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100 Clásicos de la Literatura

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Se echó a reír y todo el mundo rio.

–¡Llévenselo! – ordenó el presidente.

Pero el letrado Henri–Robert intervino. Empezó por disculpar al joven, mostró que estaba animado de los mejores sentimientos, hizo comprender al presidente que difícilmente se podía prescindir de la declaración de un testigo que había dormido en el Glandier durante toda la semana misteriosa, de un testigo, sobre todo, que pretendía demostrar la inocencia del acusado y aportar el nombre del asesino.

–¿Va a decirnos el nombre del asesino? – preguntó el presidente, agitado pero escéptico.

–Pero, señor presidente, ¡si no he venido nada más que para eso! – dijo Rouletabille.

En la sala estuvieron a punto de aplaudir, pero los enérgicos ¡shh! de los ujieres restablecieron el silencio.

–Joseph Rouletabille –dijo el letrado Henri–Robert– no está citado oficialmente como testigo, pero espero que, en virtud de su poder discrecional, el señor presidente esté dispuesto a interrogarlo.

–¡Está bien! – dijo el presidente–, lo interrogaremos. Pero terminemos de una vez...

El fiscal se incorporó:

–Tal vez sería mejor –observó el representante del ministerio público– que este joven nos diga de inmediato el nombre de quien él denuncia como asesino.

El presidente aceptó con una irónica reserva:

–Si el señor fiscal le otorga alguna importancia a la declaración del señor Joseph Rouletabille, no veo inconveniente en que el testigo nos diga de inmediato el nombre de su asesino.

Se hubiera oído volar una mosca.

Rouletabille se calló, mirando con simpatía al señor Robert Darzac, quien, por primera vez desde el comienzo del debate, mostraba una expresión agitada y llena de angustia.

–Y bien –repitió el presidente–, lo escuchamos, señor Joseph Rouletabille. Esperamos el nombre del asesino.

Rouletabille buscó tranquilamente en el bolsillo de su chaleco, sacó un enorme reloj de bolsillo, miró la hora y dijo:

–Señor presidente, recién podré decirle el nombre del asesino a las seis y media. ¡Todavía nos quedan cuatro largas horas por delante!

En la sala se oyeron murmullos de asombro y desilusión. Algunos abogados dijeron en voz alta:

–¡Se burla de nosotros!

El presidente parecía estar encantado; los letrados Henri–Robert y André Hesse estaban molestos.

El presidente dijo:

–Esta broma ha durado bastante. Puede retirarse, señor, a la sala de los testigos. Queda a nuestra disposición.

Rouletabille protestó:

–¡Le aseguro, señor presidente –gritó con su voz aguda y chillona–, le aseguro que, cuando le haya dicho el nombre del asesino, comprenderá que no podía decírselo sino a las seis y media! ¡Palabra de honor, hombre! ¡Palabra de Rouletabille!... Pero, mientras esperamos, puedo darle algunas explicaciones sobre el asesinato del guardabosque... El señor Frédéric Larsan, quien me vio trabajar en el Glandier, puede decirle con qué cuidado estudié todo este caso. Por más que tenga una opinión contraria a la suya y afirme que al hacer detener al señor Robert Darzac hizo detener a un inocente, no duda de mi buena fe, ni de la importancia que es preciso acordarle a mis descubrimientos, que a menudo corroboraron los suyos.

Frédéric Larsan dijo:

–Señor presidente, sería interesante oír al señor Joseph Rouletabille, mucho más si no coincide con mi opinión.

Un murmullo de aprobación recibió estas palabras del policía. Aceptaba el duelo como un buen jugador. La competencia entre esas dos inteligencias que se habían abocado al mismo trágico problema y que habían llegado a dos soluciones diferentes prometía ser apasionante.

Como el presidente se mantuvo callado, Frédéric Larsan prosiguió:

–Estamos, pues, de acuerdo en la cuchillada en el corazón que el asesino de la señorita Stangerson le asestó al guardabosque; pero, como no estamos de acuerdo respecto del asunto de la huida del asesino del costado del patio, sería interesante saber cómo explica esa huida el señor Rouletabille.

