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100 Clásicos de la Literatura

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Juan de la Fontaine rechazó su creencia en una sola Iglesia. Según él, había dos: la Iglesia triunfante, compuesta por Dios, los santos y los ángeles, situada en el cielo; y la Iglesia militante, formada por el Santo Padre, Vicario de Cristo, la Jerarquía, el clero y todos los buenos cristianos. Esta Iglesia se encuentra en la tierra, está dirigida con el auxilio del Espíritu Santo, y no puede equivocarse. Para terminar, concluyó:

—¿No someteréis, pues, todas estas cuestiones a la Iglesia militante?

—Fui envidada al Rey de Francia por la Iglesia triunfante, así que sólo ella podrá juzgar mis actos. Para la Iglesia militante no tengo en este momento ninguna otra respuesta.

El tribunal tomó nota de la clara negativa de Juana a responder ante sus jueces, con la esperanza de aprovecharla contra ella. El tema se aplazó para mejor ocasión, volviendo a las hadas, las visiones, la ropa masculina y todo lo demás. Esa tarde, el malévolo obispo tomó la presidencia de las últimas fases del proceso. Al terminar, uno de los jueces efectuó la pregunta:

—En cierta ocasión, habéis prometido contestarle al señor obispo como si fuera el Santo Padre. No obstante, os negáis a responder a varias preguntas fundamentales. ¿No responderíais al Papa con más amplitud y detalle que lo hacéis aquí? ¿No os parece que el Papa, Vicario de Cristo, merece unas contestaciones íntegras, completas?

Entonces, como el estallido del trueno en un cielo claro, llegó la respuesta de Juana:

—Pues bien: conducidme ante el Papa. Le contestaré a todo cuanto deba.

El rostro de Cauchon pasó del púrpura al lívido del mármol. ¡Aquello era un argumento explosivo! ¡Si Juana se hubiera percatado de su importancia! Si la joven apela a Roma, las maquinaciones del obispo habrían quedado al descubierto. Juana pronunció sus palabras por puro instinto, sin calibrar su importancia, y nadie le advirtió de la jugada que tenía a su favor. Yo lo comprendí, lo mismo que Manchon. Si ella supiera leer, le habríamos hecho llegar un escrito advirtiéndole sobre lo que le convenía hacer. Pero, estrechamente vigilada como estaba, no era posible acercarse a decírselo de palabra. Así, una vez más Juana lograba salir victoriosa en una sesión del proceso, pero sin saberlo. En caso contrario, tal vez habría percibido las posibilidades que se derivaban de su frase apelando al Papa.

En los días anteriores logró muchos golpes maestros, pero aquel fue «El Golpe Maestro» por excelencia. Era una apelación a Roma. Le sobraba derecho a hacerlo y, de haber insistido en su actitud, la conspiración del obispo se hubiese derrumbado sobre su cabeza como un castillo de naipes. Y él habría sufrido la mayor y más humillante derrota del siglo. Era atrevido y sin escrúpulos, pero no tanto como para negarse a satisfacer la petición de Juana, si ella hubiera insistido con decisión. Sin embargo, no fue así. La joven ignoraba este derecho suyo y no se dio cuenta del golpe decisivo que le había asestado al tribunal.

Aquel tribunal no representaba a la Iglesia. Roma no deseaba la muerte de aquella enviada de Dios y le hubiera concedido un proceso justo, lo único que Juana necesitaba para salir de él libre, con honor y cubierta de bendiciones. Pero no ocurrió así. Temblando y confuso, Cauchon alteró personalmente el curso del interrogatorio y se dio prisa a terminar la sesión. Al retirarse Juana, con paso débil y vacilante bajo las cadenas, quedé angustiado y con la mente en blanco. No paraba de repetir en mi interior: «Hace un momento pronunció la frase que la habría llevado a la libertad y a la vida. En cambio ahora, va a la muerte. Sí, porque es la muerte. Estoy seguro, lo presiento. Reforzarán la guardia y no permitirán que nadie se acerque a ella, como no sea que se dé cuenta de lo ocurrido y vuelva a apelar a Roma. Ha sido para mí, éste, el día más triste y amargo en el tiempo del proceso».

