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100 Clásicos de la Literatura

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—Y rajá en parte —dijo Tremal-Naik.

—Mejor dicho, maharajá —dijo Sandokán.

Sapagar, seguido por cuatro o cinco mujeres negritas, había aparecido bajo el attap llevando triunfalmente bajo una doble hoja de banano un asado colosal, suficiente para veinte personas, mientras sus ayudantes traían, también sobre hojas de banano, anchas rebanadas del fruto del árbol del pan asadas y pirámides de pombos y bananas.

— ¡Esto es un verdadero banquete! —exclamó Yáñez—. ¿Se podría conseguir también, señor mayordomo o chef, un poco de vino?

—Hemos descubierto, señor, una arenga saccharifera, y mis hombres están exprimiéndola.

—Si alguna vez te decides a venir a la corte de Assam te nombraré primer cocinero de la corte.

—Prefiero trabajar con el parang, señor —respondió el malayo riendo—. Es más emocionante.

— ¡Carnicero y bandido! Renuncias a una posición honrosa para seguir siendo pirata.

— ¡Como si tú no lo hubieses sido nunca! —dijo bromeando Sandokán.

—Entonces defendíamos Mompracem contra los leopardos ingleses.

Al oír nombrar a su isla una sombra oscureció la frente de Sandokán.

— ¡Ya está conmovido! —dijo Yáñez, que se había dado cuenta.

— ¿Sabes que daría todo el reino de mis antepasados por un solo trozo de aquella tierra?

—Ahora preocúpate por conquistar aquél.

—Sí, por ahora.

—Y dale una buena dentellada a este asado. Ya tendremos tiempo de hablar de ese asunto, que también a mí me interesa.

Le pidió a Tremal-Naik el tarwar y se puso a cortar en lonchas el trozo de rinoceronte.

Se habían puesto a comer con buen apetito, acompañando la carne, un poco coriácea pero sabrosa, con frutos del árbol del pan y alguna banana, cuando a poca distancia resonó un silbido estridente, seguido por un fragor de ramas y árboles.

— ¡Vuelven los rinocerontes! —gritó Yánez, saltando hacia su carabina—. ¡Nos han aguado la cena!

7. Cargas furiosas

Los malayos, assameses y negritos que estaban refocilándose con la carne de rinoceronte alrededor de las gigantescas hogueras se habían incorporado rápidamente, lanzándose hacia las carabinas, pues tampoco a ellos les había pasado inadvertido aquel amenazador resoplido.

Si se hubiera tratado de un solo animal tal vez no se habrían preocupado demasiado, pero sabiendo que muchos otros vagaban por la selva completamente ciegos el asunto se volvía inquietante.

Aquellos animales, irritados por las quemaduras, podían de un momento a otro volver sobre sus pasos y arrollar el campamento y a los acampados, sin que ninguna fuerza humana pudiese detener su impulso poderoso. No obstante, los árboles seguían ofreciendo un segurísimo refugio.

Uno por lo menos de aquellos desventurados animales merodeaba por las proximidades del campamento y desahogaba su rabia y sus dolores contra los matorrales y las plantas de tronco delgado.

Se oían crujidos que se hacían cada vez más nítidos y el sonoro golpear de la cadena contra los troncos.

—Creo —dijo Yáñez— que estos animales nos molestarán más ahora que cuando asaltaban el campamento. Aunque no nos ven, sabrán orientarse por el olfato, y los cazadores me han asegurado que los rinocerontes lo tienen finísimo.

—Es cierto —confirmó Tremal-Naik.

—Y precisamente por eso estoy decidido, si se presenta la ocasión, a acabar con esos peligrosos animales —dijo Sandokán—. Sapagar, haz que las mujeres y los niños se refugien en los árboles, y nosotros preparémonos para combatir, por ahora, a ese bicho que se divierte arrancando plantas. Siempre será uno menos que se lanzará sobre la columna cuando reanudemos la marcha.

