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100 Clásicos de la Literatura

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Pasaron las semanas invernales. Era un invierno tan benigno, con tan poca nieve, que Ana y Diana pudieron ir al colegio casi todos los días por el Camino de los Abedules. El día del cumpleaños de Ana venían saltando alegremente, con los ojos y oídos alerta en medio de su charla, pues la señorita Stacy les había dicho que pronto debían escribir una redacción sobre «El lenguaje invernal de los bosques», y ello las impulsaba a ser observadoras.

—Imagínate, Diana, hoy tengo trece años —comentó Ana con voz aterrada—. Me cuesta comprender que estoy en la adolescencia. Cuando desperté esta mañana, me pareció que todo debía ser distinto. Tú ya hace un mes que los tienes, de manera que no es tanta novedad para ti como para mí. Hace que la vida parezca más interesante. Dentro de dos años seré una verdadera señorita. Es un gran consuelo pensar que entonces podré emplear palabras difíciles sin que se rían de mí.

—Ruby Gillis dice que piensa tener un romance en cuanto llegue a los quince.

—Ruby Gillis no piensa más que en romances —respondió Ana, desdeñosa—. En el fondo, se pone muy contenta cuando alguien escribe su nombre en un «atención», aunque finja enfadarse. Pero temo que éste sea un comentario muy poco caritativo. La señora Alian dice que nunca debemos hacer comentarios poco caritativos, pero a menudo se escapan sin que uno se dé cuenta. Yo simplemente no puedo hablar sobre Josie Pye sin tener un pensamiento poco caritativo, de manera que nunca la menciono. Debes haberlo notado. Estoy tratando de parecerme cuanto pueda a la señora Alian, pues creo que es perfecta. El señor Alian lo piensa también. La señora Lynde dice que él adora el suelo que ella pisa y agrega que le parece que no está bien que un ministro deposite tanto afecto en un ser mortal. Pero es que, Diana, los ministros también son seres humanos y tienen sus pecados que les persiguen como a cualquier otro. El domingo pasado por la tarde mantuve una conversación muy interesante con la señora Alian sobre los pecados obsesionantes. Hay sólo unas pocas cosas de las que se puede hablar los domingos por la tarde, y ésa es una de ellas. Mi pecado obsesionante es imaginar demasiado y olvidar mis deberes. Estoy tratando de vencerlo con toda mi voluntad y ahora que tengo trece años quizá me vaya mejor.

—Dentro de cuatro años podremos soltarnos el pelo —dijo Diana—. Alice Bell no tiene más que dieciséis y ya se peina así, pero creo que es ridículo. Yo esperaré hasta los diecisiete.

—Si yo tuviera la nariz ganchuda de Alice Bell —dijo Ana, decidida—, no me atrevería… ¡Otra vez! No podré decirlo porque no es muy caritativo. Además, la comparaba con mi propia nariz y eso es vanidad. Me parece que pienso demasiado en mi nariz desde que escuché hace ya mucho tiempo un piropo sobre ella. En realidad, es un gran consuelo para mí. Diana, allí hay un conejo. Es algo que debemos recordar para la redacción. Creo que los bosques son tan hermosos en invierno como en verano. Están tan blancos y quedos como si estuvieran durmiendo, soñando hermosos sueños.

—No le temo a la redacción cuando llegue el momento —suspiró Diana—; me las puedo arreglar para escribir sobre los bosques, pero la que tenemos que hacer para el lunes es terrible. ¡Qué idea la de la señorita Stacy de hacernos escribir una historia de nuestra propia imaginación!

—¡Pero si es lo más fácil! —dijo Ana.

—Lo es para ti, porque tienes imaginación —respondió Diana—, pero ¿qué harías si hubieras nacido sin ella? Supongo que ya tendrás lista la redacción.

Ana asintió, tratando de no parecer virtuosamente complaciente, pero fracasando en su intento.