62

De este modo acabó la segunda fase del proceso. No se obtuvo de él ningún resultado válido. Ya me he referido al modo como se llevó a cabo. En determinados aspectos resultó aún más innoble que el anterior, ya que esta vez las acusaciones contra Juana no se le comunicaron a tiempo, de modo que ella se vio obligada a defenderse en la oscuridad. No se le dio tiempo a reflexionar, ni podía calcular el modo de eludir las trampas que le tendían los inquisidores.

Mientras se celebraba el proceso, un experimentado jurista de Normandía, Maître Lohier, se detuvo unos días en Rouen, y aprovechando su estancia, Cauchon le pidió su opinión sobre el juicio, mostrándole las actas de las sesiones. Reproduzco su respuesta, para que no me acuséis a mí de parcialidad en favor de Juana. El informe de Lohier, señalaba, en síntesis: Todo el proceso era nulo e inválido, por las razones siguientes: 1) debido a su carácter secreto, la acusada no disfrutaba de plena libertad de palabra y acción. 2) En el proceso hicieron alusiones relativas al honor del Rey de Francia, sin que éste pudiera defenderse ni enviar a nadie en representación suya. 3) Las acusaciones hechas contra la procesada no se le comunicaron previamente. 4) La acusada fue obligada a defender su causa desprovista de un experto consejero, a pesar de la gravedad de los cargos.

¿Le gustó el dictamen al señor obispo Cauchon? Nada en absoluto. Dedicó las más horrendas maldiciones contra Lohier, jurando que lo ahogaría personalmente. De modo que Lohier tuvo que ponerse a salvo rápidamente, apresurándose a abandonar Francia, salvando así la vida.

Ante la falta de resultados apetecidos, Cauchon decidió iniciar una tercera fase del proceso, como anunció al día siguiente, insinuando con brutal desfachatez que, esta vez, las cosas le saldrían bien. Tanto él como sus secuaces tardaron nueve días en preparar un denso atestado, previa manipulación de las declaraciones de Juana, añadiendo nuevos elementos falsos con el fin de facilitar su condena. Lograron reunir un bloque de sesenta y tres artículos acusatorios, que formarían el núcleo fundamental de la tercera fase.

Esta vez decidieron dar lectura previa a Juana de dichos artículos. Quizá influyera el dictamen de Maître Lohier, o pensaron cansar a Juana con un requisito que, como después se comprobó, iba a durar varios días. También acordaron exigirle a Juana respuesta exacta y concreta a cada uno de los 63 puntos, y si no aceptaba la propuesta, declararla, sin más trámites, culpable. Como veis, Cauchon se las ingeniaba para limitar al máximo la posibilidad de defensa de Juana, logrando tender una tela de araña cada vez más sólida y pegajosa.

Conducida Juana ante el tribunal, el obispo de Beauvais pronunció un discurso tan lleno de falsedades hipócritas, que le debería haber hecho enrojecer de vergüenza. Afirmó que el tribunal, integrado por clérigos piadosos, respiraba compasión y benevolencia para con ella y no pensaban, en modo alguno, causarle ningún daño físico, sino enseñarle verdades y conducirla así a la salvación. No contento con tal demostración de maldad y cinismo, Cauchon todavía no estaba satisfecho. Tal vez acuciado por el informe de Lohier, hizo a Juana la descarada propuesta que ahora os cuento. Después de hacer constar que el tribunal, comprensivo ante la incultura y la incapacidad dialéctica de Juana para enfrentarse a las complejas cuestiones que se habrían de tratar, pasó a ofrecerle la lección de uno o dos jueces, que la ayudarían con sanos consejos y advertencias en su defensa. Es decir, se le concedía permiso al cordero para que eligiera un lobo capaz de ayudarle. Podéis imaginarlo, un tribunal con gente como el clérigo Loyseleur y sus compañeros de cuadrilla. Juana, asombrada, levantó los ojos por si le hablaban en serio, y viendo que sí, declinó la oferta.

