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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Ah, ahora comprendo por qué deseaba ponerse al día sobre clásicos americanos! —exclamó Selden en tono de franca admiración, pero el rubor que provocó esta salida le hizo desistir de cualquier otro comentario.

El hecho de que Lily Bart se resistiera a bromear sobre sus pretendientes o incluso sobre su forma de atraerlos era tan nuevo para Selden que por un momento se sorprendió e intuyó una serie de posibilidades, pero ella salió con denuedo en defensa de su confusión, diciendo mientras su objetivo se aproximaba:

—¡Por eso le he esperado, para agradecerle sus informaciones!

—¡Pero no puede hacer justicia al tema dedicándole tan poco tiempo! —exclamó Selden; en aquel momento las niñas Trenor vislumbraron a la señorita Bart y mientras ésta respondía por señas a su jubiloso saludo, añadió con rapidez—: ¿Quiere que le consagremos la tarde? Sabe que debo marcharme mañana a primera hora. Pasearemos y podrá darme las gracias con calma.

Capítulo VI

La tarde era perfecta. Un silencio profundo reinaba en el ambiente y el resplandor del otoño norteamericano era amortiguado por una neblina que difuminaba el brillo sin empañarlo.

En las hondonadas del parque ya se notaba una ligera frialdad, pero, a medida que el terreno ascendía, el aire adquiría ligereza y Lily y su acompañante, después de subir por la larga pendiente que partía de la carretera, llegaron a una zona donde aún perduraba el verano. El sendero cruzaba, sinuoso, una pradera salpicada de árboles y luego se unía a un camino bordeado de ásteres y zarzas de matiz violeta, desde el cual el campo se extendía en distancias pastorales a través del sutil temblor de las hojas de los fresnos.

Más arriba, el camino se adornaba con tupidos grupos de helechos y con la exuberante y reluciente vegetación de las pendientes sombreadas; los árboles empezaron a entrelazar sus ramas sobre él y la sombra se intensificó hasta formar el crepúsculo moteado de un soto de hayas. Los troncos estaban bien separados, rodeados por una ligera capa de maleza, y el camino serpenteaba por el lindero del bosque, asomándose de vez en cuando a una pradera soleada o a una huerta de árboles frutales.

Lily no conocía una verdadera intimidad con la naturaleza, pero sentía pasión por lo apropiado y podía ser muy sensible a un escenario que fuese un buen telón de fondo para sus propias sensaciones. El paisaje que se extendía a sus pies parecía una ampliación de su actual estado de ánimo y encontró algo de sí misma en su sosiego, su amplitud y sus espacios abiertos. En las laderas más próximas, los arces nacarinos oscilaban como piras de luz; más abajo se sucedían los huertos grises y aquí y allí destacaba el verde pertinaz de un bosquecillo de robles. Dos o tres granjas de color rojizo dormitaban bajo los manzanos y el blanco campanario de madera de una iglesia rural sobresalía tras la ladera de una colina, mientras mucho más abajo, en una niebla de polvo, la carretera discurría entre los campos.

—Sentémonos aquí —sugirió Selden cuando llegaron a un saliente de roca en torno al cual las hayas trepaban entre peñascos cubiertos de musgo.

Lily se desplomó sobre la roca, con el rostro encendido por el largo ascenso. Se quedó quieta, respirando por la boca entreabierta y dejando vagar la vista por los diferentes planos del paisaje. Selden se echó a sus pies sobre la hierba, con el sombrero inclinado para protegerse de los rayos horizontales del sol y las manos cruzadas bajo la nuca, descansando la cabeza sobre un lado de la roca. No tenía ningún deseo de hacerla hablar; el silencio y la rápida respiración de Lily parecían formar parte de la quietud y la armonía del ambiente. Experimentaba una perezosa y placentera sensación que suavizaba todas las aristas mentales del mismo modo que la neblina de septiembre difuminaba la escena que se extendía a sus pies. En cambio Lily, cuya actitud era tan tranquila como la de él, palpitaba interiormente en un torbellino de ideas. Albergaba en aquel momento a dos seres diferentes, uno que aspiraba grandes bocanadas de libertad y exaltación y otro que se ahogaba en una pequeña y sombría cárcel de temores. Pero poco a poco los jadeos del cautivo fueron debilitándose o el otro hizo menos caso de ellos: el horizonte se ensanchó, el aire adquirió más fuerza y el espíritu libre se aprestó al vuelo.

