Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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–Sí, lo desafío. Y le ganaré, señor Frédéric Larsan.

–La juventud no duda ante nada –concluyó el gran Fred, riendo y estrechándome la mano.

Rouletabille respondió como un eco:

–¡Ante nada!

Pero de pronto, Larsan, que se había levantado para desearnos las buenas noches, se llevó las manos al pecho y se tambaleó. Tuvo que apoyarse en Rouletabille para no caer. Se había puesto extremadamente pálido.

–¡Oh! ¡Oh! – exclamó. ¿Qué me pasa? ¿Estaré envenenado?

Y nos miraba con ojos extraviados... Lo interrogamos en vano: ya no respondía... Se desplomó en un sillón y no pudimos sacarle una palabra. Estábamos muy preocupados, por él y por nosotros, porque habíamos comido los mismos platos que Frédéric Larsan había probado. Nos comportamos solícitamente con él. Ahora no parecía sufrir, pero su cabeza, pesada, descansaba sobre sus hombros, y sus párpados caídos nos ocultaban su mirada. Rouletabille se inclinó sobre su pecho y le auscultó el corazón...

Cuando se volvió a levantar, mi amigo tenía el rostro tan sereno, como alterado se lo había visto un momento antes.

–Duerme –me dijo.

Y me llevó a su habitación, luego de cerrar la puerta del cuarto de Larsan.

–¿El narcótico? – pregunté. ¿Acaso la señorita Stangerson quiere poner a dormir a todo el mundo esta noche?

–Tal vez... –me respondió Rouletabille, pensando en otra cosa.

–¡Y nosotros!... ¡Nosotros! – exclamé. ¿Quién dice que no hayamos ingerido el mismo narcótico?

–¿Se siente usted mal? – me preguntó Rouletabille con sangre fría.

–¡No, en absoluto!

–¿Tiene ganas de dormir?

–Para nada...

–Pues bien, amigo mío, fúmese este excelente cigarro.

Y me pasó un habano de primera calidad, que le había regalado el señor Darzac; él, por su parte, encendió su cachimba, su eterna cachimba.

Nos quedamos así, en la habitación, hasta las diez, sin pronunciar una palabra. Hundido en un sillón, Rouletabille fumaba sin cesar, con el ceño fruncido y la mirada lejana. A la diez, se quitó los zapatos, me hizo una seña y comprendí que debía descalzarme como él. Cuando estuvimos en medias, Rouletabille dijo, en voz tan baja que, más que oír, adiviné la palabra:

–Revólver.

Saqué el revólver del bolsillo de mi chaqueta.

–Cárguelo –siguió diciendo.

Lo cargué.

Entonces, se dirigió a la puerta de su habitación y la abrió con infinita precaución; la puerta no chirrió. Estábamos en el recodo de la galería. Rouletabille me hizo una nueva seña. Comprendí que tenía que ocupar mi puesto en el cuartito oscuro. Cuando me estaba alejando de él, Rouletabille me alcanzó y me abrazó; después lo vi regresar a la habitación tomando las mismas precauciones. Sorprendido por ese abrazo y un poco preocupado, llegué a la galería recta, que recorrí sin dificultad; crucé el descanso y seguí mi camino por la galería del ala izquierda hasta el cuartito oscuro. Antes de entrar en él, miré de cerca el cordón de la cortina de la ventana... Efectivamente, sólo tenía que tocarlo con un dedo para que la pesada cortina cayera de golpe, ocultando a Rouletabille el cuadrado de luz: la señal convenida. El ruido de unos pasos me detuvo ante la puerta de Arthur Rance. ¡Así que todavía no estaba acostado! ¿Pero cómo seguía aún en el castillo, si no había cenado con el señor Stangerson y su hija? Al menos, yo no lo había visto a la mesa en el momento en el que sorprendimos la maniobra de la señorita Stangerson.

Me retiré al cuartito oscuro. Veía toda la galería hasta el fondo, una galería iluminada como de día. Evidentemente, nada de lo que iba a ocurrir en ella se me podía escapar. ¿Pero qué iba a ocurrir? Quizás algo muy grave. Nuevo recuerdo inquietante del abrazo de Rouletabille. ¡No se abraza así a los amigos sino en las grandes ocasiones, o cuando van a correr algún peligro! ¿Entonces yo corría peligro?

