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100 Clásicos de la Literatura

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Luego fue al "cuarto amarillo". La señorita Stangerson llega. Lo que ocurrió ha de haber sido rápido como el rayo... Ella probablemente gritó... o, más bien, quiso gritar su espanto; el hombre le agarró la garganta... Tal vez va a sofocarla, a estrangularla... Pero la mano titubeante de la señorita Stangerson ha aferrado, en el cajón de la mesa de luz, el revólver que escondiera allí desde que teme las amenazas del hombre. El asesino blande ya sobre la cabeza de la desdichada esa arma temible en manos de Larsan–Ballmeyer: un hueso de cordero... Pero ella dispara... El tiro sale y hiere la mano, que abandona el arma. El hueso de cordero cae al suelo, ensangrentado por sangre de la herida del asesino... El asesino se tambalea, se apoya sobre la pared, deja allí marcados sus dedos en rojo, teme otra bala y huye...

Ella lo ve atravesar el laboratorio... Escucha... ¿Qué hace en el vestíbulo?... Tarda mucho en saltar por esa ventana... Por fin, salta. Ella corre a la ventana y vuelve a cerrarla... Y ahora, ¿acaso lo ha visto su padre? ¿Lo ha oído? Ahora que el peligro ha desaparecido, todos sus pensamientos se concentran en su padre... Dotada de una energía sobrehumana, le ocultará todo, si todavía hay tiempo... Y cuando vuelva el señor Stangerson, encontrará la puerta del "cuarto amarillo" cerrada y a su hija, en el laboratorio, inclinada sobre su escritorio, atenta y trabajando.

Rouletabille se vuelve ahora hacia el señor Darzac:

–¡Usted sabe la verdad –grita–, díganos si las cosas ocurrieron así!

–No sé nada –responde el señor Darzac.

–¡Usted es un héroe! – dice Rouletabille, cruzándose de brazos.

Pero, ¡caramba!, si la señorita Stangerson estuviera en condiciones de saber que usted fue acusado, lo liberaría de su juramento..., le rogaría que dijera todo lo que le confió... ¡Qué digo! ¡Ella misma vendría a defenderlo!

El señor Darzac no hizo un movimiento, no pronunció una palabra. Miró a Rouletabille con tristeza.

–En fin –dijo este–, ya que la señorita Stangerson no está aquí, es preciso que esté yo. Pero, créame, señor Darzac, el mejor medio, el único medio de salvar a la señorita Stangerson y de devolverle la razón es que salga usted libre.

Una salva de aplausos recibió esta última frase. El presidente ni siquiera intentó dominar el entusiasmo de la sala. Robert Darzac estaba salvado. No había más que mirar a los jurados para estar seguro. Su actitud manifestaba claramente su convicción.

El presidente exclamó entonces:

–Pero, bueno, ¿cuál es el misterio que llevó a la señorita Stangerson, a quien intentaron asesinar, a disimular semejante crimen ante su padre?

–Eso, señor –dijo Rouletabille–, no lo sé... ¡No me incumbe!

El presidente hizo un nuevo esfuerzo ante Robert Darzac.

–¿Se sigue negando a decirnos, señor, en qué empleaba su tiempo mientras atentaban contra la vida de la señorita Stangerson?

–No puedo decirle nada, señor...

El presidente imploró con la mirada una explicación a Rouletabille.

–Tenemos derecho a pensar, señor presidente, que las ausencias del señor Robert Darzac estaban estrechamente ligadas al secreto de la señorita Stangerson... También el señor Darzac se cree obligado a guardar silencio... Imagine que Larsan, quien, fuera de sus tres tentativas, hizo todo lo posible por desviar las sospechas hacia el señor Darzac, justamente esas tres veces citó al señor Darzac en un lugar comprometedor, y lo hizo para hablar del misterio... El señor Darzac se dejará condenar antes de confesar de qué se trataba, de explicar cualquier cosa vinculada al misterio de la señorita Stangerson. Larsan es lo bastante astuto para haber planeado también esas coincidencias...

El presidente, vacilante pero curioso, siguió preguntando:

–¿Pero qué puede ser ese misterio?

–¡Ah, señor, no podría decírselo! – dijo Rouletabille, inclinándose ante el presidente–. Sólo creo que ahora sabe lo suficiente para absolver al señor Robert Darzac... A menos que Larsan vuelva, pero no lo creo –dijo riendo con una franca risa alegre.

