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100 Clásicos de la Literatura

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Luego se lanzó hacia Kammamuri, que había sido encargado de la dirección de la pequeña artillería.

—Haz que se concentren aquí todas las espingardas —le dijo— y bate el castillete que está frente a nosotros. La entrada del poblado está allí. Dispara por lo alto mientras mis hombres abren un hueco.

Los malayos, levantando el puente más largo y más sólido y apoyándolo sobre sus cabezas, se lanzaron adelante.

Llovían sobre ellos flechas y piedras en gran número, pero sin causarles daños. Aquella lluvia de proyectiles duró solamente unos pocos instantes, porque las ocho espingardas, reunidas prontamente, obligaron en seguida a los defensores del castillete a batirse precipitadamente en retirada para no dejarse exterminar por completo.

Llovía la metralla sobre troncos y parapetos, impidiendo que los defensores cayesen sobre los malayos, que ya estaban destrozando a grandes golpes de kampilang y de parang la primera barricada.

En los restantes puntos la lucha arreciaba con gran animación por ambas partes; pero llevaban las de perder los asediados, que no podían competir con el fuego intenso de las carabinas. También por la parte del lago continuaba muy intensamente la fusilería. Sapagar y sus hombres disparaban a troche y moche gritando como obsesos, para hacer creer que eran muy numerosos.

Aquel fuego, desastroso para los cazadores de cabezas del rajá del lago, duró un buen cuarto de hora, derriban dos filas enteras de defensores; luego las cuatro pequeñas columnas se agruparon para irrumpir en la plaza.

Los malayos habían abierto ya una brecha en el recinto, suficiente para dejar pasar cuatro hombres de frente, y luego se habían retirado en seguida para dejar a las espingardas la misión de rechazar a los defensores que se aglomeraban detrás de la abertura para impedir el paso a los invasores con sus armas blancas.

Kammamuri, que durante la batalla había recibido las oportunas órdenes de Sandokán, hizo cargar las espingardas con balas y lanzó una primera andanada de proyectiles de una libra a través de la abertura.

El efecto de aquella descarga, realizada contra un espacio tan estrecho y atestado de hombres, resultó terrible.

Los dayakos, que comprendían que no podían resistir bajo el castillete, habían vuelto a los parapetos, mientras los assameses pasaban a través de la trinchera disparando y avanzando entre montones de cadáveres.

Los dayakos de la costa enrolados por Sambigliong se aprestaron rápidos a seguir tras ellos, de modo que en menos de cinco minutos más de ciento cincuenta hombres se encontraban dentro de la plaza, dispuestos a rechazar cualquier intento de salida.

La resistencia de los asediados se debilitaba rápidamente, porque en los parapetos se encontraban en la imposibilidad de aguantar, ya que habían vuelto a comenzar las espingardas a abatirlos a metrallazos.

— ¡Al lago! —gritó Sandokán poniéndose a la cabeza de la columna.

Mientras, a su vez, avanzaban también los malayos y negritos, continuando sus disparos, los assameses y los enrolados por Sambigliong se esparcían como una riada a través de los senderos del poblado, deshaciéndose de los grupos que intentaban dificultar su avance.

Se podía decir que la lucha estaba ya acabada, porque los guerreros del rajá comenzaban a deponer las armas y a pedir gracia, que se les concedía inmediatamente.

Sin embargo, en las orillas del lago la columna guiada por Sandokán tuvo que sufrir un último encuentro con una cincuentena de guerreros, que intentaban ponerse a salvo en las barcas, a pesar del continuo fuego de Sapagar y sus hombres.

Pero bastó una carga dirigida por Yáñez y Tremal-Naik para decidirlos, tras brevísima resistencia, a arrojar las armas.

Mientras tanto, Sandokán con una veintena de hombres provistos de antorchas vegetales había irrumpido en el puerto gritando a Sapagar que cesase el fuego.

Toda la flotilla del rajá del lago estaba allí, amarrada a robustos postes que sostenían largos muelles.

Había por lo menos treinta grandes barcas provistas de puente y que semejaban en su construcción más a los giong que a los praos. Solamente una contaba con un pequeño mirim, uno de esos pequeños cañones de latón de que se sirven los dayakos de mar: probablemente era el barco almirante.

Todas las demás sólo tenían a bordo arpones, cerbatanas y kampilang apoyados en las bordas.