–¡Por cierto –dijo mi amigo–, sería interesante!

Toda la sala volvió a echarse a reír. El presidente declaró de inmediato que, si volvía a repetirse semejante cosa, no dudaría en cumplir su amenaza de hacer evacuar la sala.

–Verdaderamente –terminó el presidente–, no veo qué puede prestarse a risa en un asunto como este.

–¡Yo tampoco! – dijo Rouletabille.

Algunas personas, delante de mí, se metieron el pañuelo en la boca para no estallar en carcajadas...

–Vamos –dijo el presidente–, ya oyó, jovencito, lo que acaba de decir el señor Frédéric Larsan. Según usted, ¿cómo huyó del costado del patio el asesino?

Rouletabille miró a la señora Mathieu, quien le sonrió con tristeza.

–Ya que la señora Mathieu –dijo– ha aceptado confesar el interés que sentía por el guardabosque...

–¡La zorra! – gritó el tío Mathieu.

–¡Hagan salir al tío Mathieu! – ordenó el presidente.

Se llevaron al tío Mathieu.

Rouletabille prosiguió:

–... Como ella hizo esa confesión, no hay problema en que les diga que la señora a menudo mantenía conversaciones con el guardabosque por la noche, en el primer piso del torreón, en una habitación que, en otros tiempos, fue un oratorio. Esas conversaciones se volvieron especialmente frecuentes en los últimos tiempos, cuando el tío Mathieu estaba clavado en el lecho por su reuma.

Una inyección de morfina, oportunamente administrada, le daba al tío Mathieu calma y reposo, y tranquilidad a su esposa durante las escasas horas en las que tenía necesidad de ausentarse. La señora Mathieu iba al castillo por la noche, envuelta en un gran chal negro que le servía, dentro de lo posible, para disimular su personalidad y la hacía parecer un sombrío fantasma que, algunas veces, alteró las noches del tío Jacques. Para avisar a su amigo de su presencia, la señora Mathieu imitaba el maullido siniestro del gato de la tía Agenoux, una vieja bruja de Sainte–Geneviéve–des–Bois. De inmediato, el guardabosque bajaba del torreón y le abría la pequeña poterna a su amante. Cuando, hace poco, se iniciaron las reparaciones del torreón, las citas prosiguieron en la antigua habitación del guardabosque, en el mismo torreón, ya que la nueva habitación, que momentáneamente habían asignado al desdichado servidor, en el extremo del ala derecha del castillo, sólo estaba separada del alojamiento del mayordomo y de la cocinera por un tabique extremadamente delgado.

La señora Mathieu acababa de dejar al guardabosque en perfecta salud, cuando se produjo el drama del diminuto rincón del patio. La señora Mathieu y el guardabosque, como ya no tenían nada más que decirse, habían salido juntos del torreón... Supe esos detalles, señor presidente, a través del examen, que emprendí a la mañana siguiente, de las huellas de pasos en el patio de honor... Bernier, el casero, a quien yo había visto vigilando con su fusil detrás del torreón, tal como le permitiré a él mismo que se lo explique a usted, no podía ver lo que ocurría en el patio de honor. Sólo llegó un poco más tarde, atraído por los disparos y, a su vez, disparó. Tenemos entonces al guardabosque y a la señora Mathieu en medio de la oscuridad y el silencio del patio. Se desearon buenas noches; la señora Mathieu se dirige hacia la verja abierta del patio y él vuelve para acostarse a su cuartito voladizo, en el extremo del ala derecha del castillo.