Ni ella misma podría haber explicado la sensación de vitalidad que parecía elevarla y columpiarla sobre el mundo soleado que tenía delante. ¿Sería amor, se preguntó, o una mera y fortuita combinación de pensamientos y sensaciones felices? ¿En qué proporción se debía al hechizo de aquella tarde perfecta, a la fragancia de los bosques, a la idea de haber escapado del aburrimiento? Lily carecía de experiencias anteriores por las que medir la calidad de sus sentimientos. Había estado enamorada varias veces de fortunas o carreras, pero sólo una vez de un hombre. Había sucedido hacía años, cuando fue presentada en sociedad y concibió una pasión romántica por un joven caballero llamado Herbert Melson, que tenía ojos azules y el pelo rizado. El señor Melson, que no poseía otros valores negociables, se había apresurado a emplearlos en la conquista de la mayor de las hermanas Van Osburgh; desde entonces había engordado, resollaba con facilidad y disfrutaba contando anécdotas sobre sus retoños. Lily no evocó esta precoz emoción para compararla con lo que ahora sentía; el único punto de comparación era la sensación de ligereza y emancipación que recordaba haber experimentado durante el remolino de un vals o en la reclusión de un invernadero en la breve época de su romance juvenil. No había vuelto a sentir hasta hoy aquella ligereza, aquel resplandor de libertad; pero ahora era algo más que un ciego ardor de la sangre. El encanto peculiar de sus sentimientos por Selden estribaba en que los comprendía; podía tocar con el dedo cada eslabón de la cadena que les estaba aproximando. Aunque la popularidad de él era de índole tranquila, sentida más que abiertamente expresada entre sus amigos, Lily no había confundido nunca la discreción que le rodeaba con la insignificancia. Su indiscutible cultura se consideraba un ligero obstáculo para el diálogo fácil, pero Lily, que se envanecía de su actitud liberal hacia la literatura y siempre llevaba un volumen de Omar Jayam en su bolsa de viaje, se sentía atraída por este atributo, que a su juicio habría sido apreciado en una sociedad más madura. Selden tenía además el don de gozar de un físico en consonancia con él; su estatura le hacía sobresalir del montón y las facciones severas y depuradas, tan raras en un país de tipos amorfos, le daban el aire de pertenecer a una raza más especializada, de llevar la impronta de un pasado concentrado. Las personas extrovertidas le encontraban un poco seco y las muchachas muy jóvenes le tildaban de sarcástico, pero su actitud de aislamiento amistoso, alejado de toda reafirmación personal, era la cualidad que mayor interés despertaba en Lily. Todo en él concordaba con el elemento refinado de sus propios gustos, hasta la ligera ironía con que trataba lo que a ella le parecía más sagrado. Quizá lo que más admiraba en él era su capacidad de comunicar un sentido de superioridad no menor que el del hombre más rico que Lily había conocido.

Fue una inconsciente prolongación de este pensamiento lo que la indujo a decir, riendo:

—Por usted ya he roto dos compromisos. ¿Cuántos ha roto usted por mí?

—Ninguno —respondió Selden con calma—. Mi único compromiso en Bellomont era con usted.

Ella le miró, sonriendo vagamente.

—¿De verdad ha venido a Bellomont para verme?

—Desde luego.

La reflexión intensificó la mirada de Lily.

—¿Por qué? —murmuró con un acento desprovisto por completo de toda coquetería.

—Porque es un espectáculo maravilloso: siempre me gusta contemplar lo que hace.

—¿Cómo sabía lo que hacía si no estaba aquí?

Selden sonrió.

—No tengo la pretensión de creer que mi llegada ha desviado en un ápice el curso de su conducta.

—Esto es absurdo… ya que, si usted no estuviera aquí, ahora no pasearíamos juntos.

—No, pero pasear conmigo es sólo otra forma de usar su material. Usted es una artista y da la casualidad de que hoy me toca a mí ser el color que usa. Parte de su inteligencia reside en la capacidad de producir efectos premeditados de manera improvisada.

