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100 Clásicos de la Literatura

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Habló con tanto entusiasmo que Ana no se sorprendió de que Mrs. Clay evitase la mirada de ella y de su hermana; ella podría parecer quizás un poco sospechosa, pero Isabel ciertamente no pensaba nada acerca del elogio al refinamiento de la dama. Esta, ante tales requerimientos, no pudo menos de condescender en quedarse.

En el curso de la misma mañana, encontrándose sola Ana con su padre, comenzó éste a felicitarla sobre su mejor aspecto; la encontraba “menos delgada de cuerpo, de mejillas; su piel, su apariencia habían mejorado..., era más claro su cutis, más fresco. ¿Había estado usando algo? No, nada.” “Nada más que Gowland”, supuso él. “No, absolutamente nada.” Ah, esto le sorprendía mucho, y añadió: “No puedes hacer nada mejor que continuar como estás. Estás sumamente bien. Pero te recomiendo el uso de Gowland constantemente durante los meses de primavera. Mrs. Clay lo ha estado usando bajo mi recomendación y ya ves cuánto ha mejorado. Se han borrado todas sus pecas”.

¡Si Isabel lo hubiera oído! Tal elogio le hubiera chocado, especialmente cuando, en opinión de Ana, las pecas seguían donde mismo. Pero hay que dar oportunidad a todo. El mal de tal matrimonio disminuiría si Isabel se casaba también. En cuanto a ella, siempre tendría su hogar con Lady Russell.

La compostura de Lady Russell y la gentileza de sus modales sufrieron una prueba en Camden Place. La visita de Mrs. Clay gozando de tanto favor y de Ana tan abandonada, era una provocación interminable para ella. Y esto la molestaba tanto cuando no se encontraba allí, como puede sentirse molestada una persona que en Bath bebe el agua del lugar, lee las nuevas publicaciones y tiene gran número de conocidos.

Cuando conoció a Mr. Elliot, se volvió más caritativa o más indiferente hacia los otros. Los modales de éste fueron una recomendación inmediata; y conversando con él encontró bien pronto lo sólido debajo de lo superficial, por lo que se sintió inclinada a exclamar, según dijo a Ana: “¿Puede ser éste Mr. Elliot?”, y en realidad no podía imaginar un hombre más agradable o estimable. Lo reunía todo: buen entendimiento, opiniones correctas, conocimiento del mundo y un corazón cariñoso. Tenía fuertes sentimientos de unión y honor familiares, sin ninguna debilidad u orgullo; vivía con la liberalidad de un hombre de fortuna, pero sin dilapidar; juzgaba por sí mismo en todas las cosas esenciales sin desafiar a la opinión pública en ningún punto del decoro mundano. Era tranquilo, observador, moderado, cándido; nunca desapareceria por espíritu egoísta creyendo hacerlo por sentimientos poderosos, y con una sensibilidad para todo lo que era amable o encantador y una valoración de todo lo estimable en la vida doméstica, que los caracteres falsamente entusiastas o de agitaciones violentas rara vez poseen. Estaba cierta de que no había sido feliz en su matrimonio. El coronel Wallis lo decía y Lady Russell podía verlo; pero no se había agriado su carácter ni tampoco (bien pronto comenzó a sospecharlo) dejaba de pensar en una segunda elección. La satisfacción que Mr. Elliot le producía atenuaba la plaga que era mistress Clay.

Hacía ya algunos años que Ana había aprendido que ella y su excelente amiga podían discrepar. Por consiguiente, no la sorprendió que Lady Russell no encontrase nada sospechoso o inconsistente, nada detrás de los motivos que aparecían a la vista, en el gran deseo de reconciliación de Mr. Elliot. Lady Russell estimaba como la cosa más natural del mundo que en la madurez de su vida considerara Mr. Elliot lo más recomendable y deseable reconciliarse con el cabeza de la familia. Era lo natural al andar del tiempo en una cabeza clara y que sólo había errado durante su juventud. Ana, sin embargo, sonreía, y al fin mencionó a Isabel. Lady Russell escuchó, miró, y contestó solamente: “¡Isabel! Bien: El tiempo lo dirá”.