Mientras Kammamuri, Sambigliong y Tremal-Naik se encargaban de desarmar y atar a los prisioneros, Yáñez había acudido junto a Sandokán en el barco almirante.

—No creía que te hicieras dueño del lago tan pronto —le dijo.

—Y la palabra es verdaderamente exacta —respondió el Tigre de Malasia—. Ahora ya no tenemos nada que temer.

— ¿Y qué haremos de todos estos prisioneros? Espero que no quieras decapitarlos.

—Estaría en mi derecho, pero, tratándose de mis futuros súbditos, intentaré que abracen mi causa y tomarlos a sueldo. Entre ellos habrá ciertamente viejos que se acordarán de mi padre e incluso quizás de mí.

—Querría darte un consejo.

—Sabes que estoy siempre dispuesto a escucharlos, Yáñez —respondió Sandokán.

—Apresura las cosas. El griego puede haber oído el retronar de nuestras espingardas y puede acudir para reconquistar la kotta.

—Pero no logrará apoderarse de la flotilla. Creo que podemos esperar el alba sin verlo aparecer. Mientras tanto taponaré la brecha y colocaré las espingardas en los parapetos de las empalizadas. Si llega antes de que hayamos combinado todos nuestros asuntos, ametrallaremos nuevamente incluso a él. Mientras tanto yo me ocupo de la flotilla.

Aquella noche no durmió nadie. Mientras las mujeres, a las que se había hecho entrar, preparaban la cena a los vencedores, saqueando sin misericordia las cabañas de los kotta, y encendían en la plaza central fuegos gigantescos, malayos y assameses reparaban la empalizada derruida e izaban las espingardas para estar dispuestos a la resistencia.

Los restantes se ocupaban de los prisioneros, que eran bastante numerosos, pese a las muchísimas bajas experimentadas. En efecto, los parapetos estaban atestados de cadáveres e incluso entre los dos recintos había muchos de ellos, ya que los troncos no estaban tan unidos como para impedir en todas partes el paso de las pequeñas balas de las carabinas.

Sandokán, habiendo reunido a los jefes del poblado, casi todos viejos guerreros, no tardó en darse a conocer como el hijo del antiguo rajá y no le resultó difícil obtener su completa sumisión y la promesa de ayudarlo contra el asesino de su familia.

Ya sólo quedaba embarcarse y dirigirse contra la capital. Eran quinientos y disponían de una flotilla bastante numerosa, porque las barcas eran de gran tonelaje y estaban construidas sólidamente, aunque los dayakos no hayan sido jamás hábiles carpinteros. Indudablemente, el rajá del lago, que probablemente había sido en tiempos pasados marinero, había dirigido los trabajos.

Ya se habían embarcado muchos víveres y estaban los guerreros, a su vez, a punto de ocupar sus lugares en la flotilla cuando se oyó a los malayos que vigilaban en los parapetos del recinto gritar a voz en cuello:

— ¡El enemigo! ¡A las armas!

En aquel momento los assameses estaban retirando las espingardas para armarlas ocho barcas mayores.

— ¡Es el griego que llega! —dijo Yáñez, acudiendo junto con Sandokán hacia el castillete, que se había reparado inmediatamente.

Subieron al parapeto que estaba sobre la trinchera. Trescientos o cuatrocientos guerreros corrían como locos por la llanura iluminada por los primeros rayos del sol.

— ¡Demasiado tarde, amigos! —exclamó Sandokán con voz tranquila—. Cuando lleguéis aquí, la fortaleza ya no existirá.

Alzó la voz, dominando el tumulto causado por la imprevista aparición de aquel enemigo, siempre temible aunque inferior ahora en número.

— ¡Todos a bordo! ¡Y ahora ven, Yáñez!

En la plaza central ardían todavía algunos fuegos, que habían servido para la primera comida.

—Ayúdame, mientras nuestros hombres se refugian a bordo de la flotilla —dijo.

Agarró un par de tizones y los arrojó al techo de una cabaña, formado por hojas secas.

— ¿Lo destruimos todo? —preguntó Yáñez.

—No quiero dejarme detrás una fortaleza que tendría que expugnar nuevamente. A su debido tiempo la haré reconstruir.

—Entonces quemémosla entera.

A su vez agarró unos tizones y los lanzó. Los malayos de guardia que estaban replegándose imitaron a sus dos jefes.

En un abrir y cerrar de ojos las llamas se alzaron altísimas, avivadas por la brisa que soplaba del lago. Las cabañas ardían con rapidez prodigiosa, como si fueran haces de paja, cubriéndose de humo y chispas.

Sandokán, Yáñez y sus últimos hombres se precipitaron hacia el puerto y se embarcaron en el barco almirante, al que Kammamuri, además del mirim, había hecho subir dos espingardas.

— ¡A los remos! —tronó Sandokán.

Las treinta barcas comenzaron rápidamente a navegar, mientras el fuego, devoradas las viviendas, se difundía por las empalizadas interponiendo entre los dayakos del rajá blanco y los fugitivos una insuperable barrera llameante.

— ¡Pobre Teotokris! —exclamó Yáñez, que se había puesto a horcajadas sobre el pequeño cañón y se apoyaba en su carabina—. Mejor habría hecho, ya que la muerte no lo había querido, en volverse a su archipiélago y reanudar su oficio de pescador de esponjas. Se ve que no todos tienen suerte en este pícaro mundo.

—Tiene aún para jugar su última carta —dijo Sandokán, que estaba cerca de él, sentado en una espingarda.

 

—Yo no la aceptaré.

—Tampoco yo, Yáñez.

—Y la jugará seguramente en los puentes de la capital.

—Ahora ya no tiene nada que hacer en la selva.

Las hordas dayakas, viendo cómo ardía la kotta, se habían detenido a una distancia suficiente para estar fuera del alcance de las carabinas de los conquistadores y luego, después de haber enviado adelante algunos destacamentos de exploradores, se habían replegado lentamente hacia la selva.

Las barcas ya estaban lejos de la orilla y en aquel momento se metían más y más en el lago, ya que Sandokán no quería que sus enemigos adivinasen exactamente su ruta.

El lago estaba muy tranquilo y apenas si su superficie se arrugaba bajo los ligeros golpes de viento más bien caliente, que soplaban dé las ardieres regiones del centro de la gran isla.

Más que un verdadero lago, al Kin-Ballu se le puede considerar como un gigantesco depósito de agua que no tiene una profundidad notable.

Es el mayor existente en Borneo, pero ni siquiera hoy en día se le conoce en toda su extensión, a causa de la hostilidad demostrada siempre por los dayakos hacia los viajeros europeos que intentan explorar el interior de la isla.

Sin duda se ignora incluso qué ríos le alimentan, pero parece que son dos grandes cursos de agua, uno de los cuales descendería desde el sur y el otro desde levante.

Sea como fuere, sus orillas están muy pobladas por dayakos y negritos, dos razas siempre en guerra entre sí, y se sabe que en ellas se encuentra poblaciones florecientes.

Las treinta barcas, precedidas por el barco almirante, que tenía un tonelaje doble que las restantes y llevaba un árbol provisto de una gran vela triangular formada de mimbres entrecruzados, continuaban su ruta dispuestas en dos largas columnas. Todos aquellos guerreros se habían hecho magníficos remeros, incluso los assameses, habituados además a recorrer los ríos gigantes de la India septentrional.

Sólo hacia el ocaso del sol, cuando ya las orillas apenas sí eran visibles, se decidió Sandokán a cambiar de ruta.

Ya ningún ojo humano podía seguir la dirección de la flotilla.

— ¡A levante! —ordenó.

La orden se repitió de barca en barca y la flotilla, con una sincronización admirable, siguió a la embarcación almirante, como la llamaba pomposamente Yáñez, en su nueva dirección.

Asegurándose de que todos le habían seguido, Sandokán hizo llamar al jefe de la kotta, un viejo dayako que tenía el cuerpo lleno de cicatrices, y le dijo:

—Te confío ahora la dirección de la escuadrilla. Pero cuidado con traicionarme, pues lo pagaría tu cabeza.

—Tú me has jurado, orang, que eres el hijo de Kaidangan, el viejo rajá que antaño reinaba en estos países y que yo he conocido —respondió el dayako—. Seré, pues, tu más fiel súbdito y te lo probaré cuando quieras.

— ¿Conoces la capital del rajá blanco?

—Como la kotta que has tomado por asalto.

—Me han dicho que se extiende por el lago.

—Las casas se encuentran todas sobre empalizadas y solamente en la parte de tierra hay una fortaleza formada por dos kottas unidas por inmensos puentes.

—Si, por consiguiente, se asalta por la parte del lago, ¿la población no podrá oponer una prolongada resistencia?

—No, porque podrás incendiar fácilmente las viviendas.

—Llevo conmigo lo pertinente para cubrirlas de fuego.

—Entonces puedes considerarte desde ahora, orang, como el rajá del Kin-Ballu.

14. La toma de la capital

Toda la noche la flotilla bogó lentamente por el lago con tripulaciones reducidas, ya que Sandokán no tenía ninguna premura en asaltar la capital.

Quería dejar tiempo al griego y a los hijos del rajá para conducir las hordas dayakas a la gran población a fin de sorprenderlos a todos juntos y acabar de un solo golpe la campaña.

Pero el rajá debía de prepararse para una extrema defensa y recoger a su vez refuerzos. En efecto, cuando el viento viraba hacia el norte llevaba a los oídos de los conquistadores los fragorosos sonidos de los gongs.

En todas las poblaciones costeras se daba la alarma y quizá se enrolaban guerreros para conducirlos a la capital, ahora gravemente amenazada después de que Sandokán se había adueñado por sorpresa de la flotilla.

Antes del alba las treinta barcas se alejaron nuevamente de las orillas para que no se las divisase. Afortunadamente el lago continuaba manteniéndose tranquilo y en su terso cielo no se mostraba ninguna nube, por lo que no era de temer, por lo menos por el momento, ninguna tempestad, y los conquistadores pudieron mantenerse tranquilamente lejos de todos los puertos de refugio.

Sin embargo, la segunda noche la flotilla tomó resueltamente ruta hacia poniente, bajo la dirección del jefe de la kotta, que parecía ya intensamente encariñado con el hijo de Kaidangan, es decir, con el valeroso Tigre de Malasia.

La capital del rajá del lago no estaba más lejana de unas cuarenta millas y Sandokán, seguro de que el griego y sus bandas ya habían llegado a ella, había decidido sorprenderla al rayar el alba.

—Daremos un topetón terrible y encerraremos a esos bribones entre dos fuegos —había dicho a Yáñez—. Asaltaremos desde la parte de tierra y desde el lago para impedir al rajá y a Teotokris cualquier escapatoria. Allí debemos acabar su existencia.

— ¡Yo me encargo del griego! —había respondido Yáñez.

—Y yo del rajá.

—Entonces estamos de acuerdo. Estemos solamente atentos a que no se nos escapen.

—De eso respondo yo.

Hacia las dos de la madrugada los pilotos de la flotilla, que no habían cesado de avanzar en la dirección indicada por el jefe de la kotta, señalaron varios fuegos que ardían hacia levante.

Sandokán y Yáñez, que estaban reposando un poco bajo el puente junto con Tremal-Naik, al ser avisados acudieron a cubierta.

— ¿Un campamento? —preguntó el primero al jefe de la kotta.

—No, orang —respondió el dayako—. En la capital del rajá del lago se vigila. Mira como esos fuegos están por encima de las aguas. Arden en las plataformas. ¿Oyes?

Sandokán y Yáñez escucharon atentamente y les pareció oír resonar en la lejanía bastantes gongs.

— ¿Habrán avistado la flotilla? —preguntó el portugués.

—No es posible —respondió el Tigre de Malasia—. Hemos tenido la precaución de navegar siempre lejos de las orillas y nunca hemos encendido los fanales. Pero que esperen de un momento a otro un asalto es posible.

— ¿Continuaremos la ruta?

— ¿Y por qué no? El griego ha tenido todo el tiempo que ha querido para llegar a la capital y ya no encuentro motivo para diferir el choque fatal que derrumbará para siempre al rajá del lago. Creo que ahora somos dueños de la situación, porque depende solamente de nosotros presentar o rehuir la batalla.

—Eso es verdad —admitió Yáñez.

— ¿Qué hora es?

—Las tres menos veinte.

—El alba no rayará hasta después de las cuatro. Tenemos, por lo tanto, el tiempo necesario para atacar la capital como pienso yo.

Miró al jefe de la kotta, que parecía como si esperase sus órdenes.

— ¿Crees que nos separa aún mucha distancia de la ciudad del lago? —le preguntó.

—No más de dos millas.

—Dobla los remeros y lleva la flotilla a gran velocidad.

—Como quieras, orang.

Se gritó la orden a las restantes barcas y pocos minutos después la pequeña escuadra avanzaba velozmente manteniendo sus proas hacia aquellos puntos luminosos que brillaban cada vez más hacia levante como sendos faros.

La profunda oscuridad que reinaba sobre el lago protegía a los conquistadores. Antes del crepúsculo densos vapores habían invadido el cielo, velando los astros e interceptando completamente los rayos de la luna.

En todas las barcas se realizaba un trabajo febril. Se cargaban las espingardas, se abrían las cajas de municiones, se disponían las carabinas y las cerbatanas a lo largo de las bordas para que estuviesen dispuestas para servirse de ellas.

Los negritos llevaban a cubierta grandes vasos llenos de materia resinosa y enormes haces de larguísimas flechas, que tenían, hacia la punta, anchos copos de esa especie de algodón producido por las arengas saccharifera, bien empapados en aquel líquido muy inflamable, para lanzarlas contra las cabañas de la capital y provocar incendios espantosos. En la lejanía no cesaban de resonar los gongs.

— ¡Kammamuri! —llamó Sandokán.

El maharata acudió prestamente.

—Aquí estoy, capitán —dijo.

—Tú, mi coronel sin galones, por ahora (porque no los tendrás hasta que no vuelvas a Assam), tomarás trescientos hombres y asaltarás la capital por el lado de tierra. Sapagar te ayudará. Encontrarás dos kottas: atácalas de frente o de flanco, no importa. Lo que me interesa es que mantengas el fuego sin interrupción. Te dejo una parte de tus negritos, los dayakos de la costa y los del jefe de la kotta, que ahora me son muy fieles. Sus parang, si se llega a un encuentro de arma blanca, harán milagros.

—Y si logras impedir que huyan el griego, el rajá y los hijos de éste te nombraré general —añadió Yáñez.

—Me pesa ya el cargo de coronel, alteza —respondió el maharata.

—No te pesará la paga.

— ¿Me has comprendido bien? —preguntó Sandokán.

—Sí, capitán.

—Apenas toquen la orilla las barcas forma tu columna. Ve a ponerte de acuerdo con Sapagar y con Sambigliong.

Los fuegos se agrandaban a ojos vistas, reflejándose vivamente en las oscuras aguas del lago. Debían de arder sobre fogariles formados con planchas de piedra o con peñascos situados sobre las amplias plataformas del poblado.

Una cosa curiosa que hace pensar es que los malayos, los dayakos e incluso los papúes de Nueva Guinea tienen, lo mismo que los caribes del lago Maracaibo de Venezuela, la costumbre de construir sus poblaciones sobre el agua cuando se encuentran en las proximidades de un lago resguardado de los vientos o de un estanque más o menos amplio.

Como los rojos hijos de la América del Sur, plantan en el fango un número infinito de postes, construyen sobre ellos con robustos bambúes espaciosas terrazas y erigen en éstas grandes cabañas, que sirven de refugio a muchas familias.

De esta forma se ponen a salvo de las sorpresas por parte de animales feroces que habitan las selvas y también de sus enemigos de tierra firme.

Estos poblados a veces tienen extensiones considerables y pueden servir de refugio a bastantes centenares de habitantes.

La capital del rajá del lago estaba construida así. Sin embargo, por el lado de tierra estaba defendida además por dos recintos formados de robustos postes a fin de poder resistir mejor un asedio.

Las treinta barcas, conducidas siempre por la almirante, media hora antes de que se difundiese la luz por el cielo, arribaron silenciosamente a mil pasos de la capital, sin haber sido avistadas, porque habían tenido la precaución de mantenerse lejos de las luces proyectadas por los fuegos.

La ciudad era bastante visible, aunque todavía brillaban en muchos lugares numerosas hogueras. Estaba construida totalmente sobre el lago, encima de altísimos postes, y se prolongaba unos centenares de toesas, a través de los bajos fondos.

Por encima se extendían inmensas plataformas, cubiertas por gigantescas cabañas construidas con madera y hojas.

Una de aquellas viviendas había llamado inmediatamente la atención de Sandokán. Era una gran cabaña situada en posición más elevada, en una plataforma de gigantescas dimensiones, sostenida por un número infinito de enormes bambúes que debían de tener una longitud de quince o veinte metros.

— ¿Será la residencia real del asesino de mi familia? —se había preguntado.

Llamó al jefe de la kotta, que se ocupaba, junto con Kammamuri y Sapagar, en desembarcar la columna que debía operar contra las dos pequeñas fortalezas que se erguían en la orilla del lago para defender por aquella parte la población.

— ¿Qué es aquello? —le preguntó, indicándosela—. ¿Un almacén para víveres o una vivienda?

—Es la casa del rajá del lago —respondió el dayako.

— ¿Armada con artillería?

—He visto un día allí dos lilá.

—Es suficiente. ¿Ha acabado el desembarco?

—Dentro de unos minutos trescientos hombres estarán en tierra, orang.

—Apresúrate: dentro de poco el sol hará su aparición.

No había ninguna necesidad de incitar a los guerreros de la arrojada expedición.

 

Los trescientos hombres estaban ya en la playa con cuatro espingardas y se preparaban a cerrar el paso a los habitantes de la capital si intentaban huir hacia las selvas.

— ¿Están todos dispuestos? —preguntó Sandokán a Yáñez, que, en compañía de Tremal-Naik, había dirigido el desembarco.

—Sí, amigo —respondió el portugués.

—Entonces podemos ponernos en marcha también nosotros.

— ¿Has observado bien dónde se encuentra la casa del rajá?

—En medio de las plataformas.

—Estrechémoslos ahora desde tierra para impedirles que se refugien en las kottas y destruyamos en seguida los puentes.

—Es lo que ya había pensado. Los estrecharemos en un círculo de fuego. Ahora es necesario que nos dividamos. Tú tomarás el mando de una decena de barcas y batirás el poblado por la parte de levante, al otro lado de los puentes.

— ¿Y tú?

—Yo con otras tantas destrozaré las plataformas de poniente, además de la cabaña real.

— ¿Y las otras?

—Que asuma su mando Tremal-Naik para atacar de frente el poblado que mira al lago. Puede haber chalupas escondidas en medio de esa selva de palafitos y el rajá y sus hijos y el griego podrían aprovecharse de ellas para huir; y esto no lo quiero en absoluto, ¿me comprendes bien, Yáñez?

— ¡Por Júpiter! Aún no me he vuelto sordo —respondió el siempre alegre portugués.

—Transmite mis órdenes.

—Dentro de un minuto serás complacido, hermanito. No quiero regresar a Assam sin verte rajá.

Un momento después las órdenes sucedían a las órdenes a bordo de la flotilla y las barcas se alejaron rápidamente disponiéndose en tres columnas.

— ¡Dadle a los remos! —gritó finalmente Sandokán, que desde la borda de popa de la almirante vigilaba atentamente todos aquellos movimientos—. ¡Todos a sus puestos de combate!

Las tres pequeñas divisiones, ya en orden, se separaron de la playa y se dirigieron rápidamente hacia la capital del rajá.

Las tinieblas comenzaron a desaparecer, esfumándose con \as primeras luces del alba.

Las aguas del lago, poco antes negras como si fueran de tinta, se coloreaban con tintes indefinidos. Por levante ya aparecían algunos centelleos.

Inmensas bandadas de aves acuáticas señalaban la aurora y el retomo del astro diurno con gritos alegres y pasaban, rápidas como relámpagos, por encima de la flotilla, como si quisieran augurarle la victoria.

En las gigantescas plataformas del poblado poco a poco se extinguían los fuegos, lanzando al aire las últimas pavesas.

También morían las hogueras en la alta terraza en donde se alzaba la gran cabaña del rajá.

Sandokán, inclinado sobre la proa, con los brazos apoyados en el pequeño bauprés, miraba ferozmente la casa real, con los ojos inyectados de sangre. Continuaba siendo todavía, aunque envejecido, el terrible Tigre de Malasia, que desde las orillas de Mompracem había hecho temblar, con sus invencibles praos y sus tigres, a todas las poblaciones costeras del salvaje Borneo.

Se hubiera dicho que con la potencia de su mirada de águila intentaba atraer fuera de su vivienda al usurpador de su reino y asesino de su familia.

Un tiro de espingarda, disparado por la costa, le hizo sobresaltar.

Eran Kammamuri y Sapagar que ya asaltaban las dos kottas erigidas en defensa de los puentes.

Se irguió bruscamente aguzando el oído.

Resonó un segundo disparo, saludando casi al sol que en aquel momento se elevaba radiante por el horizonte.

— ¡Mis espingardas! —gritó—. ¡Dadle a los remos! ¡Al ataque! ¡Al ataque!

Las tres escuadrillas se habían separado ya tomando diversas direcciones.

La de Yáñez, más ligera, había pasado ante la última plataforma del poblado, mientras la de Tremal-Naik se había detenido ante él, dispuesta a ametrallar a los fugitivos.

En las amplias terrazas se oían gritos espantosos y oleadas de guerreros pasaban por los puentes agitando locamente los relucientes parang y kampilang.

Ya caían nubes de flechas en todas las direcciones, sin herir a nadie, porque las barcas no estaban todavía a su alcance.

De repente la otra plataforma, que sostenía la cabaña real, se cubrió también de defensores y resonaron bastantes tiros de fusil.

Era la guardia del rajá que hacía fuego contra la escuadrilla de Sandokán y la de Yáñez, ya que eran las dos más cercanas.

Pero sólo era una veintena de malos fusiles los que disparaban, haciendo más ruido que daño.

Sin embargo, el rajá disponía de algo mejor. En efecto, en seguida de las primeras descargas se vio una gran nube de humo alzarse en la plataforma y poco después resonó la gruesa voz del cañón.

Era un lilá (pieza de artillería de latón, que lanza generalmente balas de dos a tres libras) el que había hecho fuego contra el barco almirante, rompiéndole dos maderos a un metro escaso sobre la línea de flotación.

La voz del Tigre de Malasia, aquella voz que galvanizaba a los tigres de Mompracem hasta provocarles el delirio, resonó potente entre el crepitar de la fusilería:

— ¡Que las espingardas destrocen las terrazas! ¡Haga fuego el mirim contra la cabaña del rajá y responda golpe por golpe! ¡Que las carabinas realicen su trabajo!

La batalla asumía proporciones gigantescas. La flotilla guiada por Yáñez arreciaba con furia por levante; la de Sandokán, a poniente; la de Tremal-Naik batía poderosamente el frente del poblado extendiéndose por el lago a fin de poder llegar al alcance de las flechas y permitir a los negritos que lanzasen sus flechas incendiarias.

También en la costa se combatía con encarnizamiento, porque se oían retumbar las espingardas y las descargas secas de las carabinas. Kammamuri, Sambigliong y Sapagar dirigían el asalto de las kottas y a sus seiscientos hombres.

La batalla duraba ya un cuarto de hora cuando una columna de dayakos se lanzó corriendo furiosamente a través de las terrazas, saltando de traviesa en traviesa, ya que las construcciones estaban formadas como rejillas, con amplias aberturas de trecho en trecho para permitir a los habitantes descender a las canoas amarradas a las empalizadas.

Los guiaban dos hombres que vestían trajes indios.

A Sandokán se le escapó un grito cuando justamente había recargado su espléndida carabina de dos cañones.

— ¡El griego y el chitmudgar de Yáñez! ¡Daos por muertos!

Apuntó el arma y soltó los dos tiros.

El griego se detuvo un momento, abriendo los brazos, y luego cayó a través de una de las aberturas, hundiéndose en el lago. Un momento después se precipitaba igualmente el chitmudgar, levantando un altísimo chorro de espuma.

— ¿Quién tiene una espingarda cargada? —gritó Sandokán arrojando la carabina.

—He aquí la mía, Tigre de Malasia —respondió un malayo.

Sandokán se precipitó sobre la boca de fuego, la bajó a flor de agua y lanzó un huracán de metralla sobre el lugar en que habían caído el griego y el mayordomo.

— ¡Espero que esta vez, perro Teotokris, no resucitarás ya! —dijo luego—. ¡Y ahora, al ataque!

La flotilla se aproximaba lentamente al poblado acuático disparando furiosamente. Grupos de dayakos, alcanzados por las balas de las carabinas o por la metralla, caían continuamente al lago para no volver a flote. También las escuadrillas de Tremal-Naik y Yáñez continuaban apretando para encerrar a la capital del rajá del lago en un círculo de hierro y fuego.

Sin embargo, los dayakos oponían una resistencia desesperada.

El lilá no cesaba de hacer fuego, averiando o bien las barcas de Sandokán o bien las de sus compañeros. Ya más de una, alcanzada bajo la línea de flotación, se había ido a pique.

Probablemente era el propio rajá o sus hijos quien lo accionaban, a juzgar por la exactitud de los disparos, ya que, en general, los dayakos son pésimos tiradores cuando no se sirven de sus cerbatanas.

Los malayos de la barca almirante, no pudiendo usar las espingardas por la demasiada altura de la plataforma, respondían disparo por disparo con el mirim, y no fallaban el blanco, ya que eran magníficos apuntadores.