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100 Clásicos de la Literatura

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Envidia y asombro causaron las palabras del Rey en los asistentes al acto. El Rey dejó de hablar y observó los murmullos con evidente satisfacción, y continuó, diciendo:



—Levantaos, Juana de Arco. De ahora en adelante, vuestro apellido será «del Lis», en agradecimiento a la victoria que habéis conquistado en favor de los «lirios» de Francia. Ellos, junto a la real corona, y a vuestra propia espada vencedora, se unirán en vuestro escudo de armas, y serán para siempre el símbolo de vuestra elevada nobleza.



Mientras la Dama del Lis se levantaba, los elegantes «niños del privilegio», se adelantaron para darle la bienvenida a sus codiciadas filas, llamándola por su nuevo nombre. Juana quedó turbada otra vez, y aclaró que para ella esos honores no eran adecuados, debido a su humilde nacimiento. Solicitó la venia del Rey para seguir utilizando su anterior nombre y nada más. Con eso quedaría conforme.



¡Nada más! ¡Como si pudiera haber algo que fuera de mayor nobleza o valor! La Dama del Lis… Vamos, eso era un adorno despreciable perecedero e intranscendente… pero ¡Juana de Arco! ¡Sólo con el sonido de estas palabras se le aceleran a uno los latidos del corazón!





32





Los rumores que circulaban, no tardaron en difundirse por todo el país. ¡Juana de Arco había sido elevada a la nobleza por el mismo Rey! Las gentes quedaron asombradas y encantadas al conocer la noticia. La miraban embobadas, sin ocultar, a veces, alguna sombra de envidia. Cualquiera pensaría que algo muy grande y afortunado le había sucedido. A nosotros no se nos ocurrió que aquello fuera una cosa grandiosa. Según nuestra mentalidad, creíamos que ningún poder humano estaba en condiciones de añadir un ápice de gloria a nuestra Juana de Arco. Y es que, para nosotros, Juana era como el sol elevándose sobre los cielos y su nuevo rango de nobleza era un simple candil, comparado con su brillo natural. Sin embargo, Juana se mostró indiferente a tales honores, manteniendo su habitual sencillez.



En cuanto a sus hermanos, la cosa era diferente. Se les veía felices y orgullosos con la dignidad otorgada a su estirpe, lo cual era algo comprensible. Juana se alegraba al ver que ellos estaban muy contentos, cosa que el Rey debió calcular, como idea para atenuar sus escrúpulos y su rechazo de recompensas.



Juan y Pedro de Arco, encargaron pronto sus escudos de armas, y fueron rodeados de atenciones, que les dedicaban nobles y plebeyos para atraer su amistad. El Paladín se consolaba melancólicamente, diciendo:



—Al menos, irán situados detrás de mí en las ceremonias militares y reales, pero cuando les llegue el tumo a los actos civiles y sociales, aunque se coloquen tras de vos, De Conte, y de los caballeros, nos pondrán a nosotros, a Noel y a mí a sus espaldas, ¿no?



—Sí —respondí yo—. Creo que estáis en lo cierto.



—Me lo temía —añadió El Paladín—. Sí que me lo temía. ¿Temerlo? Algo más que eso. Estoy diciendo tonterías. En realidad es que lo sabía, por supuesto. Sí. La verdad es que he hablado como un tonto.



Noel Rainguesson musitó:



—Ya me parecía a mí que notaba un aire de autenticidad en tus palabras.



Los demás nos reímos. Paladín se dio cuenta de la chanza.



—¡Ah sí! ¿Conque lo notaste, eh? ¿Te creerás muy listo, no? Pero un día de estos agarraré tu cuello y lo retorceré, Noel Rainguesson.



El caballero de Metz intervino:



—Paladín, vuestros temores se han quedado cortos. ¿No sabéis que en las ceremonias civiles y sociales los hermanos de Juana serán colocados por delante de todos? Fijaos que digo de todos, incluidos De Conte y nosotros.



—¿Es posible tal cosa? —inquirió Paladín.



