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100 Clásicos de la Literatura

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hemos ido a parar. Ignorantes del lugar y de sus hombres

vagamos, por el viento y el vasto oleaje aquí arrojados.

Hará caer nuestra diestra muchas víctimas ante tus altares.»

Venus entonces: «En verdad no me creo digna de tales honores.

Llevar aljaba es costumbre de las muchachas de Tiro

y anudar en alto sus piernas a coturnos de púrpura.

Tierra de púnicos es la que ves, tirios y la ciudad de Agénor,

y las fronteras con los libios, pueblo terrible en la guerra.

Tiene el mando Dido, de su ciudad tiria escapada

huyendo de su hermano. Larga es la ofensa, largos

los avatares; mas seguiré lo más sobresaliente de la historia.

De ésta el esposo era Siqueo, el hombre más rico en oro

de los fenicios, y lo amó la infeliz con amor sin medida,

desde que su padre la entregara sin mancha y la uniera con él en primeros

auspicios. Pero el poder en Tiro lo ostentaba su hermano

Pigmalión, terrible más que todos los otros por sus crímenes.

Y vino a ponerse entre ambos la locura. Éste a Siqueo,

impío ante las aras y ciego de pasión por el oro,

sorprende a escondidas con su espada, sin cuidarse

del amor de su hermana; su acción ocultó por mucho tiempo

y con mentiras y esperanzas vanas engañó a la amante afligida.

Pero en sueños se le presentó el propio fantasma de su insepulto

esposo, con los rasgos asombrosamente pálidos;

las aras crueles descubrió y el pecho por el hierro

atravesado, y desveló todo el crimen secreto de su casa.

La anima luego a disponer la huida y salir de su patria,

y saca de la tierra antiguos tesoros escondidos,

ayuda para el camino, gran cantidad de oro y de plata.

Conmovida por esto preparaba Dido su partida y a los compañeros.

Acuden aquellos que más odiaban al cruel tirano,

o que más le temían; de unas naves que dispuestas estaban

se apoderan y las cargan de oro. Se van por el mar

las riquezas del avaro Pigmalión; una mujer dirige la empresa.

Llegaron a estos lugares, donde ahora ves enormes murallas

y nace el alcázar de una joven Cartago,

y compraron el suelo, que por esto llamaron Birsa,

cuanto pudieron rodear con una piel de toro.

Mas, ¿qué hay de vosotros? ¿De dónde habéis llegado

o a dónde os dirigís?» A quien tal preguntaba, aquél

entre suspiros y sacando la voz de lo hondo del pecho:

«¡Oh, diosa! Si hubiera de empezar desde el principio

y tiempo tuvieras de escuchar los anales de nuestras fatigas,

antes encerraría Véspero al día en el Olimpo.

Desde la antigua Troya, y puede que el nombre de Troya

haya llegado a tus oídos, sacudidos por mares diversos,

por azar, una tormenta nos lanzó a las costas de Libia.

Yo soy Eneas piadoso que, arrancados al enemigo, mis Penates

llevo en mi flota conmigo; mi fama es conocida más allá del cielo.

Busco Italia, mi patria, y desciende mi raza del supremo Jove.

Me lancé al mar de Frigia con dos veces diez naves,

en pos de mi destino, bajo la guía de mi divina madre.

Siete apenas han sobrevivido al castigo de las olas y del Euro.

Yo mismo, desconocido y necesitado, vago por los desiertos de Libia,

expulsado de Europa y de Asia.» Y no consintió Venus

que más se quejase, y así dijo, interrumpiendo su dolor:

«Seas quien seas, y ya que has llegado a esta ciudad tiria,

no creo que consumas las auras de la vida odiado por los dioses.

Así que prosigue y vete desde aquí a los umbrales de la reina.

Pues que han vuelto tus amigos y que tu flota ha vuelto

te anuncio, y que al cambiar los Aquilones está en seguro,

si es que mis padres no me enseñaron mal a leer los augurios.

