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100 Clásicos de la Literatura

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Sir Fastolfe les ordenó que galopasen a toda prisa en auxilio de la vanguardia. Juana, atenta, vio la gran oportunidad abierta. Indicó a las tropas de La Hire que avanzaran, cosa que hizo con presteza, desencadenando a sus violentos jinetes como una tempestad, según su costumbre. Impacientes, D’Alençon y el Bastardo quisieron seguirle, pero Juana los detuvo:

—Todavía no. Esperad a que yo os lo diga.

No les quedó más remedio que aguardar la señal, ansiosos por intervenir. Pero Juana se mantuvo firme, observando el terreno y valorando posiciones, distancias y fuerzas. Toda su capacidad de concentración estaba tensa, su cerebro, claro y su gesto, alerta. Pero tranquila y siempre dueña de sí misma, dominando la situación. A lo lejos, con las plumas de los yelmos al viento, continuaba su carga salvaje la cuadrilla de demonios de La Hire, con su figura grandiosa dominando a sus hombres y la poderosa espada extendida en el aire, como el asta de una bandera.

—¡Oh! Ved a esos diablos cómo se lanzan —murmuró uno de los presentes con admiración.

Y La Hire cargaba contra los impetuosos caballeros de Fastolfe. Por fin, entraron en contacto y rompieron el orden en las filas inglesas. El tremendo espectáculo hizo saltar en sus monturas al duque y al Bastardo. Se volvieron a Juana, excitados, para pedirle:

—¿Ahora?

Ella levantó la mano, sin dejar de mirar al campo de batalla, midiendo y calculando con asombrosa precisión los tiempos, y les calmó:

—Aguardad… todavía no…

Los caballeros de Fastolfe, acosados por los nuestros, se precipitaron en avalancha contra la vanguardia a la que debían auxiliar. Los arqueros y piqueros, al ver así a la caballería, creyeron que huían ante la presencia de la Doncella y, aterrorizados, rompieron la formación; presas del pánico, escaparon en desbandada, mientras sir Talbot los perseguía entre maldiciones y rugidos de ira.

Entonces llegó el ansiado momento. Juana picó espuelas y dio la orden de avance con un vivo movimiento de la espada.

—¡Seguidme todos! —gritó.

Agachó la cabeza sobre el cuello de su cabalgadura y se lanzó rauda como el viento sobre el enemigo. Trabamos cruento combate. Durante horas, cargamos, una y otra vez, contra las fuerzas inglesas, a las que infringimos sangriento castigo. Finalmente, los clarines tocaron la orden de ¡Alto!

Habíamos ganado la batalla de Patay.

Juana de Arco desmontó para contemplar aquel campo desolado, sumida en profundas meditaciones. Luego, habló con voz grave:

—Alabado sea Dios. Él ha golpeado con mano dura en el día de hoy.

Después, levantó la mirada hacia lo lejos y añadió, como pensando en alto:

—En un millar de años… mil años… El poderío inglés en Francia no se recuperará de esta derrota…

Permaneció un rato en pie, pensando, y luego se dirigió a sus generales que la aguardaban. Su cara mostraba la grandeza del momento y sus ojos mantenían la serenidad. Dijo:

—Amigos míos. ¿Comprendéis lo que ha ocurrido? ¡Francia ya está en el camino de ser libre!

—¡Y nunca lo habría logrado, a no ser por Juana de Arco! —gritó La Hire, acercándose a ella ante la que se inclinó reverente. Los demás le imitaron, mientras se oía la voz de La Hire—: ¡Esto lo diré siempre, aunque me condenen por ello!

Luego, los batallones, uno tras otro, de nuestro victorioso ejército, pasaron ante Juana vitoreándola con brío:

—¡Larga vida, Doncella de Orleáns, larga vida!

Juana contestaba, sonriente, levantando su espada.