—Vos mismo lo comprobaréis. Para empezar, observad sus escudos de armas. El signo que predomina es el de los lirios de Francia. Pues bien, eso es realeza, hombre, realeza… ¿No comprendéis su grandeza? Los lirios simbolizan la autoridad del Rey. ¿Os dais cuenta de la importancia que tiene esto? ¡Tienen las armas de Francia en sus escudos! ¡Pensad en eso! ¡Pensad en lo que significa! ¡Medid su magnitud! ¿Vamos a caminar nosotros delante de esos muchachos? Que Dios os bendiga, pero ya lo hemos hecho por última vez. Creo que en toda esta región no hay ni un solo caballero que pueda precederles, excepto el duque de Alençon, príncipe de la sangre real.



Paladín quedó anonadado. Se le podría haber tumbado con el suave golpe de una pluma. Estaba mortalmente pálido. Movió los labios sin articular sonido, y luego musitó:



—No tenía idea de que eso fuera así. Me he comportado como un idiota. Ahora lo veo claro. Esta mañana me crucé con ellos y les saludé con un simple «Hola», como si fueran unos cualquiera. No lo hice por mala educación, sino por ignorancia. He sido un asno. Eso es todo. He sido un asno.



Noel Rainguesson añadió con voz cansada:



—Seguro que tienes razón, pero no veo por qué te extrañas.



—¿No lo ves? ¿Qué quieres decir con eso?



—Pues que no me parece una novedad en ti eso de ser un asno.



—Noel Rainguesson, ya basta. No sigas por ese camino, si no quieres verte en dificultades. Y no me vuelvas a molestar durante el resto de la semana, te lo ruego, pues no resisto la charlatanería.



—¡Hombre! Muy bien —respondió Noel—. Yo estaba callado y he procurado mantenerme fuera de la conversación. Si no te gusta mi charlatanería, ¿por qué me has hecho intervenir en tu conversación?



—¿Yo? Creo no haber hecho tal cosa.



—Pues sí lo hiciste. Y tengo motivos para enfadarme. Cuando una persona incita a otra y le obliga a conversar, no parece justo ni educado acusar de charlatanería a sus palabras…



—Está bien. Está bien —cortó el Paladín— Reconoce que estás hecho polvo y con el corazón destrozado por lo que pasa con los Arco. A ver, que alguien traiga una cucharadita de miel para esta pobre muñequita enferma. Decidnos, señor de Metz, ¿estáis seguro sobre eso de la nobleza de los Arco?



—Pero ¿a qué os referís?



—Pues a eso de que Juan y Pedro de Arco disfrutarán de prioridad sobre toda la aristocracia civil del país, excepto el duque de Alençon…



—Creo que no hay la menor duda de ello.



El Paladín estuvo unos momentos reflexionando, hasta que luego, con un suspiro, exclamó:



—¡Dios mío, Dios mío! Vaya modo de ascender. Así se demuestra el valor de la suerte. Pues bien: no me importa. No me gustaría ser yo un simple accidente. No me valdría la pena. Prefiero haber llegado al lugar que ocupo gracias a mis méritos personales. Es mejor que subirse a caballo sobre el mismo sol en su cénit, pero tener que reconocer que yo fuera un mero accidente, con el riesgo de que algún otro pudiera arrojarme de allí por la fuerza… Para mí el valor personal lo es todo. Lo demás es basura.



En aquel momento, los clarines nos convocaron a asamblea y tuvimos que cortar la conversación.





33





Los días trascurrían veloces… y no se tomaba ninguna decisión, nada se aclaraba. El ejército mantenía su espíritu belicoso y su empuje, pero se encontraba inactivo y hambriento. Además, no recibían sus sueldos, por falta de efectivo en las arcas nacionales. Debido a las privaciones, la tropa comenzó a mostrar descontento y a dispersarse… hechos que resultaban del agrado de la relajada Corte. Mientras, la angustia de Juana nos resultaba un penoso espectáculo. La estaban obligando a permanecer de brazos cruzados, mientras su ejército se descomponía hasta quedar reducido al esqueleto.



