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100 Clásicos de la Literatura

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—Dejadle —indicó su amigo Noel Rainguesson—. No interrumpáis sus progresos y veréis como mañana será una catedral.

Noel pronunció estas palabras en voz baja, para que no le oyera. Y, en efecto, sus previsiones se cumplieron: al día siguiente la causa de sus heridas fue una catedral.

Juana se encontraba en plena actividad desde el amanecer, estudiando minuciosamente las posiciones y señalando los mejores emplazamientos para situar la artillería. Colocó las piezas con una visión tan certera de la técnica militar, que causó la admiración del Teniente General, el cual lo hizo constar 25 años más tarde, en el Proceso de Rehabilitación de Juana de Arco. En su testimonio afirmó el duque D’Alençon que en la mañana del 12 de junio, frente a Jargeau, dispuso las piezas y ordenó el ejército, no como un principiante, sino «con el juicio claro y certero del más avezado general, como si tuviera veinte o treinta años de experiencia».

Los veteranos capitanes del ejército francés declaraban que, si era grande en la guerra y cubría genialmente las distintas armas, su talento resultaba inigualable al colocar y maniobrar con la artillería. Entonces, ¿quién enseñó a la campesina a realizar tales maravillas sin tener la más mínima instrucción y sin estudiar las complejas artes de la guerra? No hay modo de aclarar este misterio desconcertante, ya que no conozco nada igual en la historia del hombre. No ha existido ningún general, por grandes que fueran sus cualidades, que llegara a conseguir victorias como no fuera a base de estudios, trabajos muy duros y amplias dosis de experiencia. Por eso, el caso de Juana es un enigma incomprensible, y nunca se resolverá. Yo pienso que sus extraordinarios poderes y su inteligencia militar eran cualidades innatas y que los aplicaba utilizando una intuición que no le podía fallar.

A las ocho de la mañana cesó todo movimiento y el más profundo silencio se apoderó del lugar. La quietud se hizo opresiva, espantosa… ¡significaba tanto para nosotros lo que ocurriría pronto!… No se movía ni una brizna de aire. Las banderas colgaban, inertes, como de piedra, mientras los soldados permanecían en actitud de tensa espera. Nosotros nos encontrábamos en el puesto de mando, muy próximos a Juana de Arco. Cerca de este lugar, se veían las callejas de los arrabales donde algunos ciudadanos también aguardaban acontecimientos. A la puerta de un comercio, un hombre, a punto de golpear un clavo con el martillo, se interrumpió, mirando hacia el ejército. Los niños cesaron en sus juegos, contagiados por el silencio general, y pude ver a una linda muchacha regando sus rojas flores en la ventana de su casa, que se detuvo en su acción. Era impresionante observar las figuras como petrificadas y comprobar que, por todas partes, el movimiento parecía haberse detenido.

En ese momento, Juana de Arco elevó su espada en el aire, y a esta señal, el silencio anterior cayó hecho trizas. Uno tras otro, los cañones se convirtieron en volcanes de fuego y humo, dejando oír su trepidante sonido. Como respuesta, aparecieron inmediatamente otras lenguas de fuego que surgían como dardos desde las almenas y troneras de las murallas de la ciudad. Al impacto de las balas, saltaban paredes y piedras a ambos lados. Por un momento miré en dirección a la muchacha que regaba las plantas. Aterrada, dejó caer la regadera y juntó sus manos, cuando una bala de piedra atravesó su juvenil cuerpo.