Pero no fue ésta la última vez que tuve ocasión de ver a Juana en el sangriento campo de batalla de Patay. Al atardecer, me la encontré junto a los muertos y moribundos que yacían desperdigados por el suelo. Nuestros soldados hirieron mortalmente a un prisionero, al darse cuenta de que era pobre y no podría pagar un buen rescate por su vida. Desde su puesto, Juana les vio cometer aquella acción cruel y acudió rápidamente al lugar, solicitando la presencia de un sacer dote. Cuando yo la vi, sostenía en sus brazos la cabeza del herido, mientras consolaba el momento de su muerte con palabras dulces y cariñosas, como las de una hermana. Sus lágrimas de dolor corrieron por sus mejillas mientras duró su caritativa acción.

39

Juana había dicho la verdad: Francia estaba ya en el camino de ser libre. La llamada «Guerra de los cien años», llegaba a su fin. Se mostraba ahora adversa para los ingleses, por vez primera desde sus comienzos, hacía ya noventa años. ¿Debe juzgarse la importancia de una batalla por el número de muertos o los destrozos causados? ¿O bien hay que valorarla por los resultados que se derivan de ella? Yo pienso que una batalla será grande o pequeña, según sean las consecuencias que produzca. Sí, cualquiera estaría de acuerdo con esto, porque es, sencillamente, la verdad.

Así que, pensando en los resultados, la batalla de Patay es una de las pocas verdaderamente grandes, enormes, entre las que se han librado desde que los pueblos de la tierra acudieron a las armas para resolver sus contiendas. Desde este punto de vista, puede incluso que la batalla de Patay supere en importancia a cualquier otro de los conflictos decisivos de la historia. Hay que tener en cuenta que, al comenzar el combate, Francia estaba postrada, a punto de exhalar el último aliento de una vida casi muerta, y que, en opinión de todos los médicos políticos, su caso era algo completamente desesperado. Sin embargo, una vez finalizada la batalla, el moribundo había pasado a estar curado de su enfermedad, aunque todavía convaleciente. Convaleciente que apenas con unos cuidados medianos recobraría una salud de hierro. El más necio de los doctores lo hubiera considerado así y, desde luego, no hubo nadie que lo negara.

Algunas naciones moribundas superaron su enfermedad y alcanzaron la convalecencia después de un largo período de agotadores esfuerzos, sufrimientos, guerras y batallas, prolongado durante años. Pero sólo una nación entró en vías de curación en un solo día y en una sola batalla. Y esa nación es Francia, y esa batalla es Patay.

Podéis recordar esto y mostraros orgullosos de ello, puesto que sois franceses y es el acontecimiento más brillante en las crónicas de vuestro país, a lo largo de su historia. Franceses, considerad el triunfo de Patay como un monumento que se eleva ante vosotros y toca las nubes con la cabeza. Franceses, recordad esto, y cuando seáis mayores id en peregrinación al campo de Patay y permaneced allí con la cabeza descubierta en recuerdo de la hazaña realizada.

Al considerar estos sucesos, parece conveniente examinar las circunstancias en las que se produjeron. La «Guerra de los cien años» comenzó en 1337 y se prolongó año tras año, hasta que Inglaterra dejó a Francia postrada con la tremenda derrota de Crécy. Pero la nación se recuperó y pudo continuar la lucha durante los años siguientes, hasta que volvió a ser abatida por otro golpe devastador: Poitiers. Reunió nuevas energías y así emprendió sucesivas campañas, década tras década. Nuevas generaciones se sucedían, infancia, matrimonio y muerte, y la guerra continuaba… Sus hijos, a su vez, crecían y se casaban, morían… y la guerra continuaba… Los hijos de éstos volvían a ver cómo Francia era una y otra vez derrotada… esta vez con el increíble desastre de Agincourt… Pero la guerra continuaba, año tras año… y nuevas generaciones se sucedían…

Francia era tanto como decir catástrofe, ruina, desolación. La mitad de su territorio pertenecía ya a Inglaterra, sin que nadie se atreviera a discutir esa verdad. Pero, además, la otra mitad no parecía tener dueño. Unos meses más y la bandera inglesa habría ondeado sobre Toda Francia. Porque el Rey francés estaba dispuesto a arrojar su corona y abandonar sus dominios.