Lily también sonrió; sus palabras eran demasiado agudas para no apelar a su sentido del humor. Era cierto que pensaba utilizar el accidente de su presencia como parte de un efecto muy definido: o tal era al menos el pretexto secreto que había encontrado para incumplir su promesa de pasear con el señor Gryce. A veces la habían acusado de ser demasiado ansiosa: incluso Judy Trenor le había aconsejado prudencia. Pues bien, en este caso no se dejaría llevar por la ansiedad y obligaría a su pretendiente a permanecer un poco más en vilo. Cuando el deber y la inclinación chocaban entre sí, Lily procuraba conciliarlos. Se había librado del paseo con el señor Gryce pretextando un dolor de cabeza, el mismo espantoso dolor de cabeza que por la mañana le había impedido ir a la iglesia. Su aspecto durante el almuerzo justificó la excusa. Apareció lánguida, llena de una dulzura doliente y llevando en la mano un frasco de sales. Tales manifestaciones eran nuevas para el señor Gryce, que se preguntó nerviosamente si estaría delicada y concibió temores prematuros sobre el futuro de su progenie, pero la compasión ganó la partida y la instó a no exponerse a la intemperie; siempre relacionaba el aire libre con uno u otro riesgo. Lily recibió sus atenciones con lánguida gratitud, rogándole, ya que ella sería una compañía muy aburrida, que se uniera al resto del grupo, que después del almuerzo iría en varios automóviles a Peekshill para visitar a los Van Osburgh. El señor Gryce se emocionó ante esta prueba de altruismo y, a fin de escapar del previsible tedio de toda la tarde, siguió su consejo y la dejó, lleno de tristeza, equipado con capucha y gafas oscuras, tan parecido a un escarabajo frustrado que Lily sonrió al ver desaparecer el coche por la avenida.

 

Selden observó sus maniobras con expresión divertida. Ella no había contestado a su sugerencia de pasar la tarde juntos, pero a medida que veía desarrollarse el plan, estaba casi seguro de ser incluido en él. La casa se encontraba vacía cuando oyó sus pasos en la escalera y salió de la sala de billar para verla. Llevaba sombrero y un vestido de calle y los perros saltaban a su alrededor.

—He pensado que, después de todo, un poco de aire me sentaría bien —explicó, y él convino en que merecía la pena probar un remedio tan sencillo.

Los excursionistas estarían fuera por lo menos cuatro horas; tenían toda la tarde a su disposición y la idea del tiempo libre y de la seguridad comunicó a Lily una ligereza insólita. Con tantas horas para hablar y sin ningún objeto que perseguir, empezó a saborear por anticipado los raros deleites de la disquisición mental.

Se sentía tan libre de motivos ulteriores que replicó a su acusación con un poco de resentimiento.

—No sé por qué me está acusando siempre de premeditación —dijo.

—Creía que usted misma la confesaba; y, si hay que hacer algo, es más meritorio hacerlo bien.

—Si se refiere a que la chica que no tiene a nadie que piense por ella está obligada a pensar por sí misma, acepto de buen grado la imputación. Pero debe considerarme una persona muy deprimente si supone que nunca cedo a ningún impulso.

—Ah, pero no lo supongo: ¿acaso no le he dicho que su genio reside en transformar los impulsos en intenciones?

—¿Mi genio? —repitió ella con una repentina nota de cansancio—. ¿Acaso existe otra prueba del genio que no sea el éxito? Y no cabe duda de que yo he fracasado.

Selden se echó el sombrero hacia atrás y la miró de reojo.

—El éxito… ¿qué es el éxito? Me interesa conocer su definición.

—¿Del éxito? —Lily titubeó—. Bueno, supongo que es obtener de la vida todo lo que se puede. Es una cualidad relativa, después de todo. ¿No coincide su idea con la mía?

—¿Mi idea? ¡En absoluto! —Se incorporó con súbita energía, apoyó los codos en las rodillas y detuvo la mirada en los plácidos campos—. Mi idea del éxito —dijo— es la libertad personal.

—¿Libertad? ¿De las preocupaciones?

—De todo… del dinero, de la pobreza, de la comodidad y la ansiedad, de todos los accidentes materiales. Mantener una especie de república del espíritu: a esto llamo yo éxito.

Ella se inclinó hacia adelante en un arrebato de comprensión.

—Ya sé… ya sé… Es extraño, pero hoy he sentido lo mismo.

Él la miró con una dulzura latente en los ojos.

—¿Tan raro es en usted este sentimiento? —inquirió.

