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100 Clásicos de la Literatura

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CAPITULO VII

En realidad, la medición de uno o más grados por medio de reglas metálicas unidas entre sí por sus extremos, sería un trabajo absolutamente irrealizable desde el punto de vista de la exactitud matemática.

Además, ningún terreno, en ningún punto del mundo, es lo bastante uniforme para prestarse eficazmente a la ejecución de una operación tan delicada.

¿Qué se puede hacer entonces? Afortunadamente, es posible dividir el terreno que debe atravesar la línea de un meridiano en cierto número de triángulos aéreos, cuya determinación es relativamente fácil. Estos triángulos se obtienen apuntando, mediante instrumentos muy precisos, el teodolito y el círculo repetidor, a señales naturales o artificiales, tales como campanarios, torres, postes y objetos de similares características. A cada señal encaja un triángulo, cuyos ángulos son dados por los instrumentos mencionados con una precisión matemática exacta.

Así se obtienen triángulos cuyos lados miden muchos kilómetros de longitud.

Pero, según un principio geométrico, un triángulo dado sólo es conocido cuando se averigua uno de sus lados y dos de sus ángulos, sacándose inmediatamente el valor del tercer ángulo y la longitud de los otros dos lados. Por consiguiente, tomando como base de un nuevo triángulo un lado de los triángulos ya formados, y midiendo los ángulos adyacentes a esta base, se tendrán así nuevos triángulos que serán llevados sucesivamente hasta el límite del arco que se ha de medir.

Por este método se obtienen las longitudes de todas las rectas comprendidas en la red de triángulos, y por una serie de cálculos trigonométricos se puede determinar la magnitud del arco meridiano que atraviesa la red entre las dos estaciones terminales.

Así, conocidos los ángulos de un triángulo por medio del teodolito o del círculo repetidor, se pueden realizar las siguientes operaciones. Pero queda claro que el primer lado, base de todo sistema, es preciso medirlo directamente sobre el terreno con una precisión extraordinaria, y este es el trabajo más delicado de cualquier triangulación.

Delambre y Méchain emplearon cuarenta y cinco días para medir una dirección rectilínea en el departamento francés de Seine–et–Marne. Esta dirección, que seguía el curso de una carretera, tenía un total de diecisiete kilómetros, trescientos ochenta y cinco metros.

El coronel Everest y Matthew Strux se proponían seguir el mismo procedimiento que sus colegas franceses, por lo que necesitaban realizar sus operaciones con gran precisión.

El día 5 de marzo dieron, pues, comienzo los primeros trabajos geodésicos de los expedicionarios, ante el asombro general de los bochjesmen, que no entendían nada de lo que estaba ocurriendo.

Mokoum pensaba que las diversiones a las que se entregaban sus amigos eran realmente extrañas, pero este era un hecho que al indígena tampoco le preocupaba en extremo. Él había cumplido con su misión y nada más podía inquietarle.

Porque, en efecto, para alguien no familiarizado con aquellos temas, medir el terreno con reglas que tenían una longitud de metro ochenta, de extremo a extremo, constituía una rara ocupación.

El emplazamiento había sido cuidadosamente elegido. La llanura, cubierta por un pequeño césped ya seco, se extendía hasta los límites del horizonte, siguiendo un plano netamente nivelado.

La planicie limitaba al Sur con una serie de colinas que formaban el extremo del desierto de Kalahari, y al Norte lo hacía con el infinito. En dirección al Este se hallaba Lattakou, en tanto que al Oeste la planicie se hundía más aún, convirtiéndose en pantanoso, y se empapaba de un agua estancada que alimentaba los afluentes del Kuruman.

Observando atentamente aquella hermosa llanura, Matthew Strux se dirigió al coronel Everest y le dijo:

—Cuando la base esté establecida, podremos fijar aquí el punto extremo del meridiano.

—Estaré de acuerdo con usted cuando hayamos determinado la longitud exacta de este punto. Cuando traslademos al mapa este arco del meridiano, será preciso comprobar si no se encuentra en su curso algún obstáculo infranqueable que pudiera dificultar la operación.

—No lo espero.

—Ya lo veremos —exclamó el coronel—. Primero haremos las mediciones y después decidiremos el paso siguiente.

