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100 Clásicos de la Literatura

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A la mañana siguiente nos levantamos temprano, ya que las ceremonias para la coronación daban comienzo a las nueve aproximadamente y se prolongarían al menos durante cinco horas. Nos dimos cuenta de que los soldados ingleses y borgoñones habían renunciado a cualquier pretensión respecto a un enfrentamiento militar con el ejército de Juana, y esperábamos encontrar las puertas abiertas amistosamente y a todo el pueblo dispuesto a recibimos con entusiasmo. Aquella era una jornada gloriosa, con un tiempo espléndido, aunque algo frío, pero sano y estimulante. Nuestros soldados se encontraban con una moral muy alta, y fue magnífico espectáculo verlos maniobrar en su salida del campamento, por grupos, hasta la marcha final que terminaría con la solemne ceremonia de la coronación.

Juana cabalgaba en su caballo negro, con D’Alençon y su escolta personal agrupada en torno a ella, que se dirigió a su puesto para el desfile final y la despedida, puesto que ella no esperaba volver a ejercer el oficio de soldado jamás, ni volver a luchar junto a los soldados una vez terminada aquella jornada. Sus hombres lo sabían y eran conscientes de que estaban observando por última vez el aniñado rostro de su jefecito invencible, su orgullo, la mujer sublimada, su preferida, a la que dedicaban en su corazón nombres llenos de ternura, tales como «Hija de Dios», «Salvadora de Francia», «Novia de la victoria», «Paje de Cristo», y otros títulos por el estilo, impregnados de cariño, como los que los hombres suelen dedicar a sus hijos queridos. Las grandes emociones sentidas por los soldados quedaron reflejadas, no en el ruido de tambores y músicas, sino en un tremendo silencio que recordaba la paz de los muertos, sólo interrumpido con el sordo roce de las pisadas rítmicas de las huestes en marcha. Los soldados, al pasar al lado de Juana, giraban la cabeza para dar la despedida a su general y mantenían sus ojos en ella mientras les era posible. Cada vez que Juana, sin poder ocultar la emoción, se llevaba el pañuelo a los ojos, era perceptible el estremecimiento que corría por los rostros de los más veteranos. Un desfile victorioso suele ser un acontecimiento que exalta el ánimo y el corazón, pero aquél era de los que producen el efecto contrario.

Nos dirigimos después hacia los pabellones del Rey, en la residencia del palacio arzobispal de la región, y cuando lo instalamos en él, de nuevo volvimos a ocupar el puesto a la cabeza del ejército. De los más apartados rincones del país llegaban multitud de gentes, que se apretaban a los dos lados del camino para contemplar de cerca a la Doncella. La caravana discurría ahora por una llanura tapizada de hierba. Los campesinos se extendían a través del césped como un cinturón multicolor, pues las muchachas jóvenes iban ataviadas con camisas blancas y faldas rojas, formando un tapiz de amapolas y lirios en continuo movimiento a nuestro alrededor. Nos abrían una estrecha calle, semejante a las que ya estábamos acostumbrados durante aquellos venturosos días. Las flores humanas que adornaban esa calle no se mantenían rígidas ni envaradas a nuestro paso, sino que se inclinaban, con las manos y las caras elevadas hacia Juana de Arco, entre lágrimas de agradecimiento. Los más próximos a ella abrazaban sus pies o acercaban sus húmedas mejillas para besarlos. No recuerdo ni una sola persona que permaneciera de pie mientras ella pasaba, ni un solo hombre con la cabeza cubierta en su cercanía. Más tarde, en el transcurso del Proceso contra Juana de Arco, estos conmovedores episodios fueron esgrimidos por sus enemigos para acusarla de haberse fomentado culto de adoración en el pueblo, incurriendo, por tanto, en herejía, tal como reclamaba el inicuo Tribunal.