Mira dos grupos de seis cisnes volando en formación alegres,

a quienes dejando la región del éter el ave de Júpiter

turbaba a cielo abierto; ahora en larga fila ya parecen

elegir una tierra o mirar desde lo alto la elegida:

igual que en su retorno juegan aquéllos con alas estridentes

y recorren en círculo el cielo y lanzan su canto,

no de otra forma tus naves y tus jóvenes

o han entrado ya en puerto o buscan su boca a toda vela.

Así que prosigue, y, por donde te lleva el camino, dirige tus pasos.»

Dijo, y relució su nuca de rosa al darse la vuelta,

y desde lo más alto exhalaron sus cabellos de ambrosía

un olor divino; cayó su vestido hasta los mismos pies

y se marchó con el andar de una diosa verdadera. Entonces

reconoció aquél a su madre que escapaba y así la siguió con la voz:

«¿Por qué tan a menudo, también tú cruel, te burlas de tu hijo

con falsas imágenes? ¿Por qué no se me da juntar mi diestra

con la suya y oír y devolver palabras de verdad?»

Éste fue su reproche y encaminó sus pasos hacia las murallas.

Pero Venus cubrió con una sombra oscura a los caminantes

y derramó la diosa a su alrededor un manto de niebla,

para que nadie pudiera verlos y nadie tocarlos,

o urdir un retraso o las causas inquirir de su llegada.

Ella misma, volando, se va a Pafos y encontró alegre

de nuevo su morada, donde tiene su templo y cien altares

arden con incienso de Saba y huelen a guirnaldas recién cortadas.

Reemprendieron entretanto su camino, por donde avanza el sendero,

y ya subían a la colina que mucho asoma por encima

de la ciudad y ve desde lo alto el alcázar de enfrente.

Se asombra Eneas de la mole, cabañas otro tiempo,

se asombra de las puertas y del ir y venir por las calzadas.

Se afanan con fiebre los tirios: unos trazan la muralla

y levantan la fortaleza y hacen rodar las piedras en sus manos;

otros eligen un lugar para su techo y lo rodean de un surco;

leyes están dictando los jueces y el senado sagrado.

Unos aquí excavan el puerto; otros preparan profundos

cimientos para el teatro y sacan enormes columnas

de las rocas que habrán de decorar la escena futura.

Igual que las abejas al entrar el verano por los campos floridos

se afanan bajo el sol, sacando fuera las crías ya adultas

de la especie, o espesando la líquida miel

o hinchando las celdillas con el dulce néctar,

o toman la carga de las que van llegando o en formación cerrada

de la colmena arrojan al perezoso rebaño de los zánganos;

hierve el trabajo y de la miel se escapa un olor a tomillo.

«Afortunados los que ven sus murallas alzarse»,

exclama Eneas de la ciudad contemplando los tejados.

Encerrado en la niebla (asombra decirlo) se mete

en el centro y se mezcla a la gente sin ser visto.

Un bosque se alzaba en el corazón de la ciudad, de sombra amenísima,

donde, arrojados por el torbellino ylas aguas, sacaron

del suelo los púnicos la primera señal que Juno soberana

les había mostrado: la cabeza de un brioso caballo; que habría de ser

por los siglos un pueblo famoso en la guerra y próspero en la paz.

Aquí levantaba la sidonia Dido un templo enorme

a Juno, opulento de ofrendas y del numen de la diosa,

y para él se alzaban sobre la escalinata dinteles de bronce y vigas

con bronce trabadas, y chirriaban en sus goznes las puertas de bronce.

En este bosque por primera vez el insólito espectáculo disipó

su temor, y se atrevió Eneas por primera vez a esperar

salvación y a más confiar en medio de la adversidad.