Estas palabras cortaron la discusión.

La operación debía ser larga, ya que los científicos querían llevarla a cabo con exactitud. Por esta razón se dieron las órdenes oportunas para instalar el campamento.

Los carromatos fueron dispuestos como viviendas, y la improvisada aldea se dividió en cuartel inglés y en cuartel ruso, sobre los cuales ondeaban las banderas de ambos países.

En el centro se extendía una plaza común. Más allá de la línea circular de los carromatos pastaban los caballos y los búfalos, bajo la vigilancia de los conductores, aunque por la noche se les hacía entrar en el recinto interior, con el fin de que no fueran devorados por las numerosas fieras que son muy corrientes en aquellas regiones.

Mokoum fue el encargado de organizar las cacerías que proveerían de alimento fresco a la aldea, siendo acompañado en sus correrías por Sir Murray, que prefería entregarse a estas actividades, ya que su presencia no era absolutamente imprescindible para la medición de la base.

Las operaciones geodésicas comenzaron el día 6 de marzo. Los dos sabios más jóvenes de la expedición se encargaron de realizar los trabajos preliminares.

La primera operación consistió en trazar sobre el terreno, en su parte más llana y unida, una dirección rectilínea. La disposición del suelo dio a esta recta la orientación Sureste–Noroeste, obteniéndose la misma por medio de estacas clavadas en la tierra, a corta distancia una de otra.

Zorn, provisto de un anteojo reticular, comprobaba la posición de estos jalones sobre las estacas, admitiendo que dicha posición era exacta cuando el hilo vertical de la retícula dividía todas las imágenes en dos partes iguales.

Esta distancia rectilínea ocupaba un total de catorce kilómetros, que era la longitud aproximada que los astrónomos pensaban dar a su base.

Cada estaca había sido provista de una mira que, colocada en su cima, debía facilitar el emplazamiento de las reglas metálicas. Este trabajo requirió algunos días, y los dos jóvenes lo ejecutaron con escrupulosa exactitud.

Se trataba, después, de colocar una tras otra las reglas destinadas a medir directamente la base del primer triángulo, operación que puede parecer sencilla, pero que precisa de infinitas precauciones, pues de ella depende en gran medida el éxito de una triangulación.

En la mañana del 10 de marzo se colocaron en el suelo unos zócalos de madera, siguiendo la dirección rectilínea ya establecida. Los zócalos eran doce y descansaban en su parte inferior sobre tres tornillos de hierro, cuya distancia era sólo de algunos centímetros para impedir el deslizamiento, manteniéndolos por su adherencia en una posición invariable.

Sobre los zócalos se dispusieron pequeñas piezas de madera, completamente rectas, que debían soportar las reglas y sujetarlas en sus ensambladuras, las cuales fijaban la dirección. Mas un aspecto a tener en cuenta era que la dilatación de las reglas podía variar con la temperatura, hecho que habría de ser comprobado por los científicos rigurosamente.

Cuando los doce zócalos hubieron sido fijados y cubiertos con las piezas de madera, el coronel Everest y Matthew Strux se encargaron de la operación delicada de situar las reglas en sus puntos concretos, ayudados por sus dos jóvenes colegas.

Mientras tanto, Nicholas Palander, con el lápiz en la mano, iba anotando en un doble registro las cifras que le eran transmitidas.

Las reglas empleadas tenían una longitud de dos toesas, seis líneas de ancho y una línea de grueso. Para alguien no acostumbrado a estas medidas, basta decir que su equivalencia longitudinal en el sistema métrico era de tres metros, ochocientos noventa y ocho centímetros.

El metal empleado para la fabricación de dichas reglas era el platino, inalterable al aire en circunstancias ordinarias y completamente inoxidable. Pero las reglas de platino mencionadas debían sufrir una dilatación o contracción —bajo la acción variable de la temperatura— que era preciso tener muy en cuenta.

Por esta razón, se había pensado poner en cada una de ellas un termómetro metálico, recubierto por otra regla de cobre de longitud inferior a la regla básica.