Ana, después de una breve observación, comprendió que ella también debía limitarse a esperar el futuro. Nada podía juzgar por el momento. En aquella casa, Isabel estaba primero y ella estaba tan habituada a la general reverencia a “miss Elliot”, que cualquier atención particular le parecía imposible. Mr. Elliot, además -no debía olvidarse-, era viudo desde hacía sólo siete meses. Una pequeña demora de su parte era muy perdonable. En una palabra, Ana no podía ver el crespón alrededor de su sombrero sin imaginarse que no tenía ella excusa en suponerle tales intenciones; porque su matrimonio, aunque infortunado, había durado tantos años que era difícil recobrarse tan rápidamente de la espantosa impresión de verlo deshecho.

Como fuere que todo aquello terminase, no cabía duda de que Mr. Elliot era la persona más agradable de las que conocían en Bath. No veía a nadie igual a él, y era una gran cosa de vez en cuando conversar acerca de Lyme, lugar que parecía tener casi más deseos de ver nueva y más extensamente que ella. Comentaron los detalles de su primer encuentro varias veces. El dio a entender que la había mirado con interés. Ella lo recordaba bien, y recordaba además la mirada de una tercera persona.

No siempre estaban de acuerdo. Su respeto por el rango y el parentesco era mayor que el de ella. No era sólo complacencia, era un agradarle el tema lo que hizo que su padre y su hermana prestaran atención a cosas que. Ana juzgaba indignas de entusiasmarlos. El diario matutino de Bath anunció una mañana la llegada de la vizcondesa viuda de Dalrymple y de su hija, la honorable miss Carteret; y toda la comodidad de Camden Place número... desapareció por varios días; porque los Dalrymple (por desgracia en opinión de Ana) eran primos de los Elliot, y las angustias surgieron al pensar en una presentación correcta.

Ana no había visto antes a su padre y a su hermana en contacto con la nobleza, y se descorazonó un poco. Había pensado mejor acerca de la idea que ellos tenían de su propia situación en la vida, y sintió un deseo que jamás hubiera sospechado que podría llegar a tener... el deseo de que tuvieran más orgullo; porque “nuestros primos Lady Dalrymple y miss Carteret”, “nuestros parientes, los Dalrymple”, eran frases que estaban todo el día en su oído.

Sir Walter había estado una vez en compañía del difunto vizconde, pero jamás había encontrado a la familia. Las dificultades surgían a la sazón de una interrupción completa en las cartas de cortesía, precisamente desde la muerte del mencionado vizconde, acaecida al mismo tiempo en que una peligrosa enfermedad de Sir Walter había hecho que los moradores de Kellynch no hicieran llegar ninguna condolencia. Ningún pésame fue a Irlanda. El pecado había sido pagado, puesto que a la muerte de Lady Elliot ninguna condolencia llegó a Kellynch, y en consecuencia, había sobradas razones para suponer que los Dalrymple consideraban la amistad terminada. Cómo arreglar este enojoso asunto y ser admitidos de nuevo como primos era lo importante; y era un asunto que, bien sensatamente, ni Lady Russell ni Mr. Elliot consideraban trivial. “Las relaciones familiares es bueno conservarlas siempre, la buena compañía es siempre digna de ser buscada; Lady Dalrymple había tomado por tres meses una casa en Laura Place, y viviría en gran estilo. Había estado en Bath el año anterior y Lady Russell había oído hablar de ella como de una mujer encantadora. Sería muy agradable que las relaciones fueran restablecidas, y si era posible, sin ninguna falta de decoro de parte de los Elliot.”