Mi puño se crispó sobre la culata del revólver y esperé. No soy un héroe, pero tampoco un cobarde.

Esperé cerca de una hora sin advertir nada anormal. Afuera, la lluvia, que había empezado a caer violentamente hacia las nueve de la noche, había cesado.

Mi amigo me había dicho que probablemente no ocurriría nada hasta las doce o la una de la mañana. Sin embargo, no eran sino las once y media cuando la puerta de la habitación de Arthur Rance se abrió. Oí el débil chirrido de los goznes. Parecía que la habían abierto desde adentro con la mayor precaución. La puerta permaneció abierta un instante, que me pareció muy largo. Como la puerta abría hacia la galería, es decir, hacia afuera de la habitación, no podía ver ni lo que pasaba en el cuarto ni detrás de la puerta. En ese momento, percibí un extraño ruido que se repetía por tercera vez, proveniente del parque, y al que no había prestado mayor importancia de la que se suele dar al maullido de los gatos que andan de noche por los tejados. Pero esta tercera vez el maullido fue tan puro y tan especial que recordé lo que había oído contar acerca del grito del Animalito de Dios. Como, hasta el momento, ese grito había acompañado a todos los dramas que habían ocurrido en el Glandier, no pude dejar de estremecerme al pensar en esto. De inmediato, vi aparecer, del otro lado de la puerta, a un hombre que volvió a cerrarla. Al principio no pude reconocerlo, ya que me daba la espalda y estaba inclinado sobre un bulto bastante voluminoso. Luego de cerrar la puerta y cargar el bulto, el hombre se volvió hacia el cuartito oscuro. El que salía, a aquella hora, de la habitación de Arthur Rance, era el guardabosque. Era el Hombre Verde. Llevaba puesto el mismo traje con que lo habíamos visto en el camino, frente a la Posada del Torreón, el día en que llegué al Glandier, y que también llevaba esa misma mañana cuando, al salir del castillo, nos lo encontramos Rouletabille y yo. No había dudas, era el guardabosque. Lo vi muy claramente. Su cara parecía expresar cierta ansiedad. Cuando el maullido del Animalito de Dios resonó afuera por cuarta vez, apoyó el bulto en la galería y se acercó a la segunda ventana, contando desde el cuartito oscuro. No hice ningún movimiento porque temía revelar mi presencia.

Cuando estuvo frente a la ventana, pegó su frente contra los cristales traslúcidos y miró la oscuridad del parque. Permaneció allí medio minuto. La noche, por intervalos, era clara, iluminada por una luna resplandeciente que, de pronto, desaparecía detrás de un nubarrón. El Hombre Verde levantó los brazos dos veces e hizo señas que no comprendí; después, alejándose de la ventana, volvió a cargar el bulto y se dirigió al descanso de la escalera por la galería.

Rouletabille me había dicho: "Cuando vea algo, desate el cordón".

Yo veía algo. ¿Era esto lo que Rouletabille esperaba? No me correspondía decidirlo: sólo tenía que ejecutar la orden que me habían dado. Desaté el cordón. Mi corazón latía, a punto de estallar. El hombre llegó al descanso, pero, ante mi gran asombro, cuando esperaba verlo seguir su camino por el ala derecha de la galería, lo vi bajar la escalera que conducía al vestíbulo.

¿Qué hacer? Estúpidamente, miré la pesada cortina que había caído sobre la ventana. Ya había hecho la señal, y no veía aparecer a Rouletabille en la esquina del recodo de la galería. Nadie vino; nada se presentó. Estaba perplejo. Transcurrió una media hora, que me pareció un siglo. ¿Qué hacer ahora, aun si veía otra cosa? Ya había dado la señal, no podía darla por segunda vez... Por otro lado, aventurarme en la galería en ese momento podía arruinar todos los planes de Rouletabille. Después de todo, yo no tenía nada que reprocharme, y si había pasado algo que mi amigo no esperaba, el único responsable era él. Como no había ninguna manera de prestarle alguna ayuda para advertirle, arriesgué el todo por el todo: salí del cuartito y, siempre descalzo, calculando mis pasos y escuchando el silencio, me dirigí al recodo de la galería.