—La escribí el lunes pasado por la noche. Se llama «La rival celosa, o juntos en la muerte». La leí a Marilla y dijo que era pura tontería. Entonces se la leí a Matthew y dijo que era muy bonita. Ésa es la clase de crítica que me gusta. Es una historia triste y dulce. Lloraba como una criatura mientras la escribía. Habla de dos hermosas doncellas, llamadas Cordelia Montmorency y Geraldine Seymour, que vivían en el mismo pueblo y se profesaban devota amistad. Cordelia era una hermosa morena con una guirnalda de cabellos negros y oscuros ojos relampagueantes. Geraldine, una magnífica rubia con el cabello como oro batido y ojos púrpura aterciopelados.

—Nunca vi a nadie con ojos púrpura —dijo Diana, dubitativa.

—Yo tampoco, pero los imagino. Quería algo fuera de lo común. Geraldine también poseía una frente de alabastro. He descubierto qué es una frente de alabastro. Es una de las ventajas de tener trece años. Se sabe mucho más que a los once.

—Bueno, ¿qué fue de Cordelia y Geraldine? —preguntó Diana, que empezaba a interesarse en su suerte.

—Crecieron juntas y bellas hasta llegar a los dieciséis años. Entonces Bertram De Veré llegó al pueblo y se enamoró de la rubia Geraldine. Salvó su vida cuando se desbocó el caballo del carruaje que la llevaba y ella se desmayó en sus brazos mientras la conducía a casa, porque, sabrás, el carruaje se hizo pedazos. Me costó trabajo encontrar cómo se había declarado él, pues no tengo experiencia al respecto. Le pregunté a Ruby Gillis si sabía algo sobre cómo se declaraban los hombres, porque pensé que probablemente fuera una autoridad al respecto teniendo tantas hermanas casadas. Ruby me dijo que estaba escondida en el vestíbulo cuando Malcolm Andrews se declaró a su hermana Susan. Contó que Malcolm le dijo a Susan que su padre había puesto una granja a su nombre y entonces dijo: «¿Qué te parece, bomboncito, si nos encadenamos este otoño?», y Susan contestó: «Sí… no… no sé… déjame pensar…», y así están ahora, comprometidos. Pero no me pareció que esa clase de declaraciones fueran muy románticas, de manera que hube de imaginarla lo mejor que pude. La hice muy florida y poética, y Bertram cayó de rodillas, aunque Ruby Gillis dice que eso no se hace en esta época. Geraldine lo acepta con un párrafo de una página. Te aseguro que me costó muchísimo ese párrafo. Lo reescribí cinco veces y lo considero como mi obra maestra. Bertram le dio una sortija de diamantes y un collar de rubíes y le dijo que irían a Europa en viaje de bodas, pues era inmensamente rico. Pero, ¡ay!, las sombras empezaron a caer en su camino. Cordelia amaba secretamente a Bertram y cuando Geraldine le contó lo del compromiso se puso furiosa, especialmente al ver la gargantilla y la sortija. Todo su afecto por Geraldine se trocó en amargo odio y juró que nunca la dejaría casarse con Bertram. Pero fingió ser tan amiga de Geraldine como siempre. Una tarde estaban sobre un puente que cruzaba una comente turbulenta, y Cordelia, pensando que se hallaban solas, empujó a Geraldine por encima de la barandilla con una burlona carcajada. Pero Bertram lo vio todo y se lanzó de inmediato a la corriente, exclamando: «¡Te salvaré, mi sin par Geraldine!». Pero, ¡ay!, había olvidado que no sabía nadar, y ambos se ahogaron abrazados. Sus cuerpos fueron arrojados a la costa al poco tiempo. Los enterraron en la misma tumba y el funeral fue imponente, Diana. Es mucho más romántico terminar un cuento con un funeral que con una boda. En lo que se refiere a Cordelia, se volvió loca del remordimiento y la encerraron en un manicomio. Me pareció que era una retribución poética por su crimen.

—¡Cuan perfectamente hermoso! —suspiró Diana, que pertenecía a la misma escuela de críticos que Matthew—. No veo cómo puedes sacar historias tan estremecedoras de tu cabeza. Quisiera tener una imaginación como la tuya.