Está llegando a su puerta, cuando resuenan los disparos; se da vuelta, ansioso, vuelve sobre sus pasos, va a alcanzar el ángulo del ala derecha del castillo cuando una sombra se arroja sobre él y lo ataca. Muere. Su cadáver es recogido enseguida por personas que creen tener al asesino y que, en realidad, se llevan a la víctima. Entre tanto, ¿qué hace la señora Mathieu? Sorprendida por las detonaciones y por la invasión del patio, se hace lo más pequeña que puede en la oscuridad y el patio. El patio es grande y, al hallarse cerca de la verja, la señora Mathieu podía escapar inadvertida. Pero no lo hizo. Se quedó y vio cómo se llevaban el cadáver. Con el corazón oprimido por una angustia muy comprensible y empujada por un presentimiento trágico, fue hasta el vestíbulo del castillo, echó una mirada a la escalera iluminada por el cabo de vela del tío Jacques, la escalera donde habíamos extendido el cuerpo de su amigo, lo vio y huyó. ¿Había llamado la atención del tío Jacques? El caso es que este se encontró con el fantasma negro, que ya le había hecho pasar varias noches en blanco.

Esa misma noche, antes del crimen, lo habían despertado los gritos del Animalito de Dios y había visto, por su ventana, al fantasma negro... Se había vestido a toda prisa y así nos explicamos que llegara al vestíbulo completamente vestido, cuando llevábamos el cadáver del guardabosque. Entonces, aquella noche, en el patio de honor, sin duda quiso ver de cerca, de una vez por todas, el rostro del fantasma. La reconoció. El tío Jacques es un viejo amigo de la señora Mathieu. Ella le debe de haber confesado sus entrevistas nocturnas y suplicado que la salvara en ese momento difícil. El estado de la señora Mathieu, que acababa de ver a su amigo muerto, sin duda era lastimoso. Al tío Jacques le dio pena y la acompañó, a través del robledal y fuera del parque, más allá de las orillas del estanque, hasta el camino de Épinay. Allí, ella no tenía que recorrer sino unos pocos metros para llegar a su casa. El tío Jacques volvió al castillo y, al percatarse de la importancia judicial que tendría para la amante del guardabosque el hecho de que se ignorara su presencia en el castillo durante esa noche, trató de ocultarnos lo mejor posible ese episodio dramático de una noche que ya tenía tantos. No tengo ninguna necesidad –agregó Rouletabille– de pedirle a la señora Mathieu y al tío Jacques que corroboren este relato. Sé que las cosas ocurrieron así. Simplemente apelaré a los recuerdos del señor Larsan, quien sin duda comprende cómo me enteré de todo, pues me vio, a la mañana siguiente, inclinado sobre una doble pista donde se podían detectar, marchando juntas, las huellas de los pasos del tío Jacques y los de la señora.

 

Al llegar a este punto, Rouletabille se volvió hacia la señora Mathieu, quien se había quedado en el estrado, y le hizo un saludo galante.

–Las huellas de los pies de la señora –explicó Rouletabille– tienen un extraño parecido con los rastros de los pies elegantes del asesino...

La señora Mathieu se estremeció y miró fijamente al joven reportero con una feroz curiosidad. ¿Qué se atrevía a decir? ¿Qué quería decir?

–La señora tiene pies elegantes, largos y un poco grandes para una mujer. Excepto por la punta del botín, es el pie del asesino...

Hubo algunos movimientos en el auditorio. Rouletabille, con un gesto, hizo que cesaran. Verdaderamente, se podría haber dicho que ahora era él quien mantenía el orden de la audiencia.

–Me apresuro a decir –afirmó– que esto no significa gran cosa y que un policía que construyera un sistema sobre semejantes señales exteriores, sin sostenerlo con una idea general, caería de cabeza en un error judicial. También el señor Robert Darzac tiene los pies semejantes a los del asesino y, sin embargo, ¡no es el asesino!

Nuevos movimientos.

El presidente le preguntó a la señora Mathieu:

–¿Es así como ocurrieron las cosas esa noche, señora?

–Sí, señor presidente –respondió ella. Es como para creer que el señor Rouletabille estaba detrás de nosotros.

–¿Entonces vio usted huir al asesino hasta el extremo del ala derecha, señora?

–Sí, del mismo modo que vi cómo se llevaron, un minuto más tarde, el cadáver del guardabosque.