En esos momentos, desde una aldea remota y perdida, llegó una ignorante campesina y se puso al frente de aquella guerra canallesca, con aquel incendio que todo lo consumía y asolaba el país desde hacía varias generaciones. Y tuvo lugar, entonces, la más breve y desconcertante de las campañas conocidas por la historia. Se terminó en siete semanas, quedando desmontada una guerra que contaba con noventa y un años de experiencia. Ya en Orleáns se le asestó un fuerte golpe, que la hizo tambalearse, pero en campo de Patay, se le quebró el espinazo.

Reflexionad en todo esto. Claro que es posible pensar en ello, pero ¿y comprenderlo? ¡Eso ya es otra cosa! Nadie será capaz de comprender aquella extraordinaria maravilla… Y se logró en siete semanas… desde luego, hubo derramamiento de sangre en unos lugares y otros. Quizá haya sido en Patay donde mayores fueron los desastres y muertes violentas. Los ingleses comenzaron la batalla con siete mil hombres y dejaron muertos en el campo dos mil soldados. Por comparación, se dice que en las tres batallas, de Crécy, Poitiers y Agincourt, cayeron cerca de cien mil franceses, sin contar las mil escaramuzas y combates que se sucedieron en aquella guerra interminable. Los hombres muertos en los campos de batalla se cuentan por decenas de miles, y las mujeres y niños inocentes muertos, como consecuencia de las crueldades de la guerra y por hambre, deben contarse por millones.

Aquella guerra fue como un ogro carnívoro, devorador de hombres, cuyas garras chorreaban sangre durante años y años. Con su débil mano femenina, una niña de 17 años abatió al ogro y lo dejó tendido sobre los campos de Patay, y nunca más volverá a levantarse mientras dure este viejo mundo.

40

La gran victoria de Patay, según dicen algunos, corrió por toda Francia apenas en veinte horas. Yo no lo sé. Pero una cosa es cierta de todas formas. En cuanto una persona se enteraba de la noticia, corría, alabando a Dios y dando gritos, a contársela a su vecino. Y, claro, este vecino se apresuraba a contársela al compadre más próximo. De este modo, se formó una cadena que dio la vuelta a todo el país. Cuando alguien se enteraba por la noche, a cualquier hora, saltaba de la cama para comunicar a otros el bendito mensaje.

 

Las noticias persiguieron al enemigo puesto en fuga, hasta Yerville, de modo que la ciudad se amotinó contra sus señores ingleses y cerró sus puertas a los restos del ejército enemigo. Y las buenas nuevas rebasaron Mont Pipeau, Saint Simon y otras fortalezas inglesas. Un destacamento de nuestro ejército ocupó la plaza de Meung y la saqueó.

Como es de suponer, cuando regresamos a Orleáns, la ciudad se mostró cien veces más alborozada que las ocasiones anteriores. Se acababa de hacer de noche y las hogueras alcanzaron tal intensidad que nos daba la impresión de caminar entre un mar de fuego. Los vítores de la multitud, el estampido del cañón y el voltear de campanas, provocaban un estruendo difícil de imaginar. Las voces que atronaban el aire, ensalzaban a la Doncella con gran entusiasmo: «¡Bienvenida Juana de Arco! ¡Paso a la Salvadores de Francia!». O bien celebraban las victorias: «¡Crécy está vengado! ¡Poitiers está vengado! ¡Agincourt está vengado! ¡Patay permanecerá para siempre!».