—La tendrías si la cultivaras —dijo Ana—. He pensado un plan, Diana. Fundemos tú y yo un club de cuentos y escribamos para practicar. Te ayudaré hasta que puedas hacerlos sola. Debes cultivar la imaginación. La señorita Stacy lo dice. Lo único que debe hacerse es tomar por el buen camino. Le conté lo del Bosque Embrujado, pero me dijo que equivocamos la senda con eso.

Así fue como el club de cuentos empezó a existir. Al principio estuvo limitado a Ana y Diana, pero luego se extendió para incluir a Jane Andrews y Ruby Gillis y a una o dos más que querían cultivar su imaginación. No se permitieron varones, aunque Ruby opinaba que su admisión lo haría más excitante; cada miembro debía presentar un cuento semanal.

—Es muy interesante —dijo Ana a Matthew—. Cada una debe leer su cuento en voz alta y todos los comentamos. Los vamos a guardar como reliquias y los haremos leer a nuestros descendientes. Cada una escribe con seudónimo. El mío es Rosamund Montmorency. Las niñas se portan bastante bien. Ruby Gillis es algo sentimental. Pone demasiado amor en sus cuentos y usted sabe que eso es preferible que falte y no que sobre. Jane nunca lo pone, porque dice que la hace sentirse muy tonta cuando debe leerlo en voz alta. Los cuentos de Jane son extremadamente sensatos. Diana pone demasiados crímenes en los suyos. Dice que las más de las veces no sabe qué hacer con los personajes, de manera que los mata para librarse de ellos. La mayoría de las veces tengo que sugerirles un tema, pero no me cuesta, pues tengo millones de ideas.

—Creo que ese asunto de los cuentos es la mayor de las tonterías —gruñó Marilla—. Tienen un montón de simplezas en sus cabezas y gastan tiempo que podrían dedicar a las lecciones. Leer cuentos es malo, pero escribirlos es peor.

—Pero tenemos cuidado de que todos contengan una moraleja, Marilla —explicó Ana—. Siempre insisto sobre eso. Todos los buenos son recompensados y los malos adecuadamente castigados. Estoy segura de que debe tener un efecto total. La moral es algo grande; así lo dice el señor Alian. Le leí uno de los cuentos a él y a su esposa y ambos estuvieron de acuerdo en que la moraleja era excelente. Sólo que rieron donde no debían. Me gusta más cuando la gente llora al llegar a las partes patéticas. Diana escribió a su tía Josephine sobre nuestro club y ésta contestó que debíamos enviarle algunos de nuestros cuentos. De manera que copiamos cuatro de los mejores y se los remitimos. La señorita Josephine Barry escribió que nunca había leído algo tan divertido. Eso nos sorprendió un poco porque los cuentos eran muy patéticos y casi todos morían. Pero estoy contenta de que le gustaran a la señorita Barry. Eso demuestra que nuestro club hace algún bien en el mundo. La señora Alian dice que ése debe ser el objeto de todos nuestros actos. Trato siempre de que así sea, pero muy a menudo lo olvido cuando me divierto. Espero que cuando crezca seré un poco como la señora Alian. ¿Le parece que hay perspectivas, Marilla?

 

—No diría que muchas —fue la alentadora respuesta—. Estoy segura de que la señora Alian nunca fue una criatura tonta y olvidadiza como tú.

—No, pero tampoco era tan buena como ahora —respondió Ana seriamente—. Me lo dijo; es decir, dijo que era terriblemente traviesa cuando niña y que siempre se metía en camisa de once varas. ¡Me sentí tan alentada cuando la escuché! ¿Es muy malo que me sienta alentada cuando oigo que otros han sido tan malos y traviesos? La señora Lynde dice que sí. Dice que siempre le produce mal efecto escuchar que alguien ha sido malo, no importa cuán pequeño fuera. Contó que una vez supo que un ministro cuando niño robó una torta de frutas a su tía y ya no pudo sentir respeto por él otra vez. Yo no hubiera reaccionado así. He pensado que fue noble de su parte confesarlo y también pienso cuan alentador sería para los niños de hoy que hacen cosas malas y lo sienten, saber que cuando crezcan quizá lleguen a pastores a pesar de ello. Así lo siento, Marilla.

