Бесплатно

100 Clásicos de la Literatura

Текст
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена
Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

Al menos, me vi inducido a pensarlo, pues el señor Stangerson confirmó sus palabras; agregó que la víspera, por la noche, no había tenido el placer de compartir la mesa con su amigo Arthur Rance, porque este se había despedido de su hija y de él hacia las cinco. Arthur Rance había pedido que sólo le sirvieran un té en su cuarto, diciendo que estaba ligeramente indispuesto.

Bernier, el casero, por indicación de Rouletabille, informó que el propio guardabosque le había pedido que persiguiera a los cazadores furtivos (el guardabosque ya no podía contradecirlo), que se habían dado cita no lejos del robledal y que, al ver que el guardabosque no llegaba, él, Bernier, había ido a su encuentro... Estaba a la altura del torreón cuando divisó a un individuo que huía a toda carrera por el lado opuesto, hacia el costado del ala derecha del castillo; en ese mismo momento, sonaron tiros de revólver detrás del fugitivo. Rouletabille había aparecido en la ventana de la galería y cuando el joven lo divisó a él, a Bernier, y lo reconoció, al comprobar que llevaba su fusil le había gritado que tirara. Entonces Bernier había disparado su fusil, que ya tenía preparado..., y estaba convencido de que había malherido al fugitivo; hasta llegó a pensar que lo había matado; y así lo creyó hasta que Rouletabille, al examinar el cuerpo que había caído por el disparo, le mostró que ese cuerpo "había muerto a causa de una cuchillada". Por lo demás, él seguía sin comprender nada de semejante fantasmagoría, teniendo en cuenta que, si el cadáver encontrado no era el del fugitivo contra el cual todos habíamos tirado, este debía de estar en alguna parte. Pero, en ese pequeño rincón del patio donde todos nos habíamos reunido alrededor del cadáver, "no había lugar para otro muerto u otro vivo" sin que lo viéramos.

Así habló el tío Bernier. Pero el juez de instrucción le respondió que, cuando estábamos en ese rincón del patio, la noche era muy oscura, ya que no habíamos podido distinguir el rostro del guardabosque y que, para reconocerlo, habíamos tenido que transportarlo al vestíbulo... El tío Bernier replicó que, si no hubiéramos visto "el otro cuerpo muerto o vivo", por lo menos le habríamos pasado por encima, tan estrecho es ese rincón del patio. Por último, éramos cinco, sin contar el cadáver, en ese costado del patio, y hubiera sido verdaderamente extraño que el otro cuerpo se nos escapara... La única puerta que daba a ese lugar era la de la habitación del guardabosque, y su puerta estaba cerrada. Encontramos la llave en el bolsillo del muerto...

De todos modos, como el razonamiento de Bernier, que a primera vista parecía lógico, implicaba decir que habíamos matado a disparos de armas de fuego a un hombre muerto de una cuchillada, el juez de instrucción no le prestó demasiada atención. Desde el mediodía, era evidente para todos que el magistrado estaba convencido de que habíamos dejado escapar al fugitivo y que habíamos encontrado un cadáver que nada tenía que ver con nuestro caso. Para él, el cadáver del guardabosque era otro asunto. Quería probarlo sin demorarse más, y es probable que este nuevo caso se correspondiera con ciertas ideas que, desde hacía varios días, se había formado sobre las costumbres del guardabosque, las personas que frecuentaba y la reciente aventura que tenía con la mujer del propietario de la Posada del Torreón, y corroborase también los informes que, seguramente, había recibido sobre las amenazas de muerte proferidas por el tío Mathieu contra el guardabosque, pues, a la una de la tarde, el tío Mathieu, a pesar de sus quejas de reumático y las protestas de su mujer, fue detenido y conducido a Corbeil con la debida escolta. Nada comprometedor se había descubierto en su casa, pero la conversación que mantuvo, la víspera, con unos carreteros que la repitieron, lo comprometió más que si hubieran encontrado en su jergón el cuchillo que había matado al Hombre Verde.