Y así, mientras todo contempla al pie del templo enorme,

esperando a la reina, mientras contempla absorto de la ciudad

cuál sea la suerte, y las brigadas de obreros y el esfuerzo

de los trabajos, ve por orden las luchas de Troya

y las guerras que había divulgado la fama por todo el orbe,

y a los Atridas y a Príamo y con ambos al cruel Aquiles.

Se detuvo, y entre lágrimas dijo: «¿Qué lugar, Acates,

qué región de la tierra no está llena de nuestras fatigas?

Mira Príamo. Aquí también se premia la virtud,

lágrimas hay para las penas y tocan el corazón las cosas de los hombres.

Deja ese miedo, que esta fama alguna ayuda habrá de reportarte.»

Dice así y alimenta su ánimo con la pintura inane

entre grandes gemidos, y humedece su rostro inagotable río.

Pues veía cómo por aquí escapaban los griegos peleando

de Pérgamo alrededor, acosados por la juventud troyana;

por aquí los frigios, al perseguirles con su carro Aquiles empenachado.

Y no lejos de allí las blancas velas de las tiendas de Reso

reconoce entre lágrimas: entregadas al sueño primero,

el hijo de Tideo las llenaba desangre en gran carnicería

y se lleva al campamento los fogosos caballos antes de que

probasen los pastos de Troya y bebieran del Janto.

En otra parte Troilo escapando tras perder sus armas,

pobre muchacho en desigual combate con Aquiles,

los caballos lo arrastran y cuelga caído del carro vacío,

sujetando las riendas sin embargo; nuca y cabellos

le arrastran por el suelo, y escribe en el polvo con la lanza vuelta.

 

Mientras tanto, las mujeres de Ilión subían al templo

de Palas inicua, sueltos los cabellos, un peplo

a ofrecerle suplicantes, tristes y golpeándose el pecho con las palmas,

y la diosa les daba la espalda, en el suelo clavados los ojos.

Tres veces había arrastrado Aquiles el cuerpo de Héctor

en torno a los muros de Troya y lo cambiaba sin vida por oro.

No pudo más, y deja escapar un gemido de lo hondo del pecho,

cuando los despojos, cuando el carro y cuando el cuerpo de su pobre amigo

y a Príamo tendiendo sus manos inermes contempla.

También él se vio, mezclado con los príncipes de los aqueos,

y el ejército de la Aurora y las armas del negro Memnón.

Guía la marcha de las amazonas de escudos lunados

Pentesilea, que arde enloquecida entre millares,

con áureo ceñidor bajo el pecho descubierto,

guerrera, doncella que se atreve a combatir contra hombres.

Mientras contempla todo esto el dardanio Eneas maravillado,

mientras se queda absorto atento sólo a lo que ve,

la reina hacia el templo, la bellísima Dido,

se encamina con numeroso séquito de jóvenes.

Cual en las riberas del Eurotas o en las laderas del Cinto

Diana dirige a sus coros de Oréadas que la siguen a miles

y se agolpan a un lado y a otro; ella la aljaba

lleva al hombro y sobresale de todas las diosas al caminar

(se agita de gozo el pecho callado de Latona):

así estaba Dido, así de alegre caminaba

entre todos apresurando las obras de su futuro reino.

Y a las puertas de la diosa, bajo la bóveda del templo

se sentó sobre alto sitial rodeada de sus armas.

Impartía justicia y leyes a los hombres y la tarea de las obras

distribuía en partes iguales o dejaba a la suerte,

cuando de pronto Eneas ve llegar entre gran concurso

de gente a Anteo y a Sergesto y al valiente Cloanto

y a algunos otros teucros a quienes negro tornado

había dispersado por el mar, lanzándolos a otras orillas.

Pasmado se quedó y a la vez Acates se conmueve

de alegría y de miedo; ardían ansiosos por estrechar

sus diestras, mas la dudosa situación turba sus corazones.