Los prisioneros eran conducidos en el centro de la columna. Cuando la gente vio allí a su antiguo dominador y enemigo, sir Talbot, el que les hizo bailar tantos años al son de su trágica música guerrera, podéis imaginar el tumulto que se organizó, porque yo no soy capaz de describirlo. La exaltación llegó a tales extremos que intentaron apoderarse de él y colgarle. Para evitarlo, Juana lo tomó bajo su protección, cabalgando junto a él durante el trayecto. Ambos formaban una pareja pintoresca.

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Sí. Orleáns estallaba de felicidad. El Rey fue invitado a las celebraciones y se hicieron grandes preparativos en su honor… pero él no vino. En aquellos momentos se había convertido en siervo del intrigante consejero La Tremouille. Los dos personajes prefirieron visitar juntos el castillo de Sully-sur-Loire.

Mientras, en Beaugency Juana estaba decidida a lograr la reconciliación entre el condestable Richemont y el Rey. Así, condujo al noble en desgracia hasta Sully y consiguió sus propósitos. Con ello daba fin a una serie de acontecimientos que señalan el espíritu de Juana de Arco. Resumiendo, creo que los hechos más significativos podrían ser recogidos en los términos siguientes:

1. Levantamiento del cerco de la ciudad de Orleáns.

2. La victoria de Patay.

3. La reconciliación entre el Rey y Richemont en Sully.

4. La coronación del Rey en Reims.

5. La marcha a Reims sin derramamiento de sangre.

Nos queda por describir la marcha en dirección a Reims y la coronación real. Recuerdo la impresionante marcha, larga y victoriosa, de Juana a través del territorio dominado por el enemigo, desde Gien a Reims, y de allí hasta las mismas puertas de París, tomando todas las plazas y fortalezas que le cerraban el paso, caminando sin cesar desde el amanecer a la noche. Las conquistas se hicieron sólo al conjuro de su nombre, sin violencia y sin derramar una gota de sangre. Creo que ha sido la campaña más extraordinaria de la historia y, sin duda, la más gloriosa de las hazañas militares.

La reconciliación entre Richemont y el Rey fue uno de los triunfos más significativos de Juana. Nadie como ella hubiera acertado a conseguirlo. En verdad, que el condestable de Francia podía ser considerado como el militar, estratega, político y hombre inteligente más destacado de Francia. Su lealtad al Rey era sincera. Su honradez quedaba por encima de cualquier sospecha, lo cual no era bien apreciado en aquella corte frívola y sin conciencia.

Juana logró recuperar a Richemont para honra de Francia y aseguró la continuidad de la obra que ella había iniciado. Nunca había visto antes a Richemont, hasta que no apareció con su pequeño ejército, dispuesto a unirse a la Doncella sin pedir nada a cambio. ¿No es sorprendente que al primer vistazo ella se diera cuenta de que era el único personaje capacitado para terminar y perfeccionar su misión, y asegurar su continuidad para siempre? ¿Cómo explicar semejantes dotes en una chiquilla de 17 años de origen tan humilde? Juana tenía la cualidad de poseer «ojos que ven», como dijo una vez de ella uno de los caballeros que nos acompañaban. Es cierto que estaba dotada con este don, el más preciado y escaso que jamás se haya concedido a ningún ser humano.

Era verdad que lo más importante ya estaba hecho. Pero la tarea que quedaba todavía no era algo que se pudiera encomendar a cualquiera de los ambiciosos e incapaces intrigantes que rodeaban al Rey. Era necesario ponerla en manos de un hábil estadista y avezado militar, que procediera a la destrucción lenta y constante del enemigo. Así, durante los 25 años siguientes, se produjeron luchas de menor importancia, que una persona inteligente podía llevar a buen término sin agitar excesivamente al resto del país. De modo que, poco a poco y sin aflojar el esfuerzo, con seguridad creciente, los ingleses serían expulsados del suelo francés.