Estábamos allí, asombrados por semejante cantidad de acontecimientos tan terribles como inexplicables, cuando, para llevar al colmo la estupefacción de todos, vimos llegar al castillo a Frédéric Larsan, quien había partido de inmediato luego de ver al juez de instrucción y que volvía acompañado de un empleado del ferrocarril.

En ese momento estábamos en el vestíbulo con Arthur Rance, hablando de la culpabilidad y de la inocencia del tío Mathieu (en verdad, Arthur Rance y yo éramos los únicos que conversábamos, porque Rouletabille parecía haberse embarcado en algún sueño lejano y no se ocupaba para nada de lo que decíamos). El juez de instrucción y su secretario se encontraban en el saloncito verde, adonde Robert Darzac nos había conducido cuando llegamos por primera vez al Glandier. El tío Jacques, llamado por el juez, acababa de entrar en el saloncito; Robert Darzac estaba arriba, en el cuarto de la señorita Stangerson, con el señor Stangerson y los médicos. Frédéric Larsan entró en el vestíbulo con el empleado del ferrocarril. Rouletabille y yo reconocimos de inmediato a ese empleado de barbita rubia.

–¡Mire! ¡El empleado de Épinay–sur–Orge! – grité, y miré a Frédéric Larsan, quien respondió sonriendo:

–Sí, sí, tiene razón, es el empleado de Épinay–sur–Orge.

Tras lo cual, Fred se hizo anunciar al juez de instrucción por el gendarme que estaba en la puerta del salón. De inmediato salió el tío Jacques, e hicieron entrar a Frédéric Larsan y al empleado. Pasaron unos instantes, diez minutos tal vez. Rouletabille estaba muy impaciente. La puerta del saloncito volvió a abrirse; el gendarme, llamado por el juez de instrucción, entró en el salón, salió, subió la escalera y volvió a bajarla. Abrió nuevamente entonces la puerta del salón y, sin cerrarla, le dijo al juez de instrucción:

–Señor juez, ¡el señor Robert Darzac no quiere bajar!

–¡Cómo! ¡No quiere!... –gritó el señor de Marquet.

–¡No! Dice que no puede dejar a la señorita Stangerson en el estado en que se encuentra...

–Está bien –dijo el señor de Marquet–, ya que no viene a nosotros, iremos a él...

De Marquet y el gendarme subieron; el juez de instrucción le hizo señas a Frédéric Larsan y al empleado del ferrocarril de que los siguieran. Rouletabille y yo cerrábamos la marcha.

Llegamos así a la galería, frente a la puerta de la antecámara de la señorita Stangerson. El señor de Marquet golpeó a la puerta. Apareció una doncella. Era Sylvie, una mucamita cuyos cabellos rubios descoloridos caían en desorden sobre un rostro consternado.

–¿Está allí el señor Stangerson? – preguntó el juez de instrucción.

–Sí, señor.

–Dígale que deseo hablarle.

Sylvie fue a buscar al señor Stangerson.

El sabio vino hacia nosotros; lloraba y daba pena verlo.

–¿Qué más quiere usted de mí? – le preguntó al juez. ¡No podría, señor, dejarme tranquilo en un momento como este!

–Señor –dijo el juez–, es absolutamente necesario que tenga de inmediato una conversación con Robert Darzac. ¿No podría usted convencerlo de que dejara los aposentos de la señorita Stangerson? Si no es así, me vería en la necesidad de franquear el umbral con todo el aparato de la justicia.

El profesor no respondió; miró al juez, al gendarme y a todos los que los acompañaban como una víctima mira a sus verdugos, y volvió a entrar en el cuarto.

De inmediato salió Robert Darzac. Estaba muy pálido y descompuesto, pero, cuando el desdichado vio detrás de Frédéric Larsan al empleado del ferrocarril, su rostro se descompuso todavía más, sus ojos se extraviaron y no pudo contener un sordo gemido.