Esperó a que se cumpliese su orden y después se puso en marcha intrépidamente hacia la selva, seguido por Yáñez, Tremal-Naik y media docena de malayos elegidos entre los mejores tiradores, mientras los otros se disponían en una doble fila, mandados por Sapagar y Kammamuri, para cortarle el paso al animal y fulminarlo antes de que pudiese cruzar el claro.

Continuaba el estruendo en medio de la densa maleza de arecas, entrelazada estrechamente con haces de grandes calamus.

Al parecer el animal había quedado aprisionado y al no encontrar la salida, pues debía de haber perdido la vista, intentaba abrirse camino a cornadas.

—Lo sorprenderemos ahí dentro —dijo Sandokán, que avanzaba cautelosamente.

Iba a agarrarse a los calamus, pues tampoco él había encontrado una abertura, cuando oyó al rinoceronte lanzar una especie de bramido, seguido inmediatamente por otro más ronco y menos sonoro.

— ¿Qué pasa, Sandokán? —preguntó Yáñez mientras en el interior de la maleza se percibía con claridad el ruido producido por árboles y matorrales al romperse—. Parece como si se estuviera librando un terrible combate bajo esas gigantescas hojas.

—El rinoceronte debe de haber sido asaltado —dijo el Tigre de Malasia.

— ¿Por quién?

—Por alguna pantera que estaba emboscada. No os acerquéis a la maleza: apuntad las carabinas y estad preparados para abrir fuego.

El rinoceronte lanzaba bramidos horripilantes y resoplidos agudísimos, a los que respondían siempre roncos rugidos que no se parecían en nada a los formidables e impresionantes de los tigres de Borneo, más pequeños que los indios pero no menos sanguinarios.

Los troncos de los sagú y de las arecas oscilaban amenazadoramente, como si los golpease una catapulta con ímpetu irresistible, y las gigantescas hojas se agitaban borrascosamente, como si hubiera estallado inesperadamente un huracán.

Sandokán, viendo que ninguno de los combatientes conseguía abrirse paso, a pesar de los prudentes consejos de Yáñez y Tremal-Naik, con su habitual temeridad se agarró a los calamus, sosteniendo la carabina por la correa con los dientes.

Trepó tres o cuatro metros y luego bajó rápidamente.

— ¿Qué? —preguntaron Yáñez y Tremal-Naik.

—No me había equivocado: una pantera negra ha atacado al rinoceronte —respondió el Tigre de Malasia.

— ¡Pobre bicho! —exclamó el portugués—. Ha perdido la vista y ahora siente sobre el lomo las uñas de esa fiera, duras como el acero… ¿Se abre paso o no?

—Está esforzándose furiosamente por escapar de esa trampa. Se ha metido en una verdadera red de rotang, y tendrá que sudar mucho para salir de ella. Tened cuidado: os podría embestir. Ese gran animal estará furioso.

—En lo que a mí se refiere —dijo Yáñez—, me preocupa más la pantera que el rinoceronte. Yo dispararé mis dos balas contra ella y…

Un estruendo formidable interrumpió su frase.

El rinoceronte, con un último y más potente impulso, había conseguido salir de su prisión vegetal y corría por el claro llevando sobre su lomo, estrechamente agarrada, a una soberbia pantera negra, que no dejaba de desgarrar ferozmente con dientes y garras la dura piel de su enemigo.

Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y los seis malayos se apartaron apresuradamente para no correr el peligro de que los arrollase el rinoceronte o les atacase la pantera, que en aquel momento podía resultar más temible que el pobre ciego.

Retumbó sonora bajo los árboles la voz del portugués:

— ¡Para mí la piel negra y suave; para vosotros la dura!

Y se oyó una descarga cuyo eco resonó en la gran selva.

El rinoceronte, alcanzado probablemente por varias balas, se encabritó bruscamente, mostrando su cuerno nasal, medio consumido ya por el fuego, y después cayó bruscamente al suelo, agitando desesperadamente sus patas macizas.