Y todo esto ocurrió tal como estaba previsto. Bajo la influencia de Richemont, el Rey cambió radicalmente. Acabó por convertirse en un hombre, un soldado valiente, capaz y decidido. Seis años después de la batalla de Patay ya encabezaba a sus hombres y les dirigía en luchas encarnizadas. Asaltaba fortalezas situándose en los fosos, con el agua hasta la cintura, subiendo por las escaleras bajo los proyectiles que cedan furiosamente, y mostrando un valor que la misma Juana habría alabado. Con el tiempo, el Rey y Richemont despejaron el país de ingleses y los expulsaron hasta de aquellas regiones en las que habían dominado desde hacía trescientos años. En esas ciudades era necesaria una labor inteligente y cuidadosa, puesto que la permanencia inglesa había dejado hondas huellas y muchos de sus habitantes no sentían la necesidad de cambiar el dominio de sus anteriores dueños.

¿Cuál de los episodios protagonizados por Juana puede considerarse como el más decisivo o importante? Mi opinión es que todos ellos lo fueron, en su momento. Es decir, que cada uno igualaba al otro, y ninguno resultaba superior a los demás, según las circunstancias de cada tiempo. ¿Me explico? Cada hecho fue necesario para que ocurriera el siguiente. De haber omitido cualquiera de ellos, los demás habrían fracasado.

Por ejemplo, observemos el episodio de la coronación, como una auténtica obra maestra de la diplomacia. ¿Dónde encontraríamos una que la supere? ¿Acaso percibió el Rey su enorme trascendencia? No. ¿La valoraron sus ministros? Tampoco. ¿La sospechó el astuto Bedford, representante de la corona inglesa? Ninguno de ellos podía calcular el alcance del acto que se desarrollaba ante sus ojos. Sólo había una persona que se dio cuenta de lo que allí se estaba jugando, y era la niña iletrada de 17 años, Juana de Arco. Lo comprendió desde un principio y se refirió a la coronación siempre como unos de los aspectos fundamentales para el éxito de su misión.

¿Que cómo pudo saberlo? Pues muy sencillo: Juana era una campesina, y para estas sencillas gentes, Carlos VII no sería Rey mientras no hubiera sido coronado. Por eso, Juana siempre le llamaba «El Delfín», es decir el heredero. Si alguna vez he puesto en labios de Juana la palabra Rey, ha sido un error mío. Le llamó simplemente «El Delfín», y nada más, hasta que fue coronado. Esto refleja, como si fuera un espejo, lo que pensaban las clases humildes de Francia, es decir, que para el pueblo no era «Rey», sino «Delfín» antes de la coronación, y sólo después de celebrada ésta, fue Rey de forma indiscutible e irrevocable.

Ahora ya podéis apreciar la jugada fundamental que suponía la coronación en el tablero de aquel ajedrez político. Bedford advirtió su error cuando ya era tarde, y trató de compensarlo coronando a su propio Rey, pero esta decisión no le proporcionó la menor ventaja.

Y hablando de ajedrez, pienso que las grandes hazañas de Juana me recuerdan las maniobras de este juego. Las piezas movidas por Juana respondían al orden perfecto debido a la concepción globed de la estrategia. Los resultados eran eficaces, precisamente porque se hacían así y no de otro modo. Individualmente, cada movimiento daba la impresión de ser «La mejor jugada», pero de cara al objetivo final, todas ellas resultaban igualmente decisivas. Vamos a describir el desarrollo de la partida, tal como se produjo:

1. Juana mueve Orleáns y Patay: provoca el jaque.

2. Luego juega reconciliación entre el Rey y Richemont, pero no da jaque, pues se trata sólo de un cambio de posición, que dará sus frutos más tarde.

3. El movimiento siguiente es la coronación: vuelve el jaque.

4. Marcha sin derramamiento de sangre: nuevo jaque.

5. Jugada final. El Condestable y el Rey se alían estrechamente: jaque-mate.

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La campaña del Loira suponía el abrimos camino hacia Reims. Nada se oponía ahora a que pudiera celebrarse la coronación. Quedaría así terminada la misión encomendada a Juana desde el cielo, de modo que la joven estaría en condiciones de regresar a su hogar, junto a la familia, y volver a cuidar ovejas en los prados de Domrémy. Esta era su gran ilusión y ansiaba que llegara el momento de cumplirla.