Se desencadenó el cruel duelo artillero, dando lugar a un espectáculo rodeado por el fuego y el humo, que exaltaba nuestro ánimo belicoso. La pobre ciudad que teníamos enfrente sufrió los devastadores efectos de la artillería. Las balas destrozaban sus edificios y los convertían en ruinas, como si fueran de papel. A cada instante una piedra de gran tamaño, describiendo una parábola en el aire, caía perforando tejados, provocando incendios que se elevaban hacia el cielo y oscurecían el panorama. De repente, una fuerte ráfaga de viento barrió el humo que ocultaba las murallas inglesas. El panorama nos impresionó: almenas y torres rematadas por llamativos estandartes, fogonazos y largos penachos de humo blanco, todo ello se recortaba con viveza sobre el fondo plomizo del horizonte. A nuestro alrededor comenzaron a oírse los silbidos de las balas, seguidos del impacto cercano y las nubes de polvo que se levantaban. Perdí interés en la contemplación estética. Un cañón inglés estaba afinando la puntería sobre nuestra posición y cada vez lo hacía con mayor precisión. Juana se dio cuenta de ello y ordenó a D’Alençon:

—Buen duque, apartaros de ahí, si no deseáis que ese cañón os mate.

El duque siguió el consejo inmediatamente. Pero el señor de Lude ocupó su lugar de modo imprudente y una bala le voló la cabeza en un instante.

Juana seguía las incidencias de la batalla, a la espera del momento oportuno para iniciar el asalto. Por fin, a eso de las nueve, lanzó su orden:

—¡Ahora, soldados, al asalto!

Y los clarines tocaron a la carga.

Al momento, vimos a los hombres avanzar hacia el punto señalado para el ataque, el mismo que había sido batido por el fuego concentrado de nuestros cañones, convirtiendo en ruinas el lienzo superior de las murallas enemigas. Nuestras fuerzas bajaron al foso y desde allí comenzaron a elevar sus escalas de asalto. No tardamos en reunirnos con ellos. D’Alençon consideraba prematuro el ataque, pero Juana lo tranquilizó:

—¿Acaso teméis algo? ¿Es que no sabéis que he prometido devolveros a vuestra esposa sano y salvo?

Mientras, en los fosos, las tareas se multiplicaban. Las almenas estaban cubiertas de soldados que arrojaban avalanchas de piedras enormes contra nosotros. Había un gigantesco inglés que nos estaba infringiendo él sólo más pérdidas que entre doce de los suyos. Cerraba los espacios más favorables para el asalto y lanzaba mortíferas piedras con tal pericia que cada impacto suyo aplastaba hombres y destruía escalas con irritante facilidad. Y lo peor de todo eran las risotadas que salían de su boca al comprobar los destrozos que causaba entre nuestros soldados. Pero el duque D’Alençon decidió acabar con el gigante. Fue en busca del famoso artillero Juan de Lorraine y le ordenó:

—Afinad vuestro cañón y eliminadme a ese demonio.

Lo consiguió del primer disparo. Hizo impacto en el pecho y lo derribó hacia atrás, dentro de la ciudad.

Pero la resistencia era tan ruda y tenaz, que empezó a cundir el desánimo entre los nuestros. Al darse cuenta, Juana, precedida por su grito de guerra, descendió al foso; ayudada por el Enano y seguida valerosamente por el Paladín con el estandarte, comenzó a ascender por una de las escaleras. Una gran piedra lanzada desde arriba, se estrelló contra su yelmo y la hizo caer de nuevo al foso, herida y sin conocimiento. Aquello sólo duró un momento. El Enano, la puso en pie y ella, inmediatamente, comenzó a subir hacia las almenas, animando a los demás:

—¡Al asalto, amigos, al asalto! ¡Los ingleses ya son nuestros! ¡Esta es la hora señalada!

Al verla tan cerca, los hombres se movieron con gran ímpetu, y con un clamor de guerra nos arrojamos todos como un enjambre de hormigas contra la parte superior de las murallas. Aterrada, la guarnición se dio a la fuga y nosotros los perseguimos entre gritos de victoria. ¡Jargeau era nuestro!

El conde de Suffolk fue cercado y rodeado por los nuestros, hasta que el duque D’Alençon y el Bastardo de Orleáns le pidieron que se rindiese. Orgulloso aristócrata y de rancia familia, se negó a entregar su espada a unos subordinados y rugió:

—¡Antes moriré! Sólo me rendiré a la Doncella de Orleáns, a nadie más.

Y así lo hizo. A cambio, fue tratado por ella cortés y honorablemente.