La pantera, más ágil, había saltado hacia un lado y miraba a los cazadores con sus ojos fosforescentes.

—Es mía —dijo Yáñez, que había reservado sus proyectiles.

Y apuntó la carabina.

La fiera, sorprendida al encontrarse ante tantos hombres, estaba agazapada y gruñía sordamente, aunque se disponía a intentar un ataque desesperado.

Yáñez, tranquilo como si se encontrase ante un blanco cualquiera, había apuntado ya hacia ella. Resonaron, una tras otra, dos detonaciones secas.

La pantera se revolcó dos veces por el suelo, gruñendo; después, aunque perdía sangre abundantemente por el hocico y por el lomo, se incorporó con un movimiento rapidísimo y, haciendo acopio de sus últimas fuerzas, se lanzó contra el grupo de los cazadores, que estaban en aquel momento recargando las armas.

Sandokán, que conocía la extraordinaria vitalidad de aquellas fieras, se mantenía en guardia, aunque tenía gran confianza en la habilidad del portugués.

Extraer la cimitarra y cortarle el paso a la fiera fue cosa de un solo instante. El arma brilló y cayó con gran fuerza, cortándole limpiamente la cabeza al enfurecido animal.

— ¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez con cierto estupor—. ¿Es que se necesita un cañón para derribar a estos animales?

—Esperaba algo así —respondió Sandokán—. Conozco la vitalidad extraordinaria de estas fieras.

—Pueden competir con los tiburones.

—En efecto, Yáñez.

—Es una pena no tener un poco de frío.

— ¿Por qué?

—Esa magnífica piel podría servirme.

—Como te pertenece, haré que la preparen y la utilizarás durante la noche para protegerte de la humedad del terreno. Cuanto más avancemos más terrenos pantanosos encontraremos, y no sentirás tenerla. Nos ocuparemos de ello mañana por la mañana. Me parece que ahora tenemos derecho a descansar un poco después de tantos acontecimientos.

—No hemos comido el postre.

— ¡Ah, Yáñez! ¿Cuándo dejarás de ser tan despreocupado? —dijo Tremal-Naik.

—Cuando tenga cien años —respondió el portugués—. ¡Por Júpiter! Aún no estoy decrépito… Comeremos la fruta mañana como desayuno.

 

Volvieron al campamento, donde los malayos, assameses y negritos seguían esperando la carga del rinoceronte, hicieron bajar de los árboles a las mujeres y los niños, dispusieron una doble guardia en los linderos de la selva y después de charlar un rato con el jefe de los negritos y con Nasumbata, se tumbaron sobre las frescas hojas sin olvidar colocar al lado las carabinas y las armas blancas.

También aquella noche transcurrió tranquilamente.

Los rinocerontes debían de haberse alejado mucho, y los dayakos, después de la dura lección encajada, habían comprendido ya que se encontraban ante una columna muy resistente y formada por hombres decididos a defenderse hasta el final, y parecían haber renunciado, de momento por lo menos, a emprender una eficaz ofensiva.

Al amanecer, Sandokán, seguro ya de que había impresionado profundamente a los guerreros del rajá blanco después de la inútil carga de los rinocerontes, daba la señal de partida y la columna reanudaba su marcha para llegar a las pendientes del Kaidangan, donde esperaba descansar unos días antes de continuar hacia las montañas del Kin-Ballu para descender después hacia el lago del mismo nombre. Sin embargo, hay que decir que nadie estaba seguro de que aquella marcha fuera a terminar sin alguna otra extraña peripecia.

Especialmente Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik esperaban a cada paso alguna sorpresa desagradable por parte del griego o de los rinocerontes que corrían desesperadamente por las selvas.

En efecto, hacía un par de horas que marchaba la columna por una densa selva, formada casi exclusivamente por bananos salvajes, cuyas inmensas hojas formaban una semipenumbra, cuando la nutrida vanguardia, formada por malayos y negritos, se detuvo bruscamente una vez más, formando de manera más o menos regular.