Se contienen y escondidos en el hueco de la nube observan

cuál ha sido la suerte de sus hombres, dónde han dejado las naves,

a qué vienen; pues llegaban escogidos de toda la flota

a pedir favor y se dirigían al templo gritando.

Luego que entraron y se les permitió hablar delante de todos,

de este modo comienza el gran Ilioneo, con pecho sereno:

«Oh, reina, a quien Júpiter ha dado fundar una nueva ciudad

y en justicia que frenaras a pueblos soberbios.

Los pobres troyanos, batidos por los vientos de todos los mares,

te suplicamos: aleja el fuego maldito de nuestras naves, perdona a un pueblo piadoso y vigila de cerca nuestras cosas.

Que no hemos venido a debelar con la espada los Penates

de Libia, ni a llevar a la costa un botín apresado;

no somos de ánimo guerrero ni es de vencidos soberbia tamaña.

Hay un lugar al que llaman los griegos con el nombre de Hesperia,

una tierra antigua, poderosa en las armas y fértil de suelo,

que habitaron los hombres de Enotria; hoy se dice que sus descendientes

llaman Italia al pueblo por el nombre de su jefe.

Ése era nuestro rumbo,

cuando de pronto Orión tempestuoso surgió sobre las olas

y nos lanzó a bajíos sin salida y con Austros tenaces del todo

nos dispersó con el agua por encima entre olas y escollos

inaccesibles; unos pocos logramos ganar a nado nuestras playas.

¿Qué clase de hombres es ésta y qué patria tan bárbara permite

una costumbre así? Se nos impide la hospitalidad de la playa,

guerras nos levantan y nos prohiben detenernos en la orilla.

Si despreciáis la raza de los hombres y las armas mortales,

temed al menos a los dioses que no olvidan lo bueno y lo malo.

Un rey teníamos, Eneas; más justo que él no hubo otro

ni de mayor piedad, ni más grande en la guerra y las armas.

Si los hados protegen a este hombre, si se alimenta del aura

etérea y no duerme aún en las sombras crueles,

no cabe miedo alguno, ni habrá de pesarte el cumplir

la primera con nosotros. Ciudades tenemos en la región de los sículos

y armas, y el famoso Acestes de sangre troyana.

Permítasenos arrastrar a tierra la flota que desarboló el viento

y reparar su madera en los bosques y cortar nuevos remos,

y, si es posible, recobrados nuestros amigos y nuestro rey,

buscar Italia y gozosos dirigirnos a Italia y al Lacio;

y si no, si nuestra salvación se ha perdido y a ti, óptimo padre de los teucros,

te guarda el mar de Libia y no queda esperanza ya de Julo,

al menos al estrecho de Sicilia, a los lugares dispuestos

de donde llegamos hasta aquí, y al rey Acestes volvamos.»

Así dijo Ilioneo; así a la vez todos suspiraban

los Dardánidas.

Brevemente entonces, la cabeza inclinada, habla Dido:

«Sacad el miedo de vuestro corazón, teucros, dejad esas cuitas.

Lo dificil de la situación y el que el reino sea nuevo tales cosas

me obligan a tramar y a defender con guardias todo mi suelo.

¿Quién no ha oído hablar de la estirpe de Eneas y la ciudad de Troya,

de su valor y sus hombres o de las llamas de guerra tan grande?

Que no tenemos los púnicos corazones tan endurecidos

ni tan lejos de la ciudad tiria unce el Sol sus caballos.

Así que, tanto si ansiáis la grandeza de Hesperia y los campos saturnios

como el suelo de Érice y el reino de Acestes,

os dejaré marchar protegidos por mi auxilio y podréis disponer de mis recursos.

¿Que preferís quedaros conmigo en pie de igualdad en mi reino?

La ciudad que estoy levantando vuestra es; varad vuestras naves;

ninguna distinción habré de hacer entre tirio y troyano.