—Lo que yo siento en este instante, Ana, es que es hora de que los platos estén lavados. Has tardado media hora más de lo necesario con tu charla. Aprende a trabajar primero y a charlar después.

CAPÍTULO VEINTISIETE

Vanidad y disgusto

Marilla, mientras regresaba a casa un atardecer de abril después de una reunión en la misión, cayó en la cuenta de que el invierno había terminado y sintió el estremecimiento de delicia que trae la primavera tanto a los ancianos y a los tristes como a los jóvenes y a los alegres. Marilla no era dada al análisis subjetivo de sus ideas y sentimientos. Probablemente imaginaba que estaba pensando en sus problemas y en la alfombra nueva para la sacristía, pero bajo esas reflexiones existía una armoniosa conciencia de campos rojos, cubiertos por neblinas de púrpura pálida bajo el sol poniente, de largas, puntiagudas sombras de pinos extendiéndose sobre la pradera más allá del arroyo; de quietos arces floridos bordeando una laguna cual un espejo; de un despertar del mundo y de un latir de ocultos pulsos bajo la tierra gris. La primavera se desparramaba por el país y el sereno y ya maduro andar de Marilla se hacía más rápido y vivaz a causa de su profunda y prístina alegría.

Sus ojos observaron afectuosamente «Tejas Verdes», que asomaba entre la arboleda, devolviendo los rayos de sol que se estrellaban en sus ventanas en repetidos fulgores de gloria. Marilla, mientras recorría el húmedo sendero, pensó que era realmente agradable saber que hallaría en casa un fuego vivo y chispeante y una mesa bien dispuesta para el té, en vez del ambiente frío que encontraba al regresar de anteriores reuniones en la misión, antes de que Ana llegara a «Tejas Verdes».

En consecuencia, cuando Marilla entró en la cocina y se encontró con el fuego apagado y con que Ana no aparecía por ninguna parte, se sintió justamente desilusionada e irritada. Y eso que le había advertido a Ana que tuviera el té listo para las cinco. Tuvo que despojarse rápidamente de su vestido (que era uno de los mejores) y preparar todo ella misma antes de que Matthew regresara del campo de labranza.

—Arreglaré a la señorita Ana cuando llegue a casa —dijo Marilla ásperamente mientras cortaba leña con un trinchante con más energía de la estrictamente necesaria. Matthew había llegado y esperaba el té sentado pacientemente en su rincón—. Anda vagando por ahí con Diana, escribiendo historias, ensayando diálogos u otras tonterías por el estilo, y nunca piensa en la hora o en sus obligaciones. Tendrá que terminar de una vez por todas con esa clase de cosas. No me importa que la señora Alian diga que es la criatura más brillante y dulce que ha conocido. Puede ser dulce y brillante, pero su cabeza está llena de tonterías y nunca se sabe qué es lo que hará. En cuanto sale de una extravagancia se mete en otra. ¡Vaya! Heme aquí diciendo lo mismo que reproché que dijera a Rachel Lynde. Realmente me alegré cuando la señora Alian habló de Ana como lo hizo, porque de no haberlo hecho, sé que yo hubiera tenido que decirle algo muy violento a Rachel delante de todos. Sólo Dios sabe la cantidad de defectos que tiene Ana, y estoy muy lejos de querer negarlos. Pero soy yo quien la está educando y no Rachel Lynde, que le encontraría faltas al arcángel Gabriel si viviera en Avonlea. Pero Ana no debería haber abandonado la casa así cuando yo le había dicho que se quedara y se ocupara de todo. Debo decir que con todos sus defectos, nunca se había mostrado desobediente o indigna de confianza antes, y lo de hoy me apena muchísimo.