— ¡Es una magnífica marcha de emboscadas! —dijo Tremal-Naik—. ¿Para cuántos días tendremos todavía?

—Hasta que lleguemos a orillas del lago —respondió Yáñez.

Sandokán se había apresurado por llegar a la vanguardia mandada por Kammamuri.

— ¿Qué esperas, amigo? —le preguntó—. Imagino que no habrás hecho detenerse a nuestros exploradores para demostrar tu habilidad como instructor. No sería el momento adecuado.

—No, señor —respondió el maharata—. Las maniobras se hacen en tiempos de paz y no en tiempos de guerra. La selva está agitada.

— ¡Pero si en este momento no sopla ni la más ligera brisa!

—Y, sin embargo, la selva no está tranquila.

— ¿Estarán avanzando los dayakos?

—Creo más bien, capitán, que se trata una vez más de esos malditos rinocerontes, que no saben adónde ir.

—No quisiera tener sus ojos, amigo. Deben de estar ciegos.

— ¿Oyes, señor?

Mientras la pequeña formación conservaba una inmovilidad absoluta, manteniendo las carabinas apuntadas por todas partes, incluso contra el grueso de la columna, pues el instructor de las tropas assamesas había enseñado, especialmente a los negritos, que tenían que colocarse en cuatro líneas, Sandokán se puso a escuchar, colocándose las manos detrás de las orejas para recoger mejor los más leves ruidos.

— ¡Saccaroa! —murmuró finalmente levantándose—. Tienes un oído finísimo, mi querido Kammamuri. No en balde has vivido en las Sunderbunds tantos años con tu señor… Hay animales corriendo por la selva.

—Son esos simpatiquísimos rinocerontes —dijo Yáñez, que se había unido a ellos—. ¡Qué bichos tan encantadores!

—Creo que lo has acertado, hermano —respondió Sandokán.

—Ya te había dicho que teníamos que exterminarlos antes de dar la orden de avanzar.

— ¿Y por qué no has ido tú a asirlos por el cuerno?

— ¡Por Júpiter! ¿Y me preguntas por qué? Si los haces de leña que les habían regalado los dayakos se lo habían quemado ¿por dónde querías que los asiese?

—Por la cola —dijo Tremal-Naik, que había llegado también a la vanguardia.

—Y tú, gran cazador de las Sunderbunds, ¿por qué no has ido a asirlos por la nariz?

—Porque la deben de tener quemada por el fuego.

—Es cierto, amigo —respondió Yáñez con aire serio—; y la cola estaba demasiado lejos del cuerno. Otra vez será, cuando vuelva yo a nacer con la fuerza de Sansón.

— ¿Quién es ése? —preguntó Tremal-Naik.

—Un personaje que los indostánicos no han conocido nunca. Tú no eres cristiano ni has leído historia sagrada.

El indio iba a contestar cuando un grito, o, mejor dicho, una orden seca lanzada por Kammamuri, el instructor de los guerreros de los bosques, interrumpió aquella extraña conversación.

— ¡Formar en doble hilera!

— ¡Pero ése no es un general nacido para mandar! —exclamó Yáñez—. ¿Qué quiere decir esa orden? ¡Pobres tropas assamesas! ¡Y los maharatas se jactan de ser los mejores guerreros de la India!

Pero con gran sorpresa vio cómo la vanguardia rompía el cuadrado con gran precisión y rapidez y se disponía en dos líneas, una de rodillas y otra de pie, en posición de fuego, presentando un frente muy sólido.

—Hace un momento estaba calumniando a mi sargento instructor —dijo, entre serio y jocoso, a Sandokán y Tremal-Naik—, y ahora me veo obligado a retirar esas afirmaciones injuriosas para un hombre de armas… ¡Kammamuri —gritó después—, te nombro en este campo de batalla coronel de las tropas de la raní de Assam! Morirás como un gran mariscal.