Y ojalá que en alas del mismo Noto llegase también

Eneas, vuestro rey; al punto enviaré por las playas hombres

de confianza y haré que recorran los confines de Libia,

por si anda perdido por algún bosque o ciudad.»

Con el ánimo recobrado por estas palabras, el fuerte Acates

y el padre Eneas también, impacientes, ardían por salir

de la nube. Y Acates el primero interroga a Eneas:

«Hijo de diosa, ¿qué opinión se alza en tu pecho?

Todo estás viendo a salvo, y recobrados los amigos y la flota.

Sólo uno falta, a quien nosotros mismos vimos perderse

en medio de las olas; responde lo demás a las palabras de tu madre.»

Apenas acabó de hablar cuando se abre la nube

de repente, y se esfuma disipándose por cielo abierto.

Allí apareció Eneas y en una blanca luz resplandeció,

con la cara y el cuerpo como un dios; que su misma madre

había insuflado al hijo brillante cabellera y la luz púrpura

de la juventud y en sus ojos alegres resplandores:

como añaden las manos adornos al marfil o como de rubio oro

se engarza la plata o la piedra de Paros.

Así entonces se dirige a la reina y a todos de repente,

inesperado, dice: «Aquí me tenéis, soy quien buscáis.

Soy el troyano Eneas, rescatado del oleaje libio.

Oh, tú, la única en apiadarse de las fatigas indecibles de Troya,

que a nosotros, restos de los dánaos, agotados por mar y tierra

de toda clase de calamidades, de todo privados,

a tu ciudad y a tu casa nos asocias. No podemos, Dido,

darte las gracias que mereces, ni puede todo el pueblo troyano,

perdido como está y disperso por el ancho mundo.

Mas los dioses a ti, si algún numen vela por los piadosos, si es que

algo queda de justicia y una inteligencia que sabe lo que es justo,

digna recompensa habrán de darte. ¿Qué siglos tan felices

te vieron nacer? ¿Qué padres tan grandes así te engendraron?

Mientras hacia el mar corran los ríos, mientras recorran las sombras

las quebradas de los montes, mientras estrellas alimente el cielo,

permanecerá siempre el honor y la gloria de tu nombre,

sea cual sea la tierra que me llama.» Así que habló, al amigo

Ilioneo buscó con su diestra y con la izquierda a Seresto,

y a los demás después, y al valiente Gías y al valiente Cloanto.

Sin aliento se quedó la sidonia Dido, por la visión primero,

después por tanta desventura del héroe y así habló con su boca:

«¿Qué desventura, hijo de la diosa, en medio de tan grandes peligros

te persigue? ¿Qué fuerza te arroja a riberas salvajes?

¿No eres tú aquel Eneas que la madre Venus al dardanio

Anquises le engendró junto a las aguas del frigio Simunte?

Y recuerdo muy bien que Teucro vino a Sidón

expulsado de la tierra de su padre, buscando un nuevo reino

con la ayuda de Belo; andaba entonces mi padre Belo

asolando la rica Chipre y a su poder, vencedor, la tenía sometida.

Pues ya desde aquel tiempo me era conocida la ruina

de la ciudad troyana, y tu nombre, y los reyes pelasgos.

Él mismo, un enemigo, hablaba de los teucros con la mayor alabanza

y se pretendía descendiente de una antigua estirpe de teucros.

Así que vamos, jóvenes, entrad en nuestras casas.

Que a mí también fortuna parecida quiso traerme,

sacudida por fatigas sin cuento, por último a esta tierra;

no aprendo a ayudar al malhadado sin conocer la desgracia.»

Así dice, y conduce al tiempo a Eneas a los techos

reales y al tiempo ordena sacrificios en los templos de los dioses.

Y envía a la vez a los compañeros de la playa no menos

de veinte toros, cien erizados lomos

de enormes cerdos, cien corderos bien cebados con sus madres,

presentes y gozo del día.