Sir Walter, sin embargo, prefirió valerse de sus propios procedimientos, y finalmente escribió dando una amplia explicación y expresando su pesar a su honorable prima. Ni Lady Russell ni Mr. Elliot pudieron admirar la carta, pero, sea como fuera, la carta cumplió su propósito, trayendo de vuelta una garabateada nota de la vizcondesa viuda. “Tendría mucho placer y honor en conocerlos.” Los afanes del asunto habían terminado y sus dulzuras comenzaban. Visitaron Laura Place, y recibieron las tarjetas de la vizcondesa viuda de Dalrymple y de la honorable miss Carteret para arreglar entrevistas. Y “nuestros primos en Laura Place”, “nuestros parientes Lady Dalrymple y miss Carteret”, eran el tema obligado de todos los comentarios.

Ana estaba avergonzada. Aunque Lady Dalrymple y su hija hubieran sido en extremo agradables, se hubiera sentido avergonzada de la agitación que creaban, pero éstas no valían gran cosa. No tenían superioridad de modales de dotes o de entendimiento. Lady Dalrymple había adquirido la fama de “una mujer encantadora” porque tenía una sonrisa amable y era cortés con todo el mundo. Miss Carteret, de quien podía decirse aún menos, era tan malcarada y desagradable que no hubiera sido jamás recibida en Camden Place de no haber sido por su alcurnia.

Lady Russell confesó que había esperado algo más, no obstante “era una relación digna” y cuando Ana se atrevió a dar su opinión a Mr. Elliot, él convino que por sí mismas no valían demasiado, pero afirmó que como para trato familiar, como buena compañía, para aquellos que buscan tener personas gratas alrededor, valían. Ana sonrió y dijo:

-Mi idea de la buena compañía, Mr. Elliot, es la compañía de la gente inteligente, bien informada, y que tiene mucho que decir; es lo que yo entiendo por buena compañía.

-Está usted en un error -dijo él gentilmente-; ésa no es buena compañía, es la mejor. La buena compañía requiere solamente cuna, educación y modales, y en lo que a educación respecta se exige bastante poca. El nacimiento y las buenas maneras son lo esencial; pero un poco de conocimientos no hace mal a nadie, por el contrario, hace bien. Mi prima Ana mueve la cabeza. No está satisfecha. Está fastidiada. Mi querida prima -sentándose junto a ella-, tiene usted más derecho a ser desdeñosa que cualquier otra mujer que yo conozca. Pero ¿qué gana con ello? ¿No es acaso más provechoso aceptar la compañía de estas señoras de Laura Place y disfrutar de las ventajas de su conocimiento en cuanto sea posible? Puede usted estar segura que andarán entre lo mejor de Bath este invierno, y como el rango es el rango, el hecho de que sean ustedes parientes contribuirá a colocar a su familia (a nuestra familia) en la consideración que merece.

 

-¡Sí -afirmó Ana-, en verdad sabrán que somos parientes de ellas! -Luego, recomponiéndose y no deseando una respuesta, continuó-: La verdad, creo que ha sido demasiado molesto procurarse esta relación. Creo -añadió sonriendo-que tengo más orgullo que ustedes, pero confieso que me molesta que hayamos deseado tanto la relación, cuando a ellos les es perfectamente indiferente.

-Perdón, mi querida prima, es usted injusta con nosotros. En Londres quizá, con su tranquila manera de vivir, podía usted decir lo que dice, pero en Bath, Sir Walter Elliot y su familia serán siempre dignos de ser conocidos, siempre serán una compañía muy apreciable.

-Bien -dijo Ana-, soy orgullosa, demasiado orgullosa para disfrutar de una amistad que depende del lugar en que uno esté.

-Apruebo su indignación -dijo él-; es natural. Pero están ustedes en Bath y lo que importa es poseer todo el crédito y la dignidad que merece Sir Walter Elliot. Habla usted de orgullo; yo soy considerado orgulloso, y me gusta serlo, porque nuestros orgullos, en el fondo, son iguales, no lo dudo, aunque las apariencias los hagan parecer diferentes. En una cosa, mi querida prima -continuó hablando bajo como si no hubiera nadie más en el salón-, en una cosa estoy cierto, de que nuestros sentimientos son los mismos. Sentimos que cualquier amistad nueva para su padre, entre sus iguales o superiores, que pueda distraer sus pensamientos de la que está detrás de él, debe ser bienvenida.

