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100 Clásicos de la Literatura

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Los malayos, assameses y negritos vivaqueaban, junto con las mujeres y los niños, alrededor de hogueras gigantescas, charlando y fumando.

Por las laderas del Kaidangan se oía de vez en cuando algún disparo de fusil. Los cazadores mataban toda la caza que se ponía a tiro de sus carabinas.

— ¡Tendremos una noche pésima! —gruñó, lanzando una última nubecilla de humo—. Huracán y preocupaciones. ¡Por Júpiter! ¿Qué va a suceder? Sin embargo, Sandokán no es hombre que se impresione fácilmente. ¿Estará a punto de estallar el globo terráqueo?

Una descarga lo hizo incorporarse.

Llegaban gritos de abajo.

— ¡A las armas! ¡A las armas!

Lanzó el cigarrillo y corrió roca abajo gritando:

— ¡Sandokán! ¡Sandokán!

La voz de Kammamuri retumbaba fuertemente en la oscuridad que había envuelto ya a la montaña:

— ¡Rápido, negritos…! ¡Formad…! ¡Preparados para cargar…! ¡Veinte hombres a la derecha…! ¡Veinte a la izquierda…! ¡Apunten…!

Continuaban oyéndose disparos por las laderas del monte, cada vez más nítidos. Al parecer los cazadores se batían rápidamente en retirada, no sin presentar de vez en cuando una eficaz resistencia. Los malayos y assameses se habían lanzado hacia las carabinas, deshaciendo los haces, mientras otros abrían rápidamente algunas cajas de municiones que estaban a cubierto bajo un attap casi impermeable.

— ¡Eh, Sandokán! —dijo Yáñez, acercándose al famoso pirata, que daba órdenes a diestro y siniestro—. ¿Se hunde el mundo?

— ¡Parece que va a hundirse la montaña! —respondió el Tigre de Malasia.

— ¿Quiénes son los gigantes que han emprendido hazaña tan colosal?

—Los dayakos, que llegan en bandadas.

—Si se trata de ellos vuelvo a encender mi cigarrillo.

—No bromees, Yáñez. Si el griego se atreve a atacar debe estar bien seguro de lo que hace. Lanzará contra nosotros centenares de hombres.

—Es decir, les hará subir la montaña.

—Eso es.

—Lo cual no será tan fácil, hermano.

Continuaban los disparos por las pendientes del gigantesco monte. Las detonaciones resonaban en las quebradas.

Parecía que estuviesen estallando granadas por todas partes.

Sandokán había tomado el mando de la columna.

— ¡Emplazad las espingardas! —había gritado—. ¡Abrid la caja de la metralla…! ¡No disparéis hasta que los cazadores hayan llegado a la meseta! ¡Kammamuri, coloca a tus hombres en cuatro frentes…! ¡Las mujeres y los niños bajo los attap!

Los disparos se iban haciendo más numerosos y fuertes. Los cazadores se batían en retirada rápidamente, sin cesar de hacer fuego.

De vez en cuando, en la profunda oscuridad, se oían estruendos ensordecedores que se confundían con los primeros truenos.

Relampagueaba y tronaba hacia el gran lago y las nubes continuaban acercándose, impulsadas por vigorosos soplos de un viento muy caliente.

Los malayos, assameses y negritos que habían permanecido en el campamento se habían dividido en cuatro grupos, y cada uno de éstos tenía delante una espingarda, manejada por cuatro artilleros de los praos. Las mujeres y los niños se habían refugiado bajo los techados en ansiosa espera del resultado de la batalla, que se presentaba larga y terrible.

Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik recorrían sin descanso los frentes de combate, más irritados por no poderse lanzar aún contra el enemigo que preocupados. No eran hombres que temblasen ni siquiera ante los mayores peligros. Habían pasado por demasiados durante su vida aventurera para impresionarse por aquel ataque nocturno, que probablemente no sería el último.

— ¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, que estaba escuchando atentamente los disparos que resonaban en las oscuras cañadas—. ¿Qué hacen nuestros cazadores? ¿Disparan contra cientos de babirusas y tapires o contra los dayakos?

—Te puedo asegurar que no son animales los que caen bajo los disparos de esas carabinas, sino hombres —respondió Sandokán.

— ¡Que se retiren, entonces!

—Tratarán de hacerlos volver a la selva. Ya sabes que mis malayos no ceden hasta el último momento.

—Pero mis nervios están en tensión.

—Ellos no pueden saberlo, Yáñez. Por otra parte, tampoco los míos están completamente calmados.

En aquel momento apareció un hombre en la explanada gritando:

— ¡No disparéis!

Era Sapagar, que había mandado el pelotón de cazadores.

— ¿Contra qué animales tiran tus hombres? —preguntó Yáñez avanzando hacia él.

—Contra animales de dos patas, señor —respondió el lugarteniente del Tigre de Malasia, jadeando afanosamente—. Se lanzan al asalto del Kaidangan.

— ¡Oh! —exclamó el portugués—. ¿Se han vuelto locos los dayakos?

—No lo parece, señor. Ni siquiera el plomo los detiene.

—Los detendrán las espingardas —dijo Sandokán—. ¿Son muchos?

—No lo sé, capitán. Salen en grupos de los bosques y os aseguro que no escatiman flechas envenenadas. Afortunadamente nuestras balas tienen un alcance mucho mayor y se puede combatir a gran distancia sin demasiado peligro.

— ¿Se repliegan tus hombres?

—Están sólo a doscientos pasos de aquí. Disputan el terreno palmo a palmo.

Sandokán se llevó a la boca el silbato de oro que llevaba sobre la faja roja y lanzó tres silbidos estridentes. Era la señal de retirada.

Casi inmediatamente cesaron los disparos y unos minutos después aparecieron los treinta cazadores. La batida, a pesar de la sorpresa preparada por los dayakos, no había sido infructuosa, pues volvían con cuatro babirusas y siete u ocho feos monos llamados narigudos, pues tienen una nariz monstruosa muy repugnante, ya que tiene un color rojo y suele estar agrietada. Era una reserva valiosísima en aquellos momentos, que permitiría a la columna resistir unos días de asedio sin padecer hambre.

Además, no había que preocuparse por la falta de agua, pues casi en el centro de la meseta había una especie de estanque formado probablemente por las lluvias, en cuyas aguas Yáñez, que lo había explorado, había visto varios grandes anfibios, de más de un metro de longitud, que los malayos llaman bewak o selira. También éstos podían servir en caso de necesidad, por lo menos para los negritos y sus familias.

Sandokán agregó los cazadores a los cuatro grupos, recomendándoles que no desperdiciaran municiones y tiraran sólo sobre seguro; después llamó a Sapagar, indicando a Yáñez y Tremal-Naik que le siguieran.

—Como tenemos un momento de tregua y no ha comenzado todavía el asalto al Kaidangan podemos cambiar impresiones. Me has dicho que no conoces las fuerzas de los dayakos.

—No, capitán.

—Si se atreven a atacarnos también aquí arriba, después de las durísimas lecciones que les hemos dado, deben de ser sin duda muy fuertes. Ya saben que disponemos de un buen número de bocas de fuego pequeñas y grandes.

—Eso me parece a mí también —dijo Yáñez, al que no se le escapaba ni una sílaba.

—Aún no pueden haber cubierto todo el Kaidangan, pues tiene una base demasiado ancha —prosiguió Sandokán—. Por otra parte temo que el maldito griego, de acuerdo con los hijos del rajá del lago, haga aquí el supremo esfuerzo para interrumpir nuestro avance.

— ¿Lanzando a los dayakos al asalto del monte? —preguntó Tremal-Naik.

—No, asediándonos.

—Pero tenemos todavía fuerzas suficientes para romper las líneas de los sitiadores —observó Yáñez.

