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100 Clásicos de la Literatura

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—¿Estás tú también en el programa?

—Sí —respondió Mr. Duggan.

Mr. Bell sonrió a su compañero de infortunios, extendió una mano y le dijo:

—¡Chócala!

Mrs. Kearney pasó por delante de estos dos jóvenes y se fue al borde de la bambalina a echar un vistazo a la sala. Ocupaban las localidades rápidamente y un ruido agradable circulaba por el auditorio. Regresó a hablar en privado con su esposo. La conversación giraba sobre Kathleen evidentemente, pues ambos le echaban una mirada de vez en cuando mientras ella conversaba de pie con una de sus amigas nacionalistas, Miss Healy, la contralto. Una mujer desconocida y solitaria de cara pálida atravesó la pieza. Las muchachas siguieron con ojos ávidos aquel vestido azul desvaído tendido sobre un cuerpo enjuto. Alguien dijo que era Madama Glynn, soprano.

—Me pregunto de dónde la sacaron —dijo Kathleen a Miss Healy—. Nunca oí hablar de ella, te lo aseguro.

Miss Healy tuvo que sonreír. Mr. Holohan entró cojeando al camerino en ese momento y las dos muchachas le preguntaron quién era la desconocida. Mr. Holohan dijo que era Madama Glynn, de Londres. Madama tomó posesión de un rincón del cuarto, manteniendo su partitura rígida frente a ella y cambiando de vez en cuando la dirección de su mirada de asombro. Las sombras acogieron protectoras su traje marchito, pero en revancha le rebosaron la fosa del esternón. El ruido de la sala se oyó más fuerte. El primer tenor y el barítono llegaron juntos. Se veían bien vestidos los dos, bien alimentados y complacidos, regalando un aire de opulencia a la compañía.

Mrs. Kearney les llevó a su hija y se dirigió a ellos con amabilidad. Quería estar en buenos términos pero, mientras hacía lo posible por ser atenta con ellos, sus ojos seguían los pasos cojeantes y torcidos de Mr. Holohan. Tan pronto como pudo se excusó y le cayó detrás.

—Mr. Holohan —le dijo—, quiero hablar con usted un momento.

Se fueron a un extremo discreto del corredor. Mrs. Kearney le preguntó cuándo le iban a pagar a su hija. Mr. Holohan dijo que ya se encargaría de ello Mr. Fitzpatrick. Mrs. Kearney dijo que ella no sabía nada de Mr. Fitzpatrick. Su hija había firmado contrato por ocho guineas y había que pagárselas. Mr. Holohan dijo que eso no era asunto suyo.

—¿Por qué no es asunto suyo? —le preguntó Mrs. Kearney—. ¿No le trajo usted mismo el contrato? En todo caso, si no es asunto suyo, sí es asunto mío y me voy a ocupar de él.

—Más vale que hable con Mr. Fitzpatrick— dijo Mr. Holohan, remoto.

—A mí no me interesa su Mr. Fitzpatrick para nada —repitió Mrs. Kearney—. Yo tengo mi contrato y voy a ocuparme de que se cumpla.

Cuando regresó al camerino, ligeramente ruborizada, reinaba allí la animación. Dos hombres con impermeables habían tomado posesión de la estufa y charlaban familiarmente con Miss Healy y el barítono. Eran un enviado del Freeman y Mr. O'Madden Burke. El enviado del Freeman había entrado a decir que no podía quedarse al concierto ya que tenía que cubrir una conferencia que iba a pronunciar un sacerdote en la Mansion House. Dijo que debían dejarle una nota en la redacción del Freeman y que él se ocuparía de que la incluyeran. Era canoso, con voz digna de crédito y modales cautos. Tenía un puro apagado en la mano y el aroma a humo de tabaco flotaba a su alrededor. No tenía intenciones de quedarse más que un momento porque los conciertos y los artistas lo aburrían considerablemente, pero permanecía recostado a la chimenea. Miss Healy estaba de pie frente a él, riendo y charlando. Tenía él edad como para sospechar la razón de la cortesía femenina, pero era lo bastante joven de espíritu para saber sacar provecho a la ocasión. El calor, el color y el olor de aquel cuerpo juvenil le despertaban la sensualidad. Estaba deliciosamente al tanto de los senos que en este momento subían y bajaban frente a él en su honor, consciente de que las risas y el perfume y las miradas imponentes eran otro tributo. Cuando no pudo quedarse ya más tiempo, se despidió de ella muy a pesar suyo.