El obispo, que aguardaba esta contestación, satisfecho por su alarde justiciero y piadoso, pidió que se hiciera constar en acta la propuesta y su rechazo. A continuación, ordenó a Juana que respondiera a todas las acusaciones, amenazando con separarla de la Iglesia en caso contrario, o si no lo hacía dentro del tiempo concedido para cada punto. Como veis, poco a poco, recortaba los derechos de Juana.

Dio comienzo a la lectura Thomas de Courcelles, artículo por artículo. Juana respondió uno a uno, ordenadamente. A veces, le negaba veracidad, y otras se remitía a las actas de las sesiones anteriores. Aquel extraño documento era una muestra de dureza de corazón, en hombres creados por Dios a semejanza suya. Los que conocemos a Juana de Arco, sabemos que ella era algo noble, puro, sincero, valiente, generoso, humilde, sin mancha, como las flores de los campos: naturaleza fina y hermosa junto a un carácter sublime. El cuadro trazado por aquel documento resultaba el reverso de la medalla. Ningún rasgo de su personalidad se reflejaba allí. Todo lo que no era Juana, sí aparecía con detalle.

Reflexionad sobre las acusaciones: se la tildaba de bruja, falsa profetisa, invocadora de malos espíritus, de practicar la magia, de ignorar la fe cristiana, de hereje, sacrílega, adoradora de ídolos, blasfema de Dios y de sus santos, rebelde y perturbadora de la paz. También la llamaba sanguinaria e incitadora de guerras, amiga de derramar sangre humana, contraria a la natural modestia debida a su sexo, asumiendo de modo irreverente el traje masculino, usurpadora del culto debido a Dios, ordenando cultos de adoración a su persona, y ofreciendo manos y vestiduras para que las gentes las besaran. Y así continuaba el documento, convirtiendo la fuente de vida que era Juana en veneno, el oro, en cenizas, las pruebas de una vida noble y limpia, en evidencias de perversidad y odio.

Como puede verse, los 63 puntos eran un resumen de todas las malevolencias esgrimidas contra ella en los procesos anteriores. Lo cierto es que Juana se limitaba a decir: «passez outre», o «a eso ya he contestado, leed las actas», o comentarios breves, como éstos. Declaró su negativa a ser juzgada por la Iglesia terrenal, y se incorporó al acta su postura. Rechazó la acusación de idolatría y de pretender culto divino de los hombres, aclarando:

 

—Si algunos me besaban las manos y los vestidos no fue por deseo mío, pues hice lo posible por impedirlo.

Le preguntaron si estaba dispuesta a abandonar el atuendo masculino para el caso de que la autorizaran a comulgar, y ella dijo que no.

—Al recibir el santo sacramento, la forma externa del vestido no tiene mucha importancia cara a Dios.

La acusaron de preferir su ropa de hombre a asistir a misa, pero respondió rápidamente:

—Antes morir que traicionar mi promesa hecha al Señor.

Cuando se aludió a que practicaba trabajos de hombre, como la guerra, en lugar de realizar labores propias de su sexo, respondió:

—Respecto al trabajo de las mujeres, hay muchas capaces de hacerlo.

—Al parecer, esa misión que, según vos, procede de Dios, consistía en hacer la guerra y derramar sangre humana.

Juana aclaró que la guerra no era su intención primera, sino la segunda.

—Desde el principio siempre rogué en favor de la paz, como se negó mi solicitud, entonces luché.