Sus dos hermanos, los De la Pole, se fueron retirando en dura lucha palmo a palmo hacia el puente, para buscar escapatoria. Llegados al puente, la matanza continuaba. Alejandro De la Pole cayó al agua y se ahogó, pero su hermano John De la Pole decidió seguir peleando. Era casi tan orgulloso como su hermano el de Suffolk sobre la persona a la que habría de rendirse. El oficial francés que se encontraba más cerca de él era Guillaume Renault, que le acosaba ya muy cerca. Sir John le preguntó:

—¿Sois vos un caballero?

—Sí —respondió Guillaume Renault.

—Pero ¿habéis sido armado?

—No.

Entonces, el propio sir John le armó allí mismo, en el puente, otorgándole el espaldarazo con fría tranquilidad típicamente inglesa en medio de aquella tempestad de sangre y muerte. Después, inclinándose con gran cortesía, tomó su espada por la hoja y le ofreció la empuñadura al oponente en señal de rendición. ¡Eran de familia soberbia aquellos De la Pole!

Aquel resultó ser un gran día, una jornada memorable. La victoria más espléndida lograda hasta el momento. Hicimos miles de prisioneros aunque Juana no permitió que les hicieran el menor daño. Los llevamos con nosotros al día siguiente, cuando regresamos a Orleáns, donde nos recibieron con las habituales muestras de júbilo. Esta vez ocurrió un episodio desconocido. De las atestadas calles surgieron los jóvenes reclutas que, luchando con la multitud, lograron llegar hasta Juana para tocar su espada y sentirse llenos de la misteriosa virtud que la hacía invencible.

36

Después de la gran victoria, era evidente que las tropas necesitaban descansar. Se concedieron dos días para que restauraran sus fuerzas. Yo me encontraba durante la mañana del día 14 escribiendo lo que me dictaba Juana, cuando entró Catalina Boucher. Estábamos en una habitación retirada, elegida por Juana cuando deseaba tranquilidad, impidiendo las interrupciones de sus oficiales. La llegada de Catalina nos obligó a hacer una pausa. La joven tomó asiento, y habló:

 

—Juana, si no os molesta, me gustaría deciros algo.

—No me molestáis nunca. Decidme, pues.

—La noche pasada apenas pude dormir, al pensar en los peligros que corréis. El Paladín me contó el modo como habéis salvado la vida del duque D’Alençon al advertirle que se apartara del lugar donde se encontraba, puesto que las balas de cañón volaban por todas partes.

—Bueno, eso os parecerá bien, ¿no?

—Desde luego. Pero no me gustó, en cambio, que vos permanecierais allí. Por favor, Juana, ¿cómo os comportáis de ese modo? Lo que hacéis es una temeridad inútil.

—¡De ningún modo! En realidad, yo no corría el menor riesgo.

—Pero ¡cómo podéis decir tales cosas, Juana, si a vuestro alrededor llovían mortíferas balas de cañón!

Juana lo tomó a broma e intentó cambiar de conversación, pero Catalina insistía:

—Aquello era enormemente peligroso y tal vez no hacía falta permanecer precisamente en ese lugar. Pero, además, es que os pusisteis al frente de los soldados que se lanzaron al asalto, y eso es tentar a la Providencia divina. Os ruego que me prometáis una cosa: que dejéis a otros dirigir los asaltos y os pongáis a salvo mientras duran esas horribles batallas. ¿Lo haréis?

Juana se resistía a dar su palabra, de modo que Catalina permaneció triste y desolada. Un poco después, volvió a hablar:

—Juana, ¿siempre seréis un soldado? Estas guerras me resultan tan largas… Duran una eternidad…

Un chispazo de alegría brilló en los ojos de Juana, que dijo:

—Dentro de cuatro días, la parte más dura de esta campaña habrá terminado. El resto será mucho más fácil y menos sangriento. Sí, ¡al cabo de cuatro días caerá en manos de Francia un nuevo trofeo, tan maravilloso como la liberación de Orleáns! Este será el segundo paso decisivo en el camino de la libertad…

Al oír estas palabras, Catalina y yo quedamos impresionados. La joven musitó: «Cuatro días… cuatro días…», hablando consigo misma. Luego, preguntó con voz temerosa:

—Juana… pero vos, ¿cómo sabéis eso? Porque lo sabéis, creo.