Mientras hablaba miró el lugar que Mrs. Clay había estado ocupando, lo que explicaba en grado suficiente su pensamiento. Y aunque Ana no creyó que tuvieran el mismo orgullo, sintió simpatía hacia él por su desagrado hacia Mrs. Clay y por su deseo de que su padre conociera nueva gente para eliminar a esa mujer.

CAPITULO XVII

Mientras Sir Walter e Isabel probaban fortuna en Laura Place, Ana renovaba una antigua y muy distinta relación.

Había visitado a su antigua institutriz y había sabido por ella que estaba en Bath una antigua compañera que llamaba su atención por haber sido bondadosa con ella en el pasado y que a la sazón era desdichada.

Miss Hamilton, por entonces Mrs. Smith, se había mostrado cariñosa con ella en uno de esos momentos en que más se aprecia esta clase de gestos. Ana había llegado muy apesadumbrada al colegio, acongojada por la pérdida de una madre profundamente amada, extrañando su alejamiento de la casa y sintiendo, como puede sentir una niña de catorce años, de aguda sensibilidad, en un caso como ése. Y miss Hamilton, que era tres años mayor que ella, y que había permanecido en el colegio un año más, debido a falta de parientes y hogar estable, había sido servicial y amable con Ana, mitigando su pena de una manera que jamás podría olvidarse.

Miss Hamilton había dejado el colegio, se había casado poco después, según se decía, con un hombre de fortuna, siendo esto todo lo que Ana sabía de ella, hasta que el relato de su institutriz le hizo ver la situación de una manera muy diferente.

Era viuda y pobre; su esposo había sido extravagante y, a su muerte, acaecida dos años antes, había dejado sus asuntos bastante embrollados. Había tenido serias dificultades y, sumada a tales inconvenientes, una fiebre reumática que le atacó las piernas la había convertido en una momentánea inválida. Había llegado a Bath por tal motivo, y se alojaba cerca de los baños calientes, viviendo de una manera muy modesta, sin poder pagar siquiera la comodidad de una sirvienta, y claro está, casi al margen de toda sociedad.

La amiga de ambas garantizó la satisfacción que una visita de Miss Elliot daría a Mrs. Smith, y Ana, por lo mismo, no tardó en hacerla. Nada dijo de lo que había oído y de lo que pensaban en su casa. No despertaría allí el interés que debía. Solamente consultó a Lady Russell, quien comprendió perfectamente sus sentimientos, y tuvo el placer de llevarla lo más cerca posible del domicilio de Mrs. Smith en Westgate.

Se hizo la visita, se restablecieron las relaciones, su interés fue recíproco. Los primeros diez minutos fueron embarazosos y emocionantes. Doce años habían transcurrido desde su separación, y cada una era una persona distinta de la que la otra imaginaba. Doce años habían convertido a Ana, de la floreciente y silenciosa niña de quince años, en una elegante mujer de veintisiete, con todas las bellezas salvo la lozanía y con modales tan serios como gentiles; y doce años habían hecho de la bonita y ya crecida miss Hamilton, entonces en todo el apogeo de la salud y la confianza de su superioridad, una pobre, débil y abandonada viuda, que recibía la visita de su antigua protegida como un favor. Pero todo lo que fue ingrato en el encuentro pasó bien pronto y sólo quedó el encanto de recordar y hablar sobre los tiempos idos.

Ana encontró en Mrs. Smith el buen juicio y las agradables maneras de las que casi no podía prescindir, y una disposición para conversar y para ser alegre, que realmente la sorprendieron. Ni las disipaciones del pasado -había vivido mucho en el mundo-, ni las restricciones del presente, ni la enfermedad ni el pesar parecían haber embotado su corazón o arruinado su espíritu.

