Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Te lo pregunto a ti porque quiero tu opinión, además de la suya.



—¡Valiente cosa mi opinión! Si te enamoras del señor Osmond, ¿qué más te da lo que yo piense?



—Lo más probable es que me diese igual. Pero, entretanto, tiene cierta importancia. Cuanta más información se tenga sobre los peligros que se corren, tanto mejor.



—Yo no estoy de acuerdo en eso… puede que al contrario. Tenemos demasiada información hoy día sobre la gente, oímos demasiadas cosas. Nos llenamos los oídos, las mentes y las bocas de personajes. No hagas caso de lo que nadie te diga de otro. Juzga a cada uno, juzga cada cosa por ti misma.



—Eso es lo que procuro hacer —dijo Isabel—, pero cuando lo haces, la gente te tilda de engreída.



—Pues que te traiga sin cuidado, a eso es precisamente a lo que me refiero: lo que digan de ti debe importarte igual de poco que lo que digan de un amigo o un enemigo tuyo.



Isabel meditó aquellas palabras un instante.



—Creo que estás en lo cierto, pero hay ciertas cosas que no puedo evitar que me importen: por ejemplo, que ataquen a un amigo o que me alaben a mí.



—Por supuesto, siempre tienes la libertad de juzgar al que critica. Sin embargo, como juzgues a la gente en plan crítico —añadió Ralph—, los condenarás a todos.



—Juzgaré al señor Osmond por mí misma —dijo Isabel—. Le he prometido hacerle una visita.



—¿Hacerle una visita?



—Sí, ir a conocer las vistas de su casa, sus cuadros, a su hija… no sé muy bien qué. Va a llevarme madame Merle. Por lo que me dice, van muchas damas a visitar al señor Osmond.



—Ah, si es con madame Merle, puedes ir adonde sea, de confiance —dijo Ralph—. Solo conoce a lo mejorcito.



Isabel no dijo nada más del señor Osmond, pero, tras un momento, le comentó a su primo que no le agradaba el tono que empleaba al hablar de madame Merle.



—Tengo la sensación de que estás insinuando cosas de ella. No sé a qué te refieres, pero si tienes motivos para que no te agrade, creo que deberías exponerlos con franqueza o, de lo contrario, no decir nada.



Ralph, sin embargo, reaccionó a la acusación con una seriedad al parecer mayor que de costumbre.



—Yo hablo de madame Merle exactamente de la forma en que le hablo a ella: con un respeto incluso exagerado.



—Exagerado, tú lo has dicho. De eso es de lo que me quejo.



—Si lo hago, es porque los méritos de madame Merle se exageran.



—Dime, ¿quién los exagera? ¿Acaso yo? Porque si es así, le estoy haciendo un flaco favor.



—No, no. Es ella la que los exagera.



—¡Eso sí que no! —exclamó Isabel con vehemencia—. ¡Jamás ha habido mujer con menos pretensiones que…!



—Has puesto el dedo en la llaga —la interrumpió Ralph—. Es de una modestia exagerada. No tiene por qué tener tan pocas pretensiones, está en todo su derecho de tenerlas, y muchas.



—Entonces es que sus méritos son grandes. Te estás contradiciendo.



—Sus méritos son inmensos —dijo Ralph—. Es de todo punto intachable, un auténtico dechado de virtudes, la única mujer que conozco que jamás te da un motivo.



—¿Un motivo para qué?



—Bueno… ¡para llamarla necia! Es la única mujer que conozco que solo tiene ese pequeño defecto.



Isabel se apartó de él con gesto impaciente.



—No te entiendo. Resultas demasiado paradójico para mi humilde inteligencia.