—Sí —respondió Juana suavemente—. Golpearé… una y otra vez… Y antes de que transcurra el cuarto día, golpearé de nuevo…

Y permaneció silenciosa. Nosotros dos, también. Hasta que, al final, pudimos escuchar apenas estas palabras:

—Y, durante mil años, el poderío inglés en Francia, no se recobrará de este golpe.

Se me pusieron los pelos de punta. Aquello era un misterio. Me pareció verla otra vez en trance, como aquel día en los prados de Domrémy, cuando profetizó sobre el papel de nuestros compañeros de juego en la futura guerra de la que ella sería principal protagonista. Luego, cuando salió del arrebato, no recordaba su profecía, cosa que, tal vez, también le estaba ocurriendo ahora. Como Catalina ignoraba estos antecedentes, exclamó, feliz:

—¡Es magnífico! Lo creo, y además, ¡me alegro tanto!

Juana seguía como en trance y, así, susurró con la misma voz débil:

—Y antes de que pasen dos años, yo moriré de una forma horrible…

Al oír estas palabras, le hice a Catalina una señal de advertencia, logrando así, que no lanzara un grito aterrorizado. Luego, le rogué que saliera silenciosamente de la habitación y que no contara a nadie lo ocurrido. Le aclaré que Juana estaba como dormida y que soñaba. Catalina murmuró, aliviada:

—¡Cómo me alegro de que esto sea sólo un sueño!… Me pareció una profecía… Y se alejó de allí.

Verdaderamente… parecía una profecía. Yo sabía que lo era. Tomé asiento de nuevo, sin poder contener las lágrimas, al tener la seguridad de que la perderíamos. Muy pronto, con un leve escalofrío, Juana recobró la consciencia y miró a su alrededor. Al verme llorar, se dirigió hacia mí, llena de ternura, y me puso la mano en la cabeza, diciendo:

—Amigo mío, ¿qué os ocurre? Decídmelo, por favor.

Inventé una mentira. No me gustó nada hacerlo, pero no me quedaba otra solución. Tomé de la mesa una vieja carta, no me acuerdo de quien era, ni cuando la recibí ni lo que decía. Le dije que era del P. Fronte y que me informaba que el Árbol de las Hadas había sido derribado por algún salvaje. Juana me arrancó la carta de las manos, la miró por todas partes, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas y decía:

—¡Qué gente malvada y cruel! ¿Cómo puede haber alguien tan cobarde? ¡El pobre Árbol de las Hadas, desaparecido!… ¡Con lo que nosotros lo amábamos de niños! Decidme dónde lo dice…

Yo, siguiendo la farsa, le mostraba las supuestas palabras fatales, y ella las miró entre lágrimas, añadiendo que bien notaba que eran palabras odiosas y feas o, al menos, tenían todo el aspecto de serlo…

De pronto, escuchamos una potente voz en el pasillo, que anunciaba:

—¡Un mensajero de Su Majestad, con despachos para Su Excelencia el Comandante en Jefe de los Ejércitos de Francia!

37

Me di cuenta de que Juana «sabía» que iba a morir pronto. En realidad, ya se lo había anunciado al Rey cuando le rogaba urgencia en acabar con el poderío inglés. A ella no le preocupaba la idea, sabiendo que le aguardaba la gloria. Y los demás no hicieron caso de su profecía, o es que prefirieron olvidarla para estar más tranquilos. Pero yo no podía hacer lo mismo. Yo solo. Debía guardar mi terrible secreto sin el consuelo de nadie. Era una pesada carga, un dolor profundo que me apesadumbraba a todas horas y me hacía sentir el corazón destrozado.