Y se dispone con lujo de reyes el interior del palacio,

espléndido, y preparan los banquetes en las habitaciones:

telas trabajadas con esmero y de soberbia púrpura,

mucha plata en las mesas y, labradas en oro,

las valerosas hazañas de los padres, la sucesión larguísima

de batallas que tantos guerreros libraron desde el antiguo origen de la raza.

Eneas (pues no deja descansar a sus pensamientos su amor

de padre) envía por delante a las naves rápido a Acates,

que cuente a Ascanio todo esto y a la ciudad lo traiga;

todo el cuidado de su querido padre se pone en Ascanio.

Presentes además salvados de la ruina de Troya

manda traer, un vestido bordado con dibujos de oro

y un velo festoneado en acanto azafrán,

ornato de la argiva Helena que había traído ella

de Micenas al venir a Pérgamo y a unos prohibidos

himeneos, maravilloso regalo de su madre Leda;

y el cetro además que un día llevara llione,

la mayor de las hijas de Príamo, y para el cuello un collar

de perlas, y una doble corona de oro y de gemas.

Cumpliendo a toda prisa cubría Acates el camino a las naves.

Pero la Citerea nuevas mañas, nuevos planes urde

en su pecho, para que con la cara y el cuerpo del dulce Ascanio

Cupido se presente y encienda con sus regalos

la pasión de la reina, y meta el fuego en sus huesos.

Y es que teme a una casa ambigua y a los tirios de dos lenguas;

la abrasa feroz Juno y aumenta por la noche su cuidado.

Así que con estas palabras se dirige al alígero Amor:

«Hijo mío, mi fuerza, mi gran poder, el único

que despreciar puede los dardos tifeos de tu excelso padre,

en ti me refugio y suplicante tu ayuda reclamo.

Que tu hermano Eneas anda en el mar sacudido

por todas las costas a causa del odio de la acerba Juno,

lo sabes muy bien y a menudo de nuestro dolor te doliste.

Ahora lo retiene la fenicia Dido y lo entretiene con blandas

palabras, y me temo a dónde puede conducirle

 

la hospitalidad de Juno: no dejará pasar ocasión como ésta.

Por eso estoy planeando conquistar antes a la reina con engaños

y ceñirla de fuego, para que no cambie por algún otro dios

y conmigo se vea atada con un gran amor a Eneas.

Escucha ahora mi plan para que puedas lograrlo.

Por orden de su querido padre se dispone a acudir a la ciudad

sidonia el niño real, el objeto mayor de mis cuitas,

llevando consigo los presentes rescatados al mar y a las llamas de Troya;

voy a ocultarlo, profundamente dormido, en las cumbres

de Citera o en la sagrada morada de la Idalia,

para que enterarse no pueda de mis engaños o interponerse.

Tú, por no más de una noche, toma su aspecto

con engaño, y, niño, como eres, viste los conocidos rasgos del niño

de modo que, cuando te tome en su regazo felicísima Dido

entre las mesas reales y el licor lieo,

cuando te dé sus abrazos y te llene de dulces besos,

le insufles sin que lo advierta tu fuego y la engañes con tu droga.»

Obedece Amor las palabras de su madre querida y las alas

deja y toma gozoso los andares de Julo.

Venus por su lado plácida quietud vierte por los miembros

de Ascanio, y en sus brazos la diosa lo lleva a los altos

bosques de Idalia, donde la suave mejorana lo perfuma

y lo envuelve con sus flores y su dulce sombra.

Iba ya obediente al mandato Cupido y llevaba

los reales presentes a los tirios, alegre con la guía de Acates.

Al llegar, la reina se instaló por fin en un lecho

de oro con soberbios tapices y se puso en el centro,

y ya el padre Eneas y ya la juventud troyana

se presentan y se colocan sobre asientos de púrpura.

Presentan los criados agua a las manos y el fruto de Ceres

reparten en cestas y paños ofrecen de flecos cortados.