—Pues déjame que te explique. Al decir que exagera, no lo hago en el sentido vulgar de la palabra, o sea, no es que presuma, ni que infle las cosas, ni que dé una imagen demasiado favorable de sí misma. Hablo en sentido literal, lo que digo es que lleva su ansia de perfección demasiado lejos, que sobrepasa sus propios méritos. Es demasiado buena, demasiado amable, demasiado inteligente, demasiado culta, demasiado experimentada, demasiado todo. En pocas palabras, es demasiado completa. Te confieso que a mí me altera los nervios y que lo que siento por ella se parece mucho a lo que aquel ateniense tan profundamente humano sentía por Arístides el Justo.



Isabel miró detenidamente a su primo, pero en esta ocasión no vio en su rostro indicio alguno del espíritu burlón que solía anidar en sus palabras.



—¿Es que te gustaría mandar a madame Merle al destierro?



—En absoluto. Su compañía es demasiado agradable. Yo la encuentro deliciosa.



—¡Qué hombre más odioso! —exclamó Isabel.



Y a continuación le preguntó si sabía de algo que hiciese desmerecer a su brillante amiga.



—Nada de nada. ¿No te das cuenta de que es a eso a lo que me refiero? En el carácter de cualquier otra persona es posible encontrar una pequeña mancha oscura. Si me tomase media hora un día de estos, no me cabe duda de que encontraría alguna en el tuyo. En lo que a mí se refiere, tengo más manchas que un leopardo. Pero es que madame Merle no tiene ninguna… ¡nada!



—Eso es justo lo que yo opino —dijo Isabel con un enfático movimiento de cabeza—. Y por eso me gusta tanto.



—Para ti es una persona imprescindible. Ya que quieres conocer mundo, madame Merle es la mejor guía que podrías encontrar.



—Con eso, imagino que querrás decir que es una mujer de mundo.



—¿De mundo? No —respondió Ralph—. Ella es el gran globo del mundo en persona.



Lo cierto es que asegurar que madame Merle le parecía deliciosa, aunque a Isabel le costase en principio creerlo, no era una refinada muestra de la malicia de su primo. Ralph Touchett obtenía solaz de donde lo hubiera, y no se habría perdonado a sí mismo una indiferencia total hacia los encantos de semejante maestra en las artes sociales. Hay simpatías y antipatías profundamente arraigadas, y, pese a la justicia con que Ralph juzgaba a madame Merle, es muy probable que la ausencia de esta de la casa de su madre no hubiese llegado a convertir su vida en un erial. Pero Ralph Touchett había aprendido a ser un espectador más o menos inescrutable, y era imposible asistir a algo que mantuviese el interés más vivo que la actuación global de madame Merle. Él la saboreaba a pequeños sorbos, la dejaba actuar, con un sentido de la oportunidad que ni ella misma habría superado. Había momentos en los que casi sentía lástima de ella; y, curiosamente, era entonces cuando menos muestras daba de su generosidad. Estaba convencido de que madame Merle había tenido una ambición sin límites y de que lo que en apariencia había logrado quedaba muy por debajo de su rasero secreto. Se había adiestrado con verdadera dedicación, pero no había obtenido ningún premio. Seguía siendo solo madame Merle, viuda de un négociant suizo, con una pequeña renta y un sinfín de amistades, una dama que pasaba mucho tiempo en casas de otros y que era objeto del beneplácito general como un libro recién publicado, ameno e intrascendente. El contraste entre esta realidad y la de cualquiera de la media docena de posiciones que, suponía Ralph, madame Merle había aspirado a alcanzar en distintos momentos, tenía un elemento de tragedia. La señora Touchett creía que su hijo se llevaba a las mil maravillas con aquella invitada tan sociable. En su opinión, dos personas que seguían hasta tal punto unas pautas de conducta tan ingeniosas, es decir, tan suyas, por fuerza debían tener muchas cosas en común. Ralph había calibrado a fondo la intimidad de Isabel con su eminente amiga, y hacía tiempo que había aceptado que no podía guardarse a su prima para él solo sin encontrar resistencia. Y trataba de llevarlo lo mejor posible, al igual que había hecho con cosas peores. Estaba convencido de que aquella situación se resolvería sola, de que no iba a durar para siempre. Ninguna de aquellas dos damas tan superiores conocía a la otra todo lo bien que se imaginaba, y cuando cada una de ellas descubriese uno o dos detalles de importancia se produciría, si no una ruptura, al menos un distanciamiento. Mientras tanto, no tenía reparo en reconocer que la conversación de la dama mayor resultaba de provecho para la más joven, a la que le quedaba mucho por aprender y que, era indudable, aprendería más con madame Merle que con cualquier otro instructor de la juventud. No era probable que Isabel sufriese perjuicio alguno.