—O'Madden Burke va a escribir la nota —le explicó a Mr. Holohan—, y yo me ocupo de que la metan.

—Muchísimas gracias, Mr. Hendrick —dijo Mr. Holohan—. Ya sé que usted se ocupará de ella. Pero, ¿no quiere tomar una cosita antes de irse?

—No estaría mal dijo Mr. Hendrick.

Los dos hombres atravesaron oscuros pasadizos y subieron escaleras hasta llegar a un cuarto apartado donde uno de los ujieres descorchaba botellas para unos cuantos señores. Uno de estos señores era Mr. O'Madden Burke, que había dado con el cuarto por puro instinto. Era un hombre entrado en años, afable, quien, en estado de reposo, balanceaba su cuerpo imponente sobre un largo paraguas de seda. Su grandilocuente apellido de irlandés del oeste era el paraguas moral sobre el que balanceada el primoroso problema de sus finanzas. Se le respetaba a lo ancho y a lo largo.

Mientras Mr. Holohan convidaba al enviado del Freeman, Mrs. Kearney hablaba a su esposo con tal vehemencia que éste tuvo que pedirle que bajara la voz. La conversación de la otra gente en el camerino se había hecho tensa. Mr. Bell, primero en el programa, estaba listo con su música pero su acompañante ni se movió. Algo andaba mal, es evidente. Mr. Kearney miraba hacia adelante, mesándose la barba, mientras Mrs. Kearney le hablaba al oído a Kathleen con énfasis controlado. De la sala llegaban ruidos revueltos, palmas y pateos. El primer tenor y el barítono y Miss Healy se pusieron los tres a esperar tranquilamente, pero Mr. Bell tenía los nervios de punta porque temía que el público pensara que se había retrasado.

Mr. Holohan y Mr. O'Madden Burke entraron al camerino. En un instante Mr. Holohan se dio cuenta de lo que pasaba. Se acercó a Mrs. Kearney y le habló con franqueza. Mientras hablaban el ruido de la sala se hizo más fuerte. Mr. Holohan estaba rojo y excitadísimo.

Habló con volubilidad, pero Mrs. Kearney repetía cortante, a intervalos:

—Ella no saldrá. Hay que pagarle sus ocho guineas.

Mr. Holohan señalaba desesperado hacia la sala, donde el público daba patadas y palmetas. Acudió a Mr. Kearney y a Kathleen. Pero Mr. Kearney seguía mesándose las barbas y Kathleen miraba al suelo, moviendo la punta de su zapato nuevo: no era su culpa. Mrs. Kearney repetía:

—No saldrá si no se le paga.

Después de un breve combate verbal, Mr. Holohan se marchó, cojeando, a la carrera. Se hizo el silencio en la pieza. Cuando el silencio se volvió insoportable, Miss Healy le dijo al barítono:

—¿Vio usted a Mrs. Pat Campbell esta semana?

El barítono no la había visto, pero le habían dicho que había estado muy bien. La conversación se detuvo ahí. El primer tenor bajó la cabeza y empezó a contar los eslabones de la cadena de oro que le cruzaba el pecho, sonriendo y tarareando notas al azar para afinar la voz. De vez en cuando todos echaban una ojeada hacia Mrs. Kearney.

El ruido del auditorio se había vuelto un escándalo cuando Mr. Fitzpatrick entró al camerino, seguido por Mr. Holohan que acezaba. De la sala llegaron silbidos que acentuaban ahora el estruendo de palmetas y patadas. Mr. Fitzpatrick alzó varios billetes en la mano. Contó hasta cuatro en la mano de Mrs. Kearney y dijo que iba a conseguir el resto en el intermedio. Mrs. Kearney dijo:

—Faltan cuatro chelines.