Al aproximarnos a la ciudad, la prolongada extensión de murallas y torreones aparecía salpicada de banderas multicolores y gentío emocionado. El aire vibraba con el estampido de la artillería, oscurecido por el humo de la pólvora. Traspasamos las puertas y entramos en las calles principales acompañados por las corporaciones y gremios en trajes de gala, situados detrás de nosotros con sus estandartes y banderas. El camino estaba flanqueado por miles de personas que nos vitoreaban también desde ventanas y tejados. De los balcones colgaban preciosos tapices de colores abigarrados, mientras los blancos pañuelos al viento semejaban una tormenta de nieve, vistos desde lejos.

El nombre de Juana era incluido en las oraciones de la Iglesia, honor reservado siempre a la realeza. Pero recibió un homenaje que, por dedicárselo el pueblo humilde, todavía fue más apreciado por ella. Se habían acuñado medallas de plomo con la imagen de Juana y su escudo de armas, y la gente las llevaba consigo a todas partes.

Desde su alojamiento en el palacio arzobispal, el Rey envió a buscar el «óleo santo» que servía para ungir a todos los reyes de Francia desde el tiempo de Clodoveo, primer monarca bautizado cristiano. El óleo se hallaba contenido en la llamada «Sainte Ampoule», pequeña redoma que según la tradición fue bajada del cielo con el fin de consagrar al rey Clodoveo, y entregada bajo custodia a Saint-Rémy, en cuya abadía se conservaba desde entonces. Según creencia generad, una coronación sin el óleo santo de Saint-Rémy no era válida. La entrega del frasquito se realizaba de acuerdo con un antiguo ceremonial muy estricto. De no hacerse en la debida forma, el abate de Saint-Rémy, custodio hereditario del óleo, se habría negado a efectuar su entrega. De acuerdo con la costumbre, que databa de novecientos años, el Rey designó a cinco miembros de alta nobleza para que fueran a la cercana abadía, cabalgando ataviados con ricas vestiduras y brillantes armas, como escolta de honor del arzobispo de Reims y de sus canónigos, portadores de la petición del óleo en nombre del Rey. Cuando los cinco nobles caballeros se disponían a partir en cumplimiento de su misión, arrodillados, levantaron sus manos, enguantadas de hierro, y prometieron por sus vidas traer el sagrado vaso y devolverlo sano y salvo, después de haber ungido al Rey. Por fin, el arzobispo y su séquito, escoltados por los nobles, se encaminaron hacia la abadía-iglesia de Saint-Rémy. El ilustre arzobispo, revestido con el traje de ceremonia, se cubría con la mitra y llevaba en sus manos la cruz.

Se detuvieron en la puerta de la abadía y se alinearon para recibir el sagrado pomo. Dentro se oyeron los sones del órgano y voces de hombres que entonaban cánticos. Luego, se vislumbró a través de la oscura nave de la iglesia una larga hilera de luces que se acercaba a la puerta principal. Llegó el abate con el frasquito de óleo, bajo palio, y lo puso en manos del arzobispo, tras las formalidades de rigor. La comitiva dio la vuelta y emprendió viaje de regreso entre el clamor de las gentes que, postradas en el suelo, rezaban reverentes al paso de un óleo traído del cielo.

La majestuosa comitiva se aproximó a la catedral de Reims por su gran puerta Oeste y, al entrar el arzobispo, se entonó el canto de la antífona que resonó por todo el recinto. La catedral se encontraba atestada de gente. Sólo en el centro de la nave quedaba reservado un espacio amplio donde se celebraría la coronación. El arzobispo y sus canónigos se dirigieron hacia aquel lugar, seguidos por los cinco nobles que formaban un grupo vistoso, con sus banderas feudales desplegadas y montados en sus espléndidas cabalgaduras. El espectáculo resultaba impresionante. Los caballeros marchaban por el centro de la iglesia, bajo las preciosas luces filtradas a través de las maravillosas vidrieras de la catedral. ¡Nunca vi nada más hermoso!