24





Habría resultado realmente difícil determinar qué perjuicio podría ocasionarle a Isabel la visita que por fin hizo a la casa del señor Osmond en lo alto de la colina. Nada podría haber resultado más encantador en aquella ocasión, en aquella deliciosa tarde con la primavera toscana en pleno apogeo. El coche de las dos amigas franqueó la Puerta Romana, pasando bajo la enorme superestructura lisa que corona el sencillo y elegante arco de dicho portal y que hace que resulte impresionante en su desnudez, y después serpenteó por callejuelas flanqueadas de altas tapias por las que se desparramaba la exuberancia y la fragancia de los huertos en flor, hasta alcanzar aquella piazza de trazado irregular que dominaba la ciudad, en la que la larga muralla de color marrón de la villa que ocupaba en parte el señor Osmond era un elemento fundamental o, cuando menos, destacado. Isabel atravesó con su amiga un patio amplio y elevado, en el que el nivel inferior estaba sumido en una leve sombra, mientras que en el superior dos galerías de arcos livianos, la una frente a la otra, concentraban la luz del sol en sus esbeltas columnas y en las plantas que las cubrían. El lugar tenía un aire adusto y recio; daba la impresión de que, una vez en su interior, fuera necesario hacer acopio de energía para salir de él. Por la mente de Isabel, sin embargo, no cruzaba todavía pensamiento alguno de salir de allí, sino únicamente de adentrarse en el lugar. El señor Osmond salió a recibirlas a la fría antecámara, fría incluso en el mes de mayo, y las condujo, a ella y a la dama que era su guía, a los aposentos antes descritos. Madame Merle iba delante, y mientras Isabel se entretenía un instante hablando con su anfitrión, la dama dio muestras de su familiaridad con el lugar al entrar en la sala y saludar a las dos personas allí sentadas. Una de ellas era la pequeña Pansy, en cuya mejilla depositó un beso; la otra era una dama que el señor Osmond presentó a Isabel como su hermana, la condesa Gemini.

 



—Y esta es mi hijita —dijo—, que acaba de salir del convento.



Pansy llevaba un ligero vestido blanco, y el rubio cabello primorosamente recogido en una redecilla; lucía unos pequeños zapatos anudados a los tobillos, a modo de sandalias. Obsequió a Isabel con una leve reverencia conventual, y a continuación se aproximó para que la besase. La condesa Gemini se limitó a inclinar la cabeza sin abandonar su asiento. Isabel advirtió que se trataba de una mujer de mucho postín. Era morena, delgada y nada bella, pues sus facciones recordaban a un pájaro tropical: nariz larga y curvada como un pico, ojos pequeños e inquietos y boca y barbilla hundidas en exceso. El rostro, sin embargo, merced a sus variadas expresiones de asombro y énfasis, de alegría y horror, no carecía de humanidad y, en lo que concernía a su apariencia, era evidente que se conocía bien y sabía cómo resaltar sus puntos fuertes. Su atuendo, delicado y voluminoso, rebosante de elegancia, semejaba un refulgente plumaje, y sus ademanes eran tan súbitos y leves como los del ave que se posa en una rama. Tenía mucho estilo; e Isabel, que jamás había conocido a nadie con tanta clase, la clasificó de inmediato como la más afectada de las mujeres. Recordó que Ralph le había recomendado no cultivar su amistad, pero estaba dispuesta a reconocer que, a primera vista, la condesa Gemini no parecía tener mucho fondo. Sus gestos traían a la mente el ondear violento de una bandera de armisticio general, entre revuelos de seda blanca y gallardetes.



