Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Corramos, Yáñez, y corramos mucho. Mañana el griego asaltará de nuevo la cumbre del Kaidangan y cuando se dé cuenta de nuestra fuga organizará una caza despiadada por estas inmensas llanuras. No podremos consideramos seguros hasta que hayamos escalado el Kin-Ballu.

— ¿Una marcha larga?

—Un centenar de kilómetros.

— ¡Vaya! Tres días de marcha por lo menos con estas condenadas hierbas.

—Trataremos de reducirlos a dos. ¿Está formada la columna?

—Están todos preparados.

— ¡Que sigan delante los negritos!

—Ya están en cabeza.

— ¡En marcha, pues!

Se pusieron en camino entre aquellas altísimas hierbas, que resultaban tan engorrosas que Sandokán mandó una decena de assameses a la cabeza de la columna para que abriesen una especie de surco con sus afiladísimos tarwar, que se prestaban mucho mejor para ello que los pesados parang.

Las mujeres de los negritos llevaban a los niños a sus espaldas para que no se perdieran, cosa facilísima con aquella oscuridad y en aquel caos vegetal.

La lluvia había cesado, pero el huracán no se había calmado todavía. Seguían resonando los truenos con gran estrépito y sobre la llanura caían de vez en cuando ráfagas de viento impetuosísimas, doblando las hierbas gigantescas. Todos apretaban el paso al máximo, incluso los malayos que llevaban las largas y pesadas espingardas y las cajas de municiones.

Era necesario ganar terreno antes de que los dayakos se dieran cuenta de la fuga milagrosa de sus enemigos y organizaran la persecución.

Sandokán no deseaba en absoluto una batalla en campo abierto, pues conocía perfectamente el valor y el ímpetu salvaje de sus enemigos.

El alba los sorprendió a una docena de millas del Kaidangan, pues las últimas las habían recorrido casi corriendo, poniendo a dura prueba las piernas de las mujeres, aunque aquellas pequeñas salvajes están acostumbradas a las marchas larguísimas para escapar a los ataques de los cazadores de cabezas.

Sandokán ordenó una breve pausa, pues no quería agotar completamente a la columna.

Mientras sus hombres acampaban como mejor podían junto con los malayos y negritos y descuartizaban un babirusa para devorarlo crudo, ya que se había prohibido terminantemente encender fuego para no indicar al enemigo la dirección que seguían y para evitar también el peligro de incendiar las altas hiedas que estaban en parte ya secas, Yáñez, con Sandokán y Tremal-Naik, volvió atrás unos cuatrocientos o quinientos metros, llegando a una pequeña ondulación del terreno.

Desde allí podían observar mejor el Kaidangan y quizás también descubrir los movimientos de los enemigos si marchaban en grandes columnas.

El gigantesco pico se erguía majestuoso, con la cumbre dorada por los primeros rayos del sol naciente.

Ya no ardían las hogueras. La lluvia torrencial caída durante la noche debía de haberlas apagado mucho antes.

No obstante se veían delgadas columnas de humo en los bordes de los bosques que se encaramaban por las laderas del coloso.

—Están todavía acampados nuestros enemigos —dijo Sandokán, que tenía una vista muy aguda a pesar de su edad—. Parece ser que aún no se han dado cuenta de nada y siguen creyendo que estamos en la cumbre del Kaidangan.

—Y llevamos ya una buena ventaja —añadió Yáñez.

—Que desaparecerá poco a poco, hermanito. Los dayakos son grandes corredores; no llevan más carga que sus armas y la cesta para colocar la cabeza del primer enemigo que consiguen matar, mientras que nosotros tenemos a las mujeres y a los niños, las cajas de municiones y las espingardas.

—Es cierto, Sandokán, pero aún no han atacado la cumbre, luego tienen aún que empezar la persecución. Tal vez esperen hasta esta tarde para intentar una sorpresa.

—Sería una gran suerte para nosotros —comentó Tremal-Naik.