Un vernier colocado en la extremidad de la regla de cobre indicaba exactamente la dilatación relativa de la regla de cobre, deduciéndose así la expansión definitiva de la de platino. El mismo vernier había sido sometido a toda clase de pruebas para asegurar que sus propias dilataciones, por pequeñas que fueran, no afectasen a la regla de platino.

Por último, para asegurar aún más si cabe la precisión de los cálculos, cada vernier estaba provisto de un microscopio que permitía apreciar incluso los cuartos de cienmilésima de toesa.

Así pues, las reglas se colocaron sobre las piezas de madera, un extremo junto a otro, pero sin tocarse, ya que era menester evitar todo choque por ligero que fuese.

El coronel y Strux situaron la primera regla sobre la pieza de madera en la dirección de la base. A ciento noventa metros de allí, sobre la primera estaca, se había establecido una mira y, como las reglas estaban armadas con dos puntas verticales hincadas en el mismo eje, resultaba fácil disponerlas en la dirección deseada. Emery y Zorn se echaron, pues, al suelo para comprobar si las dos puntas de acero se proyectaban justamente en el centro de la mira. Una vez comprobado esto, la dirección exacta de la regla quedó asegurada.

 

El coronel Everest dijo a continuación:

—Ahora es preciso determinar el punto de partida de nuestra operación. Dirigiremos una plomada vertical tangente a la extremidad de la primera regla. Como ninguna montaña puede ejercer una acción sensible sobre este hilo, podremos marcar exactamente en el suelo la extremidad de la base.

—Estoy de acuerdo —manifestó Strux—, a condición de que tengamos en cuenta el espesor medio del hilo en el punto de contacto.

—Por descontado —terminó el coronel.

Realizada esta nueva operación, el trabajo siguió su curso. Ahora se imponía tener en cuenta la inclinación de la base en relación con el horizonte.

— ¿Será posible colocar la regla en una posición completamente horizontal? —preguntó Emery.

—No —respondió Strux—. Nos bastará con levantar el ángulo que cada regla hará con el horizonte. Así podremos reducir la longitud medida a la longitud real.

El coronel Everest se manifestó de acuerdo y ambos sabios procedieron entonces a la elevación, empleando para ello un nivel especialmente construido para tal objeto. El nivel se colocó sobre la regla, conociéndose el resultado de inmediato.

En el momento en que Palander iba a anotarlo en su registro, Strux pidió que el nivel fuese vuelto de un lado a otro, con el objeto de leer la diferencia de los dos arcos. Esta diferencia resultó doble de la inclinación buscada, y la operación quedó comprobada.

Las cifras obtenidas hasta el momento fueron consignadas en dos registros diferentes y firmadas al margen por los miembros de la comisión anglo–rusa.

Después se procedió a la realización de dos operaciones de singular interés: la variación termométrica de la primera regla y el cálculo exacto de la longitud medida por ella.

Para anotar la longitud realmente medida fue preciso colocar la segunda regla a continuación de la primera, dejando un pequeño espacio entre ambas. Comprobados todos los puntos indicados, se situó la segunda regla en su lugar y se midió el espacio abierto entre ambas. Para ello se había dispuesto en el extremo de la primera, y en la zona que no estaba recubierta por la regla de cobre, una lengüeta de platino que se deslizaba a propósito entre dos ranuras.

Las nuevas cifras obtenidas también fueron cuidadosamente anotadas en el registro, una vez hechas todas las comprobaciones pertinentes.

Michael Zorn propuso un nuevo plan con el fin de obtener una comprobación más rigurosa. Ya que la regla de cobre recubría la de platino, podía suceder que, bajo la influencia de los rayos solares, el platino se calentara más lentamente que el cobre. Para considerar esta diferencia termométrica, las reglas fueron protegidas por un tejadillo situado a algunos centímetros de elevación. Cuando los rayos solares caían oblicuamente, se tendía una tela del lado de donde venía el sol, ya fuera por la mañana o por la tarde, con el fin de evitar su calor.

Estas operaciones se llevaron a cabo con paciencia y minuciosidad por espacio de un mes. Una vez que las cuatro reglas fueron colocadas y comprobadas, consecutivamente, en el cuádruple punto de vista de la dirección, inclinación, dilatación y longitud efectiva, se recomenzó el trabajo ya hecho con la misma meticulosidad, trasladando los zócalos y los caballetes de la primera regla a continuación de la cuarta, que acababa de medirse.