—Se convencerá de cuánto me alegra conocerla si le digo que he venido únicamente porque sabía que iba a estar usted aquí. Yo no vengo a visitar a mi hermano, hago que sea él quien venga a verme a mí. Esta colina suya es terrible, no sé qué le encuentra. De verdad, Osmond, un día de estos vas a acabar con mis caballos, y, como les pase algo malo, tendrás que comprarme un nuevo par. Hoy los he oído jadear, te lo juro. Y es francamente desagradable oír cómo resuellan los caballos cuando una va sentada en el carruaje; da la impresión de que no fuesen lo que deberían ser. Pero yo siempre he tenido buenos caballos; puede que haya carecido de otras cosas, pero siempre me las he arreglado para tenerlos. Mi esposo no es que sepa mucho, pero creo que de caballos sí que entiende. Los italianos por lo general no lo hacen, pero mi esposo, con sus escasas luces, está a favor de todo lo que sea inglés. Y mis caballos son ingleses, así que sería una verdadera lástima que se echaran a perder. Debo decirle —continuó, dirigiéndose a Isabel— que Osmond no me invita a menudo, que no creo que le agrade tenerme aquí. Lo de venir hoy ha sido solo idea mía. Me gusta conocer gente nueva, y estoy segura de que usted lo es, y mucho. Pero no se siente ahí, esa butaca no es lo que parece. Aquí hay algunos sillones muy cómodos, pero también otros que son un horror.



Formuló tales observaciones con toda suerte de sacudidas y picotazos, entre gorjeos agudos, y con un acento que tenía cierto regusto a buena pronunciación inglesa, o más bien americana, en apuros.



—¿Que no me gusta tenerte aquí, querida? —dijo su hermano—. Me consta que no tienes precio.



—Yo no veo tales horrores por ningún lado —replicó Isabel, mirando a su alrededor—. Encuentro todo precioso y de mucho valor.



—Tengo unas cuantas cosas buenas —concedió el señor Osmond—; de hecho, no tengo nada que sea muy malo. Pero no tengo lo que me habría gustado tener.



El caballero continuaba en pie, un tanto incómodo, sonriendo y mirando a su alrededor; su actitud era una extraña mezcla de desapego e interés. Parecía dar a entender que todo lo que no tuviese suficiente valor carecía de importancia. Isabel llegó con rapidez a la conclusión de que la sencillez no era precisamente la divisa de aquella familia. Hasta aquella jovencita del convento, que, con su vestido blanco tan formal, con aquella expresión sumisa en el pequeño rostro y las manos entrelazadas ante ella, estaba allí de pie como si fuese a tomar su primera comunión, hasta aquella diminuta hija del señor Osmond tenía una especie de barniz no exento por completo de artificio.



—A usted le habría gustado tener algunas cosas de los Uffizi y del palacio Pitti, eso es lo que le habría gustado —dijo madame Merle.



—¡Pobre Osmond, con sus cortinajes y sus crucifijos viejos! —exclamó la condesa Gemini, quien al parecer se dirigía a su hermano exclusivamente por el apellido.



La observación no iba dirigida a nadie en particular, aunque al pronunciarla sonrió a Isabel y la miró de arriba abajo.



Su hermano no la había oído; parecía estar pensando qué decirle a Isabel. Por fin, se decidió a preguntarle:



—¿Le apetece tomar una taza de té? Debe de estar muy cansada.



—No, de veras, no estoy cansada, ¿qué he hecho para cansarme?