—Bueno, no sé —dijo Matthew, quien, paciente, discreto y, sobre todo, hambriento, había estimado que lo mejor era dejar que Marilla se desahogara, sabiendo por experiencia que ella terminaba mucho más rápido cualquier trabajo que tuviera entre manos si no se la interrumpía con argumentos inoportunos—. Quizá la estás juzgando muy pronto, Marilla. No digas que no es digna de confianza hasta que no estés segura de que te ha desobedecido. Quizá todo pueda explicarse; Ana lo hace muy bien.

—No está aquí cuando yo se lo indico —respondió Marilla—. Creo que le será muy difícil explicar eso a mi entera satisfacción. Por supuesto, sabía que te pondrías de su parte, Matthew. Pero soy yo quien la está educando, no tú.

Era ya oscuro cuando la cena estuvo lista, y Ana no aparecía corriendo apresuradamente por el puente de troncos o subiendo por el Sendero de los Amantes, sin aliento y arrepentida ante el sentimiento de deberes no cumplidos. Marilla lavó los platos y los guardó ásperamente. Luego, como necesitaba una vela para alumbrar el sótano, subió a la buhardilla a buscar la que generalmente se encontraba en la mesa de Ana. Al encenderla, se volvió para hallarse con que Ana estaba tendida en el lecho boca abajo, con la cabeza entre las almohadas.

—¡Dios misericordioso! —exclamó sorprendida—, ¿has estado durmiendo, Ana?

—No —fue la ahogada respuesta.

—¿Estás enferma, entonces? —inquirió Marilla con ansiedad dirigiéndose hacia el lecho.

—No. Pero, por favor, Marilla, váyase y no me mire. Me encuentro sepultada en los abismos de la desesperación y ya no me importa quién sea el primero de la clase o escriba la mejor redacción o cante en el coro de la escuela dominical. Esas menudencias no tienen importancia ahora porque supongo que ya no seré capaz de ir a ningún lado otra vez. Mi carrera ha terminado. Por favor, Marilla, váyase y no me mire.

—¿Ha oído alguien alguna vez algo como esto? —quiso saber la desconcertada Marilla—. Ana Shirley, ¿qué es lo que te ocurre?, ¿qué has hecho? Levántate ahora mismo y dímelo. Ahora mismo he dicho. Bueno, ¿qué es lo que pasa?

Ana se había deslizado al suelo con desesperada obediencia.

—Mire mi cabello, Marilla —murmuró.

Marilla alzó la vela y observó escrutadoramente el cabello de Ana, que le caía sobre la espalda en pesados mechones. Ciertamente tenía una apariencia muy extraña.

—Ana Shirley, ¿qué has hecho con tu cabello? ¿Está verde! —Verde era lo más parecido a aquel color raro apagado, verde bronceado, con listas de un rojo original para realzar el horrible efecto. Nunca en su vida Marilla había visto algo tan grotesco como el cabello de Ana en aquel momento.

—Sí, es verde —gimió Ana—. Yo pensaba que nada podía ser tan feo como el rojo; pero ahora sé que es diez veces peor tener el cabello verde. Oh, Marilla, ni se imagina lo completamente desdichada que me siento.

—Ni me imagino cómo te has metido en esto, pero voy a averiguarlo —dijo Marilla—. Voy inmediatamente a la cocina, aquí hace demasiado frío. Dime exactamente qué has hecho. Hace tiempo que esperaba algo raro. No te has metido en ninguna dificultad desde hace dos meses, y tenía la seguridad de que debía llegar alguna. Ahora bien, ¿qué has hecho con tu cabello?

—Lo teñí.

—¡Lo teñiste! ¡Teñiste tu cabello! Ana Shirley, ¿no sabes que eso es vanidad?

—Sí, sabía que era vanidad —admitió Ana—. Pero pensé que valía la pena ser un poquito mala para librarse del cabello colorado. Algo tenía que costarme, Marilla. Por supuesto, estoy decidida a ser más buena en otras cosas en compensación por esto.

—Bueno —dijo Marilla sarcásticamente—, si yo hubiera decidido que valía la pena teñirme el cabello, por lo menos habría elegido un color decente y no verde.