—Esperemos tenerla —respondió el Tigre de Malasia—. Yo quisiera encontrarme ya en el Kin-Ballu, reforzado por Sambigliong y sus hombres. Bueno, ya veremos: aún no estamos muertos.

Volvieron al campamento y comieron unos trozos de tocino cortados del vientre del babirusa. Como no tenían nada mejor, acogieron sin gestos de desagrado aquel pobre manjar.

Sin duda habrían preferido un buen asado, pero, como hemos dicho, la prudencia había aconsejado a Sandokán prohibir severamente que se encendiera fuego.

Una hora después la columna reanudaba su marcha hacia el sur para llegar lo antes posible al segundo monte.

El huracán se había calmado y el sol derramaba torrentes de fuego sobre la vasta llanura, absorbiendo rápidamente la humedad.

Por encima de las altas hierbas ondeaba una ligera niebla que se dispersaba después en grandes cortinas que el viento matutino hacía desaparecer.

A mediodía ya no se veía el Kaidangan. ¿Se habían puesto ya en marcha los dayakos o bien vivaqueaban todavía por sus laderas, esperando la noche para volver a intentar el asalto? Eso se preguntaban, con cierta preocupación, Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y Kammamuri.

¿Cómo saberlo?

Todos, empero, sentían por instinto que tenían ya a sus espaldas a las sanguinarias hordas, ansiosas de aplastar en la llanura a la pequeña columna.

Por la tarde se habían recorrido más de cincuenta kilómetros, pero todos estaban exhaustos, especialmente las mujeres, que no habían dejado a sus pequeños, y los portadores, de las espingardas.

Se imponía un largo descanso, pues la noche anterior nadie había podido dormir.

Sandokán hizo cortar las hierbas en un vasto trecho e improvisar un campamento, y, como precaución ante un posible ataque de los dayakos, hizo colocar las cuatro espingardas en los ángulos.

La vigilancia se les confió a los negritos, que parecían menos cansados, y a algunos malayos.

Los demás, tras devorar los restos del babirusa, se dejaron caer sobre montones de hierba, al lado de las carabinas. Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik se instalaron detrás de las cajas de municiones que se habían colocado de forma que los protegieran del viento nocturno y, después de fumar y charlar un poco, se durmieron también aunque les atormentaba la posibilidad de que les siguieran las hordas del rajá del lago.

Hacía varias horas que dormían los acampados cuando los malayos que vigilaban junto con los negritos despertaron a Sandokán.

—Jefe —dijo uno de ellos—, de la llanura salen columnas de humo.

El Tigre de Malasia, que dormía con un ojo abierto, pues esperaba un ataque de un momento a otro, se incorporó, sacudiendo a Yáñez y a Tremal-Naik, que roncaban tranquilamente.

—Parece que el griego casi nos ha alcanzado —les comunicó.

— ¡Que Belcebú se lo lleve al infierno! —respondió el portugués, que parecía estar, contra su costumbre, de mal humor—. Soñaba que estaba en la corte de Assam, en mi lecho dorado, con cuatro pavos reales disecados en los ángulos con las alas y las colas desplegadas. ¿Qué quiere ese molesto pescador de esponjas?

—Te digo que va a alcanzamos —dijo Sandokán.

—Comienza a fastidiarme realmente. Hay que meterle en el cráneo una veintena de gramos de plomo.

— ¿Cómo? ¡Un centenar! —exclamó Tremal-Naik.

— ¡Una descarga de metralla!

—Ve tú, Yáñez, y dispárasela —respondió Sandokán.

—De momento no tengo intención de hacerlo —dijo el portugués, desperezándose—. ¡Ah, qué fastidio!

—Eh, hermano, ¿duermes todavía?

—Me hubiera gustado continuar mi sueño. La corte, mi lecho dorado, los cuatro pavos reales…

—Y tu cabeza haciendo muecas en alguna cabaña dayaka —dijo Sandokán.

— ¡Eso no, por Júpiter! ¿Y Surama? ¡Cómo lloraría mi mujer si no volviera su Sahib blanco!