En el curso de una segunda visita habló con gran franqueza y el asombro de Ana aumentó. Difícilmente puede imaginarse una situación menos agradable que la de Mrs. Smith. Había amado mucho a su esposo y lo había visto morir. Había conocido la opulencia; ya no la tenía. No tenía hijos para estar por ellos unida a la vida y a la felicidad; no tenía parientes que la ayudaran en el arreglo de embrollados negocios, y tampoco tenía salud que hiciera todo esto más llevadero. Sus habitaciones eran una ruidosa salita y un sombrío dormitorio detrás. No podía trasladarse de una a otro sin ayuda, y no había más que una criada en la casa para este menester. Jamás salía de la casa que no fuera para ser llevada a los baños calientes. Pese a esto, Ana no se equivocaba al creer que tenía momentos de tristeza y abatimiento en medio de horas ocupadas y alegres. ¿Cómo podía ser esto? Ella vigiló, observó, reflexionó y finalmente concluyó que no se trataba nada más que de un caso de fortaleza o resignación. Un espíritu sumiso puede ser paciente; un fuerte entendimiento puede dar resolución, pero aquí había algo más; aquí había ligereza de pensamiento, disposición para consolarse; poder de transformar rápidamente lo malo en bueno y de interesarse en todo lo que venía como un don de la naturaleza, lo que la mantenía olvidada de sí misma y de sus pesares. Era éste el don más escogido del cielo, y Ana vio en su amiga uno de esos maravillosos ejemplos que parecen servir para mitigar cualquier frustración.

En un tiempo -le informó Mrs. Smith-, su espíritu había flaqueado. No podía llamarse a la sazón inválida, comparando su estado con aquel en que estaba cuando llegó a Bath. Entonces era realmente un objeto digno de compasión, porque había cogido frío en el viaje y apenas había tomado posesión de su alojamiento cuando se vio confinada al lecho presa de fuertes y constantes dolores. Todo esto entre extraños, necesitando una enfermera y no pudiendo procurársela por sus apremios económicos. Lo había soportado, sin embargo, y podía afirmar que realmente había mejorado. Había aumentado su bienestar al sentirse en buenas manos. Conocía mucho del mundo para esperar interés en alguna parte, pero su enfermedad le había probado la bondad de la patrona del alojamiento; tuvo además la suerte de que la hermana de la patrona, enfermera de profesión y siempre en casa cuando sus obligaciones se lo permitían, estuvo libre en los momentos en que ella necesitó asistencia. “Además de cuidarme admirablemente -decía Mrs. Smith- me enseñó cosas valiosísimas. En cuanto pude utilizar mis manos, me enseñó a tejer, lo que ha sido un gran entretenimiento. Me enseñó a hacer esas cajas para guardar agujas, alfileteros, tarjeteros, en las que me encontrará usted siempre ocupada, y que me permite los medios de ser útil a una o dos familias pobres de la vecindad. Debido a su profesión, conoce mucho a la gente; conoce a los que pueden comprar, y dispone de mi mercadería. Siempre escoge el momento oportuno. El corazón de todos se abre tras haber escapado de grandes dolores y adquirido nuevamente la bendición de la salud, y la enfermera Rooke sabe bien cuándo es el momento de hablar. Es una mujer inteligente y sensible. Su profesión le permite conocer la naturaleza humana, y tiene una base de buen sentido y don' de observación que la hacen como compañía infinitamente superior a la de muchas gentes que han recibido `la mejor educación del mundo', pero que no sabe en realidad nada. Llámelo usted chismes, si así le parece, pero cuando la enfermera Rooke viene a pasar una hora conmigo siempre tiene algo útil y entretenido que contarme; algo que hace pensar mejor de la gente. Uno desea enterarse de lo que pasa, estar al tanto de las nuevas maneras de ser trivial y tonto que se usan en el mundo. Para mí, que vivo tan sola, su conversación es un regalo.”