—Pero es que yo no quería teñirlo de verde, Marilla —protestó Ana—. Si fui mala quería hacerlo con algún provecho. Él dijo que mi cabello se volvería de un hermoso negro lustroso; me lo aseguró. ¿Cómo podría dudar de su palabra, Marilla? Sé lo que significa que duden de la palabra de uno. Y la señora Alian dice que nunca debemos sospechar que alguien no nos está diciendo la verdad, a menos que tengamos pruebas. Yo tengo pruebas ahora, el cabello verde es prueba suficiente para cualquiera. Pero no las tenía entonces y creí cada una de las palabras que dijo implícitamente.

—¿Que dijo quién? ¿De qué estás hablando?

—El buhonero que estuvo aquí esta tarde. Le compré a él la pintura.

—Ana Shirley, ¿cuántas veces te he dicho que nunca dejes entrar a uno de esos italianos?

—Oh no, no lo dejé entrar. Recordé lo que usted me dijera y salí yo; cerré la puerta cuidadosamente y miré la mercancía en el escalón. Además, no era italiano, era un judío alemán. Tenía una caja enorme llena de cosas muy interesantes y me dijo que estaba trabajando mucho para hacer dinero suficiente para traer de Alemania a su esposa e hijos. Habló de ellos con tanto sentimiento que me conmovió. Quise comprarle algo para ayudarle en tan encomiable empresa. De repente, vi la botella de tintura para el cabello. El buhonero dijo que estaba garantizada para teñir cualquier cabello de un brillante negro y que no se iba al lavarlo. En un instante me vi con un brillante cabello negro y la tentación fue irresistible. Pero el precio del frasco era de setenta y cinco centavos y yo sólo poseía cincuenta. Creo que el hombre tenía muy buen corazón, porque dijo que, por ser yo, me lo vendería por cincuenta centavos. De manera que se lo compré, y en cuanto se hubo ido subí y me lo apliqué con un viejo cepillo de cabeza, según decían las indicaciones. Usé todo el contenido de la botella, y, ¡oh, Marilla!, cuando vi este horrible color me arrepentí de haber sido mala, puedo asegurarlo. Y estaré arrepentida toda la vida.

—Bueno, espero que así sea —dijo Marilla severamente—, y que tendrás los ojos bien abiertos cuando te tiente tu vanidad, Ana. Sólo Dios sabe lo que habría que hacer aquí. Supongo que lo primero es lavarte bien la cabeza y ver si eso resulta.

Y así se hizo. Ana se lavó la cabeza restregándosela vigorosamente con agua y jabón, pero lo único que consiguió fue quizás decolorar su rojo original.

Ciertamente el buhonero había dicho la verdad cuando afirmó que la tintura era inmutable al lavado, aunque su veracidad podía ser puesta en tela de juicio a otros respectos.

—Oh, Marilla, ¿qué puedo hacer? —preguntaba Ana hecha un mar de lágrimas—. No puedo vivir con esto. La gente ha olvidado mis otras equivocaciones: el linimento en el pastel, el emborrachar a Diana y mi mal genio con la señora Lynde. Pero nunca olvidará éste. Pensará que no soy respetable. Oh, Marilla, «¡qué tela de araña tan intrincada tejemos cuando tratamos de engañar!». Esto es poesía, pero es verdad. Y cómo se reirá Josie Pye. Soy la niña más desgraciada de la isla del Príncipe Eduardo.

La desgracia de Ana duró una semana. Durante ese período no fue a ningún lado y se lavó la cabeza todos los días. Sólo Diana conocía el fatal secreto, pero había prometido solemnemente no decir nunca nada y puede afirmarse que cumplió palabra. Al cabo de una semana, Marilla dijo decididamente:

—No hay nada que hacer, Ana. Es un tinte magnífico. Tienes que cortarte el cabello, no hay otra solución. No puedes salir así.

Los labios de Ana temblaron, pero comprendió la amarga verdad de las observaciones de Marilla. Con un desmayado suspiro fue en busca de las tijeras.