Pero Kathleen se recogió la falda y dijo: «Vamos, Mr. Bell», al primer cantante, que temblaba más que una hoja. El artista y su acompañante salieron a escena juntos. Se extinguió el ruido en la sala. Hubo una pausa de unos segundos: y luego se oyó un piano.

La primera parte del concierto tuvo mucho éxito, con excepción del número de Madama Glynn. La pobre mujer cantó Killarney con voz incorpórea y jadeante, con todos los amaneramientos de entonación y de pronunciación que ella creía que le daban elegancia a su canto pero que estaban tan fuera de moda. Parecía como si la hubieran resucitado de un viejo vestuario, y de las localidades populares de la platea se burlaron de sus quejumbrosos agudos. El primer tenor y la contralto, sin embargo, se robaron al público. Kathleen tocó una selección de aires irlandeses que fue generosamente aplaudida. Cerró la primera parte una conmovedora composición patriótica, recitada por una joven que organizaba funciones teatrales de aficionados. Fue merecidamente aplaudida; y, cuando terminó, los hombres salieron al intermedio, satisfechos.

En todo este tiempo el camerino había sido un avispero de emociones. En una esquina estaba Mr. Holohan, Mr. Fitzpatrick, Miss Beirne, dos de los ujieres, el barítono, el bajo y Mr. O'Madden Burke. Mr. O'Madden Burke dijo que era la más escandalosa exhibición de que había sido testigo nunca. La carrera musical de Kathleen Kearney, dijo, estaba acabada en Dublín después de esto. Al barítono le preguntaron qué opinaba del comportamiento de Mrs. Kearney. No quería opinar. Le habían pagado su dinero y quería estar en paz con todos. Sin embargo, dijo que Mrs. Kearney bien podía haber tenido consideración con los artistas. Los ujieres y los secretarios debatían acaloradamente sobre lo que debía hacerse llegado el intermedio.

—Estoy de acuerdo con Miss Beirne —dijo Mr. O'Madden Burke—. De pagarle, nada.

En la otra esquina del cuarto estaban Mrs. Kearney y su marido, Mr. Bell, Miss Healy y la joven que recitó los versos patrióticos. Mrs. Kearney decía que el comité la había tratado escandalosamente. No había reparado ella ni en dificultades ni en gastos y así era como le pagaban.

Creían que tendrían que lidiar sólo con una muchacha y que, por lo tanto, podían tratarla a la patada. Pero les iba ella a mostrar lo, equivocados que estaban. No se atreverían a tratarla así si ella fuera un hombre. Pero ella se encargaría de que respetaran los derechos de su hija: de ella no se burlaba nadie. Si no le pagaban hasta el último penique iba a tocar a rebato en Dublín. Claro que lo sentía por los artistas. Pero ¿qué otra cosa podía ella hacer? Acudió al segundo tenor que dijo que no la habían tratado bien. Luego apeló a Miss Healy. Miss Healy quería unirse al otro bando, pero le disgustaba hacerlo porque era muy buena amiga de Kathleen y los Kearneys la habían invitado a su casa muchas veces.

 

Tan pronto como terminó la primera parte, Mr. Fitzpatrick y Mr. Holohan se acercaron a Mrs. Kearney y le dijeron que las otras cuatro guineas le serían pagadas después que se reuniera el comité al martes siguiente y que, en caso de que su hija no tocara en la segunda parte, el comité daría el contrato por cancelado, y no pagaría un penique.

—No he visto a ese tal comité —dijo Mrs. Kearney, furiosa—. Mi hija tiene su contrato. Cobrará cuatro libras con ocho en la mano o no pondrá un pie en el estrado.

—Me sorprende usted, Mrs. Kearney —dijo Mr. Holohan—. Nunca creí que nos trataría usted así.

—Y ¿de qué forma me han tratado ustedes a mí? —preguntó Mrs. Kearney.

Su cara se veía ahogada por la rabia y parecía que iba a atacar a alguien físicamente.

—No exijo más que mis derechos —dijo ella.

—Debía usted tener un poco de decencia —dijo Mr. Holohan.