Ella se ruborizó un poco bajo su mirada.

—Me encuentra horriblemente sórdida, ¿verdad? Pero quizá se deba a que nunca he tenido elección. Quiero decir que nunca ha habido nadie que me hablara de la república del espíritu.

—Nadie puede hacerlo… Es una región cuyo camino sólo puede hallar uno mismo.

—Pero yo no lo habría hallado si usted no me hubiera hablado de él.

—¡Ah! Existen postes indicadores… pero hay que saber leerlos.

—¡Pues yo he sabido hacerlo, he sabido! —exclamó ella, presa de la excitación—. Siempre que le veo, me sorprendo reconociendo una letra del poste… y ayer… durante la cena… vi de pronto un sendero que llevaba a su república.

Selden continuó mirándola, pero con otros ojos. Hasta aquel momento había encontrado, en su presencia y su conversación, la diversión estética que un hombre reflexivo suele buscar en el insulso diálogo con una mujer hermosa. Su actitud había sido la de un espectador lleno de admiración y casi habría lamentado detectar en ella una debilidad emocional que se interpusiera en el cumplimiento de sus objetivos. Pero ahora la insinuación de esta debilidad se había convertido en la característica más interesante de Lily. Aquella misma mañana la había sorprendido en un momento de desconcierto; su rostro estaba pálido y alterado y la disminución de su belleza le había prestado un atractivo conmovedor. «¡Así es cuando está sola!», había sido su primer pensamiento; y el segundo, observar en ella el cambio producido por su aparición. El hecho de que no pudiera dudar de la espontaneidad de su simpatía hacia él representaba el punto peligroso de su relación. Cualquiera que fuese el ángulo desde el que contemplara su incipiente intimidad, no podía verla como parte de sus maquinaciones; y ser el elemento imprevisto en una carrera tan exactamente planeada resultaba estimulante incluso para un hombre que había renunciado a los experimentos sentimentales.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Deseó ver un poco más? ¿Se va a convertir en uno de nosotros?

Había sacado los cigarrillos mientras hablaba y ella alargó una mano hacia la pitillera.

—Oh, deme uno… ¡Llevo días sin fumar!

—¿Por qué esta abstinencia tan poco natural? Todo el mundo fuma en Bellomont.

—Sí… pero no se considera decoroso en una jeune fille á marier y en el momento actual soy una jeune fille á marier.

—Ah, en tal caso me temo que no podremos admitirla en la república.

—¿Por qué no? ¿Es una orden de célibes?

—Ni mucho menos, aunque yo aseguraría que no abundan las personas casadas. Pero usted se casará con un hombre muy rico y para la gente rica es tan difícil entrar en ella como en el reino de los cielos.

—Creo que esto es injusto porque, según tengo entendido, una de las condiciones de la ciudadanía es no pensar demasiado en el dinero, y el único modo de no pensar en él es tenerlo en cantidad.

—Esto equivale a decir que el único modo de no pensar en el aire es tener el suficiente para respirar. Es muy cierto en un sentido, pero los pulmones no dejan de pensar en el aire, aunque uno no lo haga. Y lo mismo ocurre con la gente rica; tal vez no piense en el dinero, pero lo respira. ¡Trasládeles a otro elemento y les verá retorcerse y jadear!

Lily observaba con mirada ausente los anillos azules del humo de su cigarrillo.

—Tengo la impresión —dijo al fin— de que usted pasa gran parte de su tiempo en un elemento que no es el suyo.

Selden encajó este ataque con compostura.

—Sí, pero he intentado ser anfibio; todo va bien mientras los pulmones pueden funcionar en otro aire. La verdadera alquimia consiste en volver a convertir el oro en otra cosa y éste es el secreto que la mayoría de sus amigos ha olvidado.

Lily meditó unos momentos.

—¿No cree —preguntó después— que las personas que critican a la sociedad tienen demasiada tendencia a considerarla un fin y no un medio, del mismo modo que la gente que desprecia el dinero habla como si sólo sirviera para guardarlo en bolsas y contemplarlo con avaricia? ¿No es más justo considerar ambas cosas como oportunidades que pueden ser aprovechadas con inteligencia o estupidez, según la capacidad del consumidor?