Todos habíamos percibido la transformación trágica de esa fisonomía doliente. No pudimos impedir que se nos escapara una exclamación de pena. Sentimos que ocurría algo definitivo que decidía la condena de Robert Darzac. Sólo Frédéric Larsan tenía el rostro resplandeciente y demostraba la alegría de un perro de caza que por fin se ha apoderado de su presa.

El señor de Marquet le señaló a Darzac al joven empleado de barbita rubia y dijo:

–¿Reconoce al señor?

–Lo reconozco –dijo Robert Darzac con una voz que en vano intentaba que sonara firme. Es un empleado del Orleans en la estación de Épinay–sur–Orge.

–Este joven –continuó de Marquet–, afirma que lo vio descender del tren en Épinay...

–Anoche –completó la frase Darzac– a las diez y media... ¡Es verdad!...

Hubo un silencio.

–Señor Darzac –prosiguió el juez de instrucción en un tono embargado de conmovedora emoción–, señor Darzac, ¿qué vino a hacer anoche a Épinay–sur–Orge, a unos kilómetros del lugar donde intentaban asesinar a la señorita Stangerson?...

Darzac se calló. No bajó la cabeza, pero cerró los ojos, ya sea porque quiso disimular su dolor, ya sea porque temió que se pudiera leer en su mirada algo de su secreto.

–Señor Darzac... –insistió el señor de Marquet–, ¿podría usted decirme cómo empleó su tiempo anoche?

Darzac reabrió los ojos. Parecía haber reconquistado todo su dominio de sí.

–¡No, señor!...

–Reflexione, señor, porque me veré en la necesidad, si persiste en su extraña negativa, de ponerlo a mi disposición.

–Me niego...

–¡Señor Darzac! ¡Queda detenido en nombre de la ley!...

El juez no había terminado de pronunciar esas palabras cuando vi a Rouletabille hacer un movimiento brusco hacia Darzac. Sin duda iba a hablar, pero este último, con un gesto, le cerró la boca... Por lo demás, el gendarme se acercaba ya a su prisionero... En ese momento se oyó un llamado desesperado:

–¡Robert!... ¡Robert!...

Reconocimos la voz de la señorita Stangerson y, ante ese acento de dolor, ni uno solo de nosotros dejó de estremecerse. Esta vez, el propio Larsan palideció. En cuanto al señor Darzac, ya se había precipitado en la habitación, en respuesta al llamado...

 

El juez, el gendarme y Larsan entraron detrás de él; Rouletabille y yo nos quedamos en el umbral de la puerta. El espectáculo era desgarrador: la señorita Stangerson, cuyo rostro tenía la palidez de la muerte, se había incorporado en la cama a pesar de los dos médicos y de su padre... Tendía sus brazos temblorosos hacia Robert Darzac, a quien Larsan y el gendarme habían sujetado... Sus ojos estaban abiertos de par en par..., veía... comprendía... Su boca pareció murmurar una palabra..., una palabra que expiró entre sus labios exangües..., una palabra que nadie oyó... Y cayó desvanecida... Sacaron rápidamente a Darzac fuera del cuarto... Mientras esperábamos un coche que Larsan había ido a buscar, nos detuvimos en el vestíbulo. A todos nos embargaba una extrema emoción. A de Marquet se le saltaban las lágrimas. Rouletabille aprovechó ese momento de enternecimiento general para decirle al señor Darzac:

–¿No se defenderá?

–¡No! – replicó el prisionero.

–Yo lo defenderé, señor...

–No puede –afirmó el desdichado con una débil sonrisa. ¡Lo que la señorita Stangerson y yo no pudimos hacer, no lo hará usted!

–Sí, lo haré.

La voz de Rouletabille era extrañamente calma y confiada.

Prosiguió:

–Lo haré, señor Robert Darzac, porque ¡yo sé mucho más que usted!