Caminaron con solemnidad hasta alcanzar el coro, situado a unos cien pasos desde la puerta de entrada. Entonces, el arzobispo los despidió. Inclinaron sus cabezas con lentitud, rozando las plumas de los yelmos el cuello de sus cabalgaduras, y después maniobraron con tal habilidad, que obligaron a los caballos a regresar hasta la puerta, de espaldas. Luego, les hicieron levantarse de manos y, volviendo grupas, desaparecer a toda velocidad, fuera de la iglesia.

Por algunos momentos se hizo un silencio tan hondo como si los miles de personas se hubieran sumido en profundo sueño. El más leve ruido se escuchaba fácilmente, como el zumbido de los insectos que revoloteaban. De repente, estallaron los sones de cuatrocientas trompetas de plata, y luego, enmarcados por el arco de la puerta Oeste, aparecieron Juana de Arco y el Rey. Avanzaron lentamente entre aplausos y gritos, apenas suavizados por los acordes del órgano y el triunfal cántico de los coros. Detrás de los dos protagonistas, caminaba el Paladín con el estandarte levantado y expresión de felicidad en su cara, satisfecho al ver cómo la gente le señalaba y alababa el precioso traje que cubría su armadura. Junto a ellos iba el señor D’Albret, delegado del Condestable de Francia, portador de la «Espada de la Ceremonia». A continuación, por orden de rango, marchaba la corporación de la nobleza civil de Francia (Tremouille, tres príncipes de sangre real y los dos hermanos De Laval), y después los representantes de la nobleza eclesiástica (Arzobispo de Reims y los obispos de Laon, Chálons, Orleáns). Seguía el Estado Mayor del ejército, con nuestros grandes generales, despertando el entusiasmo de la multitud, que gritaba a su paso: ¡Viva el Bastardo de Orleáns! ¡Viva «el demonio» La Hire!

El cortejo llegó a la zona reservada para la ceremonia, y dieron comienzo los actos de la coronación. Las solemnidades fueron largas y pausadas. Se sucedían las oraciones, rezos litúrgicos y homilías, como es propio de tales ocasiones. Juana permaneció junto al Rey durante aquellas horas, llevando el estandarte en la mano. Finalmente, el gran momento se aproximaba. Primero, el Rey prestó juramento y fue ungido con el sagrado óleo. Un ujier, seguido por varios ayudantes, se acercó despacio, con la corona de Francia reposando sobre un almohadón y, arrodillándose, la ofreció al Rey, que adelantó sus manos para tomarla. Por un momento, pareció vacilar. De hecho, vaciló, puesto que detuvo sus manos en el camino, situándolas sobre la corona como si dudara en aceptarla. Sin embargo, aquello sólo duró un instante. Luego, sus ojos se cruzaron con los ojos de Juana y ésta le miró expresando la inmensa alegría de su alma delicada y grande. El Rey sonrió y tomando la corona de Francia en las manos, con ademán señorial, la levantó y la puso en su cabeza.

 

Se produjo entonces una gran ovación. Por todas partes gritos y aplausos dentro de la catedral, y fuera el clamor de las campanas alternaba con el tronar de los cañones. Las fantasías increíbles de la pequeña campesina se habían cumplido. El poderío inglés estaba ya quebrado y el heredero de la corona de Francia ya era, a los ojos de la nación, su verdadero Rey. Juana, arrodillada ante el Rey, lo miraba a través de las lágrimas que corrían por su rostro resplandeciente y transfigurado. Sus labios temblorosos pronunciaban las palabras con voz suave, tono bajo y sentida emoción:

—Ahora, noble Rey, ya se ha cumplido la voluntad de Dios, tal como Él la quería: Vos debíais ser coronado en Reims, según el derecho que os pertenece a vos, y a ningún otro. La misión que se me encomendó ya está acabada. Concededme permiso para volver junto a mi madre, pobre y anciana, que me necesita.