—Es probable, pero gastaríamos muchas municiones y sufriríamos muchas bajas. ¿Y cómo nos abasteceríamos?

— ¿Dónde quieres llegar, hermano?

—A que es completamente necesario que alguien vaya hasta la bahía y haga avanzar a marchas forzadas a Sambigliong y a sus hombres con la mayor carga de municiones posible. ¿Qué sucedería si llegásemos a orillas del lago sin carga de metralla y sin una bala? Nuestros parang y nuestros kriss no bastarían para impresionar a los habitantes de los poblados.

— ¿Quieres que vaya a buscarlo y lo traiga? —preguntó Sapagar.

—Es lo que quería proponerte —respondió Sandokán—. Dos hombres hábiles, rápidos y prudentes podrían cruzar las líneas de los dayakos, especialmente durante esta noche de tempestad.

— ¿Por qué dos?

—Te quiero proporcionar un guía fiel y seguro que conozca bien la región: el jefe de los negritos.

—Dame tus últimas instrucciones y partiré —dijo el valeroso lugarteniente de los viejos tigres de Mompracem.

— ¿Has observado, hacia el norte, una colina aislada?

—Sí, capitán.

— ¿A qué distancia crees que se encuentra?

—A menos de tres millas.

—Luego podrías llegar allí entre las dos y las tres de la madrugada.

—Espero que incluso un poco antes —respondió Sapagar.

—Lo primero que deberás hacer es llegar a aquella elevación y encender una hoguera.

— ¿Para qué? —preguntó Yáñez.

—Para que estemos seguros de que has pasado las líneas de los sitiadores. Resistiremos hasta que veamos esa señal y después trataremos de bajar por el monte, a ser posible inadvertidos. Si conseguimos llegar a la llanura quedaremos citados en la cumbre de la montaña Kin-Ballu, no te olvides. Allí esperaremos a Sambigliong, a sus hombres y las municiones.

—Adelante, amigo: el jefe de los negritos está dispuesto a guiarte.

— ¡Que los genios buenos protejan a mis jefes! —dijo el lugarteniente.

Se colocó la carabina en bandolera, sacó el parang, agarró entre los dientes el kriss sinuoso y desapareció en la oscuridad.

Comenzaba entonces a llover. Grandes gotas caían con un ruido extraño, chocando fuertemente contra las rocas, y en la lejanía el trueno aumentaba en intensidad, retumbando siniestramente.

 

Curiosamente no relampagueaba.

Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik habían vuelto a las posiciones avanzadas protegiendo con sus chaquetas las llaves de las carabinas.

Malayos, assameses y negritos seguían en sus puestos y esperaban intrépidamente el ataque de las hordas dayakas, preparados para lanzar contra ellos sus huracanes de metralla. Sobre las cuatro espingardas habían construido pequeños attap, deshaciendo otros, pues no disponían de material suficiente.

Todos se habían puesto a escuchar, pero ningún ruido traicionaba la marcha de los enemigos. Sólo el trueno retumbaba entre las nubes de tormenta que un viento cada vez más cálido impulsaba en una desenfrenada carrera.

Continuaban cayendo las gotas con ruido monótono y la oscuridad parecía aumentar por momentos. Las nubes descendían hacia la cima del Kaidangan, envolviéndolo poco a poco en una ligera niebla.

Inesperadamente, cuando comenzaba a crepitar la lluvia, se oyó un grito:

— ¡A las armas! ¡Ahí está el enemigo!

Después resonó un disparo. Un centinela avanzado se había replegado rápidamente hacia la meseta.

Formas humanas, confusas en la niebla, trepaban silenciosamente por las pendientes del monte, lanzando las primeras andanadas de flechas.

— ¡Que cada uno de nosotros tome el mando de un grupo! —ordenó fríamente Sandokán dirigiéndose a Yáñez, Tremal-Naik y Kammamuri—. Hemos de resistir hasta que veamos la señal.

Después, levantando la voz, añadió:

—Ahorrad, si es posible, balas, pero no escatiméis clavos. ¡Preparados para abrir fuego!