En vista de las circunstancias, Juana se presentó en el Castillo de Loches, lugar donde holgaba el Rey acompañado por su Corte. En aquellos momentos, despachaba el monarca asuntos de Estado, con sus consejeros: Robert le Maçon, antiguo Canciller de Francia, Cristóbal D’Harcourt y Gerard Machet. El Bastardo de Orleáns también estaba presente y gracias a él nos enteramos de lo que ocurrió.



Juana se postró a los pies del Rey y le planteó rápidamente sus argumentos.



—Noble Delfín, me atrevo a rogaros que no perdáis más tiempo con tantas reuniones y consejos, sino que nos encaminemos a Reims, donde recibiréis vuestra corona.



Al oír estas palabras, Cristóbal D’Harcourt preguntó:



—¿Han sido vuestras Voces las que os han ordenado que expongáis ante el Rey este proyecto?



—Sí, y me insisten para que lo realicemos con toda urgencia.



El consejero pretendía que Juana incurriera en contradicciones y quedara desprestigiada ante el Rey. Pero la doncella —sin perder la calma— le aclaró que cuando encontraba personas que no creían en su misión, rezaba por ellas, compadecida de su incredulidad, y entonces, las Voces la consolaban, diciéndole en voz suave y dulce: «Sigue adelante, Hija de Dios, que yo te ayudaré». Y, para terminar, la joven añadió:



—¡Cuando oigo esto mi corazón siente un gozo casi insoportable!



El bastardo nos contó que al pronunciar estas palabras, su rostro resplandecía como si estuviera en éxtasis.



Los argumentos y razones de Juana iban ganando terreno poco a poco en la voluntad del Rey. Pero también paso a paso, los miembros del Consejo le disputaban cada palmo de ese terreno. Y cuando ya no supieron contestarle, aceptaron que «quizá» fue un error permitir que el ejército se dispersara, pero ¿qué remedio había ya? y ¿cómo iniciar una marcha sin ejército?



—Pues formad uno —respondió Juana.



—Eso nos llevaría seis semanas.



—No importa —argumentó Juana—. ¡Empezad a hacerlo! ¡Empecemos!



—Ya es demasiado tarde. Sin duda el duque de Bedford ha congregado tropas de refuerzo para acudir en auxilio de las fortalezas a lo largo del Loira.



—Desde luego que sí. Mientras, nosotros nos dedicamos a dispersar nuestro ejército, por desgracia. Pero no debemos perder más tiempo: es urgente que nos movamos con toda rapidez.

 



El Rey consideró que no podía llegar hasta Reims mientras se levantaran aquellas plazas fuertes sobre el Loira cerrando el paso, pero Juana le tranquilizó:



—Las destruiremos todas. Entonces tendréis libre el camino.



Al escuchar esas palabras, el Rey se mostró favorable a dar su asentimiento. El permanecería a un lado, fuera de peligro, mientras la campaña se desarrollaba.



Juana volvió de su entrevista muy satisfecha y de buen humor. Inmediatamente la maquinaria comenzó a moverse. Se dictaron proclamas llamando a los hombres a filas y se organizó un campamento de alistamiento en Selles, en el Berry, donde acudieron en tropel nobles y plebeyos animados por un visible entusiasmo. Pese a que se había perdido la mayor parte del mes de mayo, hacia el 6 de junio ya se disponía de un nuevo ejército, y la Doncella se aprestaba a emprender la marcha. Disponía entonces de unos 8000 hombres. Es una cifra que merece atención. Sobre todo, pensando en que procedían de una región tan pequeña. Y eran soldados veteranos. Claro que, debido a las continuas guerras y a su larga duración casi todos los hombres de Francia eran soldados, además de excelentes y rápidos corredores, pues casi no habían hecho otra cosa que correr ante el enemigo, durante un siglo. La culpa no era suya, pues nunca tuvieron mandos apropiados. Pero, además, en la retaguardia, el Rey y su Corte adoptaron la costumbre de traicionar a sus generales y, en justa correspondencia, éstos se habituaron a desobedecer al Rey y actuar a su capricho cada uno según sus intereses, ninguno en favor de la nación. Y así era imposible conseguir la victoria. Por eso, la capacidad de correr llegó a ser la mejor virtud de las tropas francesas. Pese a todo, lo que necesitaban aquellos soldados para convertirse en buenos luchadores era un Jefe dedicado plenamente a su tarea, un General con autoridad suprema en sus manos, secundado por otros generales también dotados de autoridad sobre todo el ejército. Ahora Francia sí tenía ese General revestido de poder, cuyo corazón y cabeza vivían exclusivamente para una guerra absorbente y seria y cuyas actuaciones iban a producir resultados positivos. Sobre eso no había dudas. Ahora tenían al frente del ejército a Juana de Arco, y con aquel mando, sus piernas pronto perderían la destreza adquirida en el arte de la carrera.