—Entonces deja el jergón de hierbas y reanuda la marcha.

— ¡Por Júpiter! ¡Vamos a convertirnos en judíos errantes! —replicó Yáñez.

—No sé lo que son —respondió Sandokán, que se había puesto muy serio—. Sé que hay que caminar, o, mejor dicho, correr, para subir al Kin-Ballu antes de que se nos echen encima los dayakos.

— ¿Has comprendido, Tremal-Naik? —preguntó el portugués, incorporándose y tomando la carabina—. Caminar siempre, día y noche. Es así como Sandokán conquista reinos. Cuando yo derroqué a la vieja dinastía de Assam caminé mucho menos. ¿Te acuerdas?

—Sin embargo, hemos pasado por mayores aventuras —respondió el ex cazador de la jungla negra.

—Sí, algo más brillantes —dijo Yáñez—. La India no es Borneo.

—Es un país maravilloso —observó Sandokán—. Ven a ver aquellos fuegos que brillan en el lejano horizonte.

— ¡Por Júpiter! ¿Será leña o hierba seca que se quema?

—Encendida por los dayakos.

—Ya te he dicho que comienzan a fastidiarme.

—Y vendrán también por tu cabeza, hermano.

— ¡Oh, no tan pronto!

—Ven a verlos.

Yáñez se incorporó con dificultad y avanzó entre las hierbas cortadas a pocos centímetros del suelo.

Se elevaban a gran distancia columnas de humo rojizo, que se inclinaban de vez en cuando al soplar la brisa nocturna.

Eran diez, quince, incluso veinte. Detrás de aquellos fuegos se extendía sin duda un gran campamento.

— ¿Los ves, Yáñez? —preguntó Sandokán.

— ¡Por Júpiter! No estoy ciego.

—Y yo tampoco —añadió Tremal-Naik.

—Han dejado el Kaidangan y han acampado en la llanura.

—La caza ha comenzado —respondió el portugués, con su calma habitual. Tenía que ocurrir. ¿Qué quieres hacer?

—Reanudar la marcha.

— ¿Resistirán nuestros hombres?

—No bromees, Yáñez.

—Sabes que muy pocas veces estoy serio, aunque en Assam haya pasado por inglés.

 

—Un inglés que amenazaba matar hasta al dueño del hotel —dijo Tremal-Naik.

—Tienes razón: lo había olvidado —respondió Yáñez, estallando en una sonora carcajada.

— ¿Os quedan todavía fuerzas en las piernas? —preguntó Sandokán.

—Yo todavía no estoy del todo inválido —contestó el portugués.

—Y yo tampoco —añadió Tremal-Naik.

—Entonces levantemos el campo.

Volvieron apresuradamente y dieron órdenes a los centinelas de que despertaran a todos.

Menos de cinco minutos después la columna estaba preparada para ponerse de nuevo en marcha. Sólo los niños gritaban, aunque sus madres intentaban hacerles comprender la gravedad de la situación.

— ¡Vamos, un último esfuerzo! —dijo Sandokán a sus hombres—. Mañana por la noche acamparemos en el Kin-Ballu y a lo mejor podremos ver desde allí el lago de mis antepasados… ¿Siguen a la cabeza los negritos?

—Sí, Tigre de Malasia —respondió Kammamuri—. Siguen bajo mi puño de hierro.

—Da la señal, coronel —dijo Yáñez—. Ya te has olvidado de que eres un gran militar…

—No, alteza.

—En marcha, pues.

10. En el Kin-Ballu

La columna, aunque agotada, se había puesto de nuevo en marcha a través de aquella interminable llanura d hierba que recordaba a las inmensas estepas del Turquestán. En la depresión que descendía hacia el gran lago de norte de Borneo reinaba un calor pesado que presagiaba algún huracán.

Pero ninguna nube vagaba por el cielo transparentísimo, constelado por miles de estrellas brillantes.