—Debería yo, ¿de veras?… Y si pregunto cuándo le van a pagar a mi hija me responden con una grosería.

Echó la cabeza atrás para imitar un tono altanero:

—Debe usted hablar con el secretario. No es asunto mío. Soi mu impoltante pa-lo-poco-quiago.

—Yo creí que era usted una dama —dijo Mr. Holohan, alejándose de ella, brusco.

Después de lo cual la conducta de Mrs. Kearney fue criticada por todas partes: todos aprobaron lo que había hecho el comité. Ella se paró en la puerta, lívida de furia, discutiendo con su marido y su hija, gesticulándoles. Esperó hasta que fue hora de comenzar la segunda parte con la esperanza de que los secretarios vendrían a hablarle. Pero Miss Healy consintió bondadosamente en tocar uno o dos acompañamientos. Mrs. Kearney tuvo que echarse a un lado para dejar que el barítono y su acompañante pasaran al estrado. Se quedó inmóvil, por un instante, la imagen pétrea de la furia, y, cuando las primeras notas de la canción repercutieron en sus oídos, cogió la capa de su hija y le dijo a su marido:

—¡Busca un coche!

Salió él inmediatamente. Mrs. Kearney envolvió a su hija en la capa y siguió a su marido. Al cruzar el umbral se detuvo a escudriñar la cara de Mr. Holohan:

—Todavía no he terminado con usted —le dijo.

—Pues yo sí —respondió Mr. Holohan.

Kathleen siguió, modosa, a su madre. Mr. Holohan comenzó a caminar alrededor del cuarto para calmarse, ya que sentía que la piel le quemaba.

—¡Eso es lo que se llama una mujer agradable! —dijo—. ¡Vaya que es agradable!

—Hiciste lo indicado, Holohan —dijo Mr. O'Madden Burke, posado en su paraguas en señal de aprobación.

A mayor gracia de Dios

Dos caballeros que se hallaban en los lavabos en ese momento trataron de levantarlo, pero no tenía remedio. Quedó hecho un ovillo al pie de la escalera por la que había caído. Consiguieron darle vuelta. Su sombrero había rodado lejos y sus ropas estaban manchadas por la mugre y las emanaciones del piso en que yacía bocabajo. Tenía los ojos cerrados y respiraba a gruñidos. Un hilo de sangre le corría por la comisura de los labios.

Dichos caballeros y uno de los sacristanes lo subieron y lo depositaron de nuevo en el piso del bar. Enseguida lo rodeó un corro masculino. El dueño del bar preguntó que quién era y que quién estaba con él. Nadie sabía quién era pero uno de los sacristanes dijo que él le sirvió un roncito al caballero.

—¿Y estaba solo? —preguntó el dueño.

—No, señor. Había otros dos caballeros con él.

—¿Y dónde se han metido?

Nadie sabía; una voz dijo:

—Aire, aire, que se ha desmayado.

El círculo de espectadores se dilató y encogió, elástico. Una oscura medalla de sangre se había formado cerca de la cabeza del individuo sobre el piso teselado. El dueño, alarmado por la palidez grisácea de la cara de aquel hombre, mandó a buscar un policía.

Le zafaron el cuello y la corbata. Abrió los ojos un momento, suspiró y los volvió a cerrar. Uno de los caballeros que lo llevaron arriba sostenía un abollado sombrero de copa en la mano. El dueño preguntó repetidas veces si alguien sabía quién era el lesionado o dónde habían ido a parar sus amigos. La puerta del bar se abrió y entró un inmenso policía. Un gentío que lo venía siguiendo desde el callejón se agrupó a la entrada, luchando por mirar hacia el interior a través de los cristales.

El dueño contó enseguida lo que sabía. El policía —joven y de facciones toscas, inmóviles— escuchaba. Movía lentamente la cabeza de derecha a izquierda y del dueño al individuo en el suelo, como si temiera ser víctima de una alucinación. Luego se quitó un guante, sacó un librito del cinturón, le chupó la punta a su lápiz y, dejó ver que estaba listo para levantar acta. Preguntó con un sospechoso acento de provincias:

—¿Quién es este hombre? ¿Cómo se llama y dónde vive?