Como el inquisidor, al referirse a los enemigos de Juana hablaba de ingleses y borgoñones situados en el mismo campo, ella le rectificó, pues consideraba que los borgoñones eran franceses, merecedores, por eso, de un trato más favorable que los ingleses. Y, después, aclaró:

—Solicité del duque de Borgoña que hiciera las paces con el Rey de Francia, enviando cartas y emisarios. A los ingleses la única posibilidad que les concedía era abandonar nuestro país y regresar a su tierra. Incluso a estos les llamaba a la paz antes de atacarles. Si me hubieran escuchado, habrían sido más prudentes… Pues antes que pasen siete años, lo comprobarán por sí mismos…

De inmediato, volvieron a molestarla con el asunto del traje masculino, intentando convencerla para que lo desechase voluntariamente. Nunca fui muy sagaz, y tal vez por eso no llegaba a comprender la insistencia en algo que yo consideraba tan simple como el vestuario. Ahora sí lo comprendo, pues se trataba de una de sus odiosas trampas contra Juana. Si lograban convencerla sobre la ropa, tenían pensado un plan que le causaría una inmediata ruina. Por eso machacaban repetidamente, hasta que la pobre niña, exclamó:

—¡Ya basta! ¡Callad! ¡Nunca dejaré mis vestidos de hombre si Dios no me lo ordena! ¡Ni aunque me cortéis la cabeza!

Alguna vez hizo enmiendas al «procès verbal», diciendo:

—Se me atribuye la frase «todo lo que he hecho, fue por inspiración de Nuestro Señor». No dije esto, sino «todo cuanto he hecho bien».

Dudaban de la autenticidad de su misión, debido a la ignorancia y humildad del mensajero elegido. Al oír esto, Juana sonrió. Pudo haberles recordado que Jesús, sin hacer distinción de personas, buscó a los humildes para sus altos propósitos, en lugar de obispos y cardenales, pero se limitó a explicar:

—Nuestro Señor tiene poder para elegir a sus instrumentos donde le parece bien.

Al preguntarle qué fórmula empleaba para implorar la ayuda de Dios, respondió con sencillez, y levantando su pálido rostro, con las manos juntas, pese a las cadenas, habló:

—Mi muy amado Dios, en recuerdo de vuestra sagrada Pasión, os suplico me reveléis lo que debo contestar al tribunal de eclesiásticos. Por lo que se refiere a mi atavío, sé quién me ordenó tomarlo, pero no sé de qué modo deberé dejarlo. Os ruego me indiquéis lo que debo hacer.

También la acusaban de haberse atrevido a encumbrarse y mandar soldados, nombrándose ella a si misma «General en Jefe».

No quiso dar más explicaciones sobre esto, ya que hería profundamente sus sentimientos de honor militar, así que, respondió con viveza:

—¡Sí! ¡Fui General en Jefe, para mejor derrotar a los ingleses!

Le atribuyeron rudeza de espíritu al estar siempre rodeada de hombres, a lo que contestó:

—Cuando me era posible, llevaba a mi lado alguna mujer y, en campaña, siempre dormía con la armadura puesta.

Tampoco dejaron escapar la ocasión de utilizar contra Juana el argumento de buscar honores y gloria, debido a los títulos de nobleza concedidos por el Rey a su familia. Respondió que nunca había solicitado nada de eso, sino que el monarca los concedió él voluntariamente. La última fase del proceso terminó por fin, otra vez sin resultados. Quizá, una cuarta fase lograría derrotar el ánimo de la muchacha invencible. El malvado obispo se dispuso a rematar a su víctima. Designó una comisión para resumir en doce puntos los anteriores 63, como base operativa. Necesitaron para ello varios días. Aprovechando la pausa, Cauchon acudió a la celda de Juana, acompañado por Manchon y dos de los jueces, Isambard de la Pierre y Martin Ladvenue, para que aceptara someter al dictamen de la Iglesia militante el juicio sobre el origen divino, o no, de su misión. Juana se negó a ello una vez más. Isambard de la Pierre, hombre de buen corazón, compadecido al ver la situación de aquella pobre chica perseguida, cometió el atrevimiento de sugerirle si estaría dispuesta a solicitar que su causa fuera sometida al Consejo de Basilea, en el que figurarían tantos clérigos del partido francés como del inglés. Juana contestó que iría muy gustosa ante un tribunal tan justamente distribuido, pero antes de que Isambard pudiera añadir palabra, Cauchon le cortó de forma salvaje:

—¡Callad, en nombre del diablo!