—Prefiero vivir muchos años como sargento instructor —respondió el maharata.

—Coronel he dicho.

—Bien, alteza; coronel.

Una gran carcajada siguió a aquella cómica respuesta. Aquellos hombres extraordinarios se divertían alegremente ante un peligro que podía ser gravísimo. Mientras tanto continuaba el estruendo en la densa selva. Parecía que aquellos animales enloquecidos se lanzasen en todas direcciones, sedientos de muerte y destrucción.

No cabía la menor duda de que eran los mismos rinocerontes que los dayakos habían lanzado a la carga la noche anterior, pues de vez en cuando se oían los bramidos formidables que lanzan sólo cuando están furiosos; de ordinario no se les oye más que una especie de resoplido algo estridente.

— ¡Parece que haya veinte catapultas en medio de esas plantas! —murmuró Yáñez—. Sin embargo, los dayakos no han sabido fabricar nunca esas antiquísimas máquinas, por lo que en ese aspecto estoy completamente tranquilo.

En aquel momento sonaron a su espalda grandes gritos, seguidos por varios disparos de carabina.

El grueso de la columna escapaba, sin dejar de disparar, precedido por las mujeres y los niños, que chillaban desesperadamente.

Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik se habían lanzado hacia adelante mientras Kammamuri ordenaba a su vanguardia otro cambio de frente.

Entre los árboles, guiados por su instinto, habían aparecido tres rinocerontes con el cuerno nasal medio consumido por el fuego y trozos de cadenas atados a las piernas, y tras un breve titubeo se habían lanzado furiosamente contra la columna; y no debían de estar solos, pues en la selva se seguían oyendo extraños ruidos.

Un rinoceronte había caído en seguida ante las primeras descargas, pero los demás aunque seguramente habían recibido vanos impactos, habían continuado su carrera.

La columna se había desmembrado. Incluso los malayos, el gran núcleo de la expedición, habían huido, refugiándose tras los troncos de los árboles por miedo a que les embistiesen los terribles cuernos de aquellos animales.

Sandokán y sus dos compañeros hicieron frente con decisión a uno de los dos supervivientes, mientras Kammamuri ordenaba disparar una docena de tiros contra el tercero.

— ¡Apuntad a los ojos! —gritaba el Tigre de Malasia—. ¡Y al cuello!

Partieron seis disparos formando casi una sola detonación y cayó también el segundo rinoceronte. El tercero, en cambio, había pasado corriendo desenfrenadamente ante la vanguardia, aguantando la descarga y volviendo a internarse en la selva, no sin dejar por el camino grandes manchas de sangre.

— ¡Vaya! —exclamó Yáñez, que recargaba tranquilamente su carabina—. Parece ser que esos animales se han convertido realmente en los aliados de los dayakos; y, sin embargo, no deberían estarles muy agradecidos a los que los han cegado. En este mundo ya no se entiende nada.

—Pero yo entiendo una cosa —dijo Sandokán.

— ¿Qué?

—Que el asunto no ha terminado aún, pues hay más animales en la maleza que tratan de abrirse paso para llegar hasta nosotros.

—No parecen ciegos.

— ¡Ya verás cómo se nos echan encima! Es completamente necesario exterminarlos; si no los matamos a todos, no nos dejaran un momento de descanso.

—Entonces déjame a mí —propuso Yáñez—, ¡Coronel Kammamuri…!

—Presente alteza —respondió el maharata, que, después del inesperado ascenso, parecía haber recordado final— mente que al portugués le correspondía aquel título pomposo.

—Toma el mando de toda la columna y haz que formen las mujeres y los niños en medio. Nosotros combatiremos en primera línea y nos reservarás el puesto de máximo peligro.

—Sí, alteza.

—Esto es toda una comedia —dijo Sandokán a Tremal-Naik—. Este Yáñez no cambiará nunca, ni siquiera cuando se lo lleve la muerte… si puede con él.