Sí, Juana se mostraba muy contenta. Recorría el campamento día y noche activando los preparativos. Allí donde se presentaba para animar a las gentes y supervisar las tropas, daba gusto ver cómo le dedicaban aplausos entusiastas, sin que nadie quedara indiferente a su paso. El aire juvenil, su belleza y gracia daban a su aspecto el matiz atractivo propio de una chica de 17 años que iba camino de convertirse en una mujer notable por su delicadeza y simpatía.



Un día se presentaron ante el campamento dos jóvenes aristócratas, los condes de Laval, emparentados con las más ilustres familias de Francia, que rogaron al Rey les presentase a Juana de Arco, pues venían ganados por su fama. Cuando la conocieron, no les defraudó, quedando impresionados por el cálido acento de su voz, el brillo de sus ojos profundos y el espíritu que reflejaba el semblante de la joven. Al verla sintieron un efecto semejante a la recitación de un poema sublime, o a la audición de una música marcial. Uno de ellos, en carta a su familia, explicaba: «Verla y escucharla parece algo divino». Era verdad. Nunca se dijo otra verdad más grande.



El mismo noble describió a Juana cuando, dispuesta a emprender la marcha, se puso al frente de las tropas:



—La Doncella estaba vestida con armadura blanca, salvo la cabeza, y llevaba en la mano una pequeña hacha de combate. Se dispuso a montar en su gran caballo negro, pero éste, nervioso, brincaba sin permitírselo. Entonces, ella ordenó: «Conducidle hasta la cruz».



Se trataba de una cruz que estaba colocada frente a la Iglesia. En esa posición montó, sin que el caballo hiciera el más leve movimiento. Parecía atado. A continuación, Juana, mirando a la puerta de la Iglesia, rogó: «¡Vosotros, sacerdotes y hombres de Iglesia, haced rogativas a Dios por nosotros!». Luego, picó espuelas y cabalgando bajo su estandarte, enarboló su pequeña hacha y gritó: «¡Adelante! ¡Marchad!». Uno de sus hermanos, el que llegó hacía ocho días, la acompañaba. También iba cubierto con armadura blanca.



Yo, que estaba presente, doy fe de que todo aquello fue así, tal como él lo cuenta. Y aún me parece que lo estoy viendo: la pequeña hacha de combate, el sombrero con penacho de plumas, la plateada armadura, lo veo todo bajo la suave luz de aquella tarde de junio… la veo tan nítida como si todo hubiera ocurrido ayer… Me cabe el honor de figurar entre su escolta personal… ¡Yo estuve en la escolta de Juana de Arco!



Aquel joven conde habría dado su vida por venir con nosotros, pero el Rey no se lo permitió, de momento. Sin embargo, Juana le hizo una promesa que él anotó en su carta:



«La Doncella me prometió que cuando el Rey partiera para Reims, me llevaría en su comitiva… Pero ¡quiera Dios que no haya de aguardar hasta entonces, y así podría tomar parte en las batallas!».



Juana le hizo esta promesa al mismo tiempo que se despedía de la duquesa de Alençon, que también pretendía solicitarle otra para sí misma. La duquesa, angustiada por la marcha de su marido a la guerra, sabiendo los combates encarnizados en que tomaría parte, mientras abrazada a Juana, le pidió:



—Vigiladle, hija mía, tened cuidado con él y devolvédmelo salvo, os lo ruego. Y no permitiré que os vayáis hasta que logre vuestra promesa.