Resonaron dos disparos de espingarda, causando un espantoso griterío. Los malayos, que se encargaban de aquellas largas bocas de fuego, habían comenzado a ametrallar a las hordas que se lanzaban al asalto del Kaidangan, incitadas probablemente por el griego y los dos hijos del rajá del lago.

Se produjo un breve silencio y después entraron en acción las carabinas. Se sucedían las descargas, compitiendo con la potente voz del huracán, alternándose con los disparos de espingarda. Los cuatro grupos, cada uno de ellos mandado por un jefe, formados por malayos, assameses y negritos, habían entablado resueltamente el combate, decididos a vender cara la vida.

Protegidos por las enormes rocas, que cubrían la altiplanicie y formaban trincheras casi inexpugnables, no tenían que temer demasiado, de momento por lo menos, a las flechas envenenadas, que llevaban casi siempre una dirección vertical a causa de la pendiente del Kaidangan.

Durante un cuarto de hora se oyó un estruendo continuo, ensordecedor. En dos ocasiones nutridas bandas de dayakos se habían presentado en los lindes de la meseta intentando una carga a golpes de kampilang, pero los huracanes de clavos lanzados por las cuatro espingardas las habían hecho retroceder, obligándolas a retiradas más que precipitadas. Y no combatían sólo los malayos, assameses y negritos. Las mujeres salvajes, junto con sus hijos mayores, habían tomado también parte en la lucha, lanzando a las cabezas de los asaltantes una verdadera lluvia de piedras más o menos gordas y tan peligrosas como las balas de las carabinas.

Acostumbradas a defender sus poblados aéreos y a combatir al lado de sus maridos y sus hijos, aquellas intrépidas mujeres desafiaban las flechas envenenadas y la tempestad para cumplir con su deber.

Los dayakos, que debían haber sufrido numerosas bajas, después de efectuar un último esfuerzo, saludado por cuatro disparos de espingarda casi simultáneos y una cuarentena de tiros de fusil, se habían retirado precipitadamente a las selvas que cubrían las laderas del Kaidangan, pues habían comprendido ya la imposibilidad de conquistar su cumbre con sus ataques con armas blancas. En su bando no se habían oído más que escasísimos disparos, procedentes, probablemente, del griego y de los hijos del rajá del lago.

— ¡Parece que ya tienen bastante! —dijo Yáñez a Sandokán—. Estoy seguro de que esta noche no volverán al ataque.

— ¿Y mañana? —preguntó el Tigre de Malasia.

—Los haremos retroceder una vez más por las laderas del Kaidangan.

— ¿Y pasado mañana?

—Lo mismo, ¡por Júpiter!

— ¿Y las municiones? ¿Durarán eternamente?

—Sé que ése es nuestro problema. ¿Qué piensas hacer?

—Esperar la señal y después partir.

—Hace más de una hora que salió Sapagar.

—No llegará a la altura antes de las tres de la madrugada.

—Pues esperemos. Pero ¿crees que conseguiremos escapar de los dayakos?

—No me cabe la menor duda.

—Y ese Nasumbata ¿no nos causará contratiempos? ¿Quién lo llevará?

—Lo dejaremos aquí. Que se las entienda con su amigo griego y tu chitmudgar. Ya no sé qué hacer con él. Me ha dicho lo que quería saber y ahora no tenemos tiempo de ocupamos de los inválidos.

—Esperemos que los dayakos lo confundan con uno de nuestros hombres y lo decapiten —dijo Yáñez—. Su cabeza le pesa ya demasiado sobre los hombros y hace tiempo que debería figurar en alguna colección de cráneos.

Mientras hablaba seguía a Sandokán, que se dirigía hacia la roca que servía como observatorio. La lluvia continuaba cayendo y una profunda oscuridad envolvía las llanuras circundantes. Se habría visto en seguida un punto luminoso que apareciese por el norte. Los centinelas avanzados, salidos de los cuatro grupos después de la retirada de los dayakos, continuaban disparando de vez en cuando sus carabinas para que el enemigo comprendiera que en la pequeña meseta no se descuidaba la vigilancia.