Mientras tanto, Kammamuri lanzaba órdenes tajantes a diestro y siniestro y se había formado el cuadro, dejando dentro a las mujeres de los negritos y a sus pequeños. Como buen estratega, el maharata había reforzado especialmente el frente que cubría la parte de selva donde corrían los rinocerontes. Yáñez y sus amigos se habían colocado en primera línea, de pie, en la postura clásica de los cazadores que esperan a la presa, mientras que todos los malayos se habían arrodillado tras dejar cruzados ante ellos los parang y los kriss de punta envenenada. El asalto de las molestas bestias no podía tardar. Parecían, si no visto, haber olfateado por lo menos al enemigo. En realidad, si hubieran tenido delante a los dayakos en vez de a los malayos, assameses y negritos, les habrían atacado igualmente.

El primero que salió de la selva fue un colosal rinoceronte cuyo hocico estaba terriblemente quemado. De su cuerno no quedaba más que un trozo de medio pie de longitud, mientras que originariamente debía alcanzar por lo menos un metro. Una descarga de los hombres de la primera línea, que estaban arrodillados, bastó para dejarlo fuera de combate.

El animal, que debía de encontrarse ya en pésimas condiciones de salud, se encabritó bajo aquella tempestad de balas que le agujereaba la gruesa piel y cayó de costado para no levantarse. Atraídos tal vez por las detonaciones, otros dos, que habían conseguido encontrar el camino abierto por el coloso, se habían precipitado a su vez contra la formación, lanzando su grito de guerra, pero no habían tenido mejor suerte.

La segunda línea los había fusilado antes de que pudieran recorrer la mitad de la distancia, derribándolos uno al lado del otro.

— ¡Por Júpiter —dijo Yáñez—, estos hombres combaten como héroes! Haremos algo grande con nuestros guerreros cuando lleguemos a las orillas del Kin-Ballu.

— ¿Tú crees, hermano? —preguntó Sandokán, que estaba a su lado.

—Tenemos hombres que resistirán maravillosamente las peores cargas.

—Ya lo veremos.

— ¿Lo dudas?

— ¡Oh, no!

Una nutrida descarga ahogó sus voces. Otros rinocerontes, descubierto el camino, se lanzaban al ataque en grupos de tres o cuatro, pero la formación resistía y continuaba fulminándolos.

Cuando un animal, aunque gravemente herido, trataba con un último esfuerzo de llegar a las primeras filas, los malayos se lanzaban contra él empuñando los parang y lo remataban desgarrando la piel durísima del animal. Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik, los mejores tiradores de la columna, intervenían a tiempo con descargas siempre acertadas.

La batalla continuó durante más de media hora. Cada cinco o diez minutos atacaban dos o tres rinocerontes y caían antes de llegar al cuadro.

Se levantaba ya una montaña de carne ante los valientes, que arriesgaban con firmeza sus vidas para salvar a las mujeres y los niños encerrados en medio de la formación.

—Al parecer, ha terminado ya la batalla y podemos reanudar nuestra marcha hacia el Kaidangan —dijo Yáñez—. Ya no oigo sus resoplidos en la maleza. Tenemos ante nosotros diez o doce cadáveres que harán las delicias de los tigres y las panteras. ¡Qué banquete para esas fieras, y ganado sin dar un solo zarpazo! ¿Reanudamos nuestra marcha, Sandokán? Empiezo a encontrarla divertida.

 

—Como te parezca.

—Kammamuri —gritó el portugués—, haz que rompan las líneas, reorganiza la columna, lanza cuatro o cinco de tus curiosas órdenes y vamos a cazar las cacatúas del Kaidangan. Sandokán asegura que son muy grandes y de carnes delicadas. Vamos a ver si tiene razón.