Lo cierto es que Juana iba a morir pronto. Nunca imaginé semejante cosa. Era una idea incomprensible, al verla joven y fuerte, con derecho a una vejez tranquila y honrosa. Durante esa noche, estuve pensando en la tragedia de Juana, y así llegó la mañana. El son de los clarines y tambores se escuchó en el silencio de mi duermevela matutino, y las pesadillas desaparecieron. ¡Todos a montar y a cabalgar! Teníamos por delante una jornada que se preveía sangrienta.

Marchamos hasta Meung sin detenernos. Una vez allí, nos apoderamos del puente al asalto y dejamos una guarnición para custodiarlo, mientras el grueso del ejército continuaba el avance, a la mañana siguiente, hasta Beaugency. Allí, el «león» sir Talbot, el «terror de los franceses» ejercía el mando supremo. Cuando llegamos al pie de las murallas de la plaza, los ingleses se retiraron de los edificios y se hicieron fuertes en el castillo. Nosotros nos instalamos en la aldea abandonada. Nos enteramos de que sir Talbot no se encontraba entre los sitiados, pues había salido para reconocer el terreno y dar la bienvenida a Fastolfe, que se acercaba con los refuerzos de 5000 hombres en su ayuda.

Inmediatamente, Juana emplazó sus baterías y comenzó a bombardear el castillo hasta el anochecer. Durante la jornada nos llegaron noticias del territorio francés. El señor de Richemont, Condestable de Francia, se aproximaba acompañado de un fuerte contingente de tropas, dispuesto a ofrecer sus servicios a Juana. El problema era que, por falsas maquinaciones de La Tremouille, había caído en desgracia con el Rey, y estaba mal visto en la Corte. Ya quiso unirse a nosotros en la campaña de Orleáns, pero aquel Rey insensato, en manos de viles consejeros, le ordenó que se mantuviera lejos, pues se negaba a reconciliarse con él.

Explico estos detalles porque me parecen importantes y demostraron una cualidad desconocida en Juana de Arco: la de avezado estadista. Parece raro encontrar una facultad semejante en una campesina ignorante de 17 años, pero ella acreditó que la poseía. Juana se mostró partidaria de recibir a Richemont amistosamente, y fue secundada por La Hire, los dos jóvenes Laval y otros mandos militares. Sólo se oponía D’Alençon y de modo terminante. Manifestó que tenía órdenes precisas del Rey de rechazar y desafiar a Richemont en cuanto le viera, y si estas órdenes no se atendían, él abandonaba el ejército. La amenaza, de haberse cumplido, significaba una pérdida irreparable para la campaña en marcha. Pero Juana se comprometió a convencerle de que la salvación de Francia era un valor superior a cualquier insignificante rencilla, y logró sus propósitos. Lo persuadió sobre la conveniencia de buscar ante todo el interés de la nación, dando la bienvenida a Richemont y reconciliándose con él. Este fue un rasgo de verdadero estadista y estratega inteligente.

En la madrugada del 17 de junio, los exploradores de avanzadilla, nos informaron que sir Talbot y Fastolfe, unidos en un solo grupo, se acercaban a ellos. Los repiques de tambor nos llamaron a las armas y salimos al encuentro de los ingleses. Juana encomendó la vigilancia del castillo de Beaugency a Richemont y sus tropas, que ocuparon nuestra retaguardia, con la misión de impedir a la guarnición el menor movimiento o salida.

No tardamos en avistar al enemigo. Parece ser que Fastolfe intentó convencer a Talbot de que sería más prudente una retirada, sin aceptar batalla con Juana, con el fin de distribuir a sus hombres entre las plazas fuertes del Loira y aumentar su capacidad defensiva, evitando que fueran tomadas. Luego, se limitarían a esperar la llegada de refuerzos desde París, mientras Juana desgastaba su ejército en estériles escaramuzas diarias. Después, en el momento oportuno, caerían sobre ella en masa hasta aniquilarla para siempre. Con este plan demostraba Fastolfe ser un veterano general, experimentado y prudente. Pero el fiero Talbot no quiso escucharle. Estaba furioso por la derrota que le infligió la Doncella en Orleáns y había jurado saldar aquella cuenta, aunque tuviera que luchar en solitario contra Juana. Así que Fastolfe cedió, aunque insistía en que se arriesgaban a perder de una vez todo lo conquistado con grandes esfuerzos por los ingleses.