Sandokán y Yáñez se habían puesto a observar. Ya no se veía la colina, pues, como hemos dicho, la envolvía la oscuridad. Pasó una hora sin que los dayakos reanudasen el ataque, pero volvió a sonar la voz de los centinelas.

— ¡A las armas!

9. La retirada al Kim-Ballu

Sandokán y Yáñez se habían precipitado roca abajo decididos a presentar una desesperada resistencia en espera de la señal, pues no querían intentar el descenso sin tener la seguridad de que Sapagar y el jefe de los negritos estaban ya libres de peligro.

El éxito de la expedición podía depender ya de aquellos dos hombres. Un refuerzo de veinte malayos, curtidos por toda clase de batallas terrestres y navales y además cargados de municiones, no era cosa despreciable en una lucha que podía deparar, a orillas del misterioso lago, desagradables y gravísimas sorpresas.

Los cuatro grupos habían respondido en seguida a la alarma dada por los centinelas con cuatro sonoras descargas de espingarda, cubriendo de clavos las laderas del Kaidangan.

Los dayakos debían haber experimentado el efecto de aquella andanada, pues los disparos provocaron agudísimos gritos de dolor.

Las carabinas no tardaron en entrar en acción por segunda vez. Se sucedían las descargas cuando las espingardas iban a ser recargadas.

La meseta parecía un cráter. Lo que sorprendía a Sandokán y a Yáñez era el comportamiento de los negritos.

Aquellos pequeños hombres, quince días antes todavía salvajes y perfectamente desconocedores del uso de las armas de fuego, combatían magníficamente, compitiendo con los malayos y assameses.

Formados en dos líneas, esperaban que los dayakos, sus mortales enemigos, apareciesen delante de las rocas para fulminarlos casi a quemarropa. Ciertamente se estaban tomando un terrible desquite, gracias a la superioridad de sus armas y al apoyo de sus formidables compañeros, mientras tanto las espingardas disparaban sin descanso, confundiéndose sus detonaciones con los truenos que resonaban entre las nubes y abriendo entre los asaltantes grandes brechas que no siempre se cerraban.

A pesar de las pérdidas enormes que sufrían, los dayakos no renunciaban a sus intentos. Rechazados, volvían a la carga más furiosos que antes, tratando de llegar al cuerpo a cuerpo, cosa que no deseaban en absoluto ni los malayos ni los assameses, demasiado inferiores numéricamente para resistir un enfrentamiento tan terrible.

Hacía media hora que sonaban las descargas, con gran derroche de municiones, cuando hacia la mitad de la ladera se oyeron varios gongs.

— ¿Qué significa eso? —se preguntó Yáñez, que Manejaba una de las cuatro espingardas—. Es una señal.

En aquel momento se oyó a Sandokán gritar:

— ¡El fuego! ¡El fuego de Sapagar! ¡Barred a estos canallas! ¡Ala carga!

Los cuatro grupos iban a lanzarse hacia adelante empuñando los parang cuando cesaron bruscamente las vociferaciones de los dayakos.

—Eh, Sandokán —gritó Yáñez—, ¿contra quién quieres cargar?

— ¡Contra los dayakos, saccaroa!

— ¡Pero si se están retirando!

— ¿Huyen?

—Y más rápidos que los babirusas. Creo que ya han tenido bastante y no se sienten capaces de soportar más duchas de clavos. Deben tener ya muchos bajo la piel.

—Entonces es el momento de levantar el campo —dijo el Tigre de Malasia—. No obstante, tratemos de engañarlos. Los ataques se han hecho siempre en este frente, lo que quiere decir que por esta parte intentarán mañana un esfuerzo supremo y que por eso tendremos que vigilarla de forma especial.

—Cierto —respondió Yáñez.