8. El asalto al «Kaindangan»

Los previsores malayos y los negritos, que conocían Borneo mucho mejor que los assameses, sus selvas y sus páramos extensísimos, tras cortar una veintena de gigantescas patas de rinoceronte (que podían pasar, hasta cierto punto, por enormes jamones de haber estado ahumadas), reanudaron la marcha, siguiendo las órdenes de Sapagar y Kammamuri, deseosos de descansar completamente seguros en las laderas o en la cumbre del Kaidangan, ya muy próximo.

Tras desembarazarse de aquellos molestos rinocerontes podían ahora avanzar tranquilos, pues lo único que podían temer era un asalto por parte de los dayakos mandados por el griego, eventualidad poco probable, de momento por lo menos, en opinión de Sandokán y Yáñez.

Hasta el amanecer no llegó la columna al pie del Kaidangan.

Aunque lo llamen cordillera, no es más que un pico aislado, de dimensiones enormes, que no llega ciertamente a los mil metros de altitud, con anchas laderas cubiertas por espesos bosques.

Era la etapa que Sandokán, profundo conocedor de la región, había fijado para la gran pausa, pues quería conceder a la columna un merecido descanso después de tantas peripecias. Había escalado ya multitud de veces en su juventud aquella montaña, por lo que le resultó sumamente fácil encontrar una especie de quebrada por la que entró su columna.

La ascensión fue larga pero no difícil, y hacia las dos de la madrugada los malayos, que formaban la vanguardia, llegaron a la cima, donde había una pequeña meseta que parecía hecha a la medida para acampar cómodamente.

Los negritos, que habían recogido ya ramas de árbol y hojas enormes, pues el último trecho del cono carecía de bosques, se apresuraron a montar los attap ayudados por los malayos, mientras Yáñez y Sandokán, que habían subido a una alta roca, examinaban atentamente la llanura que se extendía a sus pies.

Hacia el sur, en dirección al lago, no había ya bosques. El terreno formaba suaves ondulaciones cubiertas por una hierba muy alta, al parecer interrumpida sólo por alguna mancha de bambúes o algún grupo de árboles frondosos.

—Es el gran llano —dijo Sandokán—; y lo tendremos que recorrer durante muchos días antes de llegar al lago. Y en él nos esperarán sin duda los dayakos.

— ¿Entre esas altas hierbas? —preguntó Yáñez con su habitual flema, volviendo a encender el cigarrillo, que se le había apagado.

—Estoy completamente seguro.

—Esperemos que no nos pase algo parecido a lo que nos ocurrió en las junglas de Assam. ¿Te acuerdas, Sandokán? Faltó poco para que nos asaran a todos.

—No he olvidado esa desagradable aventura —contestó el Tigre de Malasia—. Sin embargo, esas hierbas no estarán tan secas como las de las llanuras indias. Lo que es evidente es que no cruzaremos el llano sin alguna sorpresa desagradable.

— ¿Y adonde han huido esos malditos dayakos? ¿Nos habrán abandonado realmente por ahora? Me parece imposible.

Sandokán sonrió.

— ¿Abandonado? —dijo después—. ¿Quién puede pensar tal cosa? Yo no, desde luego. Cuando menos lo esperemos nos caerán encima. Como sabes, el dayako sólo conoce la guerrilla de emboscadas, y cuando nos encontremos entre esas hierbas no economizará flechas envenenadas. Dejaremos descansar por ahora unos días a nuestros hombres, pues quiero que estén frescos y preparados para cualquier acontecimiento. Mientras tanto, Kammamuri podrá aprovechar para adiestrar mejor a sus negritos.

— ¡Mi coronel hará milagros! —respondió Yáñez riendo—. Se ha convertido en un famoso instructor de reclutas, aunque sean negros y salvajes.

Bajaron de la roca y llegaron al attap que les había asignado Sapagar, y que era más alto y espacioso que los demás, y se tumbaron sobre un lecho de hojas tras darle instrucciones a Kammamuri para que mandara centinelas hasta la mitad del cono, cerca del borde de los bosques. La noche transcurrió muy tranquila, sin ninguna alarma. Los dayakos no dieron señales de vida.