El Rey la levantó, y allí mismo, ante aquella muchedumbre, ensalzó sus hazañas y le confirmó los títulos de nobleza concedidos, igualando su rango al de un conde, no escatimando ningún elogio hacia ella:

—Habéis salvado la corona. Pedidme, exigidme lo que deseéis, cualquiera que sea la gracia, os la concederé, aunque se haya de empobrecer el reino para satisfaceros.

Al oír tales palabras, Juana cayó nuevamente de rodillas y dijo:

—Entonces, ¡Oh noble y gentil Rey!, me permito solicitar de vos que mi aldea, pobre y duramente castigada por la guerra, vea reducidos sus impuestos.

—Eso ya está concedido. Pedidme otras cosas.

—No quiero nada más.

—Pero ¿cómo es posible?

—No tengo otro deseo —confirmó Juana.

—Eso… es tan poco… Es menos que nada. Pedidme sin miedo.

—No puedo, en verdad, mi gentil Rey. No insistáis, pues sólo me interesa lo que ya me habéis concedido.

El Rey, extrañado, permaneció en silencio un momento, como si intentara comprender la increíble generosidad de Juana. Levantó la cabeza y manifestó.

—Ha conquistado un reino y ha coronado a su Rey, y todo lo que pide y acepta es un favor tan insignificante… que, además, no es para ella sino para los demás… Bueno. Así está bien. Lo que ella ha realizado responde a la persona que en su interior dispone de unas riquezas muy superiores a las que puede otorgar cualquier rey de este mundo, aunque le entregara todo su reino. Será como vos queréis. Así pues, ordeno que, desde hoy en adelante, Domrémy, la aldea natal de Juana de Arco, la Liberadora de Francia, también llamada la Doncella de Orleáns, quedará libre de todo impuesto para siempre.

Al pronunciar el Rey estas palabras, los clarines dejaron oír sus tonos jubilosos.

Carlos VE suprimió aquellos impuestos «para siempre». Sin embargo, muchas veces la gratitud y los favores de los reyes se olvidan con el tiempo o se suprimen intencionadamente. Pero vosotros, hijos de Francia, podéis recordar con orgullo que la promesa ha perdurado a través de los años. Sesenta y tres han transcurrido desde aquella fecha. Los impuestos de la región donde se encuentra Domrémy se han cobrado sesenta y tres veces. Todas las aldeas los han pagado excepto una: Domrémy. El recaudador de impuestos nunca visita esta aldea. Sus habitantes ya han olvidado lo que supone la temida aparición del representante del Fisco. En todos los libros que registran el pago según el lugar, aparece el nombre del pueblo, y debajo la carga de impuestos que le corresponde abonar. En la página que corresponde a Domrémy, no figura ninguna cifra. En donde se deberían consignar las cantidades, hay escritas sólo tres palabras, repetidas todos estos años. Es una página en blanco donde sólo constan unas palabras que son recuerdo conmovedor. Dicen así:

DOMREMY

RIEN (Nada) — LA PUCELLE (LA DONCELLA)

Qué breve es la leyenda, pero qué sentido tan profundo expresa. Es la voz de un pueblo. La promesa de un Gobierno que ordena a sus agentes: «Saludad y seguid. Es Francia quien lo manda». Sí. La promesa se ha cumplido y se cumplirá siempre. Esas fueron las palabras del Rey.

A primeras horas de la tarde se dieron por terminadas las ceremonias de la coronación. De nuevo se formó la comitiva encabezada por Juana de Arco y el Rey, en dirección hacia la puerta de salida. A su alrededor crecían los murmullos de exaltado gozo y alegría, en los que participaban la nobleza y el pueblo, mientras la música resonaba como acompañamiento de fondo. De este modo finalizó el tercero de los grandes días vividos por la Doncella en el cumplimiento de su misión. Mirados a distancia, se ve la proximidad de todas estas fechas: 8 de mayo, 18 de junio, 17 de julio.