—Haz que desmonten los attap y enciendan hogueras a cierta distancia una de otra. Los dayakos creerán que hemos establecido aquí nuestro campamento, mientras que nosotros escaparemos por la otra parte. Descenderemos en una sola fila, de uno en uno. Que los negritos vayan delante con Kammamuri, pues son más rápidos y hábiles que nosotros; después irán los malayos con las espingardas, conducidos por mí, y tú tomarás el mando de los assameses junto con Tremal-Naik. ¿De acuerdo?

—Completamente.

—Diles que guarden silencio. El griego puede haber colocado centinelas también en las laderas occidentales y eso es lo que tenemos que evitar.

— ¿Y si se dan cuenta de nuestra retirada?

—Nos lanzaremos contra las líneas dayakas con ímpetu desesperado y nos abriremos paso con los parang. Nuestros hombres son valerosos y tengo plena confianza en ellos.

—Y yo también, Sandokán —respondió Yáñez.

—Haz lo que te he dicho mientras yo voy a decirle un par de cosas a Nasumbata.

— ¿Quieres realmente dejarlo aquí?

—Ese hombre sería un impedimento.

Se dirigió hacia un attap, donde habían colocado al traidor, con los brazos aún atados y la pierna herida vendada.

—Te perdono la vida —le dijo Sandokán—, aunque tendría el derecho de quitártela; pero los años han calmado la ferocidad del Tigre de Malasia.

—Gracias, capitán.

—Nosotros partimos y tú te quedarás aquí, pues no podemos ocupamos de los heridos. No nos sobran brazos.

—Como quieras, capitán.

—Una última pregunta.

—Te escucho, capitán.

—Confío en tu sinceridad.

—Te debo la vida.

— ¿Dispone de muchas armas de fuego el rajá del lago? —Sólo posee una docena de carabinas y un lilá.

—Está bien: ahora déjate amordazar. Me veo obligado a tomar precauciones.

—Como quieras, capitán.

Sandokán desató la larga faja de seda roja que le ceñía las caderas, desgarró un pedazo y amordazó estrechamente al traidor, dejándole libre la nariz para que no corriera el riesgo de morir asfixiado.

— ¡Adiós! —le dijo después, bruscamente—. Y procura que no te encuentre de nuevo entre mis enemigos, pues esta vez sería inexorable.

Cuando dejó el attap siete u ocho hogueras ardían sobre las rocas que rodeaban la meseta y la columna, dispuesta en fila india, estaba preparada para iniciar el descenso del Kaidangan.

Como había ordenado, los negritos se encontraban en la vanguardia, pues aquellos hombrecillos estaban acostumbrados a las marchas nocturnas por la selva y poseían además un oído finísimo que les permitía captar, aun a notables distancias, los más débiles ruidos; seguían los malayos, que llevaban las espingardas desmontadas, y finalmente los assameses con las últimas cajas de municiones y algo de caza que no habían querido dejar para que la aprovecharan los dayakos.

Sandokán pasó rápidamente revista a la columna y después ordenó:

— ¡Adelante!

El huracán estallaba entonces con gran violencia, con un ruido sordo. Comenzaba a caer la lluvia a cántaros y el viento aullaba alrededor de los últimos picos del Kaidangan. De vez en cuando brillaba un relámpago entre las nubes tormentosas, volviendo después, aún más densa, la oscuridad.

 

La larga columna descansó un momento en el borde occidental de la meseta y después los negritos, conducidos por el subjefe de la pequeña tribu y por Kammamuri, comenzaron el descenso.

Por aquel lado la montaña era muy empinada y los bosques llegaban más arriba que por las demás partes, pero el descenso se efectuaba con mucho orden entre el ruido de la lluvia y los estruendos ensordecedores de los truenos. Cada vez que un relámpago rompía las tinieblas todos los hombres, las mujeres y los niños se lanzaban rápidamente a tierra para que no les vieran los centinelas dayakos que podían vigilar los bordes de la selva y después reanudaban su marcha silenciosa, con los oídos atentos y los ojos bien abiertos.