No había nadie allí. Fui a la puerta de la habitación de Rouletabille. Escuché. Nada. Llamé muy suavemente. Nada. Giré el picaporte, la puerta se abrió. Entré a la habitación. Rouletabille estaba tendido, cuan largo era, sobre el parqué.

22. EL CADÁVER INCREÍBLE

Con una ansiedad inexpresable, me incliné sobre el cuerpo del reportero y tuve la alegría de comprobar que dormía. Dormía con ese sueño profundo y enfermizo con el que vi dormirse a Frédéric Larsan. Él también era víctima del narcótico que habían volcado en nuestros alimentos. ¿Por qué yo no había corrido la misma suerte? Entonces pensé que debían de haber vertido el narcótico en el vino o en el agua, porque así se explicaba todo: yo no bebo durante las comidas. Como padezco por naturaleza de una obesidad prematura, estaba a régimen seco, como le dicen. Sacudí con fuerza a Rouletabille, pero no logré que abriera los ojos. Este sueño debía de ser obra de la señorita Stangerson. Seguramente, ella había pensado que era más de temer la vigilancia de ese muchacho, que lo preveía todo, ¡que sabía todo!, que la de su padre. Recuerdo que, mientras nos servía, el mayordomo nos había recomendado un excelente vino Chablis, que, probablemente, había pasado por la mesa del profesor y de su hija.

Así transcurrió más de un cuarto de hora. Ante circunstancias tan extremas, cuando tanto necesitábamos estar despiertos, decidí emplear medidas enérgicas. Eché un jarro de agua sobre la cabeza de Rouletabille. ¡Por fin abrió los ojos! Unos pobres ojos apagados, sin vida ni mirada. ¿Pero no era acaso la primera victoria? Quise completarla; le di a Rouletabille un par de cachetadas en las mejillas y lo levanté. ¡Suerte! Sentí que se incorporaba entre mis brazos y lo oí murmurar:

–¡Siga, pero no haga tanto ruido!...

Seguir cacheteándolo sin hacer ruido me pareció una empresa imposible. Me puse a pellizcarlo y a sacudirlo, y pudo sostenerse sobre sus piernas. ¡Estábamos salvados!...

 

–Me han dormido... –dijo. –¡Ah! Pasé quince minutos abominables antes de ceder al sueño... ¡Pero ahoya ya pasó! ¡No me deje solo!...

No había terminado la frase, cuando un horrible alarido, que resonó en todo el castillo, un verdadero grito de muerte, nos desgarró los oídos...

–¡Maldición! – aulló Rouletabille. –¡Llegamos demasiado tarde!...

Y quiso precipitarse hacia la puerta; pero estaba aturdido y rodó contra las paredes. Yo ya estaba en la galería, empuñando el revólver, y corría como loco hacia la habitación de la señorita Stangerson. En el preciso instante en el que llegaba a la intersección del recodo de la galería y la galería recta, vi a un individuo que huía de los aposentos de la señorita Stangerson y que, en un par de saltos, alcanzó el descanso de la escalera.

No pude contenerme: disparé... El tiro resonó en la galería con un estruendo ensordecedor; pero el hombre, que seguía saltando como un desquiciado, bajó velozmente la escalera. Corrí detrás de él gritando: "¡Alto! ¡Alto o te mato!...". Cuando me precipitaba a mi vez hacia la escalera, vi frente a mí a Arthur Rance, que llegaba desde el fondo de la galería del ala izquierda del castillo gritando: "¿Qué pasa?... ¿Qué pasa?". Arthur Rance y yo llegamos casi al mismo tiempo al pie de la escalera. La ventana del vestíbulo estaba abierta. Vimos claramente la silueta del hombre que huía e, instintivamente, descargamos nuestros revólveres en dirección a él. El hombre estaba a más de diez metros delante de nosotros; tropezó y creímos que iba a caer. Entonces saltamos por la ventana, pero el hombre siguió corriendo con renovado vigor. Yo estaba en medias y el americano, descalzo: ¡no podíamos pretender alcanzarlo si nuestros revólveres no lo alcanzaban! Disparamos nuestros últimos cartuchos sobre él, que seguía huyendo... Pero se escapaba por el lado derecho del patio hacia el costado del ala derecha del castillo, hacia ese rincón rodeado de fosos y de altas rejas de donde le sería imposible escapar, ese rincón que no tenía otra salida, para nosotros, que la puerta del pequeño cuarto voladizo habitado ahora por el guardabosque.

