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100 Clásicos de la Literatura

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— ¿Una verdadera inundación, pues, Sandokán? —preguntó Tremal-Naik.



—Ya lo ves —respondió el Tigre de Malasia.



—Y que sigue en aumento —añadió Yáñez—. Pero hay una cosa que me sorprende y que no logro comprender.



— ¿Cuál? —preguntó Sandokán.



— ¿Por qué esta agua sube tan lentamente? Ya hace casi dos días que marchamos y debería haber alcanzado un nivel considerable.



—Este misterio sólo podría explicártelo Teotokris; pero tengo la sospecha de que en ello se esconde otra nueva traición.



— ¿Cuál?



—No sabría decírtelo; pero siento por instinto que no será el agua la que nos dará molestias.



—Me parece que caminamos ahora a tientas, como los ciegos.



—No se caminaba mejor en Assam —recordó Sandokán—, y sin embargo triunfamos en nuestro intento.



—Desde luego la guerra es la guerra.



La comida se anunciaba con un aroma de asado. Cacatúas, argus y tucanes se asaban más o menos bien ensartados en las baquetas de hierro de las carabinas que se encargaban de hacer girar constantemente los muchachos y muchachas de la pequeña tribu negrita.



Los asados se vieron, sin embargo, mal regados por el agua fangosa, con gran pesadumbre de Yáñez, que ya estaba habituado a los vinos escogidos de las cantinas reales de Assam.



Una detención de veinticuatro horas en aquel terreno seco, donde hombres, mujeres y muchachos podían dormir con comodidad, sin temer sorpresas, hizo recuperarse completamente a la columna.



—Dormid lo que podáis —había ordenado Sandokán, que dudaba bastante de poder llegar a las tierras altas antes de treinta o cuarenta horas.



Y todos habían obedecido, roncando como lirones desde la mañana a la noche y desde la noche a la mañana, despertándose sólo para mordisquear alguna ala de cacatúa o alguna cabeza de tucán.



Durante la detención, ninguna noticia de los dayakos, ni del griego, ni del chitmudgar de Yáñez y mucho menos del rajá del lago.



Parecía que todos aquellos bribones hubieran desaparecido quizá para organizar las últimas resistencias en las orillas del Kin-Ballu. El agua, aunque bastante lentamente, no había cesado de subir y cubría toda la infinita llanura.



—Antes de que aumente más, marchémonos —dijo Sandokán a Yáñez y Tremal-Naik—. Si permanecemos aquí acabaremos por comernos a los niños y niñas negritos, ahora que ya se han acabado todos los volátiles. Tenemos demasiadas bocas para mantener.



Se formó la columna y descendió a la tierra baja inundada, pero procediendo bastante lentamente a causa del fango, siempre muy tenaz.



La precedía como explorador el segundo jefe de los negritos, armado por un bastón para asegurarse de la resistencia que ofrecía el fondo. Al cuarto de hora escaso de marcha, él negrito que precedía a la vanguardia en una veintena de metros lanzó un grito agudísimo y dio un salto hacia atrás.



Cuando algunos de sus compañeros estaban a punto de correr hacia él le oyeron gritar:



— ¡No…, deteneos…, flechas envenenadas!



Sandokán y Yáñez acudieron rápidamente, mientras la vanguardia se detenía, mostrando signos de vivísimo terror. El negrito había alzado el pie izquierdo y miraba, con ojos desorbitados, algunas gotas de sangre que le brotaban del talón.



Viendo avanzar a los dos jefes, les dijo con voz angustiada:



— ¡No avancéis más, orang!



— ¿Por qué? —preguntó Sandokán.



—Los dayakos han plantado flechas en el fondo y deben de estar envenenadas. Siento el aliento de la muerte.



—Nosotros no tenemos nada que temer —respondió Sandokán, acudiendo hasta el desgraciado—. Llevamos los pies calzados.



Tomó entre sus brazos al negrito y lo transportó en medio de la vanguardia.



El jefe de la tribu acudió prestamente e hizo un gesto de descorazonamiento.



— ¿No conoces ningún remedio? —le preguntó Sandokán.



—El upas es siempre mortal y no se conocen remedios, orang —respondió—. Este hombre está perdido.



—Si tuviésemos bebidas alcohólicas se podría intentar salvarlo —dijo Sandokán—. A veces he logrado arrebatar a la muerte a hombres heridos por flechas envenenadas. ¿Te acuerdas, Yáñez?



—Sí —asintió el portugués—, pero era debido a heridas ligeras y además no poseemos ni siquiera un sorbo de ron. ¡Pobre hombre…!



Dos malayos habían envuelto al desgraciado en una manta y lo sostenían. La muerte avanzaba rápidamente.



El herido había perdido ya el sentido y temblaba como si le hubiese asaltado una fuerte fiebre. De vez en cuando era presa de espasmos y su boca se abría como si quisiera devolver algo.



¡Era cuestión de pocos minutos! El terrible veneno que los dayakos extraen de las plantas llamadas upas y que a menudo mezclan con el jugo del gambir, para hacerlo más poderoso, influye rápidamente en el sistema circulatorio y en el sistema nervioso provocando convulsiones tetánicas. Como ocurre con el curare, el terrible veneno preparado por los salvajes brasileños para hacer sus flechas mortales, para el upas y para el gambir tampoco se ha encontrado ningún antídoto.



Parece que el principio venenoso de estas dos últimas siniestras plantas consiste en un alcaloide vegetal unido a un ácido que aún no se ha determinado bien y a una substancia colorante.



Todos los hombres de la columna, mudos y tristes, se habían reunido alrededor del moribundo, que no cesaba en sus vómitos y espasmos. De su pecho surgía a intervalos un silbido ronco y la respiración se volvía más difícil.



— ¡Pobre hombre! —repetía Yáñez, que asistía impotente a aquella agonía.



De repente el moribundo tuvo un sobresalto, ensanchó espantosamente la boca haciendo crujir sus mandíbulas, desorbitó los ojos y se abandonó entre los brazos de los dos malayos que lo sostenían.



— ¡Está muerto! —dijo Sandokán suspirando—. Hubiera preferido que esta desgracia le hubiera tocado a alguno de mis hombres, que están preparados desde hace mucho tiempo para los peligros de la guerra.



Se volvió hacia el jefe de los negritos, quien, quizá más habituado que los hombres de Sandokán a aquellas desgracias, no parecía demasiado conmovido, y le dijo:



—Toma seis hombres, lleva el cadáver al islote y hazlo sepultar profundamente para que los tigres o las panteras no lo puedan devorar.



—Sí, orang —respondió el jefe.



—Por el momento nos detendremos aquí.



— ¿Qué haremos ahora? —inquirió Yáñez, cuando se hubo alejado el fúnebre destacamento—. Si el fondo está sembrado de puntas de flechas envenenadas no podremos avanzar más que nosotros y mis assameses. Los otros están descalzos.



—Esto es lo que debe de haber pensado el griego para diezmar nuestra columna.



— ¿Y si intentásemos desviamos?



— ¿Sabes tú en qué extensión han plantado los dardos envenenados? —preguntó Sandokán—. ¿Cómo descubrirlos bajo esta capa de agua y de fango?



— ¡Sería imposible! —observó Tremal-Naik, que asistía a la conversación.



—Entonces no nos queda otra cosa que volver atrás y esperar a que las aguas se retiren o sean absorbidas por el calor solar —dijo Yáñez.



— ¿Y adónde retiramos?



—A aquella especie de islote.



— ¿Para morimos de hambre?



—Tienes razón, Sandokán.



—Tengo otra idea.



— ¿Cuál?



—Derribar ocho o diez troncos de árbol y formar puentes móviles que lanzaremos sobre las flechas. Los hemos empleado otras veces.



—Nuestro avance se hará muy lento.



—Lo aceleraremos cuando lleguemos a las tierras altas —respondió Sandokán—. Por otra parte, ya te he dicho que no tengo prisa en llegar a ser rajá. Me basta con triunfar en mi intento y vengar a mi padre, mi madre y mis hermanos.



—Y los vengarás.



—No tengo ninguna duda —afirmó Sandokán, cuyos ojos se habían iluminado con una llama siniestra—. Son muchos los años que espero el terrible momento.



— ¡Y a mí no me gustaría encontrarme en la piel del rajá del lago! —dijo Tremal-Naik.



—Actúa como quieras —concluyó el portugués—. Tampoco yo tengo prisa en volver a Assam: Surama es paciente y deja que su Sahib blanco se divierta y ayude a sus viejos amigos. ¿No soy el príncipe consorte? ¡Diablos…! ¡Por Júpiter que sigo siendo el rajá de Assam!



Diez minutos después la columna desandaba el camino recorrido por la mañana, al no poder acampar en aquel fango cubierto por una capa de agua tan elevada, especialmente con las cajas de municiones y las espingardas con sus respectivos trípodes.



Cuando llegó al islote, porque ya podía llamarse así, dado que aquel trozo de tierra estaba circundado de agua, el pobre segundo jefe de los negritos había sido ya sepultado y sus compañeros estaban exterminando a los últimos tucanes y cacatúas, para asegurar a la columna por lo menos un poco de cena, no muy abundante por cierto. Doscientos hombres, a las órdenes de Kammamuri y Sapagar, abatieron los árboles a golpes de parang y de kampilang para formar puentes volantes, mientras los demás se apresuraban a formar balsas, atando los troncos con sus fajas.



Aunque no fue una cosa fácil, antes de que el sol se ocultase la columna poseía ya cuatro puentes de una decena de metros de largo por cuatro o cinco de ancho, sobre los cuales podían muy bien pasar los hombres desprovistos de calzado, transportándolos cada vez más adelante, encima de las flechas envenenadas, sin correr ningún riesgo.



A las nueve de la noche, con una espléndida luna, la columna abandonaba el islote avanzando cautelosamente por la llanura inundada.



Los dayakos y los malayos llevaban los puentes volantes para que no se fatigasen los assameses, a quienes les esperaba el trabajo más duro, es decir, el de llevarlos sobre las puntas de las flechas, ya que, como hemos dicho, eran los únicos calzados.

 



Llegados al lugar donde el pobre segundo jefe de los negritos había resultado herido, se lanzaron los puentes encima de la capa de fango, ya que no había bastante agua, por lo menos en aquel momento, para hacerlos flotar.



Comenzaba la terrible marcha. Malayos, dayakos y negritos pasaban, se concentraban en el puente de cabeza y esperaban a que los assameses transportasen más adelante los otros puentes para abrirles camino. El avance era lentísimo y fatigoso, sobre todo para los indios, aunque éstos de vez en cuando cedían sus calzados a los malayos o a los dayakos para poder descansar un poco.



Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik, que usaban altas y fortísimas botas de mar, impenetrables para las puntas de las flechas, formaban la vanguardia. Ningún peligro les amenazaba, porque la llanura se extendía ante ellos cubierta por algunos palmos de agua y completamente desierta. Con aquella luz lunar se hubiera descubierto inmediatamente a un hombre y no se habría salvado ciertamente del tiro de aquellas tres carabinas que difícilmente marraban su blanco.



Parecía que los dayakos habían cubierto el suelo con una cantidad extraordinaria de flechas, porque los tres jefes sentían, a cada paso que avanzaban, crujir bajo la gruesa suela de sus botas las puntas, de los dardos envenenados.



— ¡Qué bandidos! —dijo Yáñez—. Querían destruirnos…



— ¡Así es cómo los dayakos hacen la guerra! —respondió Sandokán.



— ¡Si no hubiéramos tenido buenas suelas, vaya final!



— ¿Están en buen estado las tuyas?



—Piel de rinoceronte, querido, con un espesor de tres dedos.



—Me mandarás una docena de pares cuando vuelvas a Assam.



— ¡Cómo…! Un cargamento completo para ti y tus hombres —dijo Tremal-Naik—. Así, por lo menos, no correrán ya ningún peligro.



—Dudo que puedan habituarse —objetó el Tigre de Malasia—. Haré un regalo a los monos de las selvas.



Bromeando así los tres valientes continuaron su marcha, mientras sus hombres no cesaban de transportar los puentes volantes.



Al amanecer, la columna, exhausta por tantos esfuerzos, descansó sobre las balsas, encalladas en medio del fango, porque el agua continuaba siendo demasiado baja para que pudieran flotar. La comida fue muy escasa, aunque Yáñez y Tremal-Naik habían dado muerte a un regular número de aves acuáticas.



La jornada transcurrió tranquila. No se señaló la presencia de ningún destacamento enemigo en ninguna dirección.



Probablemente, el griego había contado con la eficacia indiscutible de las flechas envenenada^ no había creído que debía incomodarse más, ya que pensaba como cosa cierta qué ningún hombre de la columna saldría vivo de la emboscada.



Hacia la noche, se reanudó la fatigosa marcha con los puentes volantes, mientras Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik avanzaban en descubierta, con la esperanza de descubrir algún destacamento enemigo.



La noche fue cansadísima para todos. Los assameses cedían de vez en cuando sus calzados a los malayos y dayakos para que continuasen el avance de los puentes.



Tampoco aquella noche el enemigo hizo acto de presencia, con mucho pesar para Yáñez, que comenzaba a aburrirse.



— ¡Mira que haber dejado a mi bella raní y la corte de Assam para marchar entre aguas y pantanos sin disparar tiros de carabina! ¡Vaya fastidio! ¿No te parece, Sandokán?



El Tigre de Malasia no contestaba y continuaba la marcha escrutando la lejanía.



Trataba de descubrir las tierras altas que surgían alrededor del gran lago, porque era en aquellas tierras donde se decidiría la suerte de aquella dura y fatigosísima campaña.



Durante tres días más marchó la columna casi sin interrupción a través de aquella inmensa llanura, haciendo avanzar los puentes volantes, y luego llegó finalmente, por completo extenuada, a las altas tierras por las que tanto suspiraban.



La gran planicie, a pesar de la traición urdida por el griego, se había atravesado con la pérdida de un solo hombre, el desgraciado segundo jefe de la tribu de negritos. Bosques inmensos, ricos de hojas y sombra, se extendían ahora ante los aventureros, surcados por torrentes rumorosos y habitados ciertamente por una abundante fauna salvaje.



— ¡He aquí el paraíso terrenal! —dijo Yáñez, mientras los malayos y los dayakos construían apresuradamente algunos attap, y los negritos, ayudados por sus mujeres y los assameses, rodeaban el campamento, que había elegido Sandokán, con montones de ramas espinosas para impedir cualquier sorpresa.



—Te aseguro, querido, que ya no podía más y estaba a punto de enviar al diablo hasta el trono de tus antepasados.



—Ya sabes que Borneo no es la India —respondió Sandokán—. Y también para la conquista del trono de tu bella raní las hemos pasado muy mal. ¿Acaso has olvidado ya todo aquello?



—El amor hace olvidar tantas cosas —dijo Tremal-Naik—. ¿No te has dado cuenta, Sandokán, de que nuestro portugués añora la corte de Assam?



— ¡Ya lo creo!, con todos aquellos cocineros, cantineros, criados, guardias barbudos, aquellas salas maravillosas, aquellas turbas de bayaderas danzando todas las noches en los patios de palacio… ¡Ah, Yáñez! Assam y el poder te han echado a perder.



— ¡Por Júpiter! —gritó Yáñez, después de lanzar una risotada—. ¿Es que no os he demostrado hasta hoy que poseía dos piernas de hierro, que continuaba siendo un tirador temido y que sabía comer o cenar con un apretón del cinturón? ¡Me quieres humillar! Ponme delante una tribu de dayakos y verás si sabré preparártela con salsa blanca, roja o verde.



— ¡Ya lo sabemos! —dijo Tremal-Naik—. Continúas siendo el terrible compañero del famoso Tigre de Malasia.



— ¿Aunque sea el príncipe consorte de la bella raní de Assam?



—Sí, Yáñez —respondió Sandokán—. Te has vuelto un poco murmurador.



—Porque en la corte de Assam, en voz baja o en voz alta, se murmura siempre —dijo Yáñez—. Dejemos las bromas y consideremos nuestro plan de batalla. ¿Cuánto dista del lago nuestra posición?



—No más de tres jomadas de marcha —respondió Sandokán.



— ¿Dónde reside el rajá?



—En una población rodeada de empalizadas y que se adentra en el lago varios centenares de metros.



— ¿Es la población que asaltaremos si los dayakos no nos detienen?



—Sí, porque deseo dar el golpe directamente en el corazón del asesino de mi padre. En el lago no faltan las grandes barcas y desde allí atacaremos, no desde tierra, porque sería demasiado difícil: además, serían necesarios larguísimos puentes móviles que no poseemos. He reunido ya todas las informaciones necesarias y hoy mandaré a negritos y dayakos a fabricar cerbatanas y recoger resina.



— ¿Para hacer qué? —preguntaron al unísono Yáñez y Tremal-Naik.



—Para incendiar la capital del rajá del lago —respondió Sandokán—. En el momento oportuno las flechas incendiarias lograrán mayores resultados que las balas de nuestras carabinas y la metralla de nuestras espingardas. Hace mucho tiempo que pienso en la forma de reducir rápidamente a la impotencia a aquel miserable y de obligarle a la rendición, porque lo quiero tener en mis manos vivo.



— ¡Uh!, tengo mis dudas —expresó Yáñez—. Cuando ese hombre se vea perdido no esperará a que le alcance tu kriss.



—Veremos si es capaz de escapárseme.



Numerosos disparos de fusil interrumpieron su conversación. Los malayos y los assameses se habían lanzado a través de la selva y hacían buena caza a juzgar por los disparos, que se seguían sin interrupción.



Las mujeres, previendo una comida abundantísima, habían recogido ramas secas y ya habían encendido diversas hogueras, proveyéndolas en sus lados de ciertas horcas de madera para sostener los asados ensartados en las baquetas de hierro de las carabinas.



No se hicieron esperar mucho los cazadores. Todos llegaban cargados de caza de pelo y de pluma.



Habían hecho una verdadera matanza de babirusas, tapires, monos, cacatúas y otros varios volátiles.



Hubo verdadera alegría en el campamento y se puede comprender fácilmente, porque ya hacía dos días que todos aquellos bravos guerreros no habían hecho más que apretarse los cinturones.



Al cabo de media hora, hombres, mujeres y muchachos devoraban hasta reventar inmensas piezas de carne todavía sangrante, mientras Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y Kammamuri trabajaban con los cuchillos alrededor de dos magníficos tucanes rinocerontes, sabiamente asados bajo la alta vigilancia de Sapagar, nombrado gran cocinero de los jefes, en los momentos de calma.



Saciada el hambre feroz que desde hacía cuarenta y ocho horas atormentaba el vientre de aquellos intrépidos guerreros, Sandokán mandó hacia el sur a una veintena de exploradores con la misión de aproximarse lo más que les fuera posible al lago, y luego dispuso numerosos centinelas, aunque estaba seguro de poder dormir sin ser molestado.



—Ahora ya nos esperan en las orillas del Kin-Ballu —dijo Sandokán a Yáñez, que bostezaba como un oso y había dejado apagar su cigarrillo.



—Que nos esperen donde quieran; a mí no me importa en absoluto —respondió el portugués— con tal de que me dejen dormir por ahora.



—Es lo que pido yo también —añadió Tremal-Naik.



—Dormid, pues —respondió Sandokán—. Nadie vendrá a turbar vuestro reposo. De ello respondo plenamente yo.





13. El lago misterioso





Pocos minutos después todos los acampados, exceptuados los centinelas, dormían profundamente.



Durante cuatro días los componentes de la expedición descansaron en el borde de aquellas tierras bajas, comiendo abundantemente y durmiendo a pierna suelta.



De vez en cuando llegaba algún explorador, pero sin aportar noticias importantes sobre los misteriosos movimientos del enemigo.



Algunos habían avanzado incluso hasta las orillas del gran lago, sin haber encontrado las hordas de los dayakos. Solamente se habían divisado algunos pequeños destacamentos de exploradores a poniente del Kin-Ballu.



¿Dónde se encuentra, pues, el grueso de las gentes del rajá blanco? Esta era la pregunta que se planteaba Sandokán, algo inquieto, durante aquella larga detención.



Al quinto día, después de un breve consejo de guerra sostenido por los jefes y subjefes, se decidió el avance. Ya que los dayakos no se sentían con bastantes fuerzas para detener a los conquistadores, lo único que se podía hacer era ir a buscarlos y asaltar resueltamente su capital.



—Terminemos de una vez —dijo Yáñez, mientras se ordenaban las columnas—. Tengo prisa por comer en la ciudad principal de ese bribón de rajá. Veremos si su palacio real vale tanto como el mío.



Estaban a punto los conquistadores de ponerse en marcha cuando llegaron al campo dos negritos, de los que Sandokán no había tenido ya noticias y que se habían considerado como perdidos.



—Los últimos que llegan son siempre los más afortunados —dijo Yáñez, mientras el jefe de la tribu acudía para servir de intérprete—. Estos hombrecillos deben de traer noticias extraordinarias.



— ¿Buenas o malas noticias? —preguntó Sandokán al jefe, que había interrogado ya rápidamente a sus súbditos.



—Me han referido que los dayakos se reúnen ante la capital del rajá para defender los puentes —informó el negrito.



— ¿Son muchos?



—En todas las orillas del lago suenan los gongs para llamar a los guerreros.



— ¿Han visto muchas barcas?



—Sí, orang.



—Son las que nos hacen falta a nosotros.



— ¿Podremos apoderamos de ellas? —preguntó Yáñez.



—Sé dónde sorprender la flotilla del rajá —respondió Sandokán—. La vieja estación no ha sido cambiada, según me han informado, y no serán necesarios grandes esfuerzos para tomar por asalto la kotta que la defiende. Nuestras espingardas harán verdaderos milagros. ¿Hay algo más de nuevo?



—No, orang —dijo el jefe de la tribu.



—Toma el mando de tus hombres y adelante, a marchas forzadas. No debemos dejar tiempo al griego para que se fortifique en las orillas del lago. ¿No es verdad, Yáñez?



—Es buena estrategia —aprobó el portugués—. Mi coronel Kammamuri podría darte también un juicio mejor que el mío.



—Ahora no estamos en Assam —dijo Tremal-Naik—. Mi maharata va bien sólo para aquel país.



—Morirá general, te lo aseguro yo —concluyó Yáñez.



Las columnas, divididas por razas, se habían puesto animosamente en camino, manteniendo en el medio a las mujeres, que llevaban los víveres, y a los muchachos.

 



Tras una selva venía otra, cada vez más espesas y más soberbias. Pero los conquistadores tenían de vez en cuando la suerte de encontrar senderos, abiertos seguramente por los indígenas para acudir a las orillas del lago, y especialmente en aquellos parajes se encontraban a menudo esqueletos humanos, perfectamente limpiados por las termitas y a los que les faltaba la cabeza.



Debían de haber pasado por allí los feroces cazadores de cabezas.



Por la noche Sandokán, que temía de un momento a otro un furioso asalto, hizo reforzar el campamento con enormes masas de ramas espinosas y con un foso bastante profundo, lleno también de espinas.



Como el lago estaba muy próximo y así también el enemigo, era de temer una sorpresa nocturna y por esta razón se doblaron también los centinelas.



Pero fueron precauciones totalmente inútiles, porque los dayakos no se dejaron ver.



A la mañana siguiente, antes incluso de que rayase el sol, las cuatro columnas reemprendían su marcha a paso acelerado. Sandokán animaba la marcha para poder llegar de noche a las orillas del lago. Tenía necesidad de tinieblas para poner en ejecución su plan, que consistía en privar, con un golpe de mano, al rajá blanco de su flotilla e impedir así que huyese por el agua.



Fue una marcha verdaderamente furiosa, una verdadera carrera que puso a dura prueba especialmente las piernas de las mujeres y los chiquillos.



Al oscurecer el lago no estaba todavía a la vista, pero se comprendía que no debía de estar lejos. Las manchas de vegetación se hacían más escasas, el terreno descendía, aumentaba la humedad y una fresca brisa soplaba desde el sur. El Kin-Ballu, el gran lago de Borneo, apenas conocido por los exploradores europeos, estaba casi al alcance de la mano.



Hacia la medianoche los exploradores negritos, que eran más rápidos y más infatigables, se replegaron a las columnas que se habían detenido para tomar un poco de descanso.



El pequeño jefe de la tribu se había precipitado hacia Sandokán diciéndole:



—El lago está detrás de la kotta.



— ¿Han descubierto el poblado que les he indicado?



—Sí, orang.



— ¿Han visto barcas?



—Muchas.



— ¿Es muy grande la kotta?



—No; pero tiene alrededor tres fosos.



— ¿Dónde está Kammamuri?



—Presente, capitán —respondió el maharata, que se encontraba a pocos pasos.



—Haz construir una decena de puentes volantes… ¡Sapagar!



—Aquí estoy, jefe —dijo el malayo.



—Que tus hombres sólo se ocupen de las espingardas. Para el asalto nos bastamos nosotros.



Los malayos y los dayakos, ayudados por los negritos, abatieron a golpes de kampilang y de parang unos cincuenta delgados troncos de árbol con una gran cantidad de ramas y de rotang, y en menos de media hora construyeron los puentes que había que lanzar sobre los fosos y sobre las capas de flechas envenenadas, ya que los dayakos tienen la costumbre de sembrar muchas alrededor de las empalizadas de sus poblados.



A la una de la madrugada, los aventureros, que habían dejado atrás a las mujeres y a los muchachos, con la guardia de una pequeña escolta, avanzaron resueltamente en el mayor silencio hacia la kotta que servía de estación naval al rajá blanco, resueltos a expugnarla.



Yáñez se había situado rápidamente en vanguardia para dirigir a sus assameses, que, provistos de calzado, como ya se ha dicho, podían despreciar los puentes volantes y pasar incluso sobre las espinas amontonadas en los fosos, que sólo servían para detener a los descalzos.



— ¡Adelante, mis bravos! —les había arengado—. Demostrad a esos valientes malayos que tampoco los montañeses de Assam tienen miedo a la muerte.



Un cuarto de hora después, la kotta quedaba circundada por tres lados, ya que el cuarto estaba bañado por las aguas del lago.



Era una pequeña fortaleza que no debía de encerrar más de un centenar de cabañas, pero defendida por una empalizada alta y sólida de doble recinto, pues los dayakos ponen sumo cuidado en la construcción de sus poblados, a fin de evitar terribles sorpresas que producirían la total destrucción de los habitantes, dado que por aquellas tierras no se concede cuartel ni siquiera a los niños, salvo casos excepcionales.



Nadie parecía haberse dado cuenta de la aproximación de los aventureros.



Sandokán, después de una rápida mirada a la fortaleza, llamó a Sapagar.



—Escoge diez de tus mejores nadadores —le dijo—, atraviesa el muelle donde debe de encontrarse reunida la flotilla del rajá, ocupa la barca más grande que encuentres, quema pólvora sin interrupción y grita por cincuenta.



—Sí, capitán —repuso el bravo malayo.



—Te dejo el honor de disparar el primer tiro de carabina.



—Y haré lo posible por abatir a alguien.



—Date prisa. Nosotros ya estamos listos para lanzamos al asalto.



Mientras el valiente malayo se apresuraba a ejecutar aquella peligrosísima empresa, Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik tomaban sus últimas disposiciones para el ataque.



Los assameses habían atravesado ya el primer foso y se habían tendido en el suelo, en orden abierto, a sesenta metros de la empalizada a fin de mantenerse alejados del tiro de las cerbatanas; los demás habían lanzado los puentes y colocado en batería las ocho espingardas, a la distancia de treinta metros entre sí, para poder batir mejor el terreno en el caso de que los asediados intentaran una salida en distintos puntos. Reinaba profundo silencio en la pequeña fortaleza. Parecía que dormían hasta los hombres encargados de la guardia en las empalizadas.



Probablemente, los habitantes, que sabían que las tropas del rajá batían la zona, se creían que estaban completamente a salvo de cualquier sorpresa.



De repente el ladrido de un perro, al que pronto hicieron coro otros muchos, les avisó de que algo grave los amenazaba.



Si los centinelas dormían, los perros vigilaban y habían olfateado al enemigo.



— ¡Que nadie dispare! —dijo Sandokán—. Kammamuri, ve a comunicar en seguida esta orden a los restantes grupos. Dejémosle tiempo a Sapagar para llegar a la flotilla.



Se oían voces entre las tinieblas. Los centinelas se debían de haber despertado y se preguntaban recíprocamente.



Finalmente brillaron algunas antorchas, pero su luz no era lo bastante brillante para llegar hasta el tercer foso, en cuyo borde estaban los assameses. Yáñez, siempre impaciente, estaba a punto de dar órdenes a sus hombres para atravesar también el segundo cuando resonaron bastantes disparos de carabina en el lago.



Sapagar había abierto fuego desde el centro de la flotilla, tomando la kotta por detrás, a fin de que los habitantes no se apoderasen de las barcas.



Resonó la voz metálica de Sandokán:



— ¡Disparad vosotros también!



Comenzaron las espingardas, haciendo llover sobre lo alto de las empalizadas huracanes de metralla para impresionar con aquel estruendo a los habitantes del poblado.



En seguida se sucedieron nutridas descargas de fusilería y luego los puentes volantes se lanzaron a través de los fosos y por ellos las cuatro columnas se lanzaron resueltamente al ataque con su arrojo habitual.



Pero tenían que habérselas con gente resuelta a resistir, porque, a pesar de las andanadas de metralla, las balaustradas de las empalizadas se habían cubierto de defensores, que habían acogido valientemente a sus enemigos con una auténtica tempestad de piedras y flechas. Muy a su pesar, las cuatro columnas tuvieron que detenerse y reanudar el fuego para aclarar un poco las filas de los dayakos.



— ¡Eh, Sandokán! —dijo Yáñez, acercándose a su amigo—, parece que este hueso es un poco duro de roer. Si no rompemos la empalizada, nos tendrán alejados bastante tiempo y esto para nosotros sería una gran imprudencia. No nos olvidemos de que las hordas del raj