Un joven en traje de ciclista se abrió paso por entre los espectadores. Se arrodilló rápido junto al herido y pidió agua. El policía se arrodilló también a ayudar. El joven lavó la sangre de la boca del herido y luego pidió un poco de brandy. El policía repitió la orden con voz autoritaria hasta que vino corriendo un sacristán con un vaso. Le forzaron el brandy por el gaznate. En unos instantes el hombre abrió los ojos y miró a su alrededor. Observó el corro de caras y luego, al comprender, trató de ponerse en pie.

—¿Ya se siente bien? —le preguntó el joven vestido de ciclista.

—Bah, na'a —dijo el herido, tratando de levantarse.

Lo ayudaron a ponerse en pie. El dueño dijo algo de un hospital y algunos hicieron sugerencias. Le colocaron la estropeada chistera en la cabeza. El policía preguntó:

—¿Dónde vive usted?

El hombre, sin responder, empezó a torcerse las puntas del bigote. No le daba importancia al accidente. No era nada, dijo: un simple percance. Tenía la lengua pastosa.

—¿Dónde vive usted? —repitió el policía.

El hombre dijo que le estaban buscando un ¿coche. Mientras discutían el asunto, un hombre alto, ágil y rubio que llevaba un largo gabán amarillo vino del extremo del bar. Al ver el espectáculo llamó:

—¡Hola, Tom, viejo! ¿Qué ocurre?

—Bah, na'a —dijo el hombre.

El recién llegado inspeccionó la deplorable figura que tenía delante y se volvió después al policía para decir:

—Está bien, vigilante. Yo lo llevo a su casa.

El policía se tocó el casco con la mano y respondió:

—¡Muy bien, Mr. Power!

—Vamos, Tom —dijo Mr. Power, cogiendo a su amigo por un brazo—. ¿Qué, ningún hueso roto? ¿Puedes caminar?

El joven vestido de ciclista cogió al hombre por el otro brazo y la gente se dispersó.

—¿Cómo te metiste en este lío? —preguntó Mr. Power.

—El señor rodó escaleras abajo —dijo el joven.

—L'ejoy 'uy aga'ejío, je'or —dijo el lesionado.

—No hay por qué.

—¿A'go'íamos 'omar algo…?

—Ahora no. Ahora no.

Los tres hombres salieron del bar y la gente se escurrió por las puertas rumbo al callejón. El dueño llevó al policía hasta la escalera para que inspeccionara el lugar del accidente. Ambos estuvieron de acuerdo en que al caballero se le fueron los pies con toda seguridad. Los clientes regresaron al mostrador y el sacristán se dispuso a quitar las manchas de sangre del piso.

Cuando salieron a Grafton Street, Mr. Power silbó a un espontáneo. El lesionado dijo de nuevo, tan bien como pudo:

—'e'j'oy' 'uy a'a'ejí'o, je'or. E'e'o 'j'e'og 'eamog 'e nue'o. Mi 'o'e e' Kernan.

El susto y el dolor incipiente lo habían vuelto a medias sobrio.

—No hay de qué —dijo el joven.

Se dieron la mano. Alzaron a Mr. Keman al coche y, mientras Power le daba la dirección al cochero, expresó su gratitud al joven y lamentó que no pudieran tomar un trago.

—En otra ocasión —dijo el joven.

El coche partió rumbo a Westmoreland Street. Cuando pasó la Oficina del Lastre, eran las nueve y media en el reloj. Un cortante viento del este los azotó desde la boca del río. Mr. Kernan se había hecho un ovillo contra el frío. Su amigo le pidió que le explicara cómo ocurrió el accidente.

—No pue'o —respondió—. Me go'é'a'engua.

—Déjame ver.

El otro se inclinó hacia delante para mirar el interior de la boca de Mr. Kernan, pero no vio nada. Encendió un fósforo y, protegiéndolo con la mano, miró de nuevo dentro de la boca que Mr. Kernan abría obediente. El movimiento del carro acercaba y alejaba el fósforo a la boca abierta. Los dientes de abajo y las encías estaban cubiertas con sangre coagulada, y al parecer se había cortado un minúsculo segmento de la lengua de una mordida. El fósforo se apagó.