En la cumbre del Kaidangan continuaban ardiendo con resplandores rojos las hogueras. En la lejanía brillaba todavía en la oscuridad el fuego encendido por Sapagar y el jefe de los negritos.

A las dos de la madrugada la columna que avanzaba por las laderas del monte como una monstruosa serpiente llegaba felizmente a los primeros árboles. No se había dado ninguna alarma. Probablemente los dayakos, engañados por las hogueras y temiendo algún inesperado contraataque por parte de los asediados, habían reunido a todos sus grupos dispersos por las laderas para poder resistir mejor el choque.

— ¡Parece que todo va bien! —dijo Yáñez, llegando donde estaba Sandokán, que había ordenado un breve descanso para mandar algunos exploradores.

— ¡Tengo la esperanza de haber engañado a ese perro griego! —respondió el Tigre de Malasia.

— ¿No crees que haya centinelas por aquí?

—Si hay alguno acabaremos con él a golpes de parang. Ordena a tus hombres que nadie dispare, suceda lo que suceda. Quiero llegar a la llanura sin atraer la atención del grueso de los dayakos. La pendiente es demasiado pronunciada para colocar en batería las espingardas, que constituyen nuestra fuerza principal.

En aquel momento volvían los cuatro negritos mandados como exploradores.

— ¿Nada? —preguntó Sandokán a Kammamuri, que había hablado rápidamente con los pequeños hombres de la selva.

—No hay dayakos, señor —respondió el maharata.

— ¿Están seguros?

—Esos salvajes difícilmente se equivocan —dijo Yáñez—. Lo sabes mejor que yo.

— ¡Adelante! —ordenó Sandokán.

La columna se internó resueltamente en la vegetación que cubría las laderas del Kaidangan. Seguía lloviendo a cántaros y el viento se enredaba bajo las bóvedas vegetales, torciendo ramas y hojas y aullando con mayor fuerza.

Brillaban relámpagos seguidos de truenos estremecedores, pero los fugitivos no se preocupaban ya; es más, acogían con agrado aquellos inesperados resplandores que le permitían descubrir a los centinelas dayakos si se encontraban escondidos bajo los árboles o entre los matorrales. Habían dejado atrás la zona descubierta y era ya difícil que les sorprendiesen.

Continuó el descenso durante una hora más, entre plantas gigantescas cuyos troncos macizos no temblaban ni siquiera bajo las potentes ráfagas de viento.

La columna no estaba más que a trescientos o cuatrocientos metros de la llanura cuando pasó de boca en boca una palabra, transmitiéndose rápidamente hasta el último hombre.

— ¡Alto!

Yáñez dejó a los assameses y se aproximó a Sandokán.

— ¿Nos habrán cortado la retirada? —le preguntó.

—No creo —respondió el Tigre de Malasia.

— ¿Por qué entonces esta pausa precisamente ahora que hemos terminado prácticamente el descenso?

—Esperemos a Kammamuri. Está en la vanguardia con los negritos y vendrá a decimos algo. Mantén reunidos a tus hombres.

—Está Tremal-Naik con ellos y me fío completamente de él. Vale por un general.

—Tal vez necesitemos lanzar a la carga a algún grupo. Estamos ya lejos y con todo este estruendo que producen los truenos y el viento nadie podría distinguir una descarga de fusiles. Ahí está Kammamuri, si no me equivoco. Ahora sabremos quién nos ha detenido.

En efecto, el maharata subía rápidamente la montaña para llegar donde estaban sus jefes mientras ordenaba a los hombres que formaban la columna que tuviesen preparadas las armas.

— ¿Qué novedades hay, Kammamuri? —preguntó Sandokán.

—Hay una pequeña guardia de dayakos emboscada en la base de la montaña, entre las altas hierbas.

— ¿Nos han descubierto?

—No; los negritos la han visto a la luz de un relámpago.

— ¿Has dicho que es pequeña? —preguntó Yáñez.