El hombre, aunque inevitablemente herido por nuestras balas, ahora nos llevaba unos veinte metros de ventaja. De pronto, detrás de nosotros, encima de nuestras cabezas, una de las ventanas de la galería se abrió y oímos la voz de Rouletabille que clamaba, desesperado:

–¡Dispare, Bernier, dispare!

Y en la clara noche, noche de luna, en ese momento estalló la descarga eléctrica de un relámpago. A la luz del relámpago, vimos al tío Bernier, de pie con su escopeta, en la puerta del torreón.

Había apuntado bien. La sombra cayó. Pero como había llegado al costado del ala derecha del castillo, lo hizo del otro lado del ángulo del edificio; es decir que la vimos caer, pero quedó definitivamente tendida en el suelo al otro lado del muro, que no alcanzábamos a ver. Veinte segundos después, Bernier, Arthur Rance y yo llegábamos hasta allí. La sombra estaba muerta a nuestros pies.

Arrancado evidentemente de su sueño letárgico por los gritos y las detonaciones, Larsan acababa de abrir la ventana de su habitación y nos gritaba, como había gritado Arthur Rance:

–¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Nosotros permanecíamos inclinados sobre la sombra, sobre la misteriosa sombra muerta del asesino. Rouletabille, ahora completamente despierto, se reunió con nosotros en ese mismo momento, y le grite:

–¡Está muerto! ¡Está muerto!...

–Mejor –dijo. Llévenlo al vestíbulo del castillo... –pero rectificó. ¡No! ¡No! ¡Pongámoslo en el cuarto del guardabosque!

Rouletabille golpeó a la puerta de la habitación del guardabosque... Nadie respondió..., cosa que no me sorprendió, naturalmente.

–Evidentemente, no está –dijo el reportero–, si no ya habría salido... Llevemos, pues, el cuerpo al vestíbulo...

Desde que habíamos llegado hasta la sombra muerta, la noche se había vuelto tan oscura, a causa de un nubarrón que ocultaba la luna, que sólo podíamos tocar aquella sombra, pero sin distinguir sus rasgos. ¡Y, sin embargo, nuestros ojos tenían prisa por saber! El tío Jacques, que llegaba, nos ayudó a transportar el cadáver hasta el vestíbulo del castillo. Allí lo depositamos en el primer peldaño de la escalera. Durante el trayecto sentí en mis manos la sangre caliente que manaba de sus heridas...

El tío Jacques corrió a la cocina y regresó con una linterna. Se inclinó sobre la cara de la sombra muerta y reconocimos al guardabosque, aquel a quien el dueño de la Posada del Torreón llamaba el Hombre Verde y que, una hora antes, yo había visto salir de la habitación de Arthur Rance cargando un bulto. Pero lo que había visto sólo se lo podía informar a Rouletabille, cosa que hice, por cierto, unos instantes después.

No puedo guardar silencio acerca de la enorme estupefacción –incluso diría la cruel decepción– que demostraron Joseph Rouletabille y Frédéric Larsan, que se había reunido con nosotros en el vestíbulo. Tocaban el cadáver..., miraban aquella cara muerta, el traje verde del guardabosque..., y repetían al unísono:

–¡Imposible!... ¡Es imposible!

Rouletabille llegó a exclamar:

–¡Es para darse por vencido!