44

Montamos en nuestras cabalgaduras y partimos. Aquél fue un espectáculo inolvidable, que la multitud contemplaba con felicidad y entusiasmo. La gente se arrodillaba a nuestro paso, aclamando al Rey recién consagrado y a Juana «Liberadora de Francia». Después de haber recorrido las calles más importantes de la ciudad, cerca de una posada llamada «La Cebra», observamos la extraña conducta de dos hombres con ropas de campesinos, que, situados en primera fila, no se inclinaban ante los héroes de Francia. Indignados, los guardias alabarderos se abalanzaron contra aquellos zafios, con el propósito de enseñarles modales, pero cuando les ponían la mano encima, Juana les ordenó: «¡Deteneos! ¡No les hagáis daño!», y, acto seguido, descendió de su montura, y dirigiéndose a uno de los campesinos, lo abrazó cariñosamente, derramando abundantes lágrimas. Era su padre, que estaba acompañado de su tío Laxart.

La noticia corrió como la pólvora y en un momento aquellos dos pobres, desconocidos y despreciados, se convirtieron en personajes famosos y envidiados. La gente luchaba por acercarse a ellos, ansiosos de poder contar algún día que vieron al padre de Juana de Arco y al hermano de su madre.

Enterado del episodio, el Rey ordenó que los trajeran a su presencia. La misma Juana los acercó, radiante de satisfacción, aunque los dos pobres hombres daban vueltas a sus gorras con mimos temblorosas. Allí delante de todo el pueblo, el Rey les dio a besar su mano, ante la envidia y la admiración de muchos de los presentes. Después habló el Rey:

—Podéis dar gracias a Dios por ser el padre de esta niña, enviada por la Providencia. Vuestro apellido pervivirá en el recuerdo de los hombres cuando las dinastías reales se hayan borrado de la historia. Así que no debéis permanecer descubiertos ante una gloria pasajera, ¡Cubrid vuestra cabeza!

La voz del Rey adquirió un tono de majestad suprema al pronunciar estas palabras. Luego, mandó llamar al Bailío de Reims y, una vez en su presencia, le encargó:

—Estos dos hombres son desde ahora huéspedes de Francia y deseo que reciban vuestra mejor hospitalidad.

El Bailío les ofreció suntuoso alojamiento, homenajes públicos y exquisito trato. Sin embargo, hombres sencillos como eran, pidieron por favor que los dejaran permanecer tranquilamente en su modesta posada. En vista de sus pretensiones, el Bailío ordenó al posadero que les reservase una planta entera para ellos solos y que les facilitase todo lo que desearan, cargando las cuentas al erario público. Asimismo, les regaló un caballo lujosamente enjaezado a cada uno, lo cual les llenó de tal gozo que no acertaban a decir ni una palabra.

La ciudad ofreció al Rey y a Juana un gran banquete a media tarde, al que asistieron la Corte y el Estado Mayor. Una vez comenzado, se envió a buscar al señor De Arco y a Laxart, los cuales se resistieron a asistir al acto, hasta que no se les aseguró la posibilidad de permanecer en una sala reservada desde la que podían observar el banquete sin ser vistos. De este modo tuvieron la suerte de presenciar el espectáculo, participar en la emoción de ver los increíbles honores que se le rendían a su querida pequeña y comprobar la desenvoltura y gracia con que ella se conducía en presencia de tanta gloria.