El enemigo logró situarse en una excelente posición fortificada, y aguardaba a los franceses en perfecto orden de batalla, con sus famosos arqueros en vanguardia, protegidos por una sólida empalizada. La noche se acercaba. Los ingleses enviaron un mensajero desafiando a sus oponentes y ofreciendo presentar batalla de modo inmediato. Juana no se turbó y su serenidad no sufrió la menor alteración. Respondió al heraldo:

—Volved y decidles que ya es demasiado tarde para enfrentarnos esta noche, pero que mañana, con la ayuda de Dios y de Nuestra Señora, nos encontraremos.

Llegó una noche oscura y lluviosa, cayendo un agua ligera y continua que servía para apaciguar los espíritus. A eso de las diez, se presentaron el Bastardo de Orleáns, La Hire, Pothon de Saintrailles y algunos otros generales, para discutir con Juana sobre los planes a seguir. Se expusieron opiniones contrarias a la idea de aplazar el combate para el día siguiente. Saintrailles le preguntó por las razones que la llevaron a esta decisión y ella le contestó:

—Hay más de una razón. Tened en cuenta que estos ingleses ya pueden considerarse vencidos. Son nuestros y no pueden escapársenos. Así que no necesitamos correr riesgos, como en otras ocasiones. El día ya estaba acabando, y nos conviene la luz del día porque nuestro ejército se encuentra debilitado. Novecientos hombres los tenemos en Meung, vigilando el puente al mando del mariscal de Rais. Otros mil quinientos custodian el castillo de Beaugency a las órdenes de Richemont…

Dunois, intervino:

—Es una lástima haber dispersado las fuerzas, Excelencia, pero no hemos tenido más remedio. Y, además, el mismo problema lo tendremos también mañana, al fin y al cabo…

Juana caminaba de un lado a otro en ese momento. Rio abiertamente, se paró ante el viejo tigre de la guerra, y levantando su mano sobre la cabeza, rozó una de las plumas de su sombrero, diciendo:

—Decidme, hombre prudente, ¿qué pluma es la que estoy tocando?

—La verdad, Excelencia, no lo sé.

—Pues resulta curioso, Bastardo. ¡Conque no acertáis a señalarme una cosa tan pequeña como ésta, y en cambio, os atrevéis a profetizar sobre lo que ocurrirá el mañana que todavía no ha nacido, afirmando que no vamos a disponer de hombres suficientes! Pues, a pesar de todo, estoy segura que los tendremos con nosotros.

Sus palabras despertaron murmullos agitados entre los presentes, que deseaban saber las razones de su certeza. La Hire tomó la palabra y dijo:

—No le deis más vueltas, si ella lo cree así, es que así será.

En ese momento intervino Pothon de Saintrailles:

—Sin embargo, ¿existían otras razones para aplazar la batalla, según nos dijo vuestra Excelencia?

—Sí —respondió Juana—. Una de ellas era que, al ser nosotros más débiles y hacerse de noche, la batalla podía no resultar decisiva y completa. Pero cuando se produzca, habrá de serlo. Y lo será.

 

—Dios lo quiera. Así sea. ¿Habría más motivos?

—Otro, sí —dudó por un momento, y luego continuó—… no era hoy el día señalado. Mañana, sí. Así está ordenado.

Mil preguntas impacientes empezaron a salir de los generales, pero Juana levantó la mano, reclamando silencio.

—Será la victoria más honrosa y útil de las que Dios le haya concedido a Francia en toda su historia. Pero os ruego no me preguntéis desde cuándo y cómo lo he sabido. Basta con que os alegréis de que sea así.