–¿Y qué pasó con el asesino? Usted se quedó sola en el patio de honor; sería lógico que usted lo hubiera visto entonces... Ignoraba su presencia y para él era el momento de escapar...

–No vi nada, señor presidente –gimió la señora Mathieu. En ese momento, la noche se había puesto muy oscura.

–Entonces –dijo el presidente–, será el señor Rouletabille quien nos explicará cómo huyó el asesino.

–¡Evidentemente! – replicó de inmediato el joven, con tal seguridad que el propio presidente no pudo evitar sonreír.

Y Rouletabille retomó la palabra:

–¡Era imposible que el asesino huyera de forma normal del costado del patio, en el cual había entrado sin que lo viéramos! ¡Si no lo hubiéramos visto, lo habríamos tocado! Es un minúsculo espacio de patio, un pedazo de nada, un cuadrado rodeado de fosos y de altas verjas. ¡El asesino tendría que haber caminado sobre nosotros o nosotros sobre él! ¡Ese cuadrado también estaba casi materialmente cerrado por las fosas, las verjas y por nosotros mismos, al igual que el "cuarto amarillo"!

–¡Entonces, díganos, puesto que el hombre entró en ese cuadrado, cómo logró que no lo encontraran!... ¡Hace media hora que no le pregunto otra cosa!...

Rouletabille recurrió una vez más al reloj de bolsillo que guardaba en su chaleco, le echó una mirada tranquila y dijo:

–Señor presidente, ¡aunque vuelva a preguntarme eso durante tres horas y media, sólo podré responderle ese punto a las seis y media!

Esta vez los murmullos no fueron ni hostiles ni desencantados. Empezaban a tener confianza en Rouletabille. Le tenían confianza. Y les divertía esa pretensión de fijarle una hora al presidente como habría fijado una cita con un compañero.

En cuanto al presidente, después de preguntarse si debía enojarse, optó por divertirse con ese muchacho, como todo el mundo. Rouletabille despertaba simpatía y el presidente ya estaba totalmente contagiado de ella. En resumidas cuentas, había definido con tanta precisión el papel de la señora Mathieu en el caso, y explicado tan bien cada uno de sus gestos de aquella noche, que el señor de Rocoux se veía obligado a tomarlo casi en serio.

–Y bueno, señor Rouletabille –dijo–, ¡que sea como usted desea!

¡Pero no quiero volver a verlo antes de las seis y media!

Rouletabille saludó al presidente y, balanceando su gran cabeza, se dirigió hacia la puerta de los testigos.

***

Su mirada me buscaba. No me vio. Entonces me aparté discretamente de la multitud que me rodeaba y salí de la sala de audiencias, casi al mismo tiempo que Rouletabille. Este excelente amigo me recibió efusivamente. Estaba feliz y locuaz. Me estrechó las manos con júbilo. Le dije:

–No le preguntaré, mi querido amigo, qué fue a hacer a Norteamérica. Me respondería, sin duda, como al presidente, que no puede contestarme hasta las seis y media.

–¡No, mi querido Sainclair, no, mi querido Sainclair! Le voy a decir de inmediato lo que fui a hacer a Norteamérica porque usted, usted es un amigo: ¡fui a buscar el nombre de la segunda mitad del asesino!

–Así que el nombre de la segunda mitad...

–Eso es. Cuando dejamos el Glandier por última vez, conocía las dos mitades del asesino y el nombre de una de ellas. Lo que fui a buscar a Norteamérica fue el nombre de la otra mitad...