Pero, al terminar el acto, la serenidad de Juana se quebró. Se mostró tranquila durante el discurso del Rey y escuchó con toda paz las palabras laudatorias de D’Alençon y del Bastardo, e incluso los acostumbrados truenos de La Hire, que parecía dispuesto a asaltar una posición. Pero las fuerzas la abandonaron al ocurrir un episodio insospechado. Acabados los discursos, el Rey impuso silencio con la mano levantada, hasta que pudo oírse el vuelo de una mosca. Entonces, de un lugar ilocalizable, surgió una voz bien modulada que con acentos de ternura entonaba nuestra dulce, sencilla y vieja canción dedicada al «Árbol de las Hadas de Bourlemont». Fue en ese momento cuando Juana se derrumbó con el rostro entre las manos y sacudida por sollozos. En un instante, quedaron olvidadas las ceremonias de la Corte y la niña campesina volvió a ser la misma que reunía a sus ovejas en los hermosos prados de Domrémy. La guerra y la muerte, las heridas, la sangre y el loco frenesí de la batalla se convirtieron en un sueño. Se mostraba también así el poder evocador de la música, el mago de los magos, que alza su varita y transforma el panorama real en el mundo del recuerdo.

La sorpresa fue idea del Rey, capaz de bonitos detalles siempre que no se dejara influir por algunos consejeros como Tremouille, siempre dispuestos a gobernar su débil y abúlica voluntad.

Esa misma noche, el núcleo de amigos de Domrémy que nos hallábamos en la escolta personal de Juana, acudimos a la posada donde se encontraba el señor De Arco y Laxart para disfrutar de una agradable velada en su salón privado, recordando los viejos tiempos en nuestra aldea. Preparábamos las bebidas con que animar la cena, cuando llegó un gran paquete enviado por Juana con instrucciones de que lo custodiáramos hasta que ella viniera a nuestro lado. No tardó mucho en aparecer, ordenando regresar a su guardia, ya que pensaba alojarse en las habitaciones reservadas para su padre y descansar bajo su mismo techo, como si estuviera ya en su propio hogar. Al entrar ella, los miembros de su escolta nos pusimos en pie, de acuerdo con las ordenanzas, pero nos mandó sentar. Se volvió hacia su padre y su tío, observando que también se habían puesto de pie, aunque en postura poco bizarra y nada militar. Le hizo gracia el detalle, pero aguantó la risa para no herirles y los atrajo consigo, acomodándose entre los dos tomando la mano de cada uno de ellos que colocó sobre sus rodillas y cubrió con la suya propia. Por fin, dijo:

—Y ahora, vamos a dejarnos de ceremonias y volvamos a portamos como familia y compañeros de juegos, puesto que lo somos. Se han acabado las guerras —añadió mirando a su padre y a su tío— vosotros dos me llevaréis a casa, y veré a…

Se detuvo un momento y su rostro se ensombreció, embargado por algún mal presentimiento. Al poco, recobró la alegría y continuó con un suspiro emocionado:

—¡Ojalá hubiese llegado el día feliz en que pudiéramos marcharnos!

Al oírla, su padre quedó sorprendido, y preguntó:

—¿Habláis en serio, hija mía? ¿Abandonar unas acciones tan gloriosas por las que Francia os enaltece? ¿Dejar la compañía de reyes y generales para volver a ser una pobre aldeana olvidada y torpe? Eso no es razonable.

—Pues no —asintió tío Laxart—, extraña oírlo y desde luego es incomprensible. Resulta aún más desconcertante escucharla decir que abandonará el ejército, que cuando afirmaba la necesidad de dirigir las tropas del Rey. Y yo fui testigo de sus palabras, las más raras que escuché hasta ese momento de mi vida. Me gustaría que nos lo explicara Juana.

—Es muy sencillo. Nunca me ha gustado la violencia ni el sufrimiento. Las peleas siempre me han espantado, así como el tumulto y el escándalo, contrarios a mis aficiones por la calma, la paz y la amistad, y el amor hacia todo lo que vive sobre la tierra. Según esto, ¿cómo resistir mucho tiempo todo eso de la guerra, el dolor y la sangre, la pena y el luto que traen consigo? Ocurrió que Dios, a través de sus ángeles, me hizo saber cuáles eran los mandatos de su Voluntad. ¿Podía yo desobedecerle? Hice lo que se me ordenaba. ¿Me pidió el Señor que hiciera muchas cosas? No, solamente dos: Liberar Orleáns y coronar al Delfín en Reims. La misión ha sido cumplida y soy libre. ¿No os dais cuenta de que nunca ha muerto un pobre soldado, amigo o enemigo, ante mi vista, sin que yo sintiera su dolor en mi propio cuerpo y la pena de sus familiares en mi corazón? ¡Es tan consolador saber que he conseguido la paz y que no volveré a presenciar cosas tan horribles ni soportaré unos sufrimientos como ésos en mi espíritu! Entonces, ¿por qué no regresar a mi aldea y volver a ser la misma persona de antes? ¡Es una maravilla! Y a vosotros os extraña que piense así… Claro, sois hombres y nada más… sólo mi madre me comprendería…