Isabel sentía la necesidad de mostrarse muy directa, de no utilizar ningún subterfugio; había algo en el ambiente, en su impresión general de las cosas —aunque no habría podido precisar qué era exactamente—, que le quitaba las ganas de hacerse notar. Aquel lugar, la ocasión, la mezcla de personas, todo tenía un significado más profundo de lo que a primera vista parecía y ella iba a intentar descifrarlo y no a limitarse a decir frases educadas e insustanciales. La pobre Isabel, sin duda, no era consciente de que muchas mujeres habrían hecho precisamente eso: encubrir una atenta observación con comentarios superficiales. Es preciso confesar que su orgullo se sentía un tanto alarmado: un hombre del que había oído hablar en términos que suscitaban interés y que evidentemente era capaz de distinguirse la había invitado a ella, una dama joven que no prodigaba sus favores, a ir a su casa. Ahora que estaba allí, lo natural era que fuese obligación del caballero echar mano del ingenio y amenizar la visita. Isabel, por el momento, no se sentía menos observadora ni, a nuestro juicio, más indulgente, al comprobar que el señor Osmond no cumplía con dicha obligación con todo el entusiasmo que habría sido de esperar. Imaginó que estaría diciéndose a sí mismo: «¡Qué necio he sido al permitir que me metieran en esto sin ninguna necesidad!».



—Si le muestra todos sus bibelots y le da una conferencia sobre cada uno de ellos, entonces sí que se encontrará cansada cuando vuelva a casa —dijo la condesa Gemini.



—Eso no me da miedo; por mucho cansancio que sienta, al menos habré aprendido algo.



—Muy poco, imagino. Es que a mi hermana le espanta aprender cualquier cosa —dijo el señor Osmond.



—Ah, confieso que así es. No deseo aprender nada más, ya sé demasiado. Cuanto más se sabe, más infeliz se es.



—No debería usted subestimar el conocimiento delante de Pansy, que todavía no ha terminado su educación —interpuso madame Merle con una sonrisa.



—A Pansy nunca le harán daño —dijo el padre de la jovencita—. Pansy es una florecilla de convento.



—¡Ah, los conventos, dichosos conventos! —exclamó la condesa entre un revoloteo de volantes—. ¡A mí no me hables de conventos! Allí se aprende de todo, yo también soy flor de convento. Yo no tengo pretensiones de ser buena, pero las monjas sí. ¿Comprende usted lo que quiero decir? —continuó dirigiéndose a Isabel.



Isabel no estaba muy segura de entenderla, y respondió que no se le daba bien seguir las discusiones. La condesa declaró entonces que ella las detestaba, pero que en cambio a su hermano le encantaban, que siempre discutía.



—En mi opinión —dijo—, o te gusta algo o no te gusta. Y está claro que no todo puede gustarte. Pero no se debería tratar de razonarlo, pues nunca se sabe adónde se puede ir a parar. Hay algunos sentimientos muy buenos que pueden deberse a razones muy malas, ¿no le parece? Y también hay sentimientos muy malos que, a veces, pueden deberse a razones muy buenas. ¿Entiende usted lo que quiero decir? A mí las razones me traen sin cuidado, pero sé lo que me gusta.



—Pues eso es lo importante —dijo Isabel sonriendo, y con la sospecha de que su relación con aquel personaje tan superficial no iba a proporcionarle ningún solaz intelectual.