Manchon también se portó con valor, aun sabiendo que arriesgaba su vida, al preguntar si debía tomar nota de la conformidad de Juana a someterse al Consejo de Basilea.

—¡De ninguna forma! —bramó Cauchon—. ¡No es necesario!

—¡Ah! —observó ella—, así que anotáis todo lo que pueda ir en mi contra, pero no lo que me favorece.

Daba lástima. Cualquiera, hasta el corazón del ser más bruto, se habría conmovido ante la visión de Juana. Pero Cauchon era todavía peor que eso.

63

Llegaron los primeros días de abril. Juana se encontraba enferma desde el 29 de marzo, al día siguiente tuvo lugar la visita que acabo de narrar. Era muy propio de Cauchon eso de intentar ganar terreno aprovechando el debilitamiento de la prisionera a causa de su enfermedad. Pero veamos ahora ciertos detalles del nuevo sumario, reducido a 12 artículos todos ellos producto de la mentira.

La primera de ellas, le atribuye a Juana algo que nunca dijo: haber encontrado su salvación. También le achacaban negarse a someter sus actos a la Iglesia. Falso. Aceptó el dictamen del tribunal de Rouen, salvo de los hechos llevados a cabo por mandato de Dios y en cumplimiento de su misión, que ella reservaba al juicio de Dios. No reconoció la competencia de Cauchon y sus seguidores, pero estuvo de acuerdo en presentarse ante el Papa o el Consejo de Basilea.

Otro de los 12 puntos considera que Juana amenazaba de muerte a los que no obedecieran sus órdenes, lo cual era, a todas luces, falso. Igualmente, se le imputa la declaración de «no haber cometido nunca un pecado», cosa que ella no dijo en ningún momento. No podía faltar la referencia al terrible pecado de usar traje masculino. Si lo era, disponía del respaldo de la más elevada autoridad de la Iglesia, el Arzobispo de Reims y el tribunal de teólogos de Poitiers. El punto 10.º se mostraba indignado por la pretensión de Juana de que hablaba con Santa Catalina y Santa Margarita en francés, y no en inglés, además de atribuirles a las dos ideales en favor de la causa francesa.

Las doce proposiciones debían ser enviadas a los doctores en Teología de la Universidad de París, para su aprobación. Se escribieron las copias, y quedaron listas el 4 de abril. Manchon cometió un nuevo acto de valor. Al margen de las proposiciones, hizo comentarios, aclarando que muchas de las declaraciones de Juana fueron justamente lo contrario de lo que allí se decía. La Universidad de París no tuvo en cuenta las anotaciones de Manchon, pero no cabe duda sobre la valentía del bueno de Manchon.

El 5 de abril se remitieron a París las doce propuestas. Por la tarde, se produjo en Rouen un gran tumulto, y las gentes se reunían, excitadas, charlando por las calles en busca de noticias, pues se había corrido el rumor de que Juana se hallaba enferma de muerte. Lo cierto es que, debido a las agotadoras sesiones, Juana estaba muy débil y enferma. Los jefes del partido inglés quedaron consternados, puesto que si moría Juana antes de recibir condena de la Iglesia, y era enterrada libre de toda culpa, el cariño de las gentes la convertiría en mártir del poder inglés, resultando una baza en favor de la causa francesa, todavía más decisiva que cuando peleaba en los campos de batalla.

El conde de Warwick y el cardenal inglés Winchester, acudieron a la prisión volando, y enviaron emisarios en busca de los mejores médicos. Warwick era un personaje rudo, tosco y cruel, sin compasión. En presencia de la joven, enferma y cargada de cadenas, se podría suponer que ni siquiera él tendría gemas de hablar alegremente. Pero Warwick lo hizo, cuando Juana lo escuchaba, diciendo a los doctores:

—Procurad cuidarla bien. El Rey de Inglaterra no desea que muera de modo natural. Le es muy valiosa, ya que mucho le ha costado comprarla, y sólo quiere que muera en la hoguera. Así que, haced lo imposible por curarla.