Todo el mundo se rio con él.

–Una pregunta más, señor –dijo el presidente. –Comprendemos, siempre aceptando su tesis, que Larsan haya querido desviar las sospechas hacia el señor Robert Darzac, pero ¿qué interés tenía en dirigirlas también hacia el tío Jacques?...

–¡El interés del policía, señor! El interés de mostrarse brillante aniquilando él mismo las pruebas que había reunido. ¡Eso es muy hábil! Es un truco que a menudo le sirvió para desviar las sospechas que hubieran podido rozarlo a él. Probaba la inocencia de uno antes de acusar al otro. Piense, señor presidente, que Larsan debe de haber maquinado un caso como este con mucha antelación. Le digo que había estudiado todo, y que conocía a las personas y las circunstancias. Si tiene curiosidad por saber cómo se documentó, sepa que durante un tiempo actuó como comisionado entre el laboratorio de la Sûreté y el señor Stangerson, a quien se le solicitaban experimentos. Así, antes del crimen, pudo entrar dos veces en el pabellón. Estaba maquillado de tal forma que el tío Jacques, luego, no lo reconoció; pero de tal forma Larsan encontró ocasión de robarle al tío Jacques un viejo par de zapatones y una boina en desuso, que el viejo servidor del señor Stangerson había envuelto en un pañuelo para llevárselos, sin duda, a uno de sus amigos, carbonero en la ruta de Épinay. Cuando se descubrió el crimen, el tío Jacques, quien advirtió que los objetos eran suyos, tuvo cuidado de no reconocerlos de inmediato. Eran demasiado comprometedores y eso es lo que explica su turbación, en ese momento, cuando le hablábamos de ellos. Todo eso es claro como el agua y obligué a Larsan a confesármelo. Por otra parte, lo hizo con placer, pues, si bien es un bandido –cosa que, me atrevo a suponer, nadie duda–, también es un artista... Es su manera de actuar, su marca personal... Actuó del mismo modo en el caso del "Crédito Universal" y en el de los "Lingotes de la Casa de la Moneda". Casos que será preciso revisar, señor presidente, pues hay algunos inocentes en prisión desde que Ballmeyer–Larsan pertenece a la Sûreté.

28. DONDE SE PRUEBA QUE NO SIEMPRE SE PIENSA EN TODO

¡Gran conmoción, murmullos, bravos! El letrado Henri–Robert presentó sus conclusiones, tendientes a que el caso se aplazara hasta otra sesión para complementar la instrucción; el propio ministerio público se sumó a ellas. El caso se aplazó. Al día siguiente, el señor Robert Darzac quedó en libertad provisional y el tío Mathieu fue sobreseído de inmediato. Buscaron en vano a Frédéric Larsan. La inocencia había sido probada. El señor Darzac escapaba por fin a la espantosa calamidad que, por un instante, lo había amenazado y pudo confiar, tras una visita a la señorita Stangerson, en que, un día, esta recuperaría la razón a fuerza de solícitos cuidados.

En cuanto a ese muchacho Rouletabille, fue, naturalmente, "el hombre del día". A la salida del palacio de Versalles, la multitud lo había llevado en andas. Los diarios del mundo entero publicaron sus hazañas y su fotografía; y él, que había entrevistado a tantos personajes ilustres, fue ilustre y entrevistado a su vez. ¡Debo decir que no se envaneció demasiado por eso!

Volvimos de Versalles juntos, después de haber cenado alegremente en El perro que fuma. En el tren, empecé a hacerle un montón de preguntas que, durante la comida, se habían amontonado en mis labios y que había callado, porque sabía que a Rouletabille no le gustaba trabajar mientras comía.

–Amigo mío –dije–, este caso de Larsan es sublime y digno de su cerebro heroico.

Aquí me detuvo, invitándome a hablar con mayor sencillez y fingiendo que no se consolaría nunca de ver que una inteligencia tan bella como la mía estaba dispuesta a hundirse en el asqueroso abismo de la estupidez y sólo a causa de la admiración que sentía por él.

–Voy a los hechos –dije un poco enojado. Todo lo que acaba de ocurrir no me revela nada de lo que fue a hacer a América del Norte. Si lo comprendí bien, cuando se fue la última vez del Glandier, ya sospechaba de Frédéric Larsan... ¿Sabía que Larsan era el asesino y no ignoraba nada de la forma en que había intentado asesinar a su víctima?