Las caras de los presentes mostraron sin reservas su satisfacción y la gran confianza en las palabras de Juana. Las animadas conversaciones se interrumpieron con la llegada de los mensajeros procedentes de las líneas avanzadas que traían interesantes noticias. En la última hora, se habían percibido movimientos y ruidos en el campamento inglés, poco usuales en un ejército que descansa antes de la batalla. Al amparo de la oscuridad, los espías enviados habían descubierto columnas de soldados que se deslizaban silenciosamente en dirección hacia Meung.

Los generales quedaron sorprendidos, a juzgar por sus gestos y comentarios, aunque aguardaban el parecer de Juana, que habló:

—Es una retirada.

—Tal parece —añadió D’Alençon.

—En efecto, eso creemos —confirmaron el Bastardo y La Hire.

—Es extraño, pero está claro lo que persiguen —reflexionó Luis de Borbón.

—Sí —repuso Juana—. Sir Talbot se lo ha pensado mejor. Su espíritu fogoso parece haberse enfriado. Ahora se propone conquistar el puente de Meung y escapar cruzando a la otra orilla del río. Él sabe que con esto abandona a su suerte la guarnición de Beaugency, pero no le queda otra salida para rehuir esta batalla, y también esto lo sabe. Pero será burlado, porque no tomará el puente de Meung. Nos ocuparemos de ello.

—En efecto —aprobó D’Alençon—. Debemos impedírselo. Pero ¿qué ocurrirá con Beaugency?

—Dejad Beaugency de mi cuenta, duque. Lo tomaremos dentro de dos horas y sin derramamiento de sangre.

—¡Ahora os entiendo, Excelencia! —continuó D’Alençon—. Será suficiente con que hagáis llegar a los sitiados la noticia de que Talbot los abandona, para que se rindan inmediatamente.

—Así lo haremos. Yo me uniré a vosotros en Meung al amanecer, pero vendrán conmigo el Condestable seguido de sus mil doscientos hombres. Cuando Talbot se entere de la toma de Beaugency, la noticia le caerá como una bomba.

—¡Por Dios que sí! —bramó La Hire, entusiasmado—. Se batirá en retirada con su guarnición de Meung y el resto del ejército, en dirección hacia París. Mientras, nosotros nos habremos reforzado con otros dos mil cuatrocientos soldados más, para acabar la tarea de lo que será nuestro Gran Día, como nos ha prometido vuestra Excelencia antes. En verdad, que este inglés nos está resolviendo las dificultades y haciéndonos ahorrar mucha sangre y molestias. ¡Excelencia, ordenadnos lo que hemos de hacer! ¡Órdenes!

—Son muy sencillas. Dejad que los hombres descansen dos horas más. A la una, partirá la columna de avanzadilla bajo vuestro mando, La Hire, con Pothon de Saintrailles de segundo. Otro destacamento, a las dos de la madrugada, marchará al mando de D’Alençon. Procurad situaros a retaguardia del enemigo, evitando el combate. Mientras, yo me dirigiré hacia Beaugency con mi escolta, y una vez allí realizaré mi cometido tan aprisa que me reuniré con el condestable y, reforzados con sus hombres, nos encontraremos con vos, La Hire, antes del amanecer.

Las órdenes se ejecutaron con celeridad. Juana cumplió su palabra, y junto a su guardia, cabalgamos bajo una lluvia lacerante, llevando a uno de los oficiales ingleses capturados, para que diera fe de las noticias que Juana quería trasmitir a la guarnición de Beaugency sobre el abandono de Talbot. Pronto llegamos a las puertas del castillo. Richard Guétin, lugarteniente de Talbot, se convenció pronto de la inutilidad de hacer frente, con sus 500 hombres, al ejército de Juana y entabló negociaciones para rendir la plaza. No esperaba unas condiciones favorables, dadas las circunstancias, pero la Doncella se las concedió. Permitió a la guarnición conservar sus caballos y armas, y llevarse propiedades a razón de un marco de plata por cada soldado. Quedaban libres para marchar al lugar que quisieran, con la promesa de no pelear contra Francia hasta pasados diez días.