Los científicos mostraban una gran habilidad en las operaciones, pero esto no impedía que las mismas requirieran mucho tiempo para ser finalizadas con el éxito deseado. Llegaron a medir unos cuatrocientos cincuenta metros diarios con tiempo favorable, pues el viento podía comprometer la imprescindible inmovilidad de los aparatos.

Al llegar la noche, los sabios suspendían su trabajo y tomaban una serie de precauciones antes de emprenderlo al día siguiente. La regla que llevaba el número uno se colocaba de modo provisional y se señalaba en el suelo el lugar en que debía colocarse. En este punto se hacía un agujero y se hundía en él una estaca a la que se fijaba una placa de plomo. Se volvía a situar entonces la regla número uno en su posición definitiva, después de comprobar la dirección, la variación termométrica y la inclinación, y se anotaba la distancia medida por la regla número cuatro.

Luego, por medio de una plomada tangente al extremo anterior de la regla número uno, se hacía una señal en la placa, de plomo. Se trazaban con cuidado dos líneas en ángulo recto, una en el sentido de la base y otra en el sentido de la perpendicular, y se cubría la placa de plomo con una caja de madera, rellenando el agujero hasta dejar enterrada la estaca, lista así para el día siguiente.

Si un accidente cualquiera se presentaba, se evitaba de este modo que los aparatos se desordenaran, teniendo que empezar de nuevo toda la operación.

Al día siguiente, la placa era descubierta y se disponía la primera regla en la misma posición que la víspera, gracias a la plomada, cuyo extremo debía caer exactamente sobre el punto trazado por las dos líneas.

Todas estas maniobras se realizaron durante treinta y ocho días. Las cifras fueron anotadas por partida doble, verificadas, comprobadas y aprobadas por todos los representantes de la comisión.

Las discusiones entre el coronel Everest y el señor Strux fueron escasas. Un solo asunto motivó entre ambos rivales científicos unas réplicas tan vivas, que se hizo necesaria la intervención de Sir John Murray para calmar los ánimos. La discusión tuvo su origen en la longitud que debía darse a la base del primer triángulo.

La longitud debía ser amplia, pues cuanto más abierto resultase el triángulo, más fácil sería de medir. Pero tampoco se podía prolongar esta longitud hasta el infinito.

El coronel proponía una base de doce mil metros, pero el señor Strux prefería la cifra de veinte mil metros. Ninguno de los dos parecía dispuesto a ceder.

La discusión se hizo tan violenta que, en un momento dado, ya no eran dos científicos enfrentados por un problema cualquiera, sino dos enemigos nacionales, un inglés y un ruso que defendían los intereses de sus respectivos gobiernos.

La Naturaleza impuso un poco de paz en el duro combate, ya que el mal tiempo obligó a suspender las actividades por unos días. Los ánimos se tranquilizaron y se decidió por mayoría que la medición de la base se daría por terminada a los dieciséis mil metros, aproximadamente, con lo cual se dividía por la mitad la diferencia.

Tras muchos esfuerzos se logró finalizar el trabajo dando la base un resultado último de quince mil seiscientos setenta y ocho metros y setenta y tres centímetros o, lo que es lo mismo, ocho mil treinta y siete toesas y setenta y cinco centésimas. Sobre esta base iba a apoyarse la serie de triángulos cuyo resultado debía cubrir el África austral en un espacio de varios grados.

CAPITULO VIII

Los preparativos terminaron, por tanto, el día 13 de abril, y los científicos decidieron continuar cuanto antes el resto de las investigaciones.

El paso siguiente era conseguir la latitud del punto Sur, en el cual comenzaba el arco del meridiano que se trataba de medir. El 14 de abril comenzaron las mediciones pertinentes, si bien estos trabajos fueron más sencillos que los anteriores, gracias a las investigaciones realizadas por Emery y Zorn.

El mal tiempo de los días precedentes había sido aprovechado por los dos jóvenes sabios para llevar a cabo diversas mediciones de la altura relativa a numerosas estrellas. De estas observaciones tan minuciosamente repetidas se podía deducir, con gran precisión, la latitud del punto del arco.