—Se ve muy feo —dijo Mr. Power.

—Nah, no e' na'a —dijo Mr. Kernan, cerrando la boca, tapándose el cuello con las sucias solapas del abrigo.

Mr. Kernan era un viajante comercial de la vieja escuela que creía en la dignidad de su oficio. No se le veía nunca en la ciudad sin una chistera más o menos decente y un par de polainas. Gracias a estos adminículos, decía, siempre puede uno hacer un buen efecto. Continuaba así la tradición de su napoleón, el gran Blackwhite, cuya memoria evocaba a menudo con imitaciones y anécdotas. Había escapado hasta ahora a los métodos comerciales modernos manteniendo una pequeña oficina en Crowe Street que tenía el nombre y la dirección de la firma en la cortina —London, E.C.— En la oficina y sobre la repisa se alineaba un pelotón de potes y sobre la mesa frente a la ventana había habitualmente cuatro o cinco boles mediados con un líquido negro. Mr. Kernan usaba estos boles para probar el té. Bebía un sorbo, lo mantenía en la boca para saturarse el paladar y luego lo escupía en la chimenea. Después, hacía una pausa pericial.

Mr. Power, mucho más joven, era empleado de la oficina de la gendarmería real en Dublin Castle. La curva de su ascenso social cortaba la curva del descenso de su amigo, pero la decadencia de Mr. Kernan la mitigaba el hecho de que los amigos que lo conocieron en su apogeo todavía lo estimaban como personaje. Mr. Power era uno de esos amigos. Sus. deudas inexplicables eran la comidilla de su círculo, que lo tenía por un hombre de mundo.

El coche se detuvo frente a una pequeña casa en la carretera de Glasnevin y Mr. Kernan fue ayudado a entrar en su casa. Su esposa lo acostó mientras Mr. Power se sentaba en la cocina preguntándoles a los niños a qué escuela iban y por qué lección iban. Los niños —dos hembras y un varón— conscientes de la desvalidez del padre y de la ausencia de la madre, se pusieron a jugar con Mr. Power. Se sorprendió éste de sus modales y de su acento y se quedó pensativo. Al rato entró Mrs. Kernan en la cocina exclamando:

—¡Qué aspecto! ¡Ay, un día se va a matar y será para nosotros el acabose! Lleva bebiendo desde el viernes.

Mr. Power tuvo cuidado de explicarle que él no era culpable, que había pasado por el sitio de casualidad. Mrs. Kernan, recordando sus buenos oficios en las peleas domésticas y también muchos pequeños, pero oportunos préstamos, le dijo:

—Oh, no tiene usted que decírmelo, Mr. Power. Ya sé que es usted un buen amigo, no como esos otros. ¡Esos amigotes muy buenos cuando éste tiene dinero para alejarlo de su mujer y de la familia! ¿Con quién estaba esta noche? Me gustaría saberlo.

Mr. Power movió la cabeza pero no dijo nada.

—Cuánto siento —siguió ella— no tener nada para ofrecerle. Pero si espera un minuto mandaré por algo a Fogartys, aquí al doblar.

Mr. Power se puso en pie.

—Estábamos esperando a que regresara con el dinero. Nunca se acuerda de que tiene una casa, por lo que se ve.

—Ah, vamos, Mrs. Kernan —dijo Mr. Power—, ya conseguiremos hacer que doble la hoja. Voy a hablarle a Martin. Es el indicado. Vendremos para acá una de estas noches a convencerlo.

Lo acompañó hasta la puerta. El cochero zapateaba por la acera, moviendo los hombros para calentarse.

—Muy amable de su parte haberlo traído —dijo ella.

—No hay de qué —dijo Mr. Power.

Subió al coche. Al irse se quitó el sombrero, jovial.

 

—Vamos a hacer de él un hombre nuevo —le dijo—. Buenas noches, Mrs. Kernan.