–¡No diga pavadas! – murmuró Darzac casi con rabia.

–¡Oh! ¡Quédese tranquilo, no sabré nada más que lo que sea útil para salvarlo!

–No hay nada que saber, joven..., si quiere merecer mi gratitud.

Rouletabille sacudió la cabeza. Se acercó mucho, mucho a Darzac.

–Escuche lo que voy a decirle –dijo en voz baja–, y espero que le dé confianza. Usted no sabe más que el nombre del asesino; la señorita Stangerson sólo conoce la mitad del asesino, pero yo, ¡yo conozco sus dos mitades, yo conozco al asesino entero!...

Robert Darzac abrió unos ojos que testimoniaban que no comprendía una palabra de lo que acababa de decirle Rouletabille. Entre tanto, llegó el coche conducido por Frédéric Larsan. Hicieron subir a Darzac y al gendarme. Larsan se quedó en el pescante. Llevaron al prisionero a Corbeil.

25. ROULETABILLE SE VA DE VIAJE

Esa misma tarde, Rouletabille y yo dejamos el Glandier. Nos sentíamos felices: ese lugar no tenía nada que pudiera seguir reteniéndonos. Declaré que renunciaba a develar tantos misterios y Rouletabille, dándome una palmada amistosa en el hombro, me confió que no había nada más que averiguar en el Glandier, pues el Glandier le había mostrado todo. Llegamos a París alrededor de las ocho. Cenamos rápidamente y después, cansados, nos separamos, citándonos en mi casa para la mañana siguiente. A la hora acordada, Rouletabille entró en mi habitación. Llevaba un traje a cuadros de paño inglés, un abrigo en el brazo, un sombrero en la cabeza y un bolso en la mano. Me dijo que se iba de viaje.

–¿Cuánto tiempo estará ausente? – le pregunté.

–Uno o dos meses –dijo–, depende...

No me atreví a interrogarlo.

–¿Sabe usted –me dijo– cuál es la palabra que la señorita Stangerson pronunció ayer antes de desvanecerse..., mirando al señor Robert Darzac?...

–No, nadie la oyó...

–¡Sí! – replicó Rouletabille–, ¡yo! Ella le dijo: "habla".

–Y el señor Darzac hablará?

–Jamás!

Hubiera querido prolongar la conversación, pero me estrechó con fuerza la mano, me deseó buena suerte y no tuve tiempo más que para preguntarle:

–¿No tiene ningún temor de que durante su ausencia se cometan nuevos atentados?...

–No temo nada más de ese tipo –dijo él–, desde el momento en que el señor Darzac está en la cárcel.

Tras esta extraña manifestación, me dejó. No iba a volver a verlo hasta el proceso de Darzac en la Audiencia, cuando compareció ante el tribunal para explicar lo inexplicable.

26. DONDE SE ESPERA CON IMPACIENCIA A JOSEPH ROULETABILLE

El 15 de enero siguiente, es decir, dos meses y medio después de los acontecimientos trágicos que acabo de contar, L´Époque publicó, en la primera columna de la primera plana, este sensacional artículo:

El jurado de Seine–et–Oise ha sido convocado hoy para juzgar uno de los casos más misteriosos que se hayan registrado en los anales judiciales. Nunca proceso alguno ha presentado tantos puntos oscuros, incomprensibles, inexplicables. Y sin embargo, la acusación no ha dudado un instante en hacer sentar en el banquillo de los acusados a un hombre respetado, estimado, amado por todos los que lo conocen, un joven sabio, esperanza de la ciencia francesa, cuya existencia entera ha sido un modelo de trabajo y de probidad. Cuando París conoció el arresto del señor Robert Darzac, un grito unánime de protesta se elevó en todas partes. La Sorbona entera, deshonrada por el gesto inaudito del juez de instrucción, proclamó su fe en la inocencia del prometido de la señorita Stangerson. El propio señor Stangerson denunció abiertamente el error en el que había incurrido la justicia y nadie duda que, si la víctima pudiera hablar, vendría a reivindicar ante los doce jurados al hombre que quería convertir en su esposo y que la fiscalía quiere enviar al cadalso. Esperemos que, un día no muy lejano, la señorita Stangerson recupere la razón, que momentáneamente ha naufragado en el horrible misterio del Glandier. ¿Quieren que ella vuelva a perderla cuando se entere de que el hombre que ama ha muerto a manos del verdugo? Esta pregunta va dirigida al jurado con el cual nos proponemos hablar hoy mismo.