Entramos, en ese momento, en la sala de los testigos. Todos se acercaron a Rouletabille con grandes manifestaciones de aprecio. El reportero fue muy amable, excepto con Arthur Rance, a quien trató con ostensible frialdad. Frédéric Larsan entró en ese momento en la sala y Rouletabille se dirigió a él, le dio uno de esos apretones de manos cuyo doloroso secreto poseía y de los que se sale con las falanges quebradas. Para demostrarle tanta simpatía, Rouletabille debía de estar muy seguro de haberlo vencido. Larsan sonrió, seguro de sí mismo, preguntándole, a su vez, qué había ido a hacer a Norteamérica. Entonces, Rouletabille, muy amable, lo tomó del brazo y le contó diez anécdotas de su viaje. En un momento, se alejaron, conversando de cosas más serias y, por discreción, los dejé. Además, tenía mucha curiosidad por regresar a la sala de audiencias, donde continuaba el interrogatorio de los testigos. Volví a mi lugar y pude comprobar de inmediato que el público no le daba más que una importancia relativa a lo que pasaba ahora, y que esperaba con impaciencia las seis y media.

***

Sonaron las seis y media, y Joseph Rouletabille compareció nuevamente. Sería imposible describir la emoción con la cual la multitud lo siguió con los ojos hasta el estrado. No respirábamos. El señor Robert Darzac se había incorporado en su banco. Estaba pálido como un muerto. El presidente dijo con gravedad:

–No voy a hacerle prestar juramento, señor. No fue citado formalmente. Pero espero que no sea necesario explicarle la importancia de las palabras que va a pronunciar aquí... –y agregó, amenazador–: La importancia de esas palabras... ¡para usted y para los demás!...

Rouletabille lo miraba sin demostrar emoción alguna. Dijo:

–¡Sí, señor!

–Veamos –dijo el presidente. –Hablamos hace un rato de ese pequeño costado del patio que había servido de refugio al asesino, y usted nos prometió decirnos, a las seis y media, cómo huyó este de ese costado del patio y, también, darnos su nombre. Son las seis y treinta y cinco, señor Rouletabille, y todavía no sabemos nada.

–¡Adelante, señor! – comenzó mi amigo, en medio de un silencio tan solemne que no recuerdo haber visto algo igual. –Le dije que ese costado del patio estaba cerrado y que era imposible para el asesino escapar de ese cuadrado sin que los que estaban buscándolo lo advirtieran. Es la pura verdad. ¡Cuando estábamos allá, en el cuadrado del costado del patio, el asesino estaba todavía entre nosotros!

–¡Y no lo vieron!... Eso es exactamente lo que la acusación pretende...

–¡Y todos lo vimos, señor presidente! – gritó Rouletabille.

–¡Y no lo detuvieron!...

–Sólo yo sabía quién era el asesino. ¡Y tenía necesidad de que el asesino no fuera detenido de inmediato! Y, además, en ese momento, no tenía otra prueba que mi razón. ¡Sí, sólo mi razón me demostraba que el asesino estaba allí y lo veíamos! Me tomé mi tiempo para traer, hoy, a la audiencia, una prueba irrefutable y que, doy mi palabra, satisfará a todo el mundo.

–¡Pero hable, hable, señor! Díganos cuál es el nombre del asesino –dijo el presidente.

–Lo encontrará entre los nombres de los que estaban en el costado del patio –replicó Rouletabille, que no parecía apurado. En la sala empezaron a impacientarse...

–¡El nombre! ¡El nombre! – murmuraban.

Rouletabille, en un tono que merecía que lo abofetearan, dijo:

–Señor presidente, si estoy demorando un poco mi declaración es porque tengo motivos para ello.

–¡El nombre! ¡El nombre! – repetía la multitud.

–¡Silencio! – chilló el ujier.

El presidente dijo:

–¡Debe decirnos el nombre de inmediato, señor!... Los que se encontraban en el costado del patio eran: el guardabosques, muerto. ¿Es él el asesino?

–No, señor.

–¿El tío Jacques?...

–No, señor.

–¿El casero Bernier?

–No, señor.

–¿El señor Sainclair?

–No, señor.

–¿El señor Arthur William Rance, entonces? ¡No quedan más que el señor Arthur Rance y usted! Usted no es el asesino, ¿no?

–¡No, señor!

–¿Entonces, acusa al señor Arthur Rance?

–¡No, señor!