Ana, deseando conocer más acerca de este placer, dijo:

-Lo creo. Mujeres de esta clase tienen muchas oportunidades, y si son inteligentes, debe valer la pena escucharlas. ¡Tantas manifestaciones de la naturaleza humana que tienen que conocer...! Y no únicamente de las tonterías pueden aprender; también pueden ver cosas interesantes o conmovedoras. ¡Cuántos ejemplos verán de ardiente y desinteresada abnegación, de heroísmo, de fortaleza, de paciencia, de resignación...! Todo conflicto y todo sacrificio nos ennoblecen. El cuarto de un enfermo podría llenar el mejor de los volúmenes.

-Sí -dijo, dudosa, Mrs. Smith-, alguna vez sucede, aunque la mayoría de las veces los casos que esta mujer ve no son tan elevados como usted supone. Alguna vez la naturaleza humana puede mostrarse grande en los momentos de prueba, pero suelen primar las debilidades y no la fuerza en la habitación de un enfermo. Son el egoísmo y la impaciencia más que la generosidad y la fortaleza los que se ven allí. ¡Tan infrecuente es la verdadera amistad en el mundo! Y por desdicha -hablando bajo y trémulo-, ¡hay tantos que olvidan pensar con seriedad hasta que es demasiado tarde...!

Ana comprendió la dolorosa miseria de estos sentimientos. El marido no había sido lo que debía, y había dejado a la esposa entre aquella gente que ocupa un peor lugar en el mundo del que merecen. Ese momento de emoción fue sin embargo, pasajero. Mrs. Smith se repuso y continuó en tono inalterable:

-Dudo que la situación que tiene en el presente mi amiga Mrs. Rooke sirva de mucho para entretenerme o enseñarme algo. Atiende a la señora Wallis de Marlborough, según creo una mujer a la moda, bonita, tonta, gastadora, y, naturalmente, nada podrá contarme sobre encajes y fruslerías. Sin embargo, quizá, yo pueda sacar algún beneficio de Mrs. Wallis. Tiene mucho dinero, y pienso que podrá comprarme todas las cosas caras que tengo ahora entre manos.

Ana visitó varias veces a su amiga antes de que en Camden Place sospecharan su existencia. Finalmente se hizo necesario hablar de ella. Sir Walter, Isabel y Mrs. Clay volvían un día de Laura Place con una invitación de la señora Dalrymple para la velada, pero Ana estaba ya comprometida a ir a Westgate. Ella no lamentaba excusarse. Habían sido invitados, no le cabía duda, porque Lady Dalrymple, a quien un serio catarro mantenía en casa, pensaba utilizar la amistad de los que tanto la habían buscado. Así, pues, Ana se negó rápidamente: “He prometido pasar la velada con una antigua compañera”. No les interesaba nada que se relacionase con Ana, sin embargo hicieron más que suficientes preguntas para enterarse de quién era esta antigua condiscípula. Isabel manifestó desdén, y Sir Walter se puso severo.

-¡Westgate! -exclamó-. ¿A quién puede miss Ana Elliot visitar en Westgate? A Mrs. Smith; una viuda llamada Mrs. Smith. ¿Y quién fue su marido? Uno de los miles señores Smith que se encuentran en todas partes. ¿Qué atractivos tiene? Que está vieja y enferma. Palabra de honor, miss Ana Elliot, que tiene usted unos gustos notables. Todo lo que disgusta a otras personas: gente inferior, habitaciones mezquinas, aire viciado, relaciones desagradables, son gratas para usted. Pero tal vez podrás postergar la visita a esa señora. No está tan próxima a morirse, según creo, que no puedas dejar la visita para mañana. ¿Qué edad tiene? ¿Cuarenta?

-No, señor; aún no tiene treinta y un años. Pero no creo que pueda dejar mi compromiso porque es la única tarde en bastante tiempo que nos conviene a ambas. Ella va a los baños calientes mañana, y nosotros, bien lo sabe usted, hemos comprometido ya el resto de la semana.