Esta latitud era de 27,951789 grados decimales.

Tras la latitud se calculó la longitud, escribiéndose el resultado en un excelente mapa del África austral, levantado a gran escala. Este mapa reproducía los descubrimientos geográficos hechos recientemente en esa parte del Globo por viajeros como Livingstone, Anderson y otros.

Se trataba de escoger en ese mapa un meridiano determinado, para localizar en él un arco comprendido entre dos puntos alejados el uno del otro por un número concreto de grados. Cuanto más largo fuera el arco medido, menor sería la incidencia de los posibles errores derivados de esta operación.

Había grandes obstáculos a tener en cuenta. Era preciso evitar los obstáculos naturales, tales como montañas infranqueables y vastas extensiones de agua, pues habrían estorbado la marcha de los exploradores.

Mas la suerte parecía estar de parte de la comisión, pues aquella zona no tenía elevaciones considerables ni abundaban en ella los cursos de agua difícilmente vadeables. Se podía tropezar con peligros, pero no con obstáculos.

Los expedicionarios tenían a su favor el desierto de Kalahari. Aunque el desierto en cuestión no merece el nombre de tal, pues no se trata de las planicies del Sahara, cuya aridez y falta de vegetación hace que sean prácticamente infranqueables. El Kalahari, por el contrario, produce gran cantidad de plantas, su suelo está recubierto por abundantes hierbas y cuenta con espesas malezas y grandes árboles. Abundan en él la caza salvaje y las fieras temibles, y está habitado o recorrido, según los casos, por tribus sedentarias y nómadas de bushmen y bakalaharis.

Pero el agua brilla por su ausencia en ese desierto la mayor parte del año. Los lechos de los ríos que lo atraviesan se muestran secos numerosas veces, a excepción de la época siguiente a la estación de las lluvias. Ésta, que acababa de terminar, ofrecía a los expedicionarios la posibilidad de encontrar agua estancada en charcos, estanques o riachuelos.

Mokoum informó de todo esto a los científicos, y el coronel Everest y Matthew Strux se pusieron de acuerdo en un punto: aquel vasto emplazamiento ofrecía todas las condiciones favorables para una buena triangulación.

Quedaba por llevar a cabo la elección del meridiano. Tras muchas deliberaciones se decidió que el extremo Sur de la base del triángulo podía servir como punto de ida. Este meridiano era el vigésimo cuarto al este de É Greenwich y se prolongaba, por lo menos, en un espacio de siete grados, del vigésimo al vigésimo séptimo, sin encontrar obstáculos naturales que estuvieran señalados en el mapa.

Se decidió, por tanto, medir un arco en el vigésimo cuarto meridiano. Arco que, al ser prolongado por Europa, ofrecía la facilidad de medir un arco septentrional en el Imperio ruso.

La primera estación, que debía señalar la punta del primer triángulo, fue escogida hacia la derecha del meridiano. Se trataba de un árbol solitario, situado en una elevación del terreno, lo que le hacía perfectamente visible.

Los astrónomos midieron también el ángulo que hacía este árbol con el extremo sureste de la base, por medio de un círculo repetidor de Borda, de extraordinaria precisión.

Las operaciones comenzaron, como ya hemos dicho, el día 14 de abril. Mientras los científicos se entregaban a las mediciones preliminares, Mokoum ordenó que se levantara el campamento, dirigiendo los carromatos hacia la primera estación señalada.

El tiempo era clarísimo y se prestaba a la operación. Se había decidido, no obstante, que, si la atmósfera impedía, los cálculos, las operaciones se realizarían por la noche, con ayuda de faroles o lámparas eléctricas.

El primer día se midieron los ángulos, anotándose las cantidades obtenidas en el doble registro, después de hacer las comprobaciones oportunas.

Cuando llegó la noche, todos los astrónomos estaban reunidos en la caravana en torno al árbol que había servido de objetivo. Se trataba de un enorme baobab, cuya circunferencia medía más de veinticuatro metros.