–Exactamente. Y usted –dijo, desviando la conversación–, ¿usted no sospechaba nada?

–¡Nada!

–Es increíble.

–Pero, amigo mío, usted tuvo cuidado de ocultarme su pensamiento y no veo cómo podría haberlo adivinado... Cuando llegué al Glandier con los revólveres, en ese preciso momento, ¿usted ya sospechaba de Larsan?

–¡Sí! Acababa de hacer el razonamiento de la "galería inexplicable", pero la vuelta de Larsan al cuarto de la señorita Stangerson no se me reveló hasta el descubrimiento de los quevedos de présbite... En fin, que mi sospecha no era más que matemática y la idea de Larsan asesino me parecía tan formidable que estaba dispuesto a esperar huellas materiales antes de osar detenerme en ella. De todos modos, esta idea me inquietaba y, a menudo, tenía una forma de hablarle a usted del policía que debió de haberlo puesto sobre aviso. Ante todo, ya no daba por sentada su buena fe y no le decía más que se equivocaba. Le hablaba de su sistema como de un miserable sistema, y el desprecio que le mostraba, que en la mente de usted iba dirigido al policía, en la mía iba dirigido en realidad no tanto al policía cuanto al bandido que sospechaba que era... Recuerde que cuando le enumeraba todas las pruebas que se acumulaban contra el señor Darzac, le decía: "Todo esto parece dar cierto peso a la hipótesis del gran Fred. Por lo demás, esa hipótesis, que yo creo falsa, lo extraviará...", y añadía en un tono que hubiera debido dejarle estupefacto: "¿Ahora esa hipótesis extravía realmente a Frédéric Larsan? ¡Esa es la cosa! ¡Esa es la cosa!..."

 

Aquellos "¡Esa es la cosa!" hubieran debido darle que pensar; toda mi sospecha estaba en aquellos "¡Esa es la cosa!". Y ¿qué significaba "¿extravía realmente?" sino que podía no extraviarlo a él y estaba destinada a extraviarnos a nosotros? En aquel momento lo miré y se estremeció, no había entendido usted... Me alegré de ello, pues, hasta el descubrimiento de los quevedos, no podía considerar el crimen de Larsan más que como una absurda hipótesis... Pero después del descubrimiento de los quevedos, que me explicaban la vuelta de Larsan a la habitación de la señorita Stangerson..., imagine mi alegría, mis arrebatos... ¡Oh! ¡Lo recuerdo muy bien! Corría como un loco por mi habitación, y le gritaba: "¡Se la voy a jugar de una forma resonante!" Estas palabras se dirigían entonces al bandido. Y, aquella misma noche, cuando encargado por el señor Darzac de vigilar la habitación de la señorita Stangerson, hasta las diez de la noche me limité a cenar con Larsan sin tomar ninguna medida, ¡tranquilo porque él estaba allí, frente a mí!, también en aquel momento hubiera podido usted sospechar, querido amigo, que al único hombre que temía era a él. Y cuando, en el momento en que hablábamos de la próxima llegada del asesino, yo le decía: "¡Oh! ¡Estoy completamente seguro de que Frédéric Larsan estará aquí esta noche!..."

Pero hay algo capital que hubiera podido, que hubiera debido iluminarnos del todo y en seguida sobre el criminal, algo que nos denunciaba a Frédéric Larsan, y que dejamos escapar ¡usted y yo!...

¡No habrá olvidado usted la historia del bastón!...

Sí, aparte del razonamiento que, para cualquier mente lógica, denunciaba a Larsan, teníamos la "historia del bastón", que lo denunciaba a cualquier mente observadora.