Los intrigados ojos de Mrs. Kernan siguieron al coche hasta que se perdió de vista. Luego, bajó los ojos, entró en la casa y vació los bolsillos a su marido.

Era una mujer de mediana edad, activa y práctica. No hacía mucho que había celebrado sus bodas de plata, reconciliándose con su esposo bailando con él acompañada al piano por Mr. Power. Cuando eran novios Mr. Keman le pareció una figura que no dejaba de tener donaire, y todavía hoy se iba corriendo a la capilla cada vez que oía que había boda y, al ver a los contrayentes, se recordaba con vivo placer saliendo de la iglesia Stella Maris, en Sandymount, apoyada del brazo de un hombre jovial y bien alimentado, que vestía con elegancia levita y pantalones lavanda y balanceaba graciosamente una chistera sobre el otro brazo. A las tres semanas ya encontraba aburrida la vida de casada y, más tarde, cuando empezaba a encontrarla insoportable, quedó encinta. El papel de madre no le presentó dificultades insuperables y durante veinticinco años fue una astuta ama de casa. Sus dos hijos mayores estaban encarrilados. Uno trabajaba en una retacería de Glasgow y el otro era empleado de un importador de té en Belfast. Eran buenos hijos que le escribían regularmente y a veces le mandaban dinero. Los otros hijos estaban todavía en la escuela.

Al día siguiente Mr. Kernan envió una carta a la oficina y se quedó en cama. Le hizo ella un caldo de vaca y lo regañó como era debido. Ella aceptaba su frecuente embriaguez como resultado del clima, lo atendía como era debido cuando estaba descompuesto y trataba siempre de que tomara su desayuno. Había maridos peores. Nunca se le vio violento desde que los niños crecieron y sabía que era capaz de caminar al otro extremo de la ciudad de ida y vuelta para tomar una orden por exigua que fuera.

Dos noches más tarde sus amigos vinieron a verlo. Ella los trajo al cuarto impregnado de un olor particular, y los sentó junto al fuego. La lengua de Mr. Kernan, que las punzadas ocasionales habían vuelto algo irritable durante el día, se hizo más comedida. Se sentó en la cama sostenido por almohadas y el escaso color de su cara abotargada la asemejaba a la ceniza viva. Se excusó con sus amigos por el cuarto en desorden, pero al mismo tiempo los enfrentó con mirada desafiante: orgullo de veterano.

No estaba consciente en absoluto de que era víctima de un complot que sus amigos, Mr. Cunningham, Mr. M'Coy y Mr. Power habían revelado a Mrs. Kernan en la sala. Fue idea de Mr. Power, pero su realización estaba a cargo de Mr. Cunningham. Mr. Kernan era de origen protestante y, aunque se convirtió a la fe católica cuando su matrimonio, no había pertenecido al gremio de la Iglesia en los últimos veinte años. Era dado, además, a lanzar indirectas al catolicismo.

Mr. Cunningham era el hombre indicado como colega mayor de Mr. Power que era. Su misma vida doméstica no era precisamente feliz. La gente le tenía mucha pena porque se sabía que estaba casado con una mujer poco presentable que era una borracha perdida. Le había puesto casa seis veces; y, en cada ocasión, ella había empeñado los muebles.

Todo el mundo respetaba al pobre Martin Cunningham. Era hombre cabal y sensato, influyente, inteligente. El acero de su sabiduría humanista —una astucia natural especializada y experimentada frecuentando por largo tiempo los casos ante las cortes de justicia—, estaba templado con breves inmersiones en las aguas de la filosofía en general. Estaba bien informado. Sus amigos se inclinaban ante sus opiniones y consideraban que su cara se parecía a la de Shakespeare.

Cuando hicieron a Mrs. Kernan partícipe del complot, ésta dijo:

—Dejo el asunto en sus manos, Mr. Cunningham.