Los doctores preguntaron a Juana los síntomas y posible causa de su enfermedad. Ella respondió que, a su parecer, le sentó mal un plato de pescado que le sirvieron días antes, por indicación del obispo de Beauvais. Juan d’Estivet, servidor de Cauchon, se lanzó contra la joven, entre improperios furiosos y zarandeos, al oír algo que podía comprometer a su amo delante de los poderosos jefes ingleses. Si éstos le hacían culpable de la muerte de Juana, también podrían pensar que era una maquinación suya para estafarles, al salvarla de la hoguera envenenándola. Como la prisionera presentada fiebre muy alta, decidieron sangrarla. Warwick les amonestó:

—Llevad cuidado, porque es muy lista, y podría intentar matarse con ayuda de la herida para sangrarla, con tal de escapar del fuego.

Pese a todo, le practicaron el remedio y no tardó en mejorar, al menos de momento. Pasadas unas horas, Juan d’Estivet, obsesionado por la sospecha de envenenamiento que lanzó Juana, volvió a su celda por la noche, y la acosaba a preguntas con tal ferocidad, que la fiebre volvió a subirle de nuevo. Cuando Warwick se enteró de tal proceder y del riesgo que corría la vida de su codiciada presa, prometió dar al celoso guardián un castigo tan ejemplar, que lo mantuvo alejado de la enferma hasta al final.

Al cabo de dos semanas, la enferma se recuperó, aunque todavía se encontraba muy débil. No obstante, Cauchon quiso poner a prueba su salud y, rodeado de algunos de sus doctores en teología, hizo otra vista a Juana. Manchon y yo le acompañamos para anotar por escrito la entrevista, es decir, todo lo que fuera útil para el malvado Cauchon, eliminando el resto.

Ver a Juana me produjo una gran angustia. Parecía una sombra de sí misma. Apenas lograba identificar en aquella débil criatura, de cara triste y encorvada, a la Juana de Arco toda fuego y entusiasmo, al ataque de las fortalezas rodeada de sus bravos, entre el fuego de los cañones. El corazón se me oprimió en el pecho. Pero Cauchon se mantuvo imperturbable. Dijo: «Somos eclesiásticos responsables, siempre dispuestos, por nuestro ministerio y buena voluntad, a velar por la salvación de vuestra alma y vuestro cuerpo, utilizando todos los medios disponibles, tal como lo haríamos por nosotros mismos o nuestro más querido familiar. Seguimos el mandato y ejemplo de la santa Madre Iglesia, que nunca niega acogedor refugio a los que desean volver a su seno».

Juana le agradeció sus palabras, y contestó:

—Parece que, debido a mi enfermedad, estoy en peligro de muerte. Si es voluntad de Dios que muera en prisión, solicito confesión, y que me permitan recibir a Jesús, mi Salvador. También deseo que me entierren en sagrado.

Cauchon, encantado, creyó ver su oportunidad. La chica mostraba temor a morir sin bendición, aterrada ante las penas del infierno. Aquella testaruda criatura estaba a punto de rendirse, por fin. Dijo:

—Entonces, si queréis recibir los santos sacramentos, como todo buen cristiano, debéis someteros a la autoridad de la Iglesia.

Se le veía ansioso a la espera de respuesta. Pero quedó defraudado una vez más. La joven mantuvo su postura. Volvió la cabeza y terminó:

 

—No tengo nada más que decir.

Cauchon montó en cólera. Gritaba, entre amenazas terribles, que cuanto mayor fuera el peligro para su vida, más debía procurar enmendarla. Así, le negó todas sus peticiones, mientras no se sometiera a la Iglesia. Juana le respondió:

—Si muero en esta cárcel, os ruego que me enterréis en sagrado, pero me abandono a la voluntad de mi Salvador.