—Sólo unos pocos hombres.

—Déjame a mí, Yáñez —dijo Sandokán.

Se dirigió a sus malayos.

—Dejad en el suelo las espingardas y seguidme —les ordenó—. No quiero ningún disparo, no lo olvidéis. Atacaremos con los parang y los kriss. Tú, Yáñez, ten preparados a los assameses para que acudan a mi llamada, aunque espero no necesitarlos. ¡A mí, tigres de Mompracem!

Los malayos estaban ya preparados para seguirle. Habían descargado las espingardas y los trípodes, se habían colocado en bandolera los fusiles y habían desenvainado los pesados y brillantes sables.

Sandokán se colocó a su cabeza mientras los negritos se acurrucaban formando un grupo compacto bajo las inmensas hojas de un banano para protegerse de la lluvia, que no dejaba de caer impetuosamente. Los assameses, en cambio, habían permanecido en pie para poder acudir con más rapidez en caso de que hubiera necesidad de sus tarwar. Pero Yáñez estaba tan seguro de que no tendría que intervenir que había encendido un cigarrillo. Ya antes de dejar el pico había mandado abrir su caja particular, donde había hecho amontonar miles de cigarrillos para no aburrirse demasiado durante el descenso de la montaña.

Mientras tanto, Sandokán y sus malayos se deslizaban silenciosamente como sombras entre los árboles, escondiéndose tras los enormes troncos cuando algún relámpago iluminaba la escena.

Querían caer por sorpresa sobre los dayakos y aniquilarlos antes de que pudieran emitir ningún grito.

Con aquella lluvia torrencial los salvajes no se esperaban ciertamente un ataque, sobre todo considerando que creían que sus enemigos estaban en la cumbre del monte. Pasando de tronco en tronco el grupo no tardó en llegar a la llanura. Sandokán y sus hombres habían observado ya exactamente a la luz de los relámpagos el lugar donde se encontraba emboscada la pequeña guardia.

— ¡Atención! —dijo a sus malayos, que le seguían de cerca, impacientes por entrar en acción—. No son más que siete u ocho y no debéis dejar escapar a ninguno.

Se internaron entre las altísimas hierbas, arrastrándose como serpientes, y llegaron sin ser vistos a pocos pasos del grupo de dayakos. Éstos estaban acurrucados unos contra otros para refugiarse de la lluvia que continuaba cayendo.

Sandokán esperó unos minutos para que sus hombres tuvieran tiempo de agruparse y después se lanzó hacia adelante con la cimitarra levantada gritando:

— ¡A ellos, tigres de Mompracem!

Los dayakos, al oír esa orden, se habían incorporado rápidamente para rechazar aquel fulminante ataque, pero era ya demasiado tarde.

Se entabló un furioso combate, pues también aquellos terribles cazadores de cabezas eran unos magníficos guerreros.

Los treinta malayos acabaron fácilmente con aquel pequeño grupo. Dos minutos después la pequeña guardia yacía en su totalidad sin vida entre las altas hierbas, mezclando su sangre con la lluvia torrencial.

Sandokán sacó el silbato de oro y lanzó una nota agudísima.

Inmediatamente negritos y assameses descendieron corriendo por el último trecho del Kaidangan, reuniéndose al borde de la inmensa llanura.

— ¿Ya está? —preguntó Yáñez.

—Han caído todos —respondió Sandokán.

—No me gusta matar así.

— ¡Era necesario, Yáñez! Por otra parte, si ellos hubieran podido sorprendemos a nosotros, dentro de quince días nuestras cabezas adornarían la cabaña de algún jefe.

—Eso es cierto, y yo no deseo de ninguna forma dejar aquí mi cráneo. La raní de Assam lloraría demasiado si perdiese a su príncipe consorte.

— ¿Piensas mucho en Surama?

— ¡Por Júpiter! ¡Es mi mujer! ¿Continuamos, hermano?

—A toda marcha. ¿Dónde están las espingardas?

—Las traen mis assameses.