Después de un cuarto de siglo de vida matrimonial le quedaban muy pocas ilusiones. La religión era un hábito para ella y sospechaba que un hombre de la edad de su esposo no cambiaría gran cosa antes de morir. Se veía tentada a ver el accidente como curiosamente apropiado y, si no fuera porque no quería parecer sanguinaria, le hubiera dicho a este señor que la lengua de Mr. Kernan no sufriría porque se la recortaran. Sin embargo, Mr. Cunningham era un hombre capacitado; y la religión es siempre la religión. El ardid podría resultar beneficioso y, al menos, daño no haría. Sus creencias no eran extravagantes. Creía ella firmemente en el Sagrado Corazón como la más útil, en general, de todas las devociones católicas y aprobaba los sacramentos. Su fe estaba limitada por sus pucheros pero, de proponérselo, habría podido creer en la banshee, esa némesis irlandesa, y en el Espíritu Santo.

Los caballeros empezaron a hablar del accidente. Mr. Cunningham dijo que él había conocido una vez un caso similar. Un sexagenario se cortó un pedazo de lengua de una mordida durante un ataque epiléptico y la lengua le creció de nuevo y no se le notaba ni rastro de la mordida.

—Muy bien, pero yo no soy un sexagenario.

—Ni que Dios lo quiera.

—¿No te duele? —preguntó Mr. M'Coy.

Mr. M'Coy fue antes un tenor de cierta reputación. Su esposa, que había sido soprano, todavía daba clases de piano a niños a precios módicos. Su línea de la vida no había sido la distancia más corta entre dos puntos, y por breves períodos de tiempo se había visto obligado a vivir como caballero de industria. Había sido empleado de los ferrocarriles de Midland, agente de anuncios para The Irish Times y para The Freeman's Journal, comisionista de una firma de carbón, investigador privado, empleado de la oficina del vice-alguacil, y hace poco que lo habían nombrado secretario del fiscal forense municipal. Su nuevo cargo lo obligaba a interesarse profesionalmente en el caso de Mr. Kernan.

—¿Dolerme? No mucho —respondió Mr. Kernan—. ¡Pero es tan nauseabundo! Me siento con ganas de vomitar.

—Eso es el trago —dijo Mr. Cunningham con firmeza.

—No —dijo Mr. Kernan—. Parece que cogí catarro en el coche. Algo me viene a la garganta, flema o…

—Mucosidad —dijo Mr. M'Coy.

—Me entra como por debajo de la garganta. Una cosa asqueante.

—Sí, sí —dijo Mr. M'Coy—, del tórax.

Miró al mismo tiempo a Mr. Cunningham y a Mr. Power con aire desafiante. Mr. Cunningham asintió rápidamente, y Mr. Power dijo:

—Ah, bueno, bien está lo que bien acaba.

—Te estoy muy agradecido, mi viejo —dijo el inválido. Mr. Power movió la mano.

—Esos otros dos tipos con quien estaba…

—¿Con quién estabas? —preguntó Mr. Cunningham.

—Este muchacho. No me acuerdo de su nombre. ¡Maldita sea! ¿Cómo se llama? Un tipo él con el pelo rufo…

—¿Y con quién más?

—Con Harford.

—Humm —dijo Mr. Cunningham.

Cuando Mr. Cunningham soltó aquella exclamación todo el mundo se calló. Era sabido: el que hablaba tenía acceso a fuentes de información secretas. En este caso el monosílabo conllevaba una intención moralizante. A veces, Mr. Harford formaba parte de una pequeña brigada que salía de la ciudad los domingos por la tarde con el propósito de llegar, lo antes posible, a algún pub de las afueras, donde sus miembros se calificaban a sí mismos de genuinos viajantes. Pero sus compañeros de travesías nunca pasaron por alto sus orígenes. Se había iniciado en los negocios como un oscuro banquero que prestaba pequeñas sumas a obreros y las cobraba con usura. Más tarde se asoció a un caballero muy gordo y bajo, Mr. Goldberg, en el Banco de Préstamos Liffey. Aunque no se había convertido a otra cosa que al código ético-judío, sus amigos católicos, siempre que les ajustaba las cuentas, personalmente o por persona interpuesta, se referían a él amargamente como a un judío irlandés y analfabeto, y veían al hijo bobo que tenía como una manifestación de la censura divina a la usura. En otras ocasiones no dejaban de recordar sus buenas cualidades.