 

—Por favor, Marilla, córtelo de una vez y terminemos. Oh, siento que mi corazón se hace pedazos. ¡Es una aflicción tan poco romántica! Las jóvenes de los libros pierden sus cabelleras a causa de fiebres o las venden para conseguir dinero para alguna buena acción, y estoy segura de que no sentiría tanto perder la mía en una ocasión de ese estilo. Pero no es nada agradable tener que cortarse el cabello por habérselo teñido de un color horrible, ¿no es cierto? Voy a llorar durante todo el tiempo que usted tarde en cortármelo, si no le molesta. ¡Parece una situación tan trágica!

Ana se lamentó entonces, pero más tarde, cuando subió y se miró en el espejo, se sintió desesperada. Marilla había hecho su trabajo concienzudamente y había sido necesario cortar el cabello lo más corto posible. El resultado no fue muy apropiado. Ana volvió el espejo contra la pared.

—Nunca volveré a mirarme al espejo hasta que mi cabello crezca —exclamó apasionadamente.

Luego, en forma repentina, volvió a ponerlo de frente.

—Sí, lo haré. Haré penitencia por haber sido tan mala. Me miraré al espejo cada vez que entre a mi cuarto y veré lo fea que estoy. Y tampoco imaginaré lo contrario. Nunca creí que me sintiera orgullosa de mi cabello, pero ahora sé que sí, a pesar de ser rojo, porque era tan largo, espeso y ondulado. Supongo que ahora ha de ocurrirle algo a mi nariz.

El cabello corto de Ana hizo sensación en la escuela el lunes siguiente, pero, para alivio suyo, nadie sospechó la verdadera razón de ello, ni siquiera Josie Pye, quien, de cualquier modo, no perdió la oportunidad de decirle a Ana que parecía un verdadero esperpento.

—No contesté nada cuando Josie me dijo eso —le confió Ana esa noche a Marilla, que yacía en el sillón después de uno de sus dolores de cabeza—, porque pensé que era una parte de mi castigo y que debía soportarlo con paciencia. Es duro que le digan a una que parece un esperpento y quise contestar. Pero no lo hice. Sólo le dirigí una mirada despectiva y luego la perdoné. Una se siente muy virtuosa cuando perdona a la gente, ¿no le parece? Estoy decidida a dedicar todas mis fuerzas a ser buena después de esto y nunca más trataré de ser hermosa. Por supuesto, es mejor ser buena. Sé que es así, pero a veces es muy difícil creer una cosa así a pesar de saberla. Realmente quiero ser buena, Marilla, como usted y como la señora Alian y la señorita Stacy y crecer para orgullo suyo. Diana dice que cuando mi cabello comience a crecer ate una cinta de terciopelo negro alrededor de mi cabeza con un lazo. Dice que le parece que quedará muy bien. Yo lo llamo cintillo, que suena muy romántico. Pero ¿estoy hablando demasiado, Marilla? ¿Le molesta?

—Mi cabeza está mejor ahora. Aunque esta tarde me dolía muchísimo. Estos dolores de cabeza míos van de mal en peor. Tendré que consultar a un médico. En cuanto a tu charla, no creo que me moleste. Me he acostumbrado a ella.

Ésta era la manera que tenía Marilla de decir que le gustaba oírla.

CAPÍTULO VEINTIOCHO

Una desgraciada doncella de los lirios

—Desde luego que tú debes ser Elaine, Ana —dijo Diana—. Yo nunca podría tener valor para flotar allí.

—Ni yo tampoco —añadió Ruby con un estremecimiento—. No me importa flotar cuando hay dos o tres de vosotras en el bote y nos podemos sentar; entonces me gusta. Pero yacer y fingir que uno está muerto, no; no podría. Me moriría de miedo.

—Desde luego que sería romántico —concedió Jane Andrews— pero yo sé que no podría quedarme quieta. Levantaría la cabeza para ver dónde estaba y si no me iba demasiado lejos. Y tú sabes, Ana, que eso echaría a perder el efecto.