Me sorprendió muy mucho, para que lo sepa, que durante la instrucción Larsan no se sirviera del bastón contra el señor Darzac. ¿No había comprado ese bastón la noche del crimen un hombre cuyas señas respondían a las del señor Darzac? Pues bien, esta tarde pregunté al mismo Larsan, antes de que cogiera el tren para desaparecer, le pregunté por qué no se había servido del bastón. Me respondió que nunca había sido su intención; que, en su pensamiento, nunca imaginó nada contra el señor Darzan con ese bastón, que la noche de la taberna de Epinay lo habíamos puesto en una situación bastante embarazosa ¡al probarle que nos mentía! Usted sabe que decía que había conseguido ese bastón en Londres; ahora bien, ¡la marca atestiguaba que era de París! ¿Por qué, en aquel momento, en vez de pensar: "Fred miente; estaba en Londres; no pudo conseguir ese bastón de París en Londres", por qué no nos dijimos: "Fred miente; ¡no estaba en Londres, puesto que compró ese bastón en París!"? ¡Fred mentiroso, Fred en París en el momento del crimen! ¡Es ese un punto de partida para sospechar! Y cuando después de su investigación en la tienda de Cassette, usted nos informa de que el bastón ha sido comprado por un hombre que va vestido como el señor Darzac; cuando estábamos seguros, gracias a la historia de la oficina de correos 40, de que hay en París un hombre que adopta la silueta de Darzac; cuando nos preguntamos quién es entonces el hombre que, disfrazado de Darzac, se presenta la noche del crimen en la tiende de Cassette para comprar un bastón que encontramos en las manos de Fred, ¿cómo, cómo, cómo no nos dijimos un instante: "Pero..., pero... y si ese desconocido disfrazado de Darzac que compra un bastón que Fred lleva en las manos..., fuera..., fuera... el mismo Fred..."? Ciertamente, en su calidad de agente de la Seguridad no era propicio a semejante hipótesis; pero, cuando comprobamos el encarnizamiento con que Fred acumulaba las pruebas contra Darzac, la rabia con el que perseguía al desdichado..., podríamos habernos sentido impresionados por una mentira de Fred tan grave como aquella, que lo hacía entrar en posesión, en París, de un bastón que no podría haber comprado en Londres. Incluso, si lo había comprado en París, la mentira de Londres no dejaba de existir. ¡Todo el mundo creía que estaba en Londres, incluso sus jefes, y él compraba un bastón en París! Ahora, pensemos un segundo, ¿cómo era posible que no usara el bastón asociado con el señor Darzac? ¡Es muy simple! Es tan simple, que ni pensamos en ello... Larsan lo había comprado antes, cuando fue ligeramente herido en la mano por la bala de la señorita Stangerson, únicamente para mantener el aplomo, para tener siempre la mano cerrada, para no sentirse tentado de abrir la mano y mostrar la herida en su interior. ¿Comprende?... Esto es lo que me dijo Larsan y me acuerdo de haberle repetido a usted qué raro me parecía que su mano no dejara ese bastón. En la mesa, cuando cenaba con él, apenas dejaba ese bastón tomaba un cuchillo del que su mano derecha no se separaba más. Todos esos detalles me vinieron a la memoria cuando mi pensamiento se detuvo en Larsan, es decir, demasiado tarde para que me fueran de alguna ayuda. Así fue como la noche en que Larsan simuló frente a nosotros tener sueño, me incliné sobre él y, con mucha habilidad, pude mirar, sin que sospechara, su mano. No había allí más que una ligera venda de gasa que disimulaba lo que quedaba de la herida. Comprobé que, en ese momento, hubiera podido simular que esa herida se la había provocado cualquier otra cosa que no fuera un balazo. De todos modos, para mí, a esa altura, era un nuevo signo exterior que entraba en el círculo de mi razonamiento. La bala, me dijo esa tarde Larsan, sólo le había rozado la palma y había producido una hemorragia bastante abundante.

Si hubiéramos sido más perspicaces, en el momento de la mentira de Larsan y, por ende, más peligrosos..., seguramente él, para desviar las sospechas, hubiera sacado a relucir la historia que habíamos imaginado para él, la historia del descubrimiento del bastón de algún modo relacionado con Darzac; pero los acontecimientos se precipitaron de tal forma que no pensamos más en el bastón. De todos modos, sin sospecharlo, inquietamos mucho a Larsan–Ballmeyer.

–Pero –lo interrumpí–, si no tenía nada planeado en contra de Darzac al comprar el bastón, ¿por qué lo hizo disfrazado de Darzac, con el sobretodo color gris, con el sombrero hongo, etcétera?

–Porque llegaba del lugar del crimen y, apenas lo cometió, había retomado el disfraz de Darzac que siempre lo acompañaba en su quehacer criminal, con la finalidad que usted conoce.

Pero ya, como bien lo piensa usted, su mano herida lo inquietaba y tuvo, al pasar por la avenida de la ópera, la idea de comprar un bastón, que cumplió de inmediato... Eran las ocho. Un hombre con el aspecto de Darzac, que compra un bastón que encuentro en manos de Larsan... Y yo, yo que había adivinado que el drama ya había tenido lugar a esa hora, que acababa de tener lugar, que estaba casi convencido de la inocencia de Darzac, no sospecho de Larsan... Hay momentos...

