar de sus dificultades a una pedigüeña profesional como Carry Fisher, que era un simple hábito mental correspondiente a la excitación física del cigarrillo o el cóctel, bien podía hacer otro tanto por una muchacha que le inspiraba la mayor simpatía y que le confiaba sus problemas con el candor de una niña.

Trenor y la señorita Bart prolongaron su paseo hasta mucho después de la puesta de sol; y, antes de volver, él intentó, con cierto éxito, convencerla de que, si lo dejaba en sus manos, podía obtenerle una bonita suma de dinero sin poner en peligro su pequeño capital. Lily era ciertamente demasiado ignorante acerca de las manipulaciones bursátiles para comprender las explicaciones técnicas de Trenor o incluso tal vez para apercibirse de que determinados puntos no quedaban muy claros; la vaguedad que rodeaba la transacción servía de velo para su azoramiento y a través de la confusión general sus esperanzas se dilataron como linternas en la niebla. Sólo comprendió que sus modestas inversiones se multiplicarían misteriosamente y sin riesgos para ella; y la aseveración de que este milagro se produciría en muy poco tiempo, sin tediosos intervalos de inquietud y reacción, barrió sus últimos escrúpulos.

De nuevo sintió aliviarse su carga y con el alivio llegó el retorno a las actividades interrumpidas. Una vez conjuradas sus preocupaciones inmediatas, fue fácil decidir que nunca volvería a encontrarse en un apuro semejante y, a medida que la necesidad de ahorrar y sacrificarse pasaba a un segundo plano, se sintió más dispuesta a afrontar las exigencias de la vida. Incluso la más inmediata de permitir a Trenor, en el camino de vuelta, acercarse un poco más a ella, y posar una mano tranquilizadora sobre la suya, no le costó más que un fugaz estremecimiento de repugnancia. Formaba parte del juego hacerle sentir que su petición había sido un impulso impremeditado, inducido por la simpatía que le inspiraba; y la renovada sensación de dominio en el trato con los hombres, además de consolar su maltrecha vanidad, la ayudó a pasar por alto la idea de las pretensiones implícitas en la actitud de él. Se trataba de un hombre ordinario y aburrido que, bajo una fachada autoritaria, era un simple extra en el costoso espectáculo que pagaba con su dinero; seguro que para una chica inteligente sería fácil dominarle a través de su vanidad y de este modo hacerle creer que estaba en deuda con ella.

Capítulo VIII

El primer cheque de mil dólares recibido por Lily junto con unos emborronados garabatos de Gus Trenor le devolvió la confianza en la proporción exacta en que canceló sus deudas.

La transacción se justificó a sí misma por los resultados; ahora veía lo absurdo que habría sido permitir que primitivos escrúpulos la privaran de tan sencillo medio de apaciguar a sus acreedores. Lily se sintió realmente virtuosa al entregar anticipos a cada uno de sus proveedores y el hecho de que una nueva compra acompañara cada pago parcial no disminuyó su sensación de esplendidez. ¡Cuántas mujeres, en su lugar, habrían encargado la mercancía sin pagar el anticipo!

Encontraba de una facilidad tranquilizadora mantener a Trenor de buen humor. Escuchar sus historias, recibir sus confidencias y reír sus chistes parecía de momento todo lo que se requería de ella, y la complacencia con que su anfitriona contemplaba estas atenciones las despojaba de cualquier asomo de ambigüedad. Por lo visto, la señora Trenor daba por sentado que la creciente intimidad de Lily con su marido era sencillamente una forma indirecta de agradecerle su hospitalidad.

—Estoy tan contenta de que tú y Gus os hayáis hecho tan buenos amigos… —observó con aprobación—. Es encantador por tu parte mostrarte tan amable con él y aguantar todas sus latosas anécdotas. Las conozco porque tuve que escucharlas cuando éramos novios… Estoy segura de que sigue contando las mismas. Y ahora no tendré que pedirle siempre a Carry Fisher que le conserve de buen humor. Es un buitre, ¿sabes?, y carece de todo sentido moral. No deja de obligar a Gus a especular con su dinero y estoy segura de que nunca paga cuando pierde.

La señorita Bart podía estremecerse ante tal estado de cosas sin el rubor de darse por aludida. Su propia posición era muy diferente; no podía ocurrir que no pagara cuando perdiera, ya que Trenor le había asegurado que nunca perdería. Al enviarle el cheque le había explicado que había ganado cinco mil gracias a un «soplo» de Rosedale y vuelto a invertir cuatro mil en los mismos valores, ya que corrían rumores de otra «gran alza»; Lily entendió, por lo tanto, que ahora especulaba con dinero de ella, de ahí que sólo le debiera la gratitud que merecía tan pequeño servicio. Suponía vagamente que el capital inicial había salido de su propio dinero invertido, pero prefería no dirigir su curiosidad hacia este punto y concentrarla por el momento en la fecha probable de la siguiente «gran alza».