Si a la condesa le molestaba discutir, a Isabel en aquel momento tampoco le apetecía hacerlo, de modo que tendió la mano a Pansy con la agradable sensación de que dicho gesto no la comprometía a nada que pudiera originar una divergencia de opiniones. Al parecer, Gilbert Osmond aceptaba como algo irremediable el tono de su hermana, y desvió la conversación hacia otro asunto. Fue a sentarse al otro lado de su hija, que había rozado con timidez los dedos de Isabel con los suyos, pero hizo que la niña abandonara su asiento para que se pusiera de pie entre sus rodillas, recostada contra él, mientras le rodeaba la cintura con los brazos. Pansy clavó los ojos en Isabel, con una mirada fija y carente de interés que aparentemente no reflejaba ninguna intención, aunque sí la conciencia de una atracción. El señor Osmond habló de muchas cosas; madame Merle había dicho que cuando se lo proponía podía resultar agradable y hoy, transcurrido un tiempo, dio la impresión no solo de proponérselo sino de empeñarse en serlo. Madame Merle y la condesa Gemini estaban sentadas algo apartadas, y conversaban con la tranquilidad de quienes se conocen lo suficiente para no tener que esforzarse; aunque, de vez en cuando, Isabel oía cómo la condesa, en respuesta a algo que su interlocutora había dicho, se lanzaba en pos de sus lúcidos comentarios como un caniche se lanza al agua entre salpicaduras en pos del palo que se le ha arrojado. Era como si madame Merle quisiese comprobar hasta dónde estaba dispuesta a adentrarse. El señor Osmond habló de Florencia, de Italia, del placer que suponía vivir en aquel país y de las cortapisas a dicho placer. Había tanto satisfacciones como inconvenientes, y estos eran muy numerosos, por mucho que los forasteros no viesen más que la parte romántica. Resultaba acogedor para el fracaso humano, para el fracaso social, y con esto se refería a aquellas personas que, como ellas mismas decían, eran incapaces de sacar provecho material de su sensibilidad. Aquí podían conservarla, en su pobreza y sin caer en el ridículo, igual que se conserva un legado o una propiedad incómoda que se ha heredado y que no proporciona beneficio alguno. En ese aspecto, había ventajas en vivir en el país que contenía el súmmum de la belleza. Solo allí se podían percibir ciertas sensaciones. Otras, favorables a la vida, no se obtenían nunca, y algunas de las recibidas eran pésimas. Pero, de vez en cuando, se percibía algo de tanta calidad que compensaba por todo lo demás. Pese a todo, Italia también había echado a perder a mucha gente. Incluso él mismo era a veces lo suficiente fatuo para creer que, de haber pasado menos años de su vida en el país, podría haber sido un hombre mejor. Italia lo volvía a uno perezoso y lo convertía en un diletante, en alguien mediocre. El país no fomentaba el carácter disciplinado, o dicho de otro modo, no empujaba a uno a cultivar el éxito social ni otros aspectos mundanos que florecían en París o en Londres.



—Somos deliciosamente provincianos —afirmó Osmond—, y en mi caso soy perfectamente consciente de que tengo tanta herrumbre como una llave que no encaja en ninguna cerradura. Hablar con usted me devuelve cierto lustre… y no es que me atreva a tener la pretensión de abrir un cerrojo tan intrincado como sospecho es su intelecto. Pero usted se irá de aquí antes de que tenga ocasión de verla en tres ocasiones, y después tal vez no vuelva a verla nunca. Eso es lo que conlleva vivir en un país al que la gente viene de visita. Si los que vienen son desagradables, malo; pero cuando son agradables, es aún peor. En cuanto les has cobrado afecto, se marchan a otro lugar. Me he visto decepcionado en demasiadas ocasiones, así que he dejado de crear vínculos, de permitirme sentir atracciones. ¿Es su intención quedarse… establecerse aquí? Eso supondría un verdadero alivio. Sí, por supuesto, su tía es una especie de garantía; estoy convencido de que uno puede fiarse de ella. Claro, es una vieja florentina, y cuando digo vieja lo hago en sentido literal; nada que ver con estos forasteros modernos. Ella es de la época de los Médici, debió de presenciar la quema de Savonarola, y no me extrañaría que hubiese echado un puñado de astillas a la hoguera. Su rostro recuerda mucho a los de algunos cuadros antiguos: esos rostros diminutos, adustos y definidos que debieron de tener una expresión intensa, aunque casi siempre la misma. Hasta podría mostrarle un retrato suyo en un fresco de Ghirlandaio. Confío en que no le moleste que hable así de su tía… ¿no será así? Tengo la impresión de que no. Tal vez piense usted incluso peor, pero le aseguro que no es mi intención faltarles al respeto, a ninguna de las dos. Soy un gran admirador de su tía, créame.