Dentro hay cincuenta criadas a cuyo cuidado está la provisión

ordenada de las viandas y quemar perfumes a los Penates;

otras cien y otros tantos servidores de la misma edad

para colmar de viandas las mesas y servir las copas.

No faltan tampoco los tirios, que en gran número acuden

al alegre palacio; se les pide descansar en cojines bordados

y admiran los regalos de Eneas, admiran a Julo,

el rostro resplandeciente del dios y sus fingidas palabras,

y el vestido y el velo bordado de acanto azafrán.

En especial la infeliz fenicia, rendida a la perdición que acecha,

no puede saciar su corazón y se abrasa mirando,

y por igual la emocionan los presentes y el muchacho.

Éste, luego que se colgó de los brazos y el cuello de Eneas

y colmó el gran amor de su falso padre,

busca a la reina. Ella con los ojos, con su corazón todo

se le prende y lo atrae a su pecho ignorante Dido

de qué dios terrible se le sienta, desdichada. Y él recordando

a su madre Acidalia, a borrar poco a poco a Siqueo

comienza y trata ya de cambiar con el amor de un vivo

su corazón ha tiempo apagado y un pecho no acostumbrado.

Tan pronto se descansó en el banquete y quitaron las mesas,

disponen grandes crateras y coronan los vinos.

Llena el bullicio la mansión y resuenan las voces por los amplios

salones; cuelgan encendidas las lámparas del dorado

artesón y derrotan las antorchas con su llama a la noche.

Pidió en ese momento la reina una pesada pátera de oro

y de gemas y la llenó de vino puro, como Belo y todos

desde Belo solían; luego se hizo el silencio en la sala:

«Júpiter, pues dicen que está a tu cargo el derecho de hospitalidad,

ojalá permitas que sea éste un día alegre para los tirios y cuantos

salieron de Troya, y que de él se acuerden nuestros descendientes.

Que nos asista Baco, dispensador de goces, y Juno benigna;

y vosotros, tirios, celebrad esta reunión con alegría.»

Dijo, y libó sobre la mesa la ofrenda del vino

y, hecha la libación, lo probó la primera con los labios apenas;

convidó luego a Bitias, quien sin dudarlo se tragó la copa

espumante hasta topar con el oro macizo;

después los demás príncipes. El crinado Yopas hace sonar

su cítara dorada cual le enseñó Atlante gigantesco.

Canta éste el vagar de la luna y del sol las fatigas,

el origen de hombres y animales, del agua y del fuego,

Arturo y las lluviosas Híades y los dos Triones,

por qué tanto se apresuran a bañarse en el Océano los soles

de invierno o por qué se demoran las lentas noches;

redoblan sus aplausos los tirios y los troyanos les siguen.

Pasaba también la noche en animada charla

la infeliz Dido, y un largo amor bebía,

preguntando una y otra cosa sobre Príamo, una y otra sobre Héctor;

ya con qué armas se había presentado el hijo de la Aurora,

ya cómo eran de Diomedes los caballos, ya por la figura de Aquiles:

«Ea, mi huésped; comienza por el principio y cuéntanos»,

dijo, «las trampas de los dánaos y las desgracias de los tuyos

y tu peregrinar; pues ya es el séptimo verano

que vagar te ve por todas las tierras y los mares. »

LIBRO II

Todos callaron y en tensión mantenían la mirada;

luego el padre Eneas así comenzó desde su alto lecho:

«Un dolor, reina, me mandas renovar innombrable,

cómo las riquezas troyanas y el mísero reino

destruyeron los dánaos, y tragedias que yo mismo he visto

y de las que fui parte importante. ¿Quién eso narrando

de los mirmídones o dólopes o del cruel Ulises soldado

contendría las lágrimas? Y ya la húmeda noche del cielo

baja y al caer las estrellas invitan al sueño.