Estamos decididos, en efecto, no permitir que doce personas honradas cometan un abominable error judicial. Por cierto, las coincidencias terribles, las huellas acusadoras, un silencio inexplicable por parte del acusado, un empleo enigmático del tiempo y la ausencia de toda coartada han podido determinar la convicción del fiscal, el cual, tras haber buscado en vano la verdad en otra parte, se decidió a encontrarla allí. Los cargos, en apariencia, son tan abrumadores para el señor Robert Darzac, que es preciso excusar que incluso un policía tan astuto, tan inteligente y generalmente tan acertado como el señor Frédéric Larsan se haya dejado cegar por ellos. Hasta ahora, todo ha coincidido en acusar al señor Robert Darzac ante la instrucción; hoy, nosotros vamos a defenderlo ante el jurado y llevaremos al tribunal una luz tal, que todo el misterio del Glandier se iluminará. Porque poseemos la verdad.

Si no hemos dicho nada antes, es porque así lo exigía el interés mismo de la causa que queremos defender. Nuestros lectores no han olvidado las sensacionales pesquisas anónimas que publicamos sobre el "Pie izquierdo de la calle Oberkamps", sobre el famoso robo del "Crédito Universal" y sobre el caso de los "Lingotes de oro de la Casa de la Moneda". Ellas nos permitieron vislumbrar la verdad, antes incluso de que el admirable ingenio de un Frédéric Larsan la hubiera develado por completo. Estas pesquisas fueron realizadas por nuestro redactor más joven, un muchacho de dieciocho años, Joseph Rouletabille, que mañana será famoso. Cuando estalló el caso del Glandier, nuestro joven reportero se dirigió al lugar, forzó todas las puertas y se instaló en el castillo, de donde habían echado a todos los representantes de la prensa. Junto con Frédéric Larsan, buscó la verdad; vio con espanto el error en el que se abismaba el genio del célebre policía; en vano intentó apartarlo de la mala pista que estaba siguiendo: el gran Fred de ninguna manera aceptó recibir lecciones de este humilde periodista. Sabemos adónde ha conducido eso al señor Robert Darzac.

Pero es preciso que Francia sepa, es preciso que el mundo sepa que, la noche misma del arresto de Robert Darzac, el joven Joseph Rouletabille entró en el escritorio de nuestro director y le dijo: "Me voy de viaje. No podría decirle cuánto tiempo estaré ausente; tal vez uno, dos o tres meses... Tal vez no vuelva nunca... Aquí tiene una carta... Si no he vuelto el día en que el señor Darzac comparezca ante la Audiencia, abrirá usted esta carta en el tribunal, después de que lo hagan los testigos. Hable para eso con el abogado de Robert Darzac. El señor Darzac es inocente. En esta carta está el nombre del asesino y, no digo las pruebas, pues las pruebas voy a buscarlas, pero sí la explicación irrefutable de su culpabilidad". Y nuestro redactor partió. Hace mucho tiempo que no tenemos noticias, pero un desconocido vino a ver a nuestro director, hace ocho días, para decirle: "Actúe según las instrucciones de Joseph Rouletabille si es necesario. En esa carta está la verdad". El hombre no quiso decirnos su nombre.