 

-Pero, ¿qué piensa Lady Russell de esta relación? -preguntó Isabel.

-No ve en ella nada reprochable -repuso Ana- ; ¡muy por el contrario, lo aprueba! Casi siempre me ha llevado cuando he ido a visitar a Mrs. Smith.

-Westgate debe estar sorprendido de ver un coche rodando sobre su pavimento -observó Sir Walter-. La viuda de Sir Henry Russell no tiene armas que pintar, pero, pese a ello, es el suyo un hermoso coche, sin duda digno de llevar a miss Elliot. ¡Una viuda de nombre Smith que vive en Westgate!... ¡Una pobre viuda que escasamente tiene con qué vivir y de treinta o cuarenta años! ¡Una simple y común Mrs. Smith, el nombre de todos en todo el mundo, haber sido elegida como amiga de miss Elliot y ser preferida por ésta a sus relaciones de familia de la nobleza inglesa e irlandesa! Mrs. Smith; ¡vaya un nombre!

Mrs. Clay, que había presenciado toda la escena, juzgó prudente en ese momento abandonar el cuarto, y Ana hubiera deseado hacer en defensa de su amiga, algunos comentarios acerca de los amigos de ellos, pero el natural respeto a su padre la contuvo. No contestó. Dejó que comprendiera él por sí mismo que Mrs. Smith no era la única viuda en Bath entre treinta y cuarenta años, con escasos medios y sin nombre distinguido.

Ana cumplió su compromiso; los demás cumplieron el de ellos, y, por supuesto, debió oír, a la mañana siguiente, que habían pasado una velada encantadora. Ella fue la única ausente; Sir Walter e Isabel no solamente se habían puesto al servicio de su señoría, sino que habían buscado a otras personas, molestándose en invitar a Lady Russell y a Mr. Elliot; y Mr. Elliot había dejado temprano al coronel Wallis, y Lady Russell había finalizado temprano sus compromisos para concurrir. Ana supo, por Lady Russell, todos los detalles adicionales de la velada. Para Ana, lo más importante era la conversación sostenida con Mr. Elliot, quien, habiendo deseado su presencia, estimó comprensibles sin embargo las causas que le impidieron ir. Sus bondadosas y compasivas visitas a su antigua condiscípula parecían haber encantado a Mr. Elliot. Creía éste que ella era una joven extraordinaria; en sus maneras, carácter y alma, un prototipo excelente de femineidad. Las alabanzas que de ella hacía igualaban a las de Lady Russell, y Ana entendió claramente, por los elogios que de ella hacía este hombre inteligente, lo que su amiga insinuaba en su relato.

Lady Russell tenía ya una opinión muy firme sobre mister Elliot. Estaba convencida de su deseo de conquistar a Ana con el tiempo y no dudaba de que la mereciera, y pensaba cuántas semanas tardaría él en estar libre de las ataduras creadas por su viudez y luto, para poder valerse abiertamente de sus atractivos para conquistar a la joven. No dijo a Ana tan claramente cómo veía ella el asunto; solamente hizo unas pequeñas insinuaciones de lo que bien pronto ocurriría, es decir, de que él se enamorase y de la conveniencia de tal alianza y la necesidad de corresponderle. Ana la escuchó y no lanzó ninguna exclamación violenta; se limitó a sonreír, se ruborizó y sacudió la cabeza suavemente.

-No soy casamentera, como tú bien sabes -dijo Lady Russell-, conociendo como conozco la debilidad de todos los cálculos y determinación humanos. Sólo digo que en caso que alguna vez Mr. Elliot se dirija a ti y tú lo aceptes, tendrán la posibilidad de ser felices juntos. Será una unión deseada por todo el mundo, pero, para mí será una unión feliz.

-Mr. Elliot es un hombre en extremo agradable, y en muchos aspectos tengo una alta opinión de él -dijo Ana-, pero no creo que nos convengamos el uno al otro.