Toda la caravana se refugió bajo el inmenso ramaje del gigantesco baobab, cenando los antílopes que los cazadores habían alcanzado en una de sus partidas. Tras la cena, los sabios se retiraron a descansar y Mokoum dispuso a los centinelas en puntos estratégicos. También se encendieron grandes hogueras para mantener alejadas a las fieras, que podían sentirse atraídas por el olor de los antílopes muertos.

Apenas transcurridas dos horas de sueño, Zorn y Emery se levantaron, pues deseaban calcular la latitud de aquella estación, observando para ello la altura de las estrellas.

Olvidando las fatigas del día, los dos jóvenes se instalaron con los anteojos de su instrumento y determinaron exactamente el desplazamiento que el cenit había experimentado pasando de la primera estación a la segunda.

CAPITULO IX

Al día siguiente, 15 de abril, se reanudaron las operaciones. El ángulo que hacía la estación del baobab con los dos extremos de la base indicada por los polígonos fue medido con precisión. Este nuevo resultado permitía comprobar el primer triángulo.

 

Después se eligieron otras dos estaciones a derecha e izquierda del meridiano. Una estaba formada por un montículo muy visible de la llanura, y la otra era jalonada por un poste indicador, a una distancia de algo más de once kilómetros.

La triangulación prosiguió así durante un mes.

El 15 de mayo, los científicos habían subido un grado hacia el Norte, tras haber construido geodésicamente siete triángulos.

Estas operaciones no habían facilitado el acercamiento entre los jefes de la expedición. Ambos sabios estaban separados no sólo por sus rivalidades, sino también por el espacio físico, pues cada uno llevaba a cabo sus mediciones alejado del otro. Trabajaban diariamente en estaciones separadas entre sí por muchos kilómetros, y esta distancia era una garantía contra cualquier disputa originada por el amor propio.

Regresaban al campamento al llegar la noche, introduciéndose cada uno en su carromato particular.

Cierto es que se produjeron algunas discusiones, pero éstas fueron debidas a discrepancias respecto a la elección de estaciones, si bien la sangre no llegó al río y no se produjeron altercados serios.

En definitiva, el asunto era que el 15 de mayo se había logrado subir un grado desde el punto austral del meridiano. Se encontraban, por tanto, en el paralelo de Lattakou.

La comisión decidió que había llegado el momento de tomar un descanso, instalándose la caravana en el lugar ocupado por un kraal que había sido levantado recientemente en aquellos alrededores.

Los indígenas del África austral llaman kraal a cierta especie de aldea móvil que se traslada de un pasto a otro. Es un espacio compuesto por una treintena de chozas dispuestas circularmente a orillas de un riachuelo afluente del Kuruman.

Estas chozas, formadas por esteras entretejidas de juncos y completamente impermeables, colocadas sobre montantes de madera, parecían enormes colmenas. Su entrada, cubierta por una piel, obligaba a los que penetraban en ellas a arrastrarse sobre sus rodillas.

Esta única abertura hacía las veces de chimenea, y por ella salían al exterior los humos de los alimentos cocidos al fuego.

La llegada de la caravana alertó a los habitantes del kraal. Los perros ladraron furiosamente y los indígenas asomaron sus narices para observar a los recién llegados. Los guerreros de la aldea, armados de azagayas, cuchillos y mazas, y protegidos por sus escudos de cuero, se adelantaron hacia los expedicionarios.

Se podía calcular su número en doscientos, lo que daba una idea de la importancia de aquel kraal. Había un total de unas ochenta chozas circundadas por una alta empalizada, para protegerse de los ataques de los animales feroces.

Los indígenas se tranquilizaron ante las palabras de Mokoum, que les explicó los motivos que llevaban a la caravana por aquellas regiones, si bien no les detalló el carácter singular de las investigaciones, pues no deseaba que los habitantes del kraal les tomaran a todos por locos.

La caravana obtuvo permiso para acampar cerca de las empalizadas, a orillas del riachuelo. Los caballos, bueyes y otros rumiantes de la expedición podrían alimentarse con abundancia, sin causar el menor perjuicio a la aldea ambulante.

El campamento se organizó siguiendo el método acostumbrado. Los carromatos se dispusieron circularmente y cada cual empezó a dedicarse a sus respectivas ocupaciones.