Juana contestó:



—Os lo prometo de todo corazón. Y no son sólo palabras. Es una verdadera promesa. Vuestro marido regresará a vos sin daño. ¿Lo creéis? ¿Es suficiente?



La duquesa no pudo articular palabra, pero besó a Juana en la frente, emocionada. Después, se separaron.



Salimos el día 6 de junio e hicimos un alto en Romorantín. Tres días más tarde, el 9, hicimos una entrada solemne en Orleáns, bajo arcos triunfales, acompañados por el estruendo de los cañonazos, y el agitado flamear de banderas. Al lado de Juana cabalgaba su Estado Mayor, vestido con esplendorosos trajes: el duque de Alençon, el Bastardo de Orleáns, el señor de Boussac, Mariscal de Francia, el Caballero de Granville, Maestro de Crossbowmen, el señor de Coulan, Almirante de Francia, Ambrosio de Loré, Esteban de Vignoles, más conocido por La Hire, Gautier de Brusac, y otros ilustres capitanes.



Fueron momentos de grandeza. Se reprodujeron los vítores de costumbre, y los empujones de la multitud en su deseo de ver y tocar la armadura de Juana. Por fin, nos abrimos paso hasta nuestro alojamiento y vimos al anciano señor Boucher, a su esposa y a la hermosa Catalina que esperaban nuestra llegada. Juana los estrechó a todos en un fuerte abrazo, mientras yo, pendiente de la belleza de Catalina percibí lo profundamente enamorado de ella que me encontraba. Me pareció tan preciosa y tan dulce desde el primer momento en que la vi, que su imagen ya no se ha borrado de mi mente con el paso de los años. La he llevado en el corazón durante 60 años, y nunca se separó de mi recuerdo. Ahora ya soy muy viejo, pero su figura permanece fresca, hechicera y encantadora con la misma fuerza que cuando se apoderó de mi cariño, llevando siempre alivio y paz a este humilde siervo que, gracias a ella, es como si no hubiera envejecido un solo día…





34





En esta campaña, igual que en la anterior, las instrucciones del Rey a los generales que acompañaban a Juana fueron estas: «Ved de no hacer nada sin la aprobación de la Doncella». Esta vez, la orden sí fue obedecida. Y lo siguió siendo en los días de la campaña del Loira. Aquello supuso un notable cambio respecto a los días de Orleáns. Al mismo tiempo que marcaba un cambio, mostraba la reputación de Jefe que se había ganado Juana después de verla en acción durante los diez días de batalla para liberar Orleáns. Cayeron por tierra dudas y prejuicios, mereciendo una confianza que ninguno de esos veteranos guerreros había logrado después de muchos años de incesantes combates.



Aunque los generales de Juana debían actuar siempre bajo la dirección de la Doncella, y ya se mostraban dispuestos a cumplir con la orden del Rey, sin embargo, algunos de ellos tenían miedo ante la nueva y arrolladora táctica militar desarrollada por Juana en la campaña de Orleáns, y se proponían decididamente cambiarla a toda costa. El día 10 de junio, mientras Juana se afanaba en perfilar sus planes de batalla y dictaba las órdenes oportunas, dentro de su Estado Mayor se reanudaban las antiguas consultas, deliberaciones y desconfianzas sobre el éxito de la misión.



En la tarde del mismo día 10 se estaba celebrando un Consejo decisivo para la marcha de la guerra. Mientras aguardaban la llegada de Juana, se entabló una áspera discusión entre los generales asistentes al acto. Su contenido no se recoge en las historias de la época, pero, aprovechando que yo estuve presente, voy a contarla fielmente, sabiendo que os fiais de mí y que no os engaño con mentiras.



Gautier de Brusac era el portavoz del sector más temeroso. En cambio, la táctica de Juana era defendida por D’Alençon, el Bastardo, La Hire, el Almirante de Francia, el Mariscal de Boussac y la mayor parte de los generales más destacados.