—Éste es ciertamente el punto de vista sensato, pero lo extraño de la sociedad es que las personas que la consideran un fin son las que la componen y no los críticos que la ven desde fuera. Justo lo contrario de lo que ocurre con la mayoría de espectáculos: el auditorio puede estar bajo la influencia de la ilusión, pero los actores saben que la vida real se encuentra al otro lado de las candilejas. La gente que considera la sociedad como una escapatoria del trabajo la usa del modo apropiado, pero, una vez se ha convertido en eso, distorsiona todas las relaciones de la vida. —Selden se incorporó sobre el codo—. ¡Dios mío! No subestimo la parte decorativa de la vida; creo que el sentido del esplendor se ha justificado a sí mismo con lo que ha producido. Lo peor es que el proceso requiere el gasto de mucha naturaleza humana. Si todos somos la materia prima de los efectos cósmicos, preferiría ser el fuego que templa una espada que el pescado que tiñe una capa púrpura. ¡Y una sociedad como la nuestra desperdicia tan buen material para producir su pequeño trozo de color púrpura! Por ejemplo, ese muchacho… Ned Silverton. Es realmente demasiado bueno para redimir la mezquindad social de cualquiera. Un chico que se dispone a emprender la conquista del universo… ¿no es una pena que termine encontrándolo en el salón de la señora Fisher?

—Ned es encantador y espero que conserve sus ilusiones el tiempo suficiente para escribir bonitas poesías sobre ellas, pero ¿cree que sólo la sociedad tendrá la culpa de que las pierda?

Selden contestó encogiéndose de hombros.

—¿Por qué llamamos ilusiones a todas nuestras ideas generosas y verdades a las mezquinas? ¿No es suficiente condena de la sociedad el hecho de que aceptemos semejante fraseología? A la edad de Silverton estuve a punto de adoptar esta jerga y sé muy bien que los nombres pueden alterar el color de las creencias.

Ella no le había oído nunca hablar de modo tan contundente y enérgico. Su tono habitual era el del ecléctico que no se apasiona y hace comparaciones y la emocionó aquella imprevista revelación del laboratorio donde se formaban sus criterios.

—Ah, es usted tan malo como todos los sectarios —exclamó—. ¿Por qué llama república a su república? Es una corporación cerrada y usted crea objeciones arbitrarias a fin de dejar fuera a los demás.

—No es mi república; si lo fuera, organizaría un coup d’état y la sentaría en el trono.

—¿Mientras que, en realidad, piensa que no merezco ni posar el pie en el umbral? Oh, ya comprendo su intención. Desprecia mis ambiciones… ¡las considera indignas de mí!

Selden sonrió, pero no con ironía.

—Bueno, ¿acaso no es un tributo? Las considero muy dignas de la mayoría de las personas que viven por ellas.

Ella le miró gravemente.

—Pero ¿no es posible que si yo tuviera las oportunidades de esas personas haría mejor uso de ellas? El dinero sirve para muchas cosas: su poder adquisitivo no se limita a las joyas y los automóviles.

—Desde luego; podría expiar su disfrute de ambas cosas fundando un hospital.

—Pero si piensa que constituyen un verdadero placer para mí, debe creer que valgo tanto como mis ambiciones.

Selden saludó esta frase con una carcajada.

—¡Ah, mi querida señorita Bart! ¡No soy la Divina Providencia para garantizarle el goce de las cosas que intenta conseguir!

—Entonces, ¿pretende decir que, después de luchar para conseguirlas, es probable que no me gusten? —respiró hondo—. ¡Qué horrible futuro me pronostica!

—¿Acaso no se lo ha pronosticado ya usted misma?

El rubor afluyó con lentitud a sus mejillas, no un rubor de excitación, sino procedente del fondo de sus sentimientos; fue como si lo hubiese provocado el esfuerzo de su espíritu.

—Sí, y con gran frecuencia —respondió—, pero ¡parece mucho más negro si usted me lo señala!

Él no contestó nada a esta exclamación y guardaron silencio unos momentos, durante los cuales algo latió entre ellos en la inmensa quietud del aire. Pero Lily se volvió de repente hacia él con una especie de vehemencia.

—¿Por qué me hace esto? —gritó—. ¿Por qué me presenta como odiosas las cosas que he elegido, si no tiene nada que darme a cambio?