Al Rey no le agradaba mucho la idea de partir en dirección a Reims, pues temía atravesar la región, salpicada de fortalezas inglesas. Juana argumentaba que ésas eran dificultadas de menor importancia, y que no eran de temer, en las actuales circunstanciéis, con las tropas inglesas desmoralizadas. Y, una vez más, Juana tuvo razón. Como demostraron los hechos, la marcha a Reims fue casi como una excursión campestre. Juana prescindió de la infantería, pues estaba segura de que no iba a necesitarla. Salieron de Gien con un ejército de 12 000 hombres, el día 29 de junio. La Doncella cabalgaba junto al Rey, ocupando el otro lado el duque D’Alençon. Le seguían tres príncipes familiares del Rey. Detrás, marchaban el Bastardo de Orleáns, el Mariscal De Boussac y el Almirante de Francia. Después, iban La Hire, Saintrailles, Tremouille y una larga columna de caballeros y nobles.

Descansamos tres días en Auxerre. La ciudad se encargó de alimentar al ejército y una delegación de ciudadanos cumplimentó al Rey, pero no entramos en su recinto. Después la localidad de Saint-Florentin abrió sus puertas al Rey. El 4 de julio llegamos a Saint-Fal, y más lejos, apareció ante nosotros la ciudad de Troyes, lugar de tristes recuerdos para nosotros, que de niños conocimos el vergonzoso tratado que entregaba Francia en manos de Inglaterra y a una princesa de la rama legítima la destinaban al matrimonio con el Carnicero de Agincourt.

Desde luego, Troyes no tenía la culpa de todo aquello, pero en el fondo, deseábamos ardientemente que allí se provocara algún acto inamistoso, para tener el pretexto de asediar la ciudad y quemarla.

Estaba bien guarnecida de aguerridas tropas inglesas y soldados borgoñones, a la espera de refuerzos que vendrían desde París. Al anochecer acampamos ante sus puertas, resistiendo con vigor una salida que lanzaron contra nosotros. Entonces, Juana pidió a Troyes la rendición. Su comandante, id comprobar que no llevábamos artillería, tomó a risa la propuesta y le respondió a Juana de forma grosera e insultante. Durante cinco días, se celebraron consultas y negociaciones con los sitiados. No dieron resultado. El Rey, impaciente, parecía dispuesto a retroceder, desistiendo de la marcha. Temía seguir adelante sin haber conquistado aquella poderosa fortaleza. Entonces, intervino La Hire:

—La Doncella de Orleáns inició esta marcha por iniciativa propia, así que considero que debemos seguir su criterio, y no el de otros (se refería a los consejeros del Rey), cualquiera que sea su estirpe y su posición en la corte.

Como las palabras de La Hire eran sensatas, el Rey envió a buscar a la Doncella, y le preguntó su opinión sobre la actitud a tomar. Juana respondió sin vacilar:

—Dentro de tres días la plaza será nuestra.

El remilgado Canciller intervino, con aire de superioridad:

—Si pudiéramos estar seguros de eso, no importaría esperar seis días.

—Así que, seis días… ¿no? ¡Por Dios, buen caballero, mañana atravesaremos esas puertas!

Dicho esto, Juana cabalgó a lo largo de sus líneas, ordenando a sus hombres:

—¡Rápido, cada uno a su trabajo, amigos! ¡Mañana al amanecer nos lanzaremos al asalto!

Se trabajó muy duramente aquella noche. La propia Doncella colaboró activamente con sus propias manos, junto a los simples peones y soldados. Mandó que cegaran los fosos con ramas y construyeran un puente para facilitar el acceso, y ella misma, igual que los hombres, colaboró en aquella ruda labor.