¿Se habían retirado definitivamente hacia el lago, para concentrar la defensa alrededor de los grandes poblados del rajá blanco, o bien esperaban una buena ocasión para entablar batalla? Eso es lo que se preguntaban, no sin inquietud, Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik. También el día fue muy tranquilo. No se vio ningún grupo en el llano ni se descubrió ningún dayako en los bosques que cubrían las laderas.

Kammamuri no había perdido el tiempo. Mientras los malayos y assameses se entregaban al ocio, él había asumido de nuevo sus funciones de sargento instructor, enseñando a los negritos quién sabe qué extraordinarios movimientos.

Pasaron así otros dos días. Sandokán, aunque deseaba ardientemente avanzar con resolución hacia el lago, no se decidía a lanzar a su columna por el llano. Deseaba ante todo saber algo acerca del enemigo.

Había mandado patrullas a la extensa llanura para enterarse de si se preparaban emboscadas entre las altísimas hierbas, pero en vano; todas habían vuelto sin haber encontrado ningún dayako.

Sin embargo, por instinto presentía la proximidad del enemigo, y lo mismo le ocurría a Yáñez. Pasaron otras veinticuatro horas en una angustiosa espera. Las provisiones se habían terminado ya. En los bosques no había ya fruta; las patas de rinoceronte habían desaparecido y la cima del Kaidangan no ofrecía nada comestible.

—Partamos —dijo Yáñez el cuarto día—. No tengo ningún deseo de morir de hambre mientras veo allí abajo, entre la alta hierba, tapires, babirusas y búfalos salvajes en gran número.

—Esperemos a mañana —respondió Sandokán, que parecía muy nervioso—. Mandaré una veintena de cazadores a batir los bosques. La noche será oscura, pues no hay luna, y podrán hacer buenas presas.

—Empiezo a aburrirme.

—Y yo tanto como tú.

—Y mi carabina se queja de permanecer tanto tiempo inactiva.

—La mía protesta tanto como la tuya.

— ¿Tendrán los dayakos miedo de atacamos?

—Ya lo sabremos —contestó Sandokán—. Vamos mientras tanto a cenar.

—No tenemos más que un cesto de bananas.

—De momento bastarán. Hemos cenado menos aún en otras ocasiones. Ordena a Kammamuri que escoja a los cazadores.

—Creo que la caza no será muy abundante.

—Quién sabe si no será abundante la otra.

— ¿Qué quieres decir?

—Esperemos —respondió Sandokán.

La cena fue realmente muy escasa aquella noche, especialmente para los hombres que formaban la columna, y también un poco triste. Parecía haber desaparecido el buen humor de los días anteriores. Incluso Yáñez, aquel tipo admirable que bromeaba incluso ante los peligros más graves, parecía preocupado.

—Te has puesto demasiado serio —le dijo Sandokán cuando se acabaron las bananas y los cazadores se pusieron en marcha por las laderas de la montaña.

—Debe de ser el tiempo —respondió el portugués.

— ¿O sientes tú también que va a ocurrir algo grave? —preguntó Tremal-Naik.

— ¡Qué caras tan largas tenéis! Parecéis gente que acompaña al cementerio a un cortejo fúnebre. ¡Esto no puede seguir así! —exclamó Yáñez—. Detesto a las personas melancólicas.

Encendió un cigarrillo y salió, dirigiéndose hacia la roca que servía en cierto modo de observatorio. La escaló lentamente y se sentó en la punta, lanzando, con lentitud estudiada, nubecillas de humo.

Iba a cambiar el tiempo. Nubes negrísimas, repletas de Iludía, avanzaban hacia el gran lago con cierta rapidez. Reinaba una gran calma sobre la enorme llanura, pero era una calma que irritaba a los hombres y quizá también a los animales. La atmósfera estaba cargada de electricidad y ponía a todos nerviosos. Yáñez miró sucesivamente el cielo, la llanura ya oscura y el campamento.