–¡No entiendo nada!... ¿Adónde quiere llegar?... No había nadie más en el costado del patio.

–¡Sí, señor!... No había nadie en el costado del patio, ni abajo, pero había alguien arriba, alguien asomado a la ventana que da al costado del patio...

–¡Frédéric Larsan! – gritó el presidente.

–¡Frédéric Larsan! – respondió Rouletabille con voz tonante.

Y, volviéndose hacia el público, que ya hacía oír sus protestas, le lanzó estas palabras con una fuerza de la que no lo creía capaz:

–¡Frédéric Larsan, el asesino!

***

Un clamor donde se expresaban el aturdimiento, la consternación, la indignación, la incredulidad y, en algunos, el entusiasmo ante aquel jovencito lo suficientemente audaz como para atreverse a hacer semejante acusación llenó la sala. El presidente ni siquiera intentó calmarlo; cuando este se acalló por sí solo, ante los ¡shh! enérgicos de quienes querían, enseguida, saber más, se oyó claramente a Robert Darzac, quien, dejándose caer sobre su banco, decía:

–¡Es imposible! ¡Es una locura!...

El presidente:

–¡Se atreve, señor, a acusar a Frédéric Larsan! ¡Ve el efecto de semejante acusación..., el propio señor Robert Darzac lo trata de loco!... Si no lo es, debe tener pruebas...

–¡Pruebas, señor! ¡Quiere pruebas! ¡Ah! Voy a darle una prueba... –dijo la voz aguda de Rouletabille. –¡Que hagan venir a Frédéric Larsan!...

El presidente:

–Ujier, llame a Frédéric Larsan.

El ujier corrió a la puertita, la abrió, desapareció... La puertita había quedado abierta... Todos los ojos estaban fijos en esa puertita. El ujier reapareció. Avanzó hasta el medio de la sala y dijo:

–Señor presidente, Frédéric Larsan no está. Partió hacia las cuatro y no lo han vuelto a ver.

Rouletabille clamó, triunfante:

–¡Ahí tiene mi prueba!

–Explíquese... ¿Qué prueba? – preguntó el presidente.

–Mi prueba irrefutable –dijo el joven reportero– es la fuga de Larsan, ¿no lo ve? ¡Le juro que no volverá más!... Nunca más volverá a ver a Frédéric Larsan...

Rumores en el fondo de la sala.

–Si no se burla de la justicia, ¿por qué, señor, no aprovechó el hecho de que Larsan estaba con usted, en este estrado, para acusarlo cara a cara? ¡Por lo menos podría haberle respondido!...

–¿Qué respuesta hubiera sido más completa que esta, señor presidente?... ¡No me responde! ¡No me responderá nunca! Acuso a Larsan de ser el asesino, ¡y él se escapa! ¿No le parece que esa es una respuesta?...

–No queremos creer, no creemos que Larsan, como usted dice, "se haya escapado"... ¿Cómo se habría escapado? No sabía que usted iba a acusarlo.

–Sí, señor, lo sabía, porque yo mismo se lo dije hace un rato...

–¡Hizo eso!... ¡Cree que Larsan es el asesino y le da los medios de huir!...

–Sí, señor presidente, hice eso... –replicó Rouletabille con orgullo. –No soy parte de la justicia, no soy parte de la policía; soy un humilde periodista y mi oficio no es hacer detener a la gente. Sirvo a la verdad como quiero... Es mi oficio... Preserven, ustedes, a la sociedad como puedan, ese es el suyo... ¡Pero no seré yo quien entregue una cabeza al verdugo!... Si usted es justo, señor presidente –y lo es–, verá que tengo razón... ¿No le dije, hace un rato, "que comprendería que no podía pronunciar el nombre del asesino antes de las seis y media"? Había calculado que ese tiempo era necesario para advertir a Frédéric Larsan y permitirle tomar el tren de las 4 y 17 a París, donde sabría ponerse a resguardo... Una hora para llegar a París, una hora y cuarto para que pudiera hacer desaparecer todo rastro de su paso... Eso nos llevaba a las seis y media. No encontrará a Frédéric Larsan –declaró Rouletabille fijando los ojos en Robert Darzac–. Es demasiado listo... Es un hombre que siempre se les escapó..., y que han perseguido durante largo tiempo y en vano... Si bien es menos hábil que yo –agregó Rouletabille, riéndose con ganas y solo, pues nadie tenía ganas de reír–, es más hábil que todas las policías de la tierra. Ese hombre, que, desde hace cuatro años, se introdujo en la Sûreté y se volvió célebre con el nombre de Frédéric Larsan, es célebre en un sentido distinto con otro nombre que conoce bien. ¡Frédéric Larsan, señor presidente, es Ballmeyer!