El tío Jacques mostraba un dolor estúpido, acompañado de lamentos ridículos. Afirmaba que nos habíamos equivocado y que el guardabosque no podía ser el asesino de su ama. Tuvimos que hacerlo callar. Si hubiéramos asesinado a su hijo, no habría gimoteado tanto; y yo explicaba estos excesivos buenos sentimientos por el miedo que debía de tener de que creyéramos que se alegraba por este dramático deceso; todos sabían, en efecto, que el tío Jacques detestaba al guardabosque. Comprobé que, de todos nosotros, que estábamos muy desaliñados, descalzos o en medias, el único que estaba completamente vestido era el tío Jacques.

Pero Rouletabille no había soltado el cadáver; arrodillado sobre las baldosas del vestíbulo, iluminado por la linterna del tío Jacques, desvestía el cuerpo del guardabosque... Desnudó su pecho. Sangraba.

Y, de repente, sacándole la linterna al tío Jacques, dirigió sus rayos muy cerca de la herida abierta. Entonces, se levantó y en un tono extraordinario, en un tono de salvaje ironía, dijo:

–¡Este hombre, que ustedes creen haber matado a tiros, ha muerto por una cuchillada en el corazón!

Una vez más, creí que Rouletabille se había vuelto loco y me incliné, a mi vez, sobre el cadáver. Entonces pude comprobar que, efectivamente, el cuerpo del guardabosque no tenía ninguna herida de proyectil, y que, en cambio, la región cardíaca había sido atravesada por una afilada hoja de cuchillo.

23. LA DOBLE PISTA

No me había repuesto aún del estupor que me provocaba tal descubrimiento, cuando mi joven amigo me tocó el hombro y me dijo:

–¡Sígame!

–¿Adónde? – le pregunté.

–A mi habitación.

–¿Qué vamos a hacer?

–Reflexionar.

En lo que a mí respecta, confieso que estaba totalmente imposibilitado no sólo de reflexionar, sino incluso de pensar; y, en aquella noche trágica, después de los acontecimientos cuyo horror sólo era equiparable a su incoherencia, difícilmente me explicaba cómo Rouletabille podía pretender "reflexionar" entre el cadáver del guardabosque y la posible agonía de la señorita Stangerson. No obstante, eso fue lo que hizo, con la sangre fría de los grandes capitanes en medio de las batallas. Empujó la puerta de la habitación detrás de nosotros, me indicó un sillón, se sentó calmosamente frente a mí y, por supuesto, encendió su pipa. Yo lo miraba reflexionar... y me dormí. Cuando me desperté, era de día. Mi reloj marcaba las ocho. Rouletabille ya no estaba allí. Su sillón, frente a mí, estaba vacío. Me levanté; comenzaba a estirar mis miembros cuando la puerta se abrió y mi amigo regresó. Enseguida advertí, por su aspecto, que mientras yo dormía, él no había perdido el tiempo.

–¿La señorita Stangerson? – le pregunté de inmediato.

–Su estado es alarmante, pero no desesperado.

–¿Hace mucho que salió usted de la habitación?

–Con las primeras luces del amanecer.

–¿Ha trabajado?

–Mucho.

–¿Qué descubrió?

–Una doble huella de pasos muy notoria y que hubiera podido despistarme...

–Y ya no?

–No.

–¿Explica algo?

–Sí.

–¿Algo relativo al cadáver increíble del guardabosque?

–Sí. Ahora ese cadáver es absolutamente creíble. Esta mañana descubrí, mientras paseaba alrededor del castillo, dos tipos de pasos distintos, que anoche dejaron sus huellas al mismo tiempo, unas al lado de las otras. Y digo "al mismo tiempo" porque, en realidad, no podía ser de otro modo, ya que, si una de las huellas hubiera venido después de la otra, siguiendo el mismo camino, varias veces se habría "superpuesto a la otra", lo cual no ocurrió en ningún momento. Los pasos de uno no caminaban sobre los del otro. No, eran los pasos de dos personas que parecían estar conversando entre sí. Esta doble huella se alejaba de todas las demás hacia el centro del patio, para salir de él y dirigirse al robledal. Salía del patio con los ojos clavados en mi pista, cuando me encontré con Frédéric Larsan. Inmediatamente se interesó mucho por mi trabajo, porque esa doble huella merecía realmente nuestro interés. Volvíamos a encontrar allí la doble huella de pasos del caso del "cuarto amarillo": los pasos toscos y los pasos elegantes; pero, mientras en el caso del "cuarto amarillo" los pasos toscos sólo se unían con los pasos elegantes en el borde del estanque, para luego desaparecer –por lo que Larsan y yo dedujimos que esas dos clases de pasos pertenecían a un mismo individuo que no había hecho más que cambiar de calzado–, aquí, los pasos toscos y los pasos elegantes caminaban juntos. Semejante comprobación bastaba para hacerme dudar de mis convicciones anteriores. Larsan parecía pensar como yo; así que nos quedamos inclinados sobre las huellas, husmeando los pasos como perros al acecho.