Todos consideraron que la propuesta de Sir Murray, en el sentido de establecerse allí por unos días, había sido muy acertada.

Michael Zorn y William Emery habían decidido aprovechar esta temporada de descanso para tomar la altura del sol, mientras que Nicholas Palander se ocuparía de hacer diferencias del nivel de miras, de modo que quedasen reducidas estas medidas al nivel del mar.

En cuanto a Sir Murray, el descanso le ofrecía una excelente oportunidad de entregarse a su diversión favorita, la caza, pues deseaba estudiar la fauna de la región.

Así pues, Sir John Murray dejó a sus compañeros entregados a sus cálculos y observaciones científicas y se marchó en compañía de Mokoum. El inglés llevaba como montura su caballo habitual, mientras que el indígena utilizaba su inseparable cebra doméstica. Tres perros les seguían dando saltos.

Ambos cazadores estaban armados de sendas carabinas de caza, de bala explosiva, pues tenían la intención de atacar a fieras salvajes.

Se dirigieron hacia el Norte, a algunos kilómetros del kraal, en dirección a una zona frondosa que favorecía sus planes. Cabalgaban el uno al lado del otro, animando el camino con su alegre conversación, pues a estas alturas ya se habían hecho muy amigos.

—Espero que cumplas tu promesa, querido Mokoum —dijo Sir Murray.

— ¿Qué promesa dice usted?

—La de llevarme al corazón del país más abundante en caza del mundo. No he venido al África austral para tirar contra las liebres o los zorros. Antes de una hora espero haber abatido...

Mokoum le interrumpió con una sonrisa y estas palabras:

— ¡Antes de una hora! Pretende ir usted demasiado rápido. Aquí es necesario tener paciencia.

— ¿Eres tú quien me habla de paciencia, mi impaciente amigo? —se sonrió el inglés.

—Soy impaciente, es cierto, pero en lo que se refiere a la caza puedo tener toda la paciencia del mundo. Sobre todo en lo que respecta a la caza de los grandes animales.

— ¿Es que requiere unas condiciones especiales?

—Desde luego, señor Murray. La caza de los grandes animales es toda una ciencia, y es preciso conocer muy bien el país, las costumbres de los animales, los lugares por donde pasan... Después de conocer estos detalles, hay que ir tras ellos durante muchas horas y contra el viento, pues si descubren nuestra presencia antes de tiempo estamos perdidos.

Sir Murray le escuchaba atentamente.

—También es necesario no dar gritos intempestivos —añadió Mokoum—, ni dar pasos en falso o ruidosos, ni ojeadas indiscretas. Todas estas circunstancias pueden hacer que el cazador pierda en un momento esa presa que con tanto cuidado y paciencia ha estado persiguiendo.

Esto era algo que sabía muy bien el impaciente Mokoum.

Sir John Murray preguntó a su amigo:

— ¿Te ha ocurrido eso alguna vez?

— ¿El qué, señor? —inquirió Mokoum.

—Perder a una pieza tras una paciente persecución.

—Desde luego, señor. Más de una vez me he pasado jornadas enteras acechando un búfalo y, cuando después de tres días de paciente y astuta espera lograba estar muy cerca del animal, un movimiento en falso deshacía todo lo conseguido, sumiéndome en la desesperación por el trabajo mal hecho.

Porque para Mokoum, cazar con destreza una gran fiera era un trabajo tan serio como resultaba para cualquiera de los científicos de la expedición el hecho de calcular la medida de un arco de un meridiano.

—De acuerdo, amigo mío —repuso Sir Murray—. No tengo inconveniente en dar tantas pruebas de paciencia como desees. Pero recuerda que la caravana sólo descansará durante tres o cuatro días, y no podemos perder ni un minuto.

—En ese caso, mataremos lo que se nos ponga a tiro, sin detenernos a elegir entre un antílope, un gamo, una gacela o un ñu. Cualquier cosa habrá de parecernos buena.

— ¿Es que para ti un antílope o una gacela son piezas de caza menor? Me doy por satisfecho si consigo hacer blanco en cualquiera de esos animales. Pero, entonces, ¿qué esperabas poder ofrecerme para mi estreno en tierras africanas?