—Pero es tan ridículo tener una Elaine pelirroja —se quejó Ana—. No tengo miedo de flotar y me gustaría ser Elaine, pero es ridículo. Ruby debería hacer de Elaine porque es rubia y tiene una cabellera dorada larga y hermosa; Elaine «tenía su brillante cabello flotando en la corriente», ya sabes. Y era la doncella como un lirio. Ahora bien, una persona pelirroja no puede ser una doncella como un lirio.

—Tu tez es tan blanca como la de Ruby —dijo Diana ansiosamente— y tus cabellos mucho más oscuros que cuando te los cortaste.

—¿Oh, de verdad lo crees? —exclamó Ana, enrojeciendo de placer—. Algunas veces lo pensé pero no me atreví a preguntar a nadie por miedo de que me dijeran que no. ¿Te parece que ahora se le puede llamar castaño, Diana?

—Sí, y creo que es realmente bonito —respondió la niña, contemplando admirada los rizos cortos y sedosos que aureolaban la cabeza de Ana, mantenidos en su lugar por una cinta y un lazo de terciopelo muy vistoso.

Se hallaban de pie sobre la margen de la laguna, más abajo de «La Cuesta del Huerto», desde donde se extendía un pequeño promontorio bordeado de abedules; en el extremo había una pequeña plataforma de madera que entraba en el agua, para conveniencia de pescadores y cazadores de patos. Ruby y Jane pasaban la tarde de verano con Diana, y Ana había ido a jugar con ellas.

Ana y Diana pasaban la mayor parte de su tiempo libre en la laguna. Ildewild pertenecía al pasado, pues el señor Bell había cortado sin compasión en primavera el pequeño círculo de árboles de su campo. Ana se sentó entre los tocones y lloró, sin dejar de anotar lo romántico del hecho, pero se consoló rápidamente, ya que, después de todo, como decían Diana y ella, las niñas grandes de trece años yendo para catorce, eran demasiado mayores para diversiones tan infantiles y en los alrededores de la laguna se podían practicar deportes fascinantes. Era espléndido pescar truchas sobre el puente y las dos niñas aprendieron a bogar en el botecillo de fondo plano que tenía el señor Barry para cazar patos.

Fue idea de Ana que dramatizaran «Elaine». Estudiaron el poema de Tennyson en la escuela durante el invierno anterior, pues el secretario general de Educación lo había prescrito para el curso de inglés en las escuelas de la isla del Príncipe Eduardo. Lo analizaron, desmenuzándolo en forma tal que era un milagro que al final conservara algún significado para ellas, pero por lo menos la rubia dama lirio, Lancelot, Ginebra y el Rey Arturo habían llegado a ser seres reales para ellas y Ana se sentía devorada por una secreta pena por no haber nacido en Camelot. Aquellos días, decía, eran mucho más románticos que los actuales.

El plan de Ana fue apoyado con entusiasmo. Las muchachas habían descubierto que si se empujaba el bote fuera de su amarradero, derivaba con la corriente bajo el puente y finalmente encallaba contra otro promontorio, sobre una curva de la laguna. Muy a menudo hicieron ese camino y nada más a propósito para jugar a «Elaine».

—Bueno, seré «Elaine» —dijo Ana, accediendo de mala gana, pues, aunque le agradaba interpretar el personaje principal, su sentido artístico exigía aptitud física para él y sus propias limitaciones lo hacían imposible—. Ruby, tú serás el Rey Arturo, Jane será Ginebra y Diana, Lancelot. Pero primero deben ser los hermanos y el padre. No podemos tener al viejo servidor mudo porque no hay lugar para dos en el bote cuando una está echada. Debemos enlutar la barca con las más fúnebres colgaduras. Ese viejo chal negro de tu madre es exactamente lo necesario, Diana.

En cuanto obtuvieron el chal negro, Ana lo colocó dentro de la barca y se acostó encima, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho.

—Oh, parece realmente muerta —susurró nerviosamente Ruby Gillis, observando la carita blanca y quieta bajo las movedizas sombras de los abedules—. Me da miedo. ¿Os parece que está bien jugar a esto? La señora Lynde dice que todas las representaciones son abominables.