–Hay momentos –dije yo– en que las inteligencias más profundas...

Rouletabille me cerró la boca... Y yo lo seguí interrogando, pero me di cuenta de que ya no me escuchaba... Rouletabille dormía. Me costó muchísimo despertarlo cuando llegamos a París.

29. EL MISTERIO DE LA SEÑORITA STANGERSON

En los días siguientes, tuve ocasión de preguntarle de nuevo qué había ido a hacer a América. No me respondió con más precisiones que como lo había hecho en el tren de Versalles y desvió la conversación sobre otros puntos del caso.

Un día, terminó por decirme:

–Pero ¡comprenda que tenía necesidad de conocer la verdadera personalidad de Larsan!

–Sin duda –dije yo–, pero ¿por qué fue a buscarla a América? Fumó su pipa y me dio la espalda. Evidentemente, tenía que ver con el misterio de la señorita Stangerson. Rouletabille había pensado que ese misterio, que vinculaba de una forma tan terrible a Larsan y a la señorita Stangerson, un misterio al que no le encontraba ninguna explicación en la vida de la señorita Stangerson en Francia, debía tener su origen en la vida de la señorita Stangerson en América. Y se había embarcado. Allí, se enteraría de quién era ese Larsan y conseguiría las pruebas necesarias para cerrarle la boca... ¡Y se marchó a Filadelfia!

Y ahora, ¿cuál era ese misterio que había determinado el silencio de la señorita Stangerson y del señor Robert Darzac? Al cabo de tantos años, después de ciertas publicaciones de la prensa sensacionalista, ahora que el señor Stangerson lo sabe todo y lo ha perdonado, es posible contarlo. Por otra parte, la historia es muy corta y pondrá las cosas en claro, pues no han faltado personas malintencionadas que acusaron a la señorita Stangerson, quien, en todo este siniestro caso, fue siempre, desde el principio, la víctima.

El principio se remontaba a una época lejana en que, siendo muy jovencita, vivía con su padre en Filadelfia. Allá conoció, en una velada en casa de un amigo de su padre, a un compatriota, un francés que la supo seducir por sus modales, su inteligencia, su dulzura y su amor. Decían que era rico. Pidió la mano de la señorita Stangerson al célebre profesor. Este hizo averiguaciones sobre el señor Jean Roussel y, desde el primer momento, advirtió que se trataba de un estafador. Pues bien, el señor Jean Roussel, lo ha adivinado usted, no era otro que una de las numerosas transformaciones del famoso Ballmeyer, perseguido en Francia y refugiado en América. Pero el señor Stangerson no sabía nada de eso y su hija tampoco. Ella sólo se enteraría en las siguientes circunstancias: el señor Stangerson no sólo había negado la mano de su hija al señor Roussel, sino que le había prohibido la entrada a su casa. La joven Mathilde, cuyo corazón se abría al amor y no veía en el mundo nada más hermoso ni mejor que su Jean, se indignó. No ocultó para nada su descontento a su padre, quien la envió para que se serenara a la frontera de Ohio, a la casa de una vieja tía que vivía en Cincinnati. Jean se reunió con Mathilde allí y, a pesar de la gran veneración que sentía por su padre, la señorita Stangerson resolvió burlar la vigilancia de la vieja tía y huir con Jean Roussel, decididos como estaban a aprovechar las facilidades que brindaban las leyes estadounidenses para casarse lo antes posible. Así se hizo. Entonces huyeron, no muy lejos: hasta Louisville. Allí, una mañana, golpearon a su puerta. Era la policía, que llegaba para detener al señor Jean Roussel, cosa que hizo, a pesar las protestas y los gritos de la hija del profesor Stangerson. Al mismo tiempo, la policía informó a Mathilde que su marido no era otro que el tristemente célebre Ballmeyer...

Desesperada, tras un vano intento de suicido, Mathilde volvió a casa de su tía, en Cincinnati. Esta estuvo a punto de morir de alegría al volver a verla. No había dejado, desde hacía ocho días, de buscar a Mathilde por todas partes y todavía no se había atrevido a avisarle al padre. Mathilde le hizo jurar a su tía que el señor Stangerson nunca se enteraría de nada. Así también lo quiso la tía, quien se sentía culpable de haber obrado con ligereza en tan graves circunstancias. Poco más tarde, la señorita Mathilde Stangerson volvía junto a su padre, arrepentida, con el corazón muerto para el amor, deseando tan sólo jamás volver a oír hablar de su marido, el terrible Ballmeyer, y lograr perdonarse su falta y rehabilitarse ante su propia conciencia a través de una vida de trabajo incesante y de devoción a su padre.