Antes del amanecer nos habíamos reunido nuevamente con nuestro ejército. Ahora contábamos con las fuerzas del Condestable, salvo la ausencia de un pequeño destacamento que se encerró en el castillo de Beaugency para cubrir cualquier eventualidad. De repente, escuchamos el estampido del cañón frente a nosotros, señal de que Talbot iniciaba su asalto al puente de Meung. Poco después, dejó de oírse definitivamente. Ocurrió que Richard Guetin había enviado un mensajero a través de nuestras líneas, con salvoconducto extendido por Juana, para comunicar a Talbot la rendición del castillo. El mensajero llegó antes que nosotros y Talbot, al conocer la noticia, decidió volverse en dirección hacia París. Al llegar el día, sir Talbot y la guarnición de Meung con su jefe, lord Scales, habían desaparecido de la vista.

38

Cuando, por fin, amaneció la jornada de aquel inolvidable 18 de junio, el enemigo no aparecía por ningún lado. A mí no me preocupó. Estaba seguro de que lo encontraríamos, descargando sobre ellos el golpe que —según lo adelantado por Juana— abatiría el poder inglés en Francia durante mil años.

El ejército inglés se adentró en las extensas planicies de la Beauce, formadas por terrenos baldíos, sin caminos, cubiertos por matorrales, salpicados con bosquecillos arbolados. Una zona poco adecuada para ocultar la presencia de un ejército. Así, encontramos el rastro de los ingleses sobre la tierra húmeda y blanda, de modo que pudimos seguirlos fácilmente. Por las trazas, marchaban con orden y tranquilidad, sin dejarse llevar por la prisa o el pánico.

Pero nosotros tomamos las máximas precauciones. En un terreno como aquél, nos arriesgábamos a caer en alguna emboscada, apenas sin darnos cuenta. Para evitarlo, Juana envió por delante un grupo de caballería al mando de La Hire, Saintrailles y otros oficiales, con instrucciones para reconocer el camino. Percibimos en algunos de nuestros mandos gestos de inquietud. Aquel juego del escondite les ponía nerviosos y les llevaba a desconfiar. Juana se dio cuenta de su estado de ánimo y decidió arengarlos con palabras vibrantes:

—En nombre de Dios, ¿qué esperabais, caballeros? Vamos a derrotar a los ingleses y lo haremos. No escaparán. ¡Aunque se colgaran de las nubes los alcanzaríamos!

Poco después llegamos a la vista de Patay, a una milla de distancia, aproximadamente. Entonces, nuestras avanzadas, escondidas entre la maleza, espantaron un ciervo, que saltó hacia adelante y escapó. Enseguida se oyó un gran alboroto en dirección a Patay. Eran los soldados ingleses, que hambrientos y cansados de la dieta escasa de los últimos días, se mostraron felices al vislumbrar la posibilidad de comer carne fresca, pero también denunciaron su posición ante los franceses, que se apresuraron a enviar la noticia a Juana. En nuestro campamento la recibimos con gran alegría. D’Alençon dijo:

—¡Magnífico! ¡Ya los tenemos! ¿Nos lanzamos sobre ellos?

—¿Qué tal son vuestras espuelas, Duque? —preguntó Juana.

—¿Por qué lo preguntáis, Excelencia? ¿Es que los ingleses nos van a hacer correr?

—Nenni, en nom de Dieu. Los ingleses están perdidos. Huirán. Pero quien los alcance necesitará buenas espuelas. ¡Adelante! ¡Al ataque!

Cuando nos reunimos con las fuerzas de La Hire, los ingleses ya se habían percatado de nuestra presencia. Su ejército se encontraba dispuesto en tres cuerpos. En primer lugar, en vanguardia, se alineaba la infantería. Seguidamente, la artillería, y finalmente, los cuerpos de caballería, colocados algo más lejos, a retaguardia. En ese momento se hallaban fuera de los matorrales, en terreno despejado y abierto. Al vemos, con toda rapidez, la artillería se situó en orden de disparo, mientras los arqueros con sus picas cerraron formación defendidos por empalizadas móviles que impedirían el paso a los franceses. Confiaban en mantener sus posiciones para dar tiempo a la llegada de las fuerzas de reserva de caballería.