Saqué de mi portafolios las plantillas de papel. La primera plantilla era la que había recortado sobre la huella de los zapatos del tío Jacques que había encontrado Larsan, es decir, sobre la huella de los pasos toscos; esta primera plantilla, digo, coincidió perfectamente con una de las huellas que teníamos ante nuestros ojos, y la segunda plantilla, que era el dibujo de los pasos elegantes, también coincidió con la huella correspondiente, pero con una ligera diferencia en la punta. En una palabra, esta nueva huella del paso elegante sólo difería de la encontrada a orillas del estanque en la punta de la bota. No podíamos concluir que esta huella pertenecía al mismo personaje, pero tampoco afirmar que no le pertenecía. Podía ser el mismo desconocido usando otras botas. Siempre siguiendo esta doble huella, Larsan y yo fuimos a parar a la salida del robledal, y nos encontramos ante la misma orilla del estanque que descubrimos en nuestra primera pesquisa. Pero, esta vez, ninguna de las huellas se detenía allí y ambas, tomando el sendero, desembocaban en la gran ruta de Épinay. Allí nos topamos con un gran macadán reciente que no nos dejó ver nada más. Volvimos, pues, al castillo sin decirnos una palabra. Al llegar al patio nos separamos; pero, como consecuencia del camino que habían seguido nuestros respectivos pensamientos, nos volvimos a encontrar delante de la puerta del tío Jacques. Encontramos al viejo criado en la cama y enseguida comprobamos que las prendas que había arrojado sobre una silla estaban en un estado lamentable y su calzado, unos zapatos absolutamente iguales a los que conocíamos, estaba extraordinariamente embarrado. Sin duda, el tío Jacques no había ensuciado de ese modo su calzado ni empapado su ropa al ayudar a transportar el cadáver del guardabosque, desde el costado del patio hasta el vestíbulo, ni al ir a buscar una linterna a la cocina, puesto que entonces no llovía. Pero había llovido antes y después de ese momento.

En cuanto a la cara del hombre, no era nada linda. Parecía reflejar un cansancio extremo, y sus ojos parpadeantes nos miraron desde el principio con espanto.

Lo interrogamos. Al comienzo, nos contestó que se había acostado inmediatamente después de la llegada al castillo del médico que el mayordomo había ido a buscar; pero tanto lo presionamos, de tal modo le demostramos que estaba mintiendo, que terminó por confesarnos que, efectivamente, había salido del castillo. Naturalmente, le preguntamos la razón; nos respondió que le dolía la cabeza y que necesitaba tomar aire, pero que no había ido más allá del robledal.

 

Entonces le describimos todo el trayecto que había seguido, como si lo hubiéramos visto caminar. El anciano se incorporó y se puso a temblar.

–¡Usted no estaba solo! – exclamó Larsan.

–¡Entonces lo vieron! – dijo el tío Jacques.

–¿A quién? – pregunté.

–¡Pues al fantasma negro!

Y el tío Jacques nos contó que hacía unas cuantas noches que veía al fantasma negro. Aparecía en el parque a medianoche y se deslizaba entre los árboles con una agilidad increíble. Parecía atravesar el tronco de los árboles. Dos veces el tío Jacques, que había divisado al fantasma a través de su ventana a la claridad de la luna, se había levantado y, decidido, había salido en busca de aquella extraña aparición. Dos días antes había estado a punto de alcanzarla, pero se había desvanecido en la esquina del torreón. Finalmente, anoche, cuando salió del castillo evidentemente sugestionado por la idea del nuevo crimen que acababa de cometerse, vio al fantasma negro surgir de pronto en medio del patio. Al principio, lo siguió con prudencia, luego más de cerca... Y así había dado la vuelta al robledal y al estanque, y había llegado hasta el borde de la ruta de Épinay. Allí, el fantasma desapareció súbitamente.