 

No supieron qué responderle y quedaron en silencio, como ausentes y un tanto desconcertados. Luego, De Arco, reconoció:

—Sí, es cierto… vuestra madre… Nunca he conocido una mujer como ella. Sufre mucho, mucho. Se despierta por las noches y se pone a pensar… y es que se preocupa tanto por su hija… Cuando hay alguna tormenta, por las noches, clama: «¡Ay! Que Dios tenga compasión de ella… seguro que está sin cobijo, con sus pobres soldados bajo el agua y el viento…». Y otras veces, cuando truena y centellean los relámpagos, se retuerce las manos y tiembla, diciendo: «Ese ruido es como el terrible cañón, seguro que muy lejos por estos campos, mi hija cabalga bajo el fuego enemigo, y no estoy a su lado para cuidarla…».

—¡Mi querida madre, cómo la echo de menos!

—Sí, es una mujer extraordinaria, como siempre he dicho yo. Cuando nos llegan noticias de alguna victoria y el pueblo enloquece de orgullo y de felicidad, la pobre va de un sitio a otro, preguntando lo único que le importa: que su niña está sana. Entonces, se pone de rodillas en el suelo y alaba a Dios mientras le quedan fuerzas. Y todo se reduce a su hija, pues nunca menciona la batalla… Ella sólo repite: «Ahora ya se ha terminado… Ahora Francia ya se salvará. Ahora es cuando volverá a casa…». Y como sus deseos no se han cumplido, no para de lamentarse.

—Por favor, padre, no sigáis. Me hacéis sufrir mucho. Me portaré muy bien cuando regrese con vosotros. Haré todo el trabajo yo y la consolaré, y ya no la haré sufrir más.

Continuaron hablando en el mismo tono, hasta que tío Laxart, intervino:

—Habéis cumplido la Voluntad de Dios, Juana, y por tanto sois libre. Eso es cierto y nadie lo niega. Pero ¿y el Rey? Vos sois su mejor soldado. ¿Y si os ordena que os quedéis?

Aquella verdad aplastante dejó a la joven conmocionada. Le costó algo recobrarse. Luego, serena, contestó:

—El Rey es mi señor y yo le debo servir —quedó un tanto pensativa, y después, con alegría, añadió:— Pero no pensemos tales ideas. No hay tiempo que perder. Contadme cosas de nuestro hogar.

Así que los viejos compadres parlotearon de todo y de todos los habitantes del pueblo y ella los escuchaba con deleite. Intentó que nosotros participáramos en la conversación, pero fue inútil, como es lógico. Juana era nuestro Comandante en Jefe y nosotros vulgares soldados. Su nombre, famoso en Francia, y el nuestro, desconocido. Ella alternaba con príncipes y héroes, mientras nuestros compañeros se repartían entre los pobres y los humildes. Su rango estaba por encima de cualquier personaje en la tierra, según el derecho atribuido por su misión divina… En una palabra, que ella era Juana de Arco, y basta. Para nosotros era un ser celestial y nos separaba un abismo insalvable.