De Brusac afirmaba que la situación era muy grave. En su opinión, la plaza fuerte de Jargeau era inexpugnable. Estaba guardada por imponentes murallas, erizadas de troneras para cientos de piezas de artillería, y disponía de una guarnición de 7000 soldados veteranos, armados con picas, al mando del sagaz y cruel conde de Suffolk y de sus dos terribles hermanos, los De la Pole. A la vista de estos informes, el proyecto de Juana, consistente en atacar por asalto semejante fortaleza, le parecía a él una idea temeraria y peligrosa, por lo que consideraba necesario intentar convencerla para que lo abandonase. Era preferible, según él, el procedimiento, más realista y seguro, de formalizar un asedio en toda regla. Pensaba que esa nefasta moda de lanzarse a un ataque ciego y furioso, con masas de hombres contra murallas inexpugnables, era una locura que…



No pudo continuar. La Hire dio un puñetazo en la mesa y estalló:



—Por Dios que Juana conoce su oficio y nadie tiene nada que enseñarle.



Inmediatamente, D’Alençon y el Bastardo se pusieron en pie, seguidos por media docena más, que atronaban la sala con sus protestas.



Mostraban su repulsa hacia todos los que, secreta o públicamente, desconfiaran del acierto del Comandante en Jefe. Cuando se calmaron un poco los ánimos, La Hire remachó sus argumentos:



—Los hay que nunca saben cómo cambiar. La guerra varía y lo mismo ocurre con las tácticas, pero esas gentes no se dan cuenta de que también ellos deben hacerlo, si desean enfrentarse con las nuevas circunstancias. Lo único que saben es continuar con las mismas costumbres de sus padres y abuelos. Si, por un terremoto, los caminos de la tierra quedaran cortados por precipicios, esas personas no pensarían abrir otras carreteras, preferirían seguir los caminos de siempre aunque les llevaran a la perdición y a la muerte. Caballeros, nos enfrentamos ante un estado de cosas desconocido. Contamos con el genio militar que lo ha comprendido, lo ha visto con sus agudos ojos y nos está marcando la ruta a seguir. Os digo que ni existe ni existirá otro Jefe capaz de mejorar la táctica adecuada para vencer. El antiguo método nos conducía a la derrota, una tras otra, ¡recordadlo! Y, como resultado, nuestros soldados carecían de valor, desprovistos de coraje y sin esperanza.



Entonces, ¿asaltaríais fortalezas de piedra con semejantes hombres? Imposible. Sólo había un camino: sentarse delante de la plaza fuerte y esperar, esperar… Derrotarlos por hambre, si es que podíamos hacerlo. Pero ahora no. Las cosas han cambiado. Disponemos de soldados encendidos por el valor, llenos de audacia y ansia de luchar, ¡un fuego arrollador! Y ¿qué haríais con ellos? ¿Contenerlos y aguardar hasta que se aburran y quieran marcharse a sus casas? Pero, bien, ¿qué haría con ellos Juana de Arco? Pues los dejaría seguir sus impulsos para que consumieran al enemigo en el torbellino de sus llamas. La prueba más evidente de su genio militar es lo rápido que se ha dado cuenta del cambio operado en sus hombres y de cómo sacar el máximo partido de este cambio. Ella rechaza la espera y el largo asedio por hambre. Nada de vacilaciones ni de tonterías por el estilo. Nada de holgazanear ni de entretenerse con dilaciones, no. Todo es ¡asalto, asalto, asalto! Perseguir al enemigo hasta su madriguera, luego soltar a sus huracanes para que derriben las murallas y tomen las fortalezas. ¡Y ése es también mi sistema! ¿Jargeau? ¿Qué ocurre con Jargeau, sus murallas y torres, su devastadora artillería, sus veteranos siete mil veces armados? Pues nada. Que Juana de Arco ya se acerca a ese bastión, y ¡por la gloria de Dios, que su suerte está echada!