 

Al amanecer, se puso a la cabeza de las fuerzas asaltantes y enseguida los clarines tocaron la señal de asalto. En ese mismo instante, desde las murallas de Troyes izaron bandera pidiendo tregua, y la ciudad se rindió sin la más leve escaramuza.

Al día siguiente, el séquito real, con el monarca, Juana y el abanderado Paladín a la cabeza, hicieron su entrada solemne en la plaza conquistada, rodeados por un ejército que resultaba ya impresionante, debido a los incrementos continuos de los últimos días. Sucedió más tarde un episodio curioso en verdad. De acuerdo con los términos acordados para la rendición y gracias a la generosidad de Juana, se permitió a los soldados ingleses y borgoñones que llevaran consigo las pertenencias que pudieran transportar, que les serían necesarias para subsistir. Aquellas gentes efectuarían la salida por la única puerta existente y en el momento que les fue fijado. Los más jóvenes, acompañados por el «Enano», quisimos presenciar el espectáculo y no tardamos en ver aparecer una interminable fila, con la infantería abriendo la marcha. Al acercarse, nos dimos cuenta que los hombres caminaban como abrumados por el peso de grandes bultos colocados en sus espaldas. Al verles, pensamos: «Desde luego, qué ricos eran estos hombres, para ser vulgares soldados». Pero cuando llegaron a nuestra altura, nos dimos cuenta de la trágica realidad. ¡Cada uno de esos bandidos llevaba a la espalda un prisionero francés! De modo que, haciendo uso del privilegio concedido, se llevaban su «pertenencia» humana, es decir un ser humano cautivo… Así entendieron ellos el trato hecho.

¿Quién podría negarles ese derecho? Los prisioneros eran de «su propiedad», y se limitaban a llevarla consigo como capital o botín de guerra. Al ver aquello, estábamos consternados. Pero ¿qué podíamos hacer? En primer lugar, enviamos un mensajero a Juana y después, ayudados por guardias franceses hicimos que la columna se detuviera, con el ánimo de parlamentar. En realidad, queríamos ganar tiempo hasta ver el modo de impedir el atropello. En esto, un corpulento borgoñón, lanzando una imprecación anunció que él se marcharía de todas formas y nadie podría detenerle. Pero le cerramos el paso y pronto comprobó que no le iba a resultar fácil hacerlo. Rompió en grandes maldiciones e injurias terribles y dejó al prisionero en el suelo, atado e inmóvil. Luego, amenazándolo con el cuchillo, gritó con aire triunfal:

—Vosotros no me dejáis llevarlo, pero el prisionero es mío y nadie puede discutírmelo. Pero si no puedo hacer esto, hay otra solución: matarle. Supongo que no me vais a negar este derecho… Ah, ¿conque no habíais pensado en tal cosa, eh? ¡Malditos gusanos!

El desgraciado prisionero nos pedía con mirada lastimera que le salváramos y luego habló, explicando que tenía mujer e hijos pequeños en su hogar. Nos dejó muy conmovidos, pero ¿qué podíamos hacer nosotros? Al fin y al cabo, el borgoñón estaba en su derecho. No obstante, intercedimos por él con insistencia, pero el malvado «propietario» se burlaba de nuestras súplicas. Entonces, el «Enano» dijo:

—Por favor, mis jóvenes caballeros, permitidme que intente convencerle. Ya sabéis que tengo el don de la persuasión. Veo que os reís, y esto ofende mi vanidad, obligándome a demostraros mi capacidad… si pudiera probar mis dotes por un instante… me basta con un instante…

Diciendo esto, se plantó delante del borgoñón, y comenzó a hablar con voz muy suave, bondadosa y gentil, mencionando la bondad de la Doncella, y cómo su corazón quedaría satisfecho si él otorgaba la libertad a su prisionero. No pudo continuar su discurso. El borgoñón cortó su dulce tono con un grosero insulto dedicado a Juana de Arco. Todos nosotros nos abalanzamos contra él, pero el «Enano», con el rostro lívido, nos apartó a un lado y con voz grave nos pidió: —Os suplico un poco de paciencia. ¿O es que no soy yo el guardián de su honra? Este asunto me corresponde a mí.