Mas si tanta es tu ansia de conocer nuestra ruina

y en breve de Troya escuchar la fatiga postrera,

aunque el ánimo se eriza al recordar y huye del llanto,

comenzaré. Quebrados por la guerra, por el hado rechazados

los jefes de los dánaos al pasar ya tantos los años,

como una montaña un caballo con arte divina de Palas

levantan, tejiendo sus flancos con tablas de abeto;

lo fingen un voto por el regreso; así la noticia se extiende.

Escogidos a suerte, a escondidas aquí los guerreros

encierran en el ciego costado y hasta el fondo llenan

las cavernas enormes de la panza con hombres en armas.

Enfrente está Ténedos, isla de bien conocida

fama, rica en recursos al estar en pie de Príamo el reino,

hoy sólo un golfo y un puerto del que los barcos desconfían:

lanzados aquí en la playa desierta se ocultan;

pensamos que, idos, andaban buscando Micenas al viento.

Así toda Eucria se vio libre al fin de un duelo ya largo;

se abren las puertas, da gusto pasear contemplando

las tiendas de los dorios y ver desierto el lugar y la playa vacía:

aquí la tropa de los dólopes, aquí Aquiles cruel acampaba;

aquí el lugar de los barcos, aquí en formación peleaban.

Unos sin habla contemplan de Palas fatal el regalo,

asombrados del tamaño del caballo, y el primero Timetes

ordena pasarlo a los muros y ponerlo en lo alto,

bien por engaño bien que ya así lo cantaba el destino de Troya.

Capis no obstante y los de mejor opinión en la mente

nos mandan arrojar al mar la trampa del dánao

y el extraño presente y quemarlo con fuego debajo,

o perforar los huecos de su panza buscando escondrijos.

Dudosa entre dos pareceres se divide la gente.

»Y, mira, el primero de todos seguido de gran compañía

baja Laocoonte encendido de lo alto de la fortaleza,

y a lo lejos: “¡Qué locura tan grande, pobres ciudadanos!

¿Del enemigo pensáis que se ha ido? ¿O creéis que los dánaos

pueden hacer regalos sin trampa? ¿Así conocemos a Ulises?

O encerrados en esta madera ocultos están los aqueos,

o contra nuestras murallas se ha levantado esta máquina

para espiar nuestras casas y caer sobre la ciudad desde lo alto,

o algún otro engaño se esconde: teucros, no os fiéis del caballo.

Sea lo que sea, temo a los dánaos incluso ofreciendo presentes.”

Luego que habló con gran fuerza una lanza enorme

disparó contra el costado y contra el vientre curvo de tablones.

Se clavó aquélla vibrando y en la panza sacudida

resonaron las cuevas y lanzaron su gemido las cavernas.

Y, si los hados de los dioses y nuestra mente no hubieran estado

contra nosotros, nos habrían llevado a horadar los escondites de Argos,

y aún se alzaría Troya y permanecerías en lo alto, fortaleza de Príamo.

»Y hete aquí que a un joven atado a la espalda de manos

con gran griterío los pastores ante el rey arrastraban

Dardánidas, que, desconocido, a los que lo hallaron

se entregó para urdir todo esto y abrir Troya a los griegos,

confiado de ánimo y para ambas tareas dispuesto,

bien a tramar sus engaños, bien a marchar a una muerte segura.

De todas partes acude con ganas de verle

y compite la juventud troyana en burlarse del preso.

Escucha ahora las trampas de los dánaos y por el crimen de uno

conócelos a todos.

Pues cuando en medio del corro, turbado y sin armas,

se detuvo y miró con sus ojos las tropas de Frigia,

“¡Ay! ¿Qué tierra ahora -dijo-, qué mares me pueden

guardar o qué queda por fin para mí desgraciado,

que no tengo siquiera un lugar con los dánaos y encima

los hostiles Dardánidas mi castigo reclaman con sangre?”

Con este lamento cambió nuestros ánimos y aplacó nuestros ímpetus todos.