En la lejanía hipaban los grandes sapos de los pantanos, y de vez en cuando se oía el rugido de algún tigre hambriento, rabioso por no haber podido encontrar todavía su cena.

De vez en cuando un soplo de aire calentísimo, que venía de las regiones meridionales, pasaba por la llanura, quitando la respiración y doblando las altas hierbas con un murmullo nada desagradable, pero que alarmaba a los negritos, que esperaban ver surgir en cualquier momento de entre la vegetación a los cazadores de cabezas.

Aquella segunda marcha, más veloz que la primera, duró hasta el amanecer; después negritos, assameses y malayos se dejaron caer al suelo. Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, tampoco podían más.

Sin embargo, ante ellos, a unas cuarenta millas, se delineaba sobre el fondo purísimo del cielo, levemente teñido de azul, una cumbre aislada: era el Kin-Ballu, una montaña enorme, que lleva el mismo nombre del lago aunque la separan de él más de doscientas millas.

— ¡Conformémonos por ahora con verlo! —dijo Yáñez a Sandokán, que lo observaba atentamente, con las manos extendidas sobre los ojos para protegerlos de los fuertes rayos del sol.

— ¡Nuestra salvación está allí arriba! —respondió el Tigre de Malasia.

—Con tal de que no nos asedien de nuevo.

—Tendremos tiempo de proveemos de víveres. Cuando lleguemos batiremos la llanura, que, como has visto, está llena de caza, y esperaremos a los refuerzos.

— ¿Podrá llegar hasta nosotros Sambigliong?

—Desde esa cumbre podremos verlo de lejos —respondió Sandokán—. Veremos si los dayakos, atrapados entre dos fuegos, saben resistir. También Sambigliong tiene cuatro espingardas colocadas en las trincheras de la kotta y no será tan estúpido como para dejarlas allí. Es un hombre viejo, pero sigue siendo astuto como un verdadero malayo. Yo cuento con esas bocas de fuego que siembran tan bien clavos y chatarra. Creo que son más útiles que los lilá y los mirim.

—En efecto, hacían sudar mucho a los ingleses de Labuán cuando trataban de molestar a nuestros praos de Mompracem —respondió Yáñez.

—Vamos a descansar un poco, hermano. Nos lo hemos merecido.

—Si pudiera dormiría veinticuatro horas.

—Y despertarías con la cabeza dentro de una cesta dayaka —respondió Sandokán—. Confórmate con tres horas, ni una más. Tengo prisa por llegar al Kin-Ballu.

Volvieron lentamente al campamento. Todos roncaban ruidosamente a excepción de ocho o diez centinelas que debían relevarse cada hora y que vigilaban las cuatro espingardas ya montadas y colocadas en los cuatro ángulos del claro. Kammamuri había hecho ya preparar para ellos una suave yacija formada por una espesa capa de hierba fresca.

Sin embargo, no se había montado ningún attap, pues en aquellas llanuras no había plantas de alto tronco y hojas gigantes.

En cuanto se hubieron tumbado, los tres jefes de la columna se pusieron a roncar ruidosamente, seguros de que nadie les molestaría.

Al mediodía Kammamuri, siempre incansable, hizo incorporarse a sus negritos con una serie de curiosas órdenes.

Los malayos y assameses, despertados por aquellos gritos, no tardaron en imitar a los pequeños salvajes de las selvas de Borneo.

Se desmontaron en seguida las espingardas y la columna se reordenó rápidamente y se volvió a poner en movimiento, apretando el paso.

Todos intuían que las hordas dayakas debían de haberse lanzado por la llanura con la esperanza de sorprenderlos antes de que pudieran llegar al Kin-Ballu.

Pero si éstas tenían buenas piernas, los negritos, malayos y assameses no tenían nada que envidiarles.

Las columnas de humo descubiertas al amanecer habían desaparecido, lo que hacía suponer que los terribles cazadores de cabezas habían levantado ya el campo para reanudar la persecución.

— ¡Nos siguen! —dijo Sandokán, que se volvía hacia atrás con frecuencia—. Los presiento.