Con asombrosa rapidez, agarró al enorme borgoñón por la garganta, lo elevó ligeramente del suelo y dijo:

—Habéis insultado a la Doncella, y la Doncella es Francia. La lengua que hace una cosa como esa, merece un largo descanso.

Se oyó un sordo crujido, y el soldado cayó al suelo como un guiñapo. Estaba muerto. Libramos al prisionero de sus ligaduras y le concedimos la libertad. En sus gestos se operó un cambio radical, pasando de la más profunda humildad a una furia ciega. Se abalanzó sobre el soldado muerto y se entregó con él a toda suerte de vejaciones, hasta dejamos asqueados. Mientras evolucionaba frenéticamente, dando saltos e insultando a su captor, otro borgoñón le asestó una cuchillada en la garganta, degollándolo allí mismo, con lo que terminó uno de los más desagradables incidentes de mi vida militar.

Poco después, llegó Juana muy preocupada ante el problema de los prisioneros. Estudió las distintas posturas y luego declaró:

—Ellos tienen razón desde su punto de vista. Eso está claro. Yo comprometí mi palabra sin darme cuenta de lo que podía ocurrir. Pero no es justo que os llevéis con vosotros a estos pobres hombres. Son franceses, y no voy a permitirlo. El Rey pagará el rescate por cada uno de ellos. Esperad aquí y yo os traeré la respuesta de nuestro Rey. No les toquéis ni un pelo, porque os iba a costar muy caro.

Así terminó el asunto. Los prisioneros quedaron a salvo, al menos de momento. Juana elevó sus peticiones ante el Rey y no aceptó evasiones ni dilaciones. El Rey, al ver su decisión, le permitió obrar según su voluntad, y ella galopó de nuevo a comprar los cautivos en su nombre, dejándolos en libertad.

43

En aquella ocasión volvimos a encontramos con el Gran Maestre de la Casa del Rey, el que nos acogió en su castillo de Chinon antes de ser recibidos por el Rey. Juana le nombró Bailío de Troyes, previo el permiso del Rey.

No tardamos en continuar nuestra marcha. Chálons se nos rindió sin lucha. Fue allí donde alguien le preguntó a Juana sobre cuáles eran los temores que la embargaban de cara al futuro. Ella respondió que su único temor era la traición. ¿Quién podía suponer tal cosa? ¿Quién podía imaginar algo así? Y, sin embargo, aquello fue, en cierto modo, una profecía.

Continuamos nuestra marcha con ritmo incesante. Por fin, el 16 de julio contemplamos ante nosotros la ansiada meta: Las torres de la gran catedral de Reims se veían levantarse en la distancia. Los gritos de júbilo recorrieron las columnas del ejército, desde vanguardia a retaguardia. Juana de Arco, desde su cabalgadura, serena y envuelta en su armadura plateada, observaba el panorama. En su rostro se reflejaba una profunda alegría, una alegría que no era de este mundo y que la transformaba en algo espiritual. Y es que su misión extraordinaria tocaba a su fin con un resultado triunfal y sin la menor sombra. Muy pronto Juana podría pronunciar con plena justicia estas palabras: «Todo está terminado. Dejadme ir libremente en paz».

En cuanto acampamos, comenzaron las prisas y el ajetreo ruidoso de los preparativos solemnes. No tardaron en llegar hasta nosotros el arzobispo y los representantes de la ciudad. Detrás de ellos se concentraron multitudes de campesinos entusiasmados con sus banderas y músicas. Inundaron el campamento locos de alegría. Durante la noche, toda la ciudad trabajó febrilmente para engalanar las calles y construir arcos triunfales, adornando de flores la preciosa catedral por dentro y por fuera.