Hoy, 15 de enero, estamos ante el gran día de la sustanciación de la causa; Joseph Rouletabille no ha vuelto; tal vez nunca lo volvamos a ver. La prensa, también, tiene sus héroes, sus víctimas del deber: el deber profesional, el primero de todos los deberes. ¡Tal vez, a esta altura, haya sucumbido! Sabremos vengarlo. Nuestro director, esta tarde, estará en la Audiencia de Versal les, con la carta: ¡la carta que contiene el nombre del asesino!

En el encabezado del artículo, habían puesto el retrato de Rouletabille.

Los parisinos que ese día se dirigieron a Versalles para el proceso llamado del "Misterio del "cuarto amarillo"" no han olvidado, por cierto, la increíble multitud que se amontonaba en la estación Saint–Lazare. No había más lugar en los trenes y hubo que improvisar convoyes suplementarios. El artículo de L´Époque había trastornado a todo el mundo, excitado todas las curiosidades, llevado hasta la exasperación la pasión de las discusiones. Los partidarios de Joseph Rouletabille y los fanáticos de Frédéric Larsan intercambiaron trompadas pues, cosa extraña, el fervor de esas personas surgía menos de que tal vez se condenara a un inocente, que del interés que ponían en su propia comprensión del misterio del "cuarto amarillo". Cada uno tenía su explicación y la consideraba válida. Los que explicaban el crimen según la teoría de Frédéric Larsan no admitían que se pudiera poner en duda la perspicacia del popular policía, y los que tenían una explicación diferente de la de Frédéric Larsan, naturalmente afirmaban que debía ser la de Joseph Rouletabille, a quien todavía no conocían. Con el número de L´Époque en la mano, los "Larsan" y los "Rouletabille" discutían y se peleaban incluso en las escaleras del palacio de justicia de Versalles, y hasta en la sala del juicio. Se había dispuesto un servicio de guardia extraordinario. La innumerable multitud que no pudo penetrar en el palacio se quedó hasta la noche en los alrededores del edificio, contenida a duras penas por los soldados y la policía, ávida de novedades, dando crédito a los rumores más fantásticos. Por un momento, circuló el rumor de que acababan de detener, en plena audiencia, al propio señor Stangerson, quien había confesado ser el asesino de su hija... Era la locura. El nerviosismo estaba en su punto más alto. Y seguían esperando a Rouletabille. La gente pretendía conocerlo y reconocerlo y, cuando un hombre joven, provisto de un pase, atravesó el espacio libre que separaba a la multitud del palacio de justicia, se produjeron avalanchas. Se atropellaban unos a otros, gritaban: "¡Rouletabille! ¡Ahí está Rouletabille!". Unos testigos, que se parecían más o menos vagamente al retrato publicado por L´Époque, fueron aclamados de igual manera. La llegada del director de L´Époque también dio origen a algunas manifestaciones. Unos aplaudieron, otros silbaron. Había muchas mujeres entre la multitud.

En la sala de la Audiencia, el proceso se desarrollaba bajo la presidencia del señor de Rocoux, un magistrado imbuido de todos los prejuicios de los togados, pero profundamente honesto. Habían llamado a los testigos. Naturalmente, yo estaba entre ellos, al igual que todos los que, en mayor o menor grado, habían estado relacionados con los misterios del Glandier: el señor Stangerson, diez años envejecido, irreconocible; Larsan; el señor Arthur W. Rance, con la cara siempre rubicunda; el tío Jacques; el tío Mathieu, quien compareció esposado, entre dos gendarmes; la señora Mathieu, bañada en lágrimas; los Bernier, las dos enfermeras, el mayordomo, todos los criados del castillo; el empleado de la oficina de correos número 40, el empleado del ferrocarril de Épinay, algunos amigos del señor y de la señorita Stangerson y todos los testigos de descargo de Robert Darzac. Tuve la suerte de que me citaran entre los primeros testigos, lo que me permitió asistir a casi todo el proceso.