—Pero deben de estar aún lejos.

—Esos condenados correrán.

—Corramos también nosotros y conservemos nuestra notable ventaja.

—Pero ellos están más descansados, pues han pasado la noche en las laderas del Kaidangan, mientras que nosotros estábamos en marcha.

—Estas cuatro o cinco horas de descanso nos han devuelto bastante las fuerzas. Mira cómo caminan las mujeres, a pesar de que llevan niños a la espalda.

—Ya veremos si resisten hasta el Kin-Ballu —contestó Sandokán, moviendo la cabeza.

—Nosotros las ayudaremos. Las municiones no se han terminado todavía y nuestros hombres están preparados para ametrallar a los dayakos.

—Tú siempre optimista.

—Y, como ves, con mi optimismo he conquistado un reino; me he convertido en un rajá y me he casado con la más hermosa raní de la India.

—Siempre tienes razón, Yáñez, y renuncio a discutir contigo —respondió el Tigre de Malasia riendo—. Eres realmente un hombre maravilloso.

—Y tú el más terrible de los hombres. No malgastemos nuestro aliento, hermano, en charlas inútiles, y reservemos todas nuestras fuerzas para las piernas… ¡Qué lejos parece siempre ese maldito Kin-Ballu!

—No llegaremos hasta después del amanecer.

—Y tendremos que escalarlo también.

La columna continuaba su marcha rapidísima. Era una verdadera carrera, que agotaba en especial a las mujeres, cargadas con sus niños, y a los portadores de espingardas.

No obstante nadie se quejaba y todos hacían esfuerzos sobrehumanos para llegar lo antes posible a la montaña, que parecía alejarse cada vez más, en vez de aproximarse.

A las tres de la tarde Sandokán hizo que la columna efectuara una breve pausa y, como por la mañana, volvió atrás con Yáñez y Tremal-Naik para subir a otra ondulación del terreno que se delineaba a unos centenares de metros del campo.

Sin embargo, aquella exploración no dio ningún resultado.

La gran llanura parecía desierta y ninguna columna de humo manchaba el luminoso horizonte.

— ¿Habrán renunciado a la persecución?

—Son demasiado testarudos y tienen demasiado interés en detenemos antes de que lleguemos a orillas del lago —contestó Sandokán.

—Y, sin embargo, se les debería ver desde aquí —observó Tremal-Naik.

—Se deslizan a través de las hierbas, siguiendo probablemente el sendero abierto por nosotros —opinó Sandokán.

—No pareces tranquilo, hermano —observó el portugués.

—Es cierto, Yáñez. Tengo miedo de que me cerquen en esta llanura.

—No somos pocos…

—Pero no sabemos de qué fuerzas dispone el griego. Esa es la incógnita.

—Que se despejará cuando lleguemos al Kin-Ballu. Desde allí podremos saber por fin cuántos hombres ha lanzado tras nosotros el rajá del lago.

—Con tal de que podamos llegar antes de que nos caigan encima. Nuestros hombres no podrán resistir mucho tiempo una marcha como ésta.

—Los indios son buenos corredores y yo respondo plenamente de mis assameses. ¿No ves lo secos y musculosos que son? Los elegí cuidadosamente.

—Tampoco mis malayos son unos perezosos, y tú lo sabes, pues los conoces como yo.

—Entonces todo irá bien —concluyó Yáñez, que nunca dudaba de nada.

El descanso no duró más que media hora. Aunque agotados y hambrientos, ya que las provisiones se habían terminado la noche anterior, todos se mostraron dispuestos a reanudar la marcha, incluso las mujeres. No obstante, se había difundido ya entre todos cierta inquietud, aunque los tres jefes y Kammamuri conservaban una gran calma, más aparente que real.

— ¡Adelante los judíos errantes! —dijo Yáñez, que era tal vez el único que conservaba su eterno buen humor—. El que tenga hambre que se apriete bien el cinturón y concentre todas sus energías en las piernas. En la guerra nunca han sido agradables las retiradas, pero nosotros nos tomaremos una colosal revancha en el Kin-Ballu.