 



Mientras el anfitrión de Isabel se esforzaba en entretenerla de esta manera un tanto confidencial, ella de vez en cuando dirigía la mirada a madame Merle y recibía una sonrisa distraída en respuesta, en la que en esta ocasión no había ninguna indicación inoportuna de que nuestra heroína estuviera luciéndose. Madame Merle, finalmente, propuso a la condesa Gemini salir al jardín, y esta, tras ponerse en pie y ahuecar el plumaje, se encaminó hacia la puerta.



—¡Pobre señorita Archer! —exclamó mientras examinaba al otro grupo con expresión compasiva—. ¡Qué forma de meterla en la familia!



—La señorita Archer no podría sentir otra cosa que simpatía hacia una familia a la que tú pertenezcas —respondió el señor Osmond con una carcajada que, pese a tener cierto deje burlón, no estaba exenta de una refinada paciencia.



—¡No sé qué quieres decir con eso! Estoy segura de que no pensará mal de mí, a no ser por lo que tú le cuentes. Yo soy mejor de lo que él le diga, señorita Archer —prosiguió la condesa—. No soy más que una tonta y una aburrida. ¿Es eso todo lo que le ha dicho? ¿Sí? Pues, en ese caso, se ve que lo pone usted de buen humor. ¿Ha empezado a hablarle de alguno de sus temas preferidos? Porque le advierto que hay un par de ellos que siempre trata à fond. Si empieza, más vale que vaya usted despojándose del sombrero.



—No creo que yo sepa cuáles son los temas preferidos del señor Osmond —dijo Isabel, que se había puesto de pie.



La condesa, por un instante, adoptó una actitud de profunda reflexión, apretando contra la frente las puntas de los dedos de una mano.



—Se lo digo en un momento. Uno es Maquiavelo, otro Vittoria Colonna; y después está Metastasio.



—Pues conmigo —dijo madame Merle al tiempo que enlazaba con su brazo el de la condesa Gemini como para guiar sus pasos hacia el jardín—, el señor Osmond no se muestra nunca tan histórico.



—Ya —respondió la condesa mientras se alejaban—, pero es que usted es Maquiavelo en persona, la mismísima Vittoria Colonna.



—Solo nos falta por oír que la pobre madame Merle es Metastasio —dijo Gilbert Osmond, con un suspiro de resignación.



Isabel se había levantado al creer que también ellos iban a salir al jardín; pero su anfitrión permaneció quieto, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, sin dar muestra alguna de querer abandonar la estancia, mientras que su hija, que se había colgado del brazo de su padre, alzaba la vista y pasaba la mirada del rostro de él al de Isabel, que estaba a la espera, con cierta satisfacción íntima, de que dirigiesen sus pasos. Le agradaba la conversación del señor Osmond, su compañía, y en aquel momento sentía algo que siempre le producía una íntima emoción: la conciencia de iniciar una nueva relación. A través de las puertas abiertas de la amplia estancia, vio a madame Merle y a la condesa recorriendo el hermoso césped del jardín; se volvió entonces y paseó la mirada por los objetos que había diseminados a su alrededor. Según lo acordado, el señor Osmond iba a mostrarle sus tesoros, y todos sus cuadros y vitrinas parecían serlo. Tras un momento, Isabel se aproximó a uno de los cuadros para verlo de cerca, pero sin darle tiempo a hacerlo él le preguntó de improviso:



—¿Qué opina de mi hermana, señorita Archer?



Isabel se giró hacia él un tanto sorprendida.



—No me pregunte eso, se lo ruego. Apenas he visto a su hermana unos instantes.