No tengo necesidad de decirles cuán apretujados estábamos en la sala. Había abogados sentados hasta en los escalones del "tribunal" y, detrás de los magistrados vestidos con toga roja, estaban representadas todas las autoridades judiciales de los departamentos vecinos. El señor Robert Darzac apareció en el banquillo de los acusados, entre los gendarmes, tan calmo, tan alto y tan buen mozo, que lo recibió un murmullo de admiración más que de compasión. Se inclinó de inmediato hacia su abogado, el letrado Henri–Robert, quien, ayudado por su primer secretario, el letrado André Hesse, que debutaba en esa ocasión, ya había comenzado a hojear su expediente.

 

Muchos esperaban que el señor Stangerson estrechara la mano del acusado, pero se realizó la convocatoria de los testigos y todos ellos dejaron la sala sin que esta demostración sensacional se hubiese producido. Una vez que los jurados tomaron asiento, notamos que parecían sumamente interesados en una rápida conversación que el letrado Henri–Robert tuvo con el director de L'Époque. Este último, a continuación, fue a tomar asiento en la primera fila del público. Algunos se asombraron de que no acompañara a los testigos a la sala para ellos reservada.

La lectura del acta de acusación se realizó, como casi siempre, sin incidentes. No relataré aquí el largo interrogatorio al que fue sometido el señor Darzac. Respondió de la manera más natural y más misteriosa a la vez. Todo lo que pudo decir pareció natural; todo lo que calló parecía terrible para él, incluso a los ojos de quienes presentían su inocencia. Su silencio sobre los puntos que conocemos se volvía contra él, y parecía evidente que ese silencio lo aplastaría fatalmente. Se resistió a las amonestaciones del presidente de la Audiencia y del ministerio público. Le dijeron que callar, en tales circunstancias, equivalía a la muerte.

–Está bien –dijo–, entonces la sufriré; ¡pero soy inocente!

Con esa habilidad prodigiosa que le dio fama, y aprovechándose del incidente, el letrado Henri–Robert intentó exaltar el carácter de su cliente por el mismo hecho de su silencio, haciendo alusión a deberes morales que sólo las almas heroicas son capaces de imponerse. El eminente abogado sólo logró convencer completamente a quienes conocían al señor Darzac, pero los demás se mantuvieron indecisos. Hubo una suspensión de la audiencia, luego comenzó el desfile de los testigos, y Rouletabille seguía sin aparecer. Cada vez que se abría una puerta, todos los ojos se dirigían a ella, luego al director de L´Époque, que seguía impasible en su lugar. Por fin, se lo vio buscar en su bolsillo y un gran rumor acompañó ese gesto.

Mi intención no es recordar aquí todos los incidentes del proceso. Ya he hablado largamente de las etapas del caso, como para imponer a los lectores un nuevo desfile de los tan misteriosos acontecimientos. Tengo prisa por llegar al momento verdaderamente dramático de esa jornada inolvidable. Se produjo cuando el letrado Henri–Robert le hacía unas preguntas al tío Mathieu, quien, en el estrado de los testigos, se defendía, entre dos gendarmes, de la acusación de haber asesinado al Hombre Verde. Su mujer fue llamada y se la confrontó con él. Ella confesó, estallando en sollozos, que había sido "amiga del guardabosque" y que su marido lo había sospechado, pero volvió a afirmar que este no tenía nada que ver con el asesinato de "su amigo". El letrado Henri–Robert pidió entonces a la corte que aceptara escuchar de inmediato, sobre ese punto, a Frédéric Larsan.

–En una breve conversación que acabo de tener con Frédéric Larsan, durante la suspensión de la audiencia –declaró el abogado–, este me dio a entender que se podría explicar la muerte del guardabosque de otra forma que no fuera la intervención del tío Mathieu. Sería interesante conocer la hipótesis de Frédéric Larsan.

Frédéric Larsan compareció. Se expresó de manera concluyente.