La columna se volvió a poner en marcha, precedida siempre por los negritos, que parecían realmente incansables.

Aquel último trecho de llanura requirió más de cuatro horas de marcha rapidísima y se recorrió en condiciones bastante buenas y sin que los dayakos dieran ninguna sorpresa.

El Kin-Ballu se erguía ya ante la columna, con sus laderas macizas cubiertas por densos bosques, llenos sin duda de caza.

Bajaban grandes torrentes, murmurando y saltando, subdividiéndose en miles de pequeñas cascadas y escondiéndose bajo las altas hierbas de la llanura.

Como el Kaidangan, el Kin-Ballu no es más que un gigantesco pico de mil doscientos o mil trescientos metros de altura, completamente aislado.

Es al sur del lago donde empiezan a formarse las cordilleras, uniéndose a la de los montes de Cristal, que forma la columna vertebral de la isla.

La parte septentrional no tiene más que unos cuantos picos aislados, en su mayoría de origen volcánico.

La columna se había detenido al pie de la montaña, pues no se sentía con fuerzas para acometer la ascensión después de una marcha tan larga. Por otra parte, no corría ninguna prisa. Al parecer los dayakos se habían quedado atrás, y las densas selvas estaban allí, preparadas para ofrecer una magnífica protección a Sandokán y sus hombres.

—Por fin podemos tomar aliento y fumar en paz un cigarrillo —dijo Yáñez al Tigre de Malasia y a Tremal-Naik—. Esta fuga se hará famosa.

—Fuga no —matizó Sandokán—; llámala marcha.

—Está bien: marcha estratégica.

—Y llevada a cabo maravillosamente —añadió Tremal-Naik.

—Gracias a la fortaleza de nuestras piernas —respondió el portugués, que fumaba voluptuosamente—. ¿Y no se podría cenar? Coronel Kammamuri, pregunta al sargento encargado de los víveres qué cena puede ofrecemos esta noche. En el ejército assamés hay siempre uno que, si no se preocupa por los soldados, lo hace al menos por sus jefes y sus vientres.

El maharata, que estaba tumbado tranquilamente a pocos pasos de distancia, aspirando el aire fresco de la montaña, se incorporó rápidamente diciendo:

—Lo siento mucho, alteza, pero el sargento encargado de los víveres ha desaparecido misteriosamente sin dejamos siquiera una miserable cacatúa.

— ¡Qué pobre consolación! —exclamó Tremal-Naik—. Eso no compensará la falta de cena.

—Mandaremos a alguien a buscar fruta —dijo Sandokán—. Espera a que esta pobre gente descanse un poco más.

No los agotemos por completo.

—Y mientras tanto pongamos algún palillo bajo nuestros párpados para que no se cierren en seguida —añadió Yáñez—. Ni siquiera los cigarrillos consiguen mantenerme despierto. ¿Habrán encontrado esos perros dayakos el secreto para no dormir? Haré que me lo enseñen si…

No pudo acabar. Se dejó caer hacia atrás y un momento después roncaba.

—Dejémoslo dormir —dijo Sandokán a Tremal-Naik, que bostezaba constantemente—. Y tú, si quieres, puedes hacer lo mismo. Ya velaré yo con Kammamuri y los negritos. De momento no creo que haya peligro. También los dayakos deben estar cansadísimos, y además tenemos detrás la selva y la montaña.

 

Se sentó sobre una roca despeñada del monte, se colocó entre las piernas su magnífica carabina, llenó su pipa y comenzó a fumar con la mirada puesta en la tenebrosa llanura.

Kammamuri, junto con diez negritos, vigilaba también un centenar de pasos más adelante, cerca de las cuatro espingardas ya colocadas sobre una peña que se alargaba en forma de cachalote.

En la llanura no había ni una señal de vida. No se oían rugidos de fieras ni hipidos de sapos. Sobre el obscuro horizonte no se destacaba ninguna columna de humo, signo evidente de que los dayakos no habían acampado.