–¿No vio su cara? – preguntó Larsan.

–¡No! No vi más que velos negros...

–Y después de lo que pasó en la galería, ¿por qué no se abalanzó sobre él?

–¡No pude! Estaba aterrado... Apenas tenía fuerzas para seguirlo...

–Usted no lo siguió, tío Jacques –dije con tono amenazador– ¡Usted fue con el fantasma hasta la ruta de Épinay y caminaron tomados del brazo!

–¡No! – exclamó. –Empezó a llover a cántaros... ¡Regresé!... No sé qué habrá sido del fantasma negro...

Pero desvió sus ojos de mí.

Lo dejamos solo. Cuando estuvimos afuera, comentamos el caso.

–¿Cómplice? – le pregunté a Larsan con un tono singular, mirándolo bien de frente para sorprender el fondo de su pensamiento.

–¿Quién puede saberlo?... ¿Quién puede saberlo en un caso como este?... ¡Hace veinticuatro horas hubiera jurado que no hay cómplices!...

Y me dejó, anunciándome que abandonaba el castillo de inmediato para ir a Épinay.

Rouletabille había terminado su relato. Le pregunté:

–¿Y bien? ¿Qué conclusión se puede sacar de todo esto?... A mí no se me ocurre nada... ¡No lo entiendo!... ¡En fin! ¿Qué sabe usted? ¡Todo!... –exclamó. ¡Todo!

Nunca había visto su cara tan radiante. Se levantó y me estrechó la mano con fuerza...

–Entonces, explíqueme... –le supliqué.

–Vamos a averiguar cómo está la señorita Stangerson –me respondió bruscamente.

24. ROULETABILLE CONOCE LAS DOS MITADES DEL ASESINO

La señorita Stangerson había estado a punto de ser asesinada por segunda vez. Por desgracia, la segunda fue mucho peor que la primera. Las tres cuchilladas que el hombre le había asestado en el pecho, en esta nueva noche trágica, la tuvieron mucho tiempo entre la vida y la muerte y cuando, por fin, la vida prevaleció y se pudo confiar en que la desdichada mujer, una vez más, escaparía de su sangriento destino, advertimos que, a pesar de que día tras día recuperaba el uso de los sentidos, no ocurría lo mismo con su razón. La menor alusión a la horrible tragedia la hacía delirar y creo que no es exagerado decir que el arresto de Robert Darzac, que tuvo lugar en el castillo de Glandier, a la mañana siguiente del descubrimiento del cadáver del guardabosque, ahondó todavía más el abismo moral donde vimos desaparecer esa hermosa inteligencia.

Robert Darzac llegó al castillo hacia las nueve y media. Lo vi correr por el parque, los cabellos y las ropas en desorden, embarrado, en un estado lamentable. Su rostro tenía una palidez mortal. Rouletabille y yo estábamos acodados en una ventana de la galería. Nos vio y lanzó un grito desesperado hacia nosotros:

–¡Llego demasiado tarde!... Rouletabille le gritó:

–¡Está viva!...

Un minuto después, el señor Darzac entraba en los aposentos de la señorita Stangerson y, a través de la puerta, oímos sus sollozos.

–¡Qué fatalidad! – gemía a mi lado Rouletabille. ¡Qué dioses infernales buscan la desgracia de esta familia! ¡Si no me hubiera dormido, habría salvado a la señorita Stangerson del hombre, y lo habría dejado mudo para siempre!... ¡Y el guardabosque no estaría muerto!

El señor Darzac se reunió con nosotros. Su rostro estaba bañado en lágrimas. Rouletabille le contó todo: cómo había tomado precauciones para la seguridad de la señorita Stangerson y la suya; cómo hubiera logrado alejar al hombre para siempre "después de ver su rostro", y cómo su plan había naufragado en sangre, a causa del narcótico.