—Sí, la ha visto muy poco, pero ha debido de observar que tampoco tiene gran cosa que ver. ¿Qué opina del tono general de nuestra familia? —prosiguió con su impertérrita sonrisa—. Me gustaría saber qué impresión causa en una mente fresca y libre de prejuicios. Sé lo que va a decirme, que apenas ha tenido tiempo de atisbarlo. Pero, si tiene ocasión, no deje de fijarse de ahora en adelante. A veces pienso que hemos tomado el camino equivocado al vivir aquí, rodeados de cosas y de personas que nos son ajenas, sin responsabilidades ni ataduras, sin nada que nos una ni nos sostenga; casándonos con extranjeros, adquiriendo gustos artificiales, escabulléndonos del que era nuestro destino natural. Permítame añadir que esto lo digo mucho más por mí que por mi hermana. Ella es una dama muy honrada, mucho más de lo que aparenta. Es bastante infeliz, y como su carácter no es serio, no suele mostrarlo trágicamente; en lugar de eso, lo hace de forma cómica. Tiene un marido espantoso, aunque no estoy muy seguro de que se aproveche de esa circunstancia. Está claro, de todos modos, que un marido espantoso resulta muy inconveniente. Madame Merle le da excelentes consejos, pero es en gran medida como darle a un niño un diccionario para que aprenda un idioma con él. Sabe buscar las palabras, pero es incapaz de unirlas entre sí. Mi hermana necesita una gramática, pero, por desgracia, no tiene conciencia gramatical. Perdone que la moleste con estos detalles; mi hermana estaba muy en lo cierto al decir que la habíamos metido de lleno en la familia. Deje que descuelgue ese cuadro, necesita verlo a la luz.



Descolgó el cuadro, lo llevó hasta la ventana y relató una serie de hechos curiosos en relación con el mismo. Isabel examinó el resto de las obras de arte, y su anfitrión le fue proporcionando la información que parecía más adecuada para una joven dama que ha ido de visita una tarde de verano. Sus cuadros, medallones y tapices eran de interés, pero, transcurrido un tiempo, Isabel pensó que el propietario de los mismos resultaba mucho más interesante aún, y con independencia de ellos, por muy presentes que parecieran estar en su vida. No se parecía a nadie que ella conociese; la mayoría de sus conocidos podían ser divididos en grupos de media docena de especímenes cada uno. Había una o dos excepciones a esa regla; por ejemplo, le resultaba imposible imaginar un grupo que incluyese a su tía Lydia. Había además otra serie de personas que eran, hablando en términos relativos, originales, que se podría decir que tenían una originalidad concedida por cortesía, como el señor Goodwood, su primo Ralph, Henrietta Stackpole, lord Warburton y madame Merle. Pero en lo esencial, si se los examinaba con detenimiento, aquellos individuos pertenecían a los tipos que ya tenía presentes en su mente. Para quien su mente no tenía un lugar natural era para el señor Osmond: era un espécimen aparte. No es que reconociese todas esas verdades al momento, sino que, poco a poco, iba encajándolas en su lugar. Por el momento, lo único que se dijo a sí misma fue que aquella «nueva relación» quizá hiciese de ella alguien realmente distinguido. Madame Merle había tenido también esa cualidad que hace a uno especial, pero ¡qué fuerza adquiría de inmediato cuando era un hombre el que la poseía! No se trataba tanto de lo que hacía o decía, sino más bien de lo que se guardaba para sí, lo que en opinión de Isabel le imprimía la marca de singularidad, como uno de esos signos tan curiosos que le estaba mostrando en la parte de atrás de las antiguas placas y en las esquinas de los dibujos del siglo XVI: y todo ello sin caer en inflexiones claramente diferenciadas del uso común, resultaba original sin ser excéntrico. Jamás había conocido a una persona con ese grado de refinamiento. Para empezar, tal peculiaridad era física, pero se extendía a cosas impalpables. Su cabello espeso y fino, sus facciones esculpidas a cincel, su tez clara, curtida sin resultar basta, la barba que crecía perfectamente igualada y los dedos ligeros, esbeltos y suaves que convertían el movimiento de uno solo de ellos en un gesto lleno de expresividad… para nuestra sensible joven, esos rasgos personales eran signos de calidad, de intensidad, prometían en cierto modo despertar el interés. No cabía duda de que era exigente y crítico; muy probablemente fuese irritable. La sensibilidad había regido su persona, puede que en demasía; hacía que se impacientase ante los pr