Ella cumplió su palabra. Sin embargo, precisamente cuando, tras haberle confesado todo lo ocurrido al señor Robert Darzac, pues creía muerto a Ballmeyer (ya que había corrido el rumor de su muerte), se concedió la suprema alegría, tras haber expiado tanto tiempo su culpa, de unirse a un enamorado fiel, el destino había resucitado a Jean Roussel, el Ballmeyer de su juventud. Este le había hecho saber que no permitiría nunca su matrimonio con Robert Darzac y que la seguía amando, cosa que, ¡caramba!, era verdad.

La señorita Stangerson no dudó en confiarse a Robert Darzac; le mostró esa carta en la que Jean Roussel–Frédéric Larsan–Ballmeyer le recordaba las primeras horas de su unión en esa pequeña y encantadora rectoría que habían alquilado en Louisville: "... La rectoría no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor". El miserable se decía rico y formulaba la pretensión de llevarla allá. La señorita Stangerson le había dicho al señor Darzac que se mataría si su padre llegaba a sospechar semejante deshonra. El señor Darzac se había jurado hacer callar a ese estadounidense, ya fuera por el terror o por la fuerza, aunque tuviera que cometer un crimen. Pero el señor Darzac no era lo suficientemente fuerte y habría sucumbido sin ese buen muchacho que era Rouletabille.

 

En cuanto a la señorita Stangerson, ¿qué quieren que hiciera frente al monstruo? La primera vez, cuando, después de las amenazas que la habían puesto sobre aviso, se presentó ante ella en el "cuarto amarillo", trató de matarlo. Para su desgracia, no lo logró. Desde ese momento, fue la víctima segura de este ser invisible que podía chantajearla hasta la muerte, que vivía en su casa, junto a ella, sin que lo supiera, que exigía citas en nombre de su amor. La primera vez, le había negado esa cita, reclamada en la carta de la oficina 40; el resultado había sido el drama del "cuarto amarillo". La segunda vez, advertida por una nueva carta de él, enviada por correo y que le había llegado normalmente a su cuarto de convaleciente, había evitado la cita encerrándose en su gabinete con sus enfermeras. En esas cartas, el miserable le había prevenido que, como ella no podía molestarse, considerando su estado, él iría a su casa y estaría en su cuarto tal noche a tal hora..., que ella debía tomar las medidas necesarias para evitar el escándalo... Mathilde Stangerson, sabiendo que debía temerlo todo de la audacia de Ballmeyer, le dejo su habitación... Fue el episodio de la "galería inexplicable". La tercera vez, ella había preparado la cita. Porque antes de dejar el cuarto vacío de la señorita Stangerson, la noche de la "galería inexplicable", Larsan le había escrito, como debemos recordar, una última carta, en su mismo cuarto, y la había dejado sobre el escritorio de su víctima. Esta carta exigía una cita efectiva, cuya fecha y hora fijaba a continuación, prometiéndole traer los papeles de su padre y amenazando con quemarlos si volvía a esquivarlo. Ella no dudaba de que el miserable estuviera en posesión de esos preciosos papeles; con eso no hacía sino renovar un célebre robo, pues ella daría complicidad, había robado los famosos documentos de Filadelfia de los cajones de su padre... Y ella lo conocía lo suficiente para imaginar que, si no se doblegaba a su voluntad, tantos trabajos, tantos esfuerzos y tantas esperanzas científicas se transformarían en cenizas... Resolvió ver una vez más, cara a cara, a ese hombre que había sido su esposo..., e intentar conmoverlo... Adivinamos lo que pasó... Las súplicas de Mathilde, la brutalidad de Larsan... Él exige que renuncie a Darzac... Ella proclama su amor... Y él la hiere..., con la idea preconcebida de hacer subir al otro al cadalso, pues es hábil y la máscara de Larsan que se pondrá en el rostro lo salvará..., piensa... Mientras que el otro..., el otro tampoco podrá explicar esta vez en qué empleó su tiempo... Por ese lado, Ballmeyer tomó sus precauciones..., y el procedimiento ha sido de los más simples, tal como lo adivinó el joven Rouletabille...