 

–¡Ballmeyer! – gritó el presidente.

–¡Ballmeyer! – dijo Robert Darzac, poniéndose de pie. ¡Ballmeyer!... ¡Entonces era verdad!

–¡Ah! ¡Ah! ¡Señor Darzac, ahora ya no cree que soy loco!...

¡Ballmeyer! ¡Ballmeyer! ¡Ballmeyer! No se oía más que ese nombre en la sala. El presidente suspendió la audiencia.

***

Imagínense cuán turbulenta fue esta suspensión de la audiencia. El público tenía de qué ocuparse. ¡Ballmeyer! Encontraban, decididamente, asombroso al chiquilín. ¡Ballmeyer! Pero el rumor de su muerte había corrido hacía unas semanas. Entonces, Ballmeyer había escapado de la muerte como toda su vida lo había hecho de los gendarmes. ¿Es necesario que recuerde aquí las hazañas de Ballmeyer? Durante veinte años ocuparon la crónica judicial y la sección de policiales y, si algunos de mis lectores han podido olvidar el caso del "cuarto amarillo", el nombre de Ballmeyer sin duda no ha abandonado su memoria. Ballmeyer fue el prototipo perfecto de estafador del gran mundo; no había ningún caballero más caballero que él; no había prestidigitador más hábil con los dedos que él; no había “apache”, como se dice en la actualidad, más audaz y más terrible que él. Aceptado por la más alta sociedad, inscripto en los círculos más selectos, había robado el honor de las familias y el dinero de los ricachones con una maestría que nunca fue superada. En ciertas ocasiones difíciles, no había dudado en recurrir al cuchillo o al hueso de cordero. Por lo demás, nunca vacilaba y ninguna empresa estaba por encima de sus fuerzas. Una vez que cayó en manos de la justicia, se escapó, la mañana de su proceso, arrojando pimienta en los ojos de los guardias que lo conducían a la audiencia. Más tarde se supo que, el día de su huida, mientras los más finos sabuesos de la Sûreté le pisaban los talones, asistía tranquilamente, sin ningún maquillaje, a un estreno del Teatro Francés. A continuación, había abandonado Francia para trabajar en los Estados Unidos, y la policía de Ohio, un buen día, le había echado mano al bandido excepcional; pero al siguiente, volvió a escaparse... Ballmeyer... Haría falta un volumen para hablar aquí de Ballmeyer, ¡y ese hombre se había convertido en Frédéric Larsan!... ¡Y ese chiquilín de Rouletabille era quien lo había descubierto!... Y también él, ese mocoso, era quien, conociendo el pasado de Ballmeyer, le había permitido, una vez más, burlar a la sociedad, ofreciéndole el medio de escapar. En este último aspecto, no podía sino admirar a Rouletabille, pues sabía que su designio era servir hasta el final a Robert Darzac y a la señorita Stangerson, liberándolos del bandido sin que hablara. Todavía no nos habíamos recuperado de semejante revelación y ya oía que los más apresurados gritaban: "¡Admitiendo que el asesino sea Frédéric Larsan, eso no nos explica cómo salió del "cuarto amarillo"!...", cuando se reanudaba la audiencia.