–No veo –dijo– la necesidad de hacer intervenir al tío Mathieu en todo esto. Se lo dije al señor de Marquet, pero los propósitos asesinos de este hombre evidentemente lo han perjudicado ante el señor juez de instrucción. Para mí, el asesinato de la señorita Stangerson y el del guardabosque corresponden al mismo caso. Disparamos contra el asesino de la señorita Stangerson, mientras huía por el patio de honor, creímos que lo habíamos alcanzado, creímos que lo habíamos matado, pero, en verdad, no hizo sino tropezar mientras le disparábamos detrás del ala derecha del castillo. Allí, el asesino se encontró con el guardabosque, quien sin duda quiso detener su huida. El asesino todavía tenía en la mano el cuchillo con el cual acababa de atacar a la señorita Stangerson; apuñaló al guardabosque en el corazón y este murió.

Esta explicación tan simple parecía más plausible, ya que muchos de quienes se interesaban en los misterios del Glandier la habían esbozado. Se oyó un murmullo de aprobación.

–Y en ese caso, ¿qué se hizo del asesino? – preguntó el presidente.

–Evidentemente se escondió, señor presidente, en un rincón oscuro de ese costado del patio y, cuando la gente del castillo se fue, llevando el cuerpo, huyó tranquilamente.

En ese momento, del fondo del público de pie, se levantó una voz juvenil. En medio del estupor de todos los presentes, dijo:

–Estoy de acuerdo con Frédéric Larsan respecto de la cuchillada en el corazón. Pero no estoy de acuerdo sobre la forma en que el asesino huyó del costado del patio.

Todo el mundo se dio vuelta; los ujieres se apresuraron a ordenar silencio. El presidente preguntó con irritación quién había levantado la voz y ordenó la inmediata expulsión del intruso, pero se volvió a oír la misma voz clara que gritaba: –¡Soy yo, señor presidente, soy yo, Joseph Rouletabille!

27. DONDE JOSEPH ROULETABILLE APARECE EN TODA SU GLORIA

Hubo un alboroto terrible. Se oyeron gritos de mujeres que se sentían mal. No hubo ninguna consideración por la majestad de la justicia. Fue un revuelo descontrolado. Todo el mundo quería ver a Joseph Rouletabille. El presidente gritó que iba a hacer evacuar la sala, pero nadie lo oyó. Entretanto, Rouletabille saltó por encima de la balaustrada que lo separaba del público sentado, se abrió camino a codazos, llegó junto a su director, que lo abrazó con efusión, tomó su carta de las manos de aquel, la deslizó en su bolsillo, penetró en la parte reservada de la sala y llegó así hasta el estrado de los testigos, empujado, empujando, el rostro como una esfera escarlata que iluminaba todavía más la chispa inteligente de sus grandes ojos redondos. Tenía ese traje inglés que le había visto la mañana de su partida –¡pero en qué estado, mi Dios!– el abrigo en el brazo y la gorra de viaje en la mano. Y dijo:

–Pido disculpas, señor presidente, ¡el transatlántico se retrasó! Vengo de Norteamérica. Soy Joseph Rouletabille.

Estalló una carcajada. Todos estábamos felices con la llegada de ese muchacho. A todos nos parecía que acababan de quitarnos un inmenso peso de encima. Respirábamos. Teníamos la certeza de que realmente traía la verdad... de que nos haría conocer la verdad...

Pero el presidente estaba furioso.

–¡Ah! Usted es Joseph Rouletabille... –repitió el presidente. Y bueno, le enseñaré, jovencito a no burlarse de la justicia... En espera de que el tribunal delibere sobre su caso, y en virtud de mi poder discrecional, queda usted a disposición de la justicia.

–Pero, señor presidente, eso es precisamente lo que pido: estar a disposición de la justicia... He venido a ponerme a disposición de la justicia... Si mi entrada ha armado un poco de revuelo, le pido disculpas al tribunal... Crea, señor presidente, que nadie respeta la justicia más que yo..., pero entré como pude...