Larsan chantajeó a Darzac como chantajeó a Mathilde..., con las mismas armas, con el mismo misterio. En esas cartas, apremiantes como órdenes, se declara dispuesto a negociar, a entregar toda la correspondencia amorosa de otros tiempos y, sobre todo, a desaparecer... Si quiere conocer el precio para ello, Darzac debe ir a la cita que él fije, bajo la amenaza de divulgarlo todo al día siguiente, así como Mathilde debe someterse a las citas que él le imponga... Y en el mismo momento en que Ballmeyer se transforma en el asesino de Mathilde, Robert llega a Épinay, donde un cómplice de Larsan, un ser extraño, una criatura de otro mundo, que encontraremos un día, lo retiene a la fuerza y le hace perder el tiempo, esperando que esta coincidencia, de la que el futuro inculpado no podrá decidirse a explicar la causa, le haga perder la cabeza...

¡Sólo que Ballmeyer no había contado con nuestro Joseph Rouletabille!

***

Ahora que ya está explicado el misterio del "cuarto amarillo", seguimos paso a paso a Rouletabille en Norteamérica. Conocemos al joven reportero, sabemos de qué medios poderosos de información, ubicados en las dos protuberancias de su frente, disponía para rastrear toda la aventura de la señorita Stangerson y de Jean Roussel. En Filadelfia, se informó de inmediato de todo lo relativo a Arthur William Rance; se enteró de su acto de abnegación, pero también de a qué precio había pretendido hacérselo pagar. El rumor de su matrimonio con la señorita Stangerson había corrido en otros tiempos por los salones de Filadelfia... La escasa discreción del joven sabio, la persecución incansable a la señorita Stangerson, hasta en Europa, la vida desordenada que llevaba con el pretexto de ahogar sus penas, nada hacía que Arthur Rance le cayera simpático a Rouletabille y así se explica la frialdad con la que lo recibió en la sala de testigos. Por otra parte, siempre había considerado que el caso Rance no tenía nada que ver con el caso Larsan–Stangerson. Y había descubierto el formidable romance de Roussel y la señorita Stangerson. ¿Quién era ese Jean Roussel? Fue de Filadelfia a Cincinnati, rehaciendo el viaje de Mathilde. En Cincinnati, encontró a la vieja tía y supo hacerla hablar: la historia del arresto de Ballmeyer fue un resplandor que iluminó todo. Pudo visitar, en Louisville, "la rectoría" –una morada modesta y linda de viejo estilo colonial– que, en efecto, "nada había pedido de su encanto". Luego, abandonando la pista de la señorita Stangerson, siguió la pista Ballmeyer, de cárcel en cárcel, de presidio en presidio, de crimen en crimen; por fin, cuando volvió a tomar el barco hacia Europa en los muelles de Nueva York, Rouletabille sabía que, en esos mismos muelles, Ballmeyer se había embarcado cinco años antes, llevando en el bolsillo los papeles de un tal Larsan, honorable comerciante de Nueva Orleans, a quien acababa de asesinar...

Y ahora, ¿conocen todo el misterio de la señorita Stangerson? No, todavía no. La señorita Stangerson había tenido, de su marido Jean Roussel, un hijo, un varón. Ese niño había nacido en casa de la vieja tía, que se las había arreglado para que nadie jamás supiera nada en América. ¿Qué había sido del niño? Esta es otra historia que un día les contaré.

***

Unos dos meses después de estos acontecimientos, encontré a Rouletabille sentado melancólicamente en un banco del palacio de justicia.

–Y bien –le dije–, ¿en qué piensa, mi querido amigo? Se lo ve muy triste. ¿Cómo andan sus amigos?

–Además de usted –me dijo–, ¿tengo verdaderos amigos?

–Pero espero que el señor Darzac...

–Sin duda...

–Y que la señorita Stangerson... ¿Cómo está la señorita Stangerson?

–Mucho mejor..., mejor..., mucho mejor...

–Entonces no tiene por qué estar triste...

–Estoy triste –dijo– porque pienso en el perfume de la dama vestida de negro...

–¡El perfume de la dama vestida de negro! ¡Siempre lo oigo hablar de él! ¿Alguna vez me explicará por qué lo persigue con tanta insistencia?

–Tal vez, un día... Un día, quizás... –dijo Rouletabille. Y dio un profundo suspiro.

FIN