Cauchon continuaba empeñado en someterla a su autoridad, pero sus amenazas no servían para nada. Su cuerpo estaba débil, pero el espíritu continuaba siendo el mismo de Juana de Arco. Sus palabras fueron las mismas ya conocidas de siempre:

—Pase lo que pase, no pienso decir ni hacer nada distinto a lo que he declarado en el tribunal.

Los teólogos continuaron molestando a Juana con sus argumentos doctrinales basados en la Sagrada Escritura, haciendo mención a su deseo de recibir los sacramentos, como cebo para sobornarla y conseguir que sometiera el carácter divino de su misión al dictamen de la Iglesia —es decir, su dictamen—. ¡Como si ellos fueran «La Iglesia», cuando sólo eran ambiciosos sin escrúpulos! Lo cierto es que no lograron sus propósitos.

La escena finalizó con una tremenda amenaza. Una amenaza calculada para que un fiel cristiano de verdad se hundiera en la desesperación:

—La Iglesia os ordena que os sometáis. Si no la obedecéis, ¡se os abandonará como si fuerais una pagana!

¡Imaginad lo que supone quedar fuera de la Iglesia! Una Iglesia que tiene las llaves del cielo y del infierno y tiene el poder de salvar, perdonar y condenar… Sentirse abandonada por su propio Rey Jesús… Sí, eso es peor que la muerte… ¡Abandonada por la Iglesia! La muerte no es nada a su lado, puesto que la Iglesia puede condenar a una vida eterna, y… ¡qué vida infernal! Ante mí se representaban las terribles imágenes de los condenados, y estaba seguro de que también Juana lo sentía como yo, mientras murmuraba en silencio… Pensé que cedería entonces, y hasta deseaba que lo hiciera, pues aquellos hombres eran capaces de todo, entregándola al castigo eterno.

Pero una vez más yo me equivocaba. Juana de Arco no parecía hecha del mismo barro que los demás. En su interior guardaba una fuerza sobrenatural que la ayudaba a mantenerse fiel a sus principios, fiel a la verdad, fiel a su palabra, como si todo aquello formara parte de sí misma. No le era posible cambiar. Representaba el símbolo de la fidelidad, la encarnación de la fortaleza. Allí donde ella plantaba su cuartel, permanecería para siempre. Las fuerzas del infierno no lograrían moverla de su trayectoria. Sus Voces no le habían dado permiso para someterse a los propósitos de los jueces, de modo que se mantendría firme, obediente a Dios, sin temor al futuro.

Al abandonar la celda, me encontraba el corazón destrozado, mientras ella mostraba gran serenidad. Había cumplido con su deber, y eso le bastaba. Lo que viniera después, daba igual. Sus últimas palabras confirman su espíritu sereno y de reposado contento:

—Soy buena cristiana desde mi nacimiento. Estoy bautizada y como buena cristiana moriré.

64

El tiempo transcurría, semana tras semana. Llegó el 2 de mayo, en plena primavera, cuajada de flores que iluminaban prados y valles. Los campos, a lo largo del Sena, se extendían entre tonos suaves de fértil verde. El río, limpio y brillante, serpenteaba entre islas frondosas y, desde las alturas del puente, la ciudad de Rouen se convertía en una delicia para los ojos, formando el más exquisito cuadro que pueda imaginarse.

Pero la felicidad del ambiente no era compartida por todos los habitantes de Rouen. Nosotros, los amigos de Juana de Arco, y ella misma, formábamos la excepción. No podía ser de otra forma, si comprendemos el sufrimiento de aquella pobre muchacha encerrada entre fuertes muros de piedra, consumida en la oscuridad de una celda, tan cerca del torrente del sol y tan lejos de él, con el ansia de disfrutar de uno de sus rayos, que le negaban con saña unos lobos con negra vestidura que planeaban su muerte y trataban de manchar su buen nombre. Cauchon se aprestaba a continuar su tarea siniestra.

Ese mismo 2 de mayo, la negra asociación estaba reunida en una espaciosa cámara del castillo. El obispo de Beauvais, en su sitial, presidía la sesión, rodeado de 62 jueces, los secretarios en sus puestos, el orador en el estrado y los guardias vigilando. No tardó en escucharse el ruido de cadenas, y poco después, apareció Juana de Arco, escoltada, que fue a situarse en el banco preparado al efecto. Presentaba mejor aspecto después de los 15 días de tregua sin persecución y acoso. Giró la mirada a su alrededor, observando al orador. No cabe duda de que se dio cuenta de la situación. El informe parecía muy grueso, tanto como un libro. El encargado de dirigir la palabra comenzó con estilo suelto, pero a mitad de un párrafo muy florido, le falló la memoria y hubo de consultar sus papeles, echando a perder el buen efecto inicial. Lo mismo volvió a ocurrir varias veces. El pobre hombre, rojo de vergüenza, no sabía qué hacer. Entonces se escuchó una observación de Juana:

—¡Será mejor que leáis vuestro libro… y así yo responderé mejor!

Resultó cruel el modo como soltaron la carcajada aquellos veteranos jueces. El orador quedó tan aturdido que a todos los presentes nos dio lástima de él. Cuando recobró la calma decidió seguir leyendo su discurso directamente, sin fingir el recitado de memoria. Los doce artículos anteriores quedaban ahora sintetizados en seis, redactados en el texto actual. Explicó el carácter de la Iglesia Militante, ordenando a Juana someterse a su dictamen. Ella dio la respuesta habitual. Y, a continuación, le preguntaron:

—¿Creéis que la Iglesia puede equivocarse?

—Creo que no puede equivocarse. Pero de los actos realizados por mandato divino, sólo responderé ante Él.

—Entonces, ¿nadie puede juzgaros en la tierra? ¿Ni siquiera el Santo Padre, el Papa? ^

—Mi maestro es el buen Jesús, y sólo a Él lo someteré todo.

En ese momento, se oyeron estas graves palabras:

—¡Si no os sometéis a la disciplina de la Iglesia, este tribunal os considerará hereje y seréis quemada en la hoguera!

Al oírlas, cualquiera habría desfallecido de terror, pero el espíritu valeroso de Juana saltó como el clarín en el combate:

—¡No hablaré más de lo que ya he dicho, y aunque viera el fuego ante mí, volvería a hacer lo mismo!

Elevaba mi ánimo volver a escuchar su voz, y observar en sus ojos la misteriosa «luz de la batalla». Muchos de los presentes se conmovieron. Todos los que conservaban algún rasgo de humanidad, amigo o enemigo. El buen Manchon se atrevió una vez más, con grave riesgo, a escribir en el margen del acta, con letras muy claras, estas valerosas palabras: «¡Superba responsio!». Allí quedaron como podéis comprobar aún.

«¡Superba responsio!». Sí, era justamente eso. Una «Soberbia respuesta» pronunciada por una muchacha de 19 años enfrentada a la muerte.

Se volvió a plantear la cuestión del vestido masculino con fatigoso detalle, y le hicieron el ofrecimiento habitual: si renunciaba a su atuendo, le permitirían oír misa. Ella contestó como siempre:

—Usaré vestido de mujer en todos los servicios de la iglesia, si es que me autorizan a asistir a ellos, pero al regresar a mi celda, volveré a mis ropas habituales de hombre.

Le tendieron nuevas trampas, sin ningún resultado, pues Juana adivinaba la jugada y la desbarataba con presteza. Sí, demostró encontrarse en sus mejores momentos aquel día 2 de mayo. Con todos los sentidos alerta no se dejaba envolver. Fue una larga sesión, en la que se luchó en todos los terrenos paso a paso, bajo la dirección del orador encargado de confundir a la joven. La batalla terminó sin victoria de los 62 jueces, que se batieron en retirada a sus posiciones iniciales, quedando su solitario enemigo en el mismo punto donde se encontraba al principio.