 



Las palabras de La Hire fueron definitivas. Los arrolló a todos. Se acabaron las llamadas a la prudencia y los intentos de convencer a Juana de cambiar sus tácticas. Se pusieron a hablar amistosamente entre ellos. Cuando entró Juana, se levantaron y la saludaron con sus espadas y ella les preguntó por el motivo de sus discusiones. La Hire lo explicó:



—Ya está arreglado, mi general. Hablábamos de la fortaleza de Jargeau. Algunos pensaban que no estábamos en condiciones de rendir la plaza.



Juana rio con espontaneidad. Era una risa alegre y despreocupada que a los mayores les hacía sentirse jóvenes de nuevo. Después, dijo a la Asamblea:



—No tengáis miedo. Os aseguro que no hay ningún motivo para ello. Derrotaremos a los ingleses después de un poderoso asalto. Ya veréis.



A continuación, con voz velada por el recuerdo de su niñez, añadió:



—Si no estuviera segura de que Dios nos guía y nos llevará al triunfo, en vez de soportar todo esto me habría quedado en mi pueblo cuidando ovejas.



Aquella noche las personas más allegadas a Juana celebramos una cena íntima de despedida. Ella no pudo asistir, pues estaba invitada a una ceremonia pública y un banquete en su honor, a donde acudió rodeada de su Estado Mayor y del cortejo de antorchas y tañer de campanas habitual.



Cuando nosotros terminamos de cenar, acudieron un grupo de personas jóvenes y amigos, muchachas y muchachos ansiosos de diversión, con los que jugamos alborozadamente hasta muy tarde. Los gritos y risas disparatados, propios de la edad, nos ofrecieron uno de los ratos más agradables que yo recuerdo. ¡Oh!, Dios mío, cuanto tiempo ha pasado desde entonces. ¡Qué joven era yo en esos días! Fuera, mientras tanto, se escuchaba, sobre el fondo de nuestra felicidad, el desfile acompasado de las tropas que marchaban a la batalla, últimos residuos del antiguo poderío francés, camino del hosco escenario de la guerra que protagonizarían al día siguiente un episodio dramático. En aquellos tiempos eran frecuentes tales contrastes entre vida y muerte, alegría y dolor.





35





Ofrecimos un hermoso espectáculo al desfilar, por la mañana del día siguiente, bajo las puertas de Orleáns con el ejército formado y nuestras banderas al viento. Juana y su Estado Mayor iban en la vanguardia de la nutrida columna. Los dos jóvenes condes De Laval se unieron a nosotros, incorporados al Estado Mayor, lugar adecuado a su rango, ya que eran nietos del ilustre guerrero y Condestable de Francia, Bertrand Du Guesclin.



Marchaban también a nuestro lado el caballero Luis de Borbón, el Mariscal de Rais y el señor de Chartres. A pesar del optimismo, se percibía en los rostros una cierta preocupación. Había circulado la noticia de que sir John Fastolfe acudía en auxilio de Jargeau con cinco mil hombres, destinados a reforzar la plaza. Pero su marcha era lenta, despectiva. Estaban perdiendo un tiempo precioso, al acampar cuatro días en Etampes y otros cuatro en Janville. Eso nos animó.



Llegados ante Jargeau, nos dispusimos al combate con toda rapidez. Juana envió una primera oleada, que se lanzó con vigoroso ímpetu contra las construcciones exteriores, logrando tomar algunas y defenderlas después de los contraataques enemigos. La reacción de los ingleses no se hizo esperar, realizando una salida furiosa para recuperar lo perdido. Los franceses retrocedieron hasta que Juana, pendiente de la batalla, lanzó su grito de guerra y dirigió personalmente un nuevo asalto entre intenso fuego defensivo de artillería. El Paladín cayó herido a su lado, pero Juana tomó con sus propias manos el estandarte y continuó hacia adelante, bajo una lluvia de proyectiles, al mismo tiempo que animaba a los soldados con sus gritos. En los momentos que siguieron, la batalla se convirtió en un infierno de crujidos metálicos, choques violentos, hombres que luchaban en terrible confusión junto al ronco bramido de los cañones. De repente, el horizonte se ocultó debido a las nubes de pólvora que apenas dej