***

Rouletabille fue llamado de inmediato al estrado y su interrogatorio, pues se trataba más de un interrogatorio que de una declaración, continuó. –Hace un momento nos dijo, señor –señaló el presidente–, que era imposible huir del costado del patio. Admito con usted, quiero admitir que, dado que Frédéric Larsan se encontraba asomado a la ventana, encima de ustedes, estuvo también en ese costado del patio; pero, para encontrarse en la ventana, le hubiera sido preciso abandonar ese costado del patio. ¡Entonces huyó! ¿Y cómo?

–Dije que no podría haber huido de manera normal... –dijo Rouletabille. ¡Es decir que huyó de manera anormal! Pues el costado del patio, también lo dije, no estaba más que casi cerrado, mientras que el "cuarto amarillo" lo estaba totalmente. Era posible trepar por el muro, cosa imposible en el "cuarto amarillo", saltar a la terraza y, desde ahí, mientras estábamos inclinados sobre el cadáver del guardabosque, penetrar en la terraza de la galería por la ventana que da justo abajo. Larsan no tenía sino que dar un paso para estar en su cuarto, abrir su ventana y hablarnos. Esto era un simple juego de niños para un acróbata de la fuerza de Ballmeyer. Y, señor presidente, he aquí la prueba de lo que digo.

En este punto, Rouletabille sacó del bolsillo de su chaqueta un paquetito que abrió y de donde sacó una clavija.

–Mire, señor presidente, aquí hay una clavija que se adapta perfectamente a un agujero que todavía se encuentra en el modillón derecho que sostiene la terraza en voladizo. Larsan, que preveía todo y pensaba en todos los medios de huida que rodeaban su cuarto (cosa necesaria cuando se juega su juego), había clavado de antemano esta clavija en el modillón. Un pie sobre la arqueta que está en la esquina del castillo, el otro sobre la clavija, una mano en la cornisa de la puerta del guardabosque, la otra en la terraza, y Frédéric Larsan desaparece en el aire...; con mucha facilidad, puesto que tiene piernas ágiles y, esa noche, no estaba dormido a causa de un narcótico, como quiso hacérnoslo creer. Habíamos cenado con él, señor presidente, y, en el momento en que se servía el postre, nos hizo la comedia de quien se cae de sueño, pues tenía necesidad de estar él también dormido, para que, al día siguiente, no nos asombráramos de que yo, Joseph Rouletabille, hubiera sido víctima de un narcótico al cenar con Larsan. Como habíamos corrido la misma suerte, las sospechas no lo alcanzaban para nada y se perdían por otros caminos. Pues, yo, señor presidente, yo fui profundamente adormecido por el propio Larsan..., y ¡cómo!... Si no me hubiera encontrado en ese triste estado, Larsan nunca se hubiera introducido en el cuarto de la señorita Stangerson esa noche, ¡y no habría sucedido la desgracia!...

Se oyó un gemido. Era el señor Darzac, que no había podido retener su dolorida queja...

–Comprenderá –agregó Rouletabille– que durmiendo junto a él como dormía, yo molestaba especialmente a Larsan aquella noche, pues sabía, o por lo menos podía sospechar, que esa noche yo velaría. Naturalmente, no podía creer por un segundo que yo sospechaba de él. Pero podía descubrirlo en el momento en que salía de su cuarto para entrar en el de la señorita Stangerson. Aquella noche, para penetrar allí, esperó a que me durmiera y que mi amigo Sainclair estuviera en mi propio cuarto, ocupado en despertarme. Diez minutos más tarde, la señorita Stangerson gritaba al borde de la muerte.

–¿Cómo llegó a sospechar, entonces, de Frédéric Larsan? – preguntó el presidente.

–El extremo correcto de mi razón me lo había indicado, señor presidente; yo también le tenía echado el ojo, pero es un hombre terriblemente hábil y no había previsto que me narcotizara. Sí, sí, el extremo correcto de mi razón me lo había mostrado. Pero me hacía falta una prueba palpable; como quien dijera: "¡verlo ante mis propios ojos después de verlo ante mi razón!".