Estas palabras despertaron a Selden de la meditación en que se había sumido. Ni él mismo sabía por qué había llevado la conversación por aquellos derroteros; era lo último que hubiera deseado hacer en una tarde de soledad con la señorita Bart. Pero se trataba de un momento en que ninguno de los dos parecía hablar con deliberación, como si una voz interior surgiera de cada uno de ellos para clamar al otro a través de insondables profundidades del sentimiento.

—No, no tengo nada que darle a cambio —repitió, sentándose y volviéndose para estar cara a cara con ella—. Si lo tuviera, sería suyo, ya lo sabe.

Lily escuchó esta brusca declaración de un modo aún más extraño que como había sido hecha: ocultó la cara entre las manos y él vio que lloraba durante un momento.

Pero fue sólo un momento, porque cuando él se acercó y le apartó las manos con un gesto más grave que apasionado, ella tenía la cara suavizada, pero no desfigurada por la emoción y Selden se dijo a sí mismo, con cierta crueldad, que incluso su llanto era un arte.

La reflexión calmó su voz cuando le preguntó, entre compasivo e irónico:

 

—¿No es natural que intente menospreciar todas las cosas que no puedo ofrecerle?

El rostro de Lily se animó al oír esto, pero retiró la mano, no sin coquetería, como renunciando a algo a lo que no tenía derecho.

—Pero ¿no me menosprecia a mí al estar tan seguro de que son las únicas cosas que me importan? —replicó en tono suave.

Selden tuvo un sobresalto interno, pero era sólo el último temblor de su egoísmo. Contestó casi en seguida, con sencillez:

—Pero le importan, ¿verdad? Y, por más que lo desee, no puedo alterar este hecho.

Había dejado tan por completo de considerar hasta dónde podía llevarle aquello que sintió un claro desengaño cuando ella volvió hacia él un semblante burlón.

—¡Ah! —exclamó—. Pese a sus bonitas frases, es en realidad tan cobarde como yo, porque no habría pronunciado una de ellas si no estuviera tan seguro de mi respuesta.

El impacto de esta réplica produjo el efecto de cristalizar las intenciones vacilantes de Selden.

—No estoy tan seguro de su respuesta —dijo en voz baja— y quiero hacerle la justicia de creer que usted tampoco lo está.

Ahora le tocó a ella mirarle con sorpresa y al cabo de un momento le preguntó:

—¿Quiere casarse conmigo?

Él se echó a reír.

—No, no quiero… pero ¡tal vez estaría dispuesto si usted lo quisiera!

—Tenía razón yo… Está tan seguro de mí que puede divertirse con experimentos. —Retiró la mano que él había asido de nuevo y se quedó mirándole con tristeza.

—No hago ningún experimento —respondió él—, o, si los hago, no es con usted, sino conmigo mismo. Ignoro qué efecto van a producir en mí… pero, si casarme con usted es uno de ellos, correré el riesgo.

Lily esbozó una sonrisa.

—Sería un gran riesgo, ciertamente… jamás le he ocultado su magnitud.

—¡Ah, es usted la cobarde! —exclamó él.

Lily se levantó y Selden permaneció frente a ella, mirándola a los ojos. El suave aislamiento del crepúsculo los envolvía; parecían flotar en un aire menos denso. Todas las exquisitas influencias de la hora temblaban en sus venas, aproximándoles como las hojas caídas eran atraídas por la tierra.

—Eres tú la cobarde —repitió él, cogiéndole las manos.

Lily se apoyó en él un momento, como doblando sus alas cansadas; Selden creyó sentir que su corazón latía de prisa, más por la tensión de un largo vuelo que por la emoción de nuevas distancias. Entonces, retrocediendo con una pequeña sonrisa de advertencia, declaró:

—Estaré feísima con vestidos baratos, pero sé adornarme los sombreros.

Guardaron silencio un buen rato, sonriéndose como niños traviesos que han trepado a una altura prohibida y descubierto un mundo nuevo. El mundo verdadero que yacía a sus pies se estaba envolviendo en tinieblas y al otro lado del valle apareció una luna clara en el azul cada vez más denso.

De pronto oyeron un ruido remoto, como el zumbido de un insecto gigantesco, y un objeto negro pasó por delante de ellos como una exhalación por la carretera, que parecía más blanca en la incipiente penumbra.

Lily abandonó con un sobresalto su actitud ensimismada; dejó de sonreír y empezó a andar hacia el sendero.