Lady Russell no dijo nada al respecto, y continuó:

-Desearía ver en ti a la futura Lady Elliot, la castellana de Kellynch, ocupando la mansión que fuera de tu madre, ocupando el puesto de ésta con todos los correspondientes derechos, la popularidad que tenía y todas sus virtudes. Esto sería para mí una gran recompensa. Eres idéntica a tu madre, en carácter y en físico y sería fácil volver a imaginarla a ella si tú ocupas su lugar, su nombre, su casa; si presidieras y bendijeras el mismo sitio; solamente serías superior a ella por ser más apreciada. Mi queridísima Ana, esto me haría más feliz que ninguna otra cosa en el mundo.

Ana se vio obligada a levantarse, a caminar hasta una mesa distante y pretender ocuparse en algo para esconder los sentimientos que este cuadro despertaba en ella. Por unos momentos su corazón y su imaginación estuvieron fascinados. La idea de ser lo que su madre había sido, de tener el nombre precioso de “Lady Elliot” revivido en ella, de volver a Kellynch, de llamarlo nuevamente su hogar, su hogar para siempre, tenía para ella un encanto innegable. Lady Russell no dijo nada más, dejando que el asunto se resolviera por sí solo y pensando que Mr. Elliot no habría podido escoger mejor momento para hablar.

Creía, en una palabra, lo que Ana no. La sola imagen de Mr. Elliot trajo a la realidad a Ana. El encanto de Kellynch y de “Lady Elliot” desapareció. Jamás podría aceptarlo. Y no era sólo que sus sentimientos fueran sordos a todo hombre con excepción de uno. Su claro juicio, considerando fríamente las posibilidades, condenaba al señor Elliot.

Pese a conocerlo desde hacía más de un mes, no podía decir que supiera mucho sobre su carácter. Que era un hombre inteligente y agradable, que hablaba bien, que sus opiniones eran sensatas, que sus juicios eran rectos y que tenía principios, todo esto era indiscutible. Ciertamente sabía lo que era bueno y no podía encontrarle ella faltas en ningún aspecto de sus deberes morales; pese a ello, no habría podido garantizar su conducta. Desconfiaba del pasado, ya que no del presente. Los nombres de antiguos conocidos, mencionados al pasar, las alusiones a antiguas costumbres y propósitos sugerían opiniones poco favorables de lo que él había sido. Le era claro que había tenido malos hábitos; los viajes del domingo habían sido cosa común; hubo un período en su vida (y posiblemente nada corto) en el que había sido negligente en todos los asuntos serios; y, aunque ahora pensara de otra manera, ¿quién podía responder por los sentimientos de un hombre hábil, cauteloso, lo bastante maduro como para apreciar un bello carácter? ¿Cómo podría asegurarse que esta alma estaba en verdad limpia?

Mr. Elliot era razonable, discreto, cortés, pero no franco. No había tenido jamás un arrebato de sentimientos, ya de indignación, ya de placer, por la buena o mala conducta de los otros. Esto, para Ana, era una decidida imperfección. Sus primeras impresiones eran perdurables. Ella apreciaba la franqueza, el corazón abierto, 'el carácter impaciente antes que nada. El calor y el entusiasmo aún la cautivaban. Ella sentía que podía confiar mucho más en la sinceridad de aquellos que en alguna ocasión podían decir alguna cosa descuidada o alguna ligereza, que en aquellos cuya presencia de ánimo jamás sufría alteraciones, cuya lengua jamás se deslizaba.

Mr. Elliot era demasiado agradable para todo el mundo. Pese a los diversos caracteres que habitaban la casa de su padre, él agradaba a todos. Se llevaba muy bien, se entendía de maravillas con todo el mundo. Había hablado con ella con cierta franqueza acerca de Mrs. Clay, había parecido comprender las intenciones de esta mujer y había exteriorizado su menosprecio hacia ella; sin embargo, mistress Clay estaba encantada con él.