–¡Ah!, si usted realmente hubiera tenido confianza en mí –dijo en voz baja el joven–, ¡si le hubiera dicho a la señorita Stangerson que tuviera confianza en mí!... Pero aquí todos desconfían de todos... La hija desconfía del padre y la novia del novio... Mientras usted me decía que hiciera todo lo posible por impedir la llegada del asesino, ¡ella preparaba todo para dejarse asesinar!... Y llegué demasiado tarde..., medio dormido..., casi arrastrándome, a esa habitación donde la visión de la desdichada, bañada en sangre, me despertó del todo...

Por pedido del señor Darzac, Rouletabille contó la escena. Apoyándose en las paredes para no caer, mientras en el vestíbulo y en el patio de honor perseguíamos al asesino, se había dirigido hacia la habitación de la víctima... Las puertas de la antecámara están abiertas y entra: la señorita Stangerson yace exánime, echada a medias sobre el escritorio, con los ojos cerrados; su bata, roja por la sangre que brota a mares de su pecho. A Rouletabille, todavía bajo el influjo del narcótico, le parece que se mueve dentro de una pesadilla espantosa. Maquinalmente, vuelve a la galería, abre una ventana, nos anuncia a gritos el crimen, nos ordena tirar a matar y vuelve a los aposentos. Inmediatamente después, atraviesa el gabinete desierto, entra en el salón cuya puerta ha quedado entreabierta, sacude al señor Stangerson en el canapé donde se ha recostado y lo despierta como yo lo despertara a él hacía un momento... El señor Stangerson se incorpora con los ojos extraviados, se deja arrastrar por Rouletabille hasta la habitación, ve a su hija y da un grito desgarrador... ¡Ah! ¡Está despierto, está despierto!... Ahora los dos, uniendo sus fuerzas languidecientes, transportan a la víctima hasta su cama...

Luego, Rouletabille quiere unirse a nosotros, para saber..., para saber... Pero, antes de dejar la habitación, se detiene junto al escritorio... Allí hay, en el suelo, un paquete... enorme... Un fardo... ¿Qué hace ese paquete ahí, junto al escritorio?... El envoltorio de sarga está abierto... Rouletabille se inclina... Papeles..., papeles..., fotografías... Lee: "Nuevo electroscopio condensador diferencial... Propiedades fundamentales de la sustancia intermedia entre la materia ponderable y el éter imponderable". En verdad, ¿qué es este misterio y esta formidable ironía del destino por los cuales, en el momento en que alguien asesina a su hija, alguien restituye al profesor Stangerson todos esos papeluchos inútiles, que arrojará al fuego...al fuego..., al fuego... al día siguiente?

Durante la mañana que siguió a esa noche horrible, vimos reaparecer al señor de Marquet, a su secretario y a los gendarmes. Nos interrogaron a todos, excepto, naturalmente, a la señorita Stangerson, que se hallaba en un estado próximo al coma. Rouletabille y yo, después de habernos puesto de acuerdo, dijimos sólo lo que quisimos decir. Me cuidé de informar sobre mi estancia en el cuartito triangular y la historia del narcótico. En resumen, callamos todo lo que permitía suponer que presentíamos algo y también todo lo que pudiera sugerir que la señorita Stangerson esperaba al asesino. La desdichada tal vez pagaría con su vida el misterio con el que ella misma rodeaba a su asesino... En absoluto nos correspondía hacer tamaño sacrificio inútil... Arthur Rance le contó a todo el mundo, con gran naturalidad –con tanta naturalidad que me r quedé estupefacto– que había visto al guardabosque, por última vez, hacia las once de la noche. Este había ido a su habitación, dijo, para tomar su valija, que debía llevar a la mañana siguiente, a primera hora, a la estación Saint–Michel, "y se detuvo a charlar largamente con él de caza y cazadores furtivos". Arthur William Rance, en efecto, debía dejar el Glandier a la mañana e ir a pie, según su costumbre, hasta Saint–Michel; por eso, aprovecharía el viaje matutino del guardabosque al pueblo para despachar su equipaje. Ese era el equipaje que llevaba el hombre verde cuando lo vi salir de la habitación de Arthur Rance.