También el silencio de las fieras y de los batracios era una prueba de que entre las altas hierbas avanzaban grandes grupos de personas.

Habían pasado tres o cuatro horas cuando Sandokán vio a Kammamuri retroceder rápidamente y aproximarse.

— ¿Los dayakos? —preguntó el Tigre de Malasia, incorporándose.

—Hemos descubierto pinitos luminosos que brillan entre la hierba, capitán —contestó el maharata.

— ¿Lejos?

—Sí.

— ¿Has dado orden a los negritos de que retiren las espingardas?

—Ya las están trayendo.

—Despierta a todo el mundo: es necesario subir al Kin-Ballu. Cuando lleguemos a la cumbre podremos esperar tranquilamente a Sambigliong. Cuida sobre todo de las cajas de municiones.

—Yo respondo de ellas, Tigre de Malasia.

No habían pasado dos minutos cuando la columna estaba ya ordenada de nuevo y avanzaba por las ásperas y boscosas laderas del Kin-Ballu.

Sólo uno había protestado contra aquella inesperada partida: Yáñez, que se había hecho ilusiones de dormir veinticuatro horas seguidas incluso ante los ojos de los dayakos.

Se sucedían los bosques y de los densos matorrales salían gran cantidad de animales. Ningún cazador había llegado nunca hasta las laderas de aquella montaña.

Sandokán, que no temía ya una sorpresa por parte de sus enemigos, había lanzado a sus malayos hacia los flancos con la orden de disparar sobre todos los animales que se pusiesen a tiro.

Para asegurarse una posición óptima necesitaba también una gran provisión de víveres para poder resistir hasta la llegada de refuerzos, que podían retrasarse por causas independientes de su voluntad.

Se oían frecuentes disparos y ante los malayos, que eran todos habilísimos tiradores escogidos, caían en gran número animales terrestres y grandes volátiles, como los argus y los tucanes gigantes y los buceros.

Mientras tanto el grueso de la columna continuaba la agotadora ascensión escalando de vez en cuando enormes rocas que formaban magníficos reductos naturales facilísimos de defender.

Después de cinco horas los negritos y los assameses llegaban a la cima de la montaña, que terminaba, al igual que el Kaidangan, en una pequeña meseta ceñida también por enormes rocas. Una sola torrentera muy empinada y recorrida por un impetuoso curso de agua, descubierta por casualidad por los negritos, conducía hasta allí.

Los otros lados parecían casi inaccesibles.

— ¡Es un verdadero fortín! —dijo Sandokán, que había abarcado de un solo vistazo la cima de la montaña—. Cuando hayamos colocado nuestras espingardas frente a la garganta barreremos con descargas de metralla las hordas dayakas.

—En efecto, es una posición magnífica —respondió Yáñez—; una verdadera posición estratégica, como dicen los generales europeos.

—Donde podremos descansar a nuestras anchas.

—Y donde podré dormir mis veinticuatro horas, o por lo menos eso espero.

—Te estás volviendo perezoso, Yáñez.

—La corte de Assam ha estropeado al antiguo pirata. Allí dormía doce horas en mi suave lecho dorado e incrustado de nácar y rubíes. Un rajá está obligado por el protocolo a hacer larguísimos descansos para recuperarse de las grandes preocupaciones que ocasiona el gobierno de un Estado.

— ¡Ya, tú tenías muchas! —dijo Tremal-Naik bromeando.

—Era el consejero de mi mujer, la raní —respondió el portugués con cómica gravedad.

Los malayos comenzaban a llegar en grupos llevando sobre sus robustas espaldas ciervos, babirusas, aves e incluso monos.

Casi todos habían cazado algo más o menos grande, asegurando así víveres para la columna durante bastantes días con tal de que se encontrase la forma de conservarlos a pesar de los tórridos rayos solares.