Y, a pesar de todo, ¡era tan afectuosa y amable, tan alegre y encantadora, desprovista de la menor doblez y afectación! Es lo único que se me ocurre ahora, pero estos calificativos no sirven para definirla. Las palabras son demasiado pobres, escasas y mezquinas para expresar, no todo, sino la mitad de lo que fue Juana de Arco. Aquellos pobres campesinos apenéis se daban cuenta de todo eso. Casi no podían. Para ellos, una vez superada la timidez inicial, Juana era simplemente una chica, su hija y sobrina. Y nada más. Nos resultaba desconcertante. Me entraban escalofríos al ver lo cómodos y a gusto que estaban en su presencia, hablando con ella como con cualquier otra muchacha francesa de 17 años.

Y allí seguía el viejo Laxart narrando con voz monótona el episodio más aburrido y carente de sentido que nunca he oído. Ni él ni papá De Arco sospechaban lo impropio de la situación, y ambos consideraban que su historia ofrecía aspectos ejemplares y dignos de ser admirados por Juana. A mi parecer, el cuento carecía del más mínimo interés y resultaba completamente ridículo. Así lo consideré entonces y lo creo ahora. Estoy seguro de que lo era, puesto que hizo reír a Juana. Y cuanto más defraudado parecía tío Laxart, más ganas de reír le entraban a Juana. El Paladín reconoció que él también habría soltado la carcajada de no ser por la presencia de Juana, y lo mismo opinaba Noel Rainguesson.

La historia contada era, poco más o menos, como sigue:

Laxart presentaba por toda la cara unas señales enrojecidas, que Juana le curó compasivamente utilizando un ungüento especial. Al hacerlo, le preguntó a su tío la causa de tales hinchazones, y éste se lo explicó a su modo, con palabras torpes y saltos en la narración. Laxart debía asistir a un funeral en Domrémy, de esto hacía dos o tres semanas. De repente, él le preguntó si recordaba aquel novillo negro que ella conoció antes de marcharse del pueblo. Juana reconoció que sí, y le dedicó grandes alabanzas por su buena estampa y viveza de genio. Laxart le respondió diciendo que se había convertido ya en un toro joven y revoltoso, y siguió contando que debía representar un papel destacado en el funeral. Algo confundida, Juana le preguntó: ¿quién, el toro? Y él contestó, «no, yo». Continuó explicando que, inesperadamente, el toro sí que tuvo una actuación importante, aunque no fuera invitado al funeral. Pero, volviendo a su historia, prosiguió. Salió de camino, llegando hasta un frondoso árbol, donde se quedó dormido sobre la hierba, con su traje de domingo con el que asistiría al funeral. Al despertar, vio, según la posición del sol, que se le había hecho tarde y no iba a estar presente en la ceremonia. En esto, observó que el toro pastaba cerca de él y pensó ganar tiempo si lograba cabalgar a sus lomos y llegar así mucho antes a Domrémy. Se dedicó a preparar una cuerda alrededor del cuello del toro y una especie de ronzal para dirigirle. Saltando sobre el animal, le azuzó con los talones de modo que salió disparado, dando saltos y cabriolas entre bramidos furiosos. Tío Laxart se asustó, intentando apearse, pero no le fue posible, porque el toro se había hecho ingobernable y, despavorido, emprendió veloz carrera en dirección al pueblo. Cuando ya estaba cerca, desbarató algunas colmenas, de las que surgieron miles de abejas, lanzadas sobre el toro y el pobre Laxart, sobre los que proyectaron sus dolorosos aguijones. Hombre, toro y abejas, irrumpieron en el pueblo, arremetiendo contra los asistentes al funeral, que no tardó en disolverse rápidamente, con la sola presencia del féretro en el suelo. El toro se encaminó hacia el río, con el propósito de expulsar a las abejas, donde se zambulló ruidosamente.

Cuando tío Laxart fue rescatado, parecía casi ahogado, y su cara estaba amoratada por las picaduras. Al acabar su cuento, el torpe narrador miró a Juana con gesto de perplejidad, viendo que apretaba su cara contra un cojín para reprimir la risa. Así, le preguntó a su compadre:

—¿De qué se reirá ésta?