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100 Clásicos de la Literatura

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—No creo que eso sea necesario —dijo Pansy, que de nuevo exhaló un suave suspiro conciliador—. En el convento tenía más de treinta.

Los pasos de su padre resonaron una vez más en la antecámara, y madame Merle se puso en pie, al tiempo que soltaba la mano de la niña. El señor Osmond entró y cerró la puerta; después, sin dirigir la mirada a madame Merle, empujó un par de butacas hasta colocarlas en su sitio. Su visitante esperó un momento a que fuese él quien hablase, sin dejar de mirarlo mientras iba de un lado a otro. Por fin, fue ella la que habló:

—Esperaba que fuese usted a Roma. Pensé que quizá quisiese usted ir a buscar a Pansy en persona.

—Una suposición muy natural, pero me temo que no sea la primera vez que actúo de manera contraria a sus cálculos.

—Así es —concedió madame Merle—, es usted muy perverso.

El señor Osmond se ocupó durante unos momentos en distintos menesteres por toda la estancia —había espacio de sobra por el que moverse—, como si estuviese buscando de forma mecánica pretextos para no prestar una atención que podría resultarle embarazosa. Al final, sin embargo, agotados dichos pretextos, no le quedó otro remedio —a no ser que cogiera un libro— que quedarse quieto, con las manos a la espalda, y mirar a Pansy.

—¿Por qué no has venido conmigo a despedir a mamman Catherine? —le preguntó de pronto en francés.

Pansy titubeó un instante, al tiempo que dirigía una mirada a madame Merle.

—Yo le pedí que se quedase conmigo —dijo la dama en cuestión, quien de