Sandokán, Tremal-Naik y Yáñez, tras explorar las otras laderas de la montaña para prevenir alguna desagradable sorpresa y asegurarse de que los intentos de invasión sólo podían efectuarse por la parte de la torrentera, hicieron colocar las espingardas frente a la entrada de ésta; mandaron a algunos hombres a acampar a orillas del curso de agua y dejaron a los demás en plena libertad, pues no había entonces nada que temer.

Pudo más el hambre que el cansancio y el sueño. Las mujeres, siempre infatigables, habían recogido ya mucha leña más o menos seca y habían encendido varios fuegos, detrás de las rocas para que los dayakos no pudieran verlos.

Fueron descuartizados dos babirusas y pronto se difundió por el aire un exquisito olor de carne grasa que puso a todos de buen humor.

El intendente se había encargado de hacer asar para sus señores dos soberbios argus, que no parecían ser inferiores a los faisanes.

Una vez devorada la cena, malayos, assameses y negritos cayeron unos junto a otros, completamente vencidos por el cansancio de los esfuerzos gigantescos efectuados los días anteriores.

Tampoco los jefes habían podido resistir, y no habían tardado en imitarles. Sólo la pequeña vanguardia, que vivaqueaba a orillas del torrente, velaba por la seguridad de todos, pero haciendo esfuerzos dolorosos para mantener abiertos los ojos.

Solamente el ruido de las aguas que se precipitaban por la torrentera rompía el silencio. No se había efectuado ni un solo disparo, ni en la montaña ni en la llanura.

Al día siguiente los assameses, malayos y negritos pudieron también descansar y recuperar por completo sus fuerzas.

No se había producido el ataque que esperaban. Parecía que los dayakos no tuviesen prisa alguna por internarse en aquella garganta que tal vez conocían ya y sabían que no era de fácil acceso, especialmente si la defendían aquellas temidas grandes bocas de fuego que les habían causado tantas bajas. Sin embargo, habían acampado ya en la llanura, casi en la base de la montaña. Algunos exploradores maridados por Sandokán habían podido verlos, a pesar de que se mantenían escondidos entre las altas hierbas y no habían encendido hogueras.

— ¡De nuevo un asedio! —dijo Yáñez, que había avanzado casi hasta la mitad de la montaña acompañado de Tremal-Naik y una pequeña escolta—. Ese bribón griego prefiere hacemos morir de hambre para no sacrificar más hombres. ¿Lo conseguirá?

—Nuestros cazadores no dejan de batir los bosques y traer caza y las mujeres continúan cortando y secando carne en grandes cantidades. Me preocupa más el avance de Sambigliong. Si los dayakos se dan cuenta, destruirán con facilidad a su grupo.

—Sapagar recibió instrucciones al respecto. Cuando veamos brillar a lo lejos tres fuegos o elevarse tres columnas de humo bajaremos también nosotros por la montaña y le abriremos camino.

—Pero no llegará muy pronto.

—No, porque tendrá que avanzar con las debidas precauciones, mi querido Tremal-Naik.

— ¿Habrán dejado atrás alguna columna los dayakos para cubrirse la retaguardia?

—Esa gente no tiene generales y no saben hacer otra cosa que avanzar. Volvamos arriba: podríamos caer en alguna emboscada.

El tercer día no fue diferente de los demás. No se produjo ningún ataque, salvo alguna flecha lanzada contra los cazadores que batían sin descanso las laderas de la montaña para incrementar las provisiones y algún disparo de carabina como respuesta.

Sin embargo, los dayakos comenzaban a mostrarse abiertamente. Sus hordas, seis o siete veces más numerosas que la columna de Sandokán, se habían dividido poco a poco, formando cinco o seis campamentos alrededor de la base de la montaña.

No querían que los asediados les engañasen otra vez desapareciendo sin dejar rastro. Decididamente el griego era gran amigo de los sitios y prefería mantenerse alejado para no recibir algún disparo de fusil. En realidad tenía buenas razones para ello, pues sabía ya que los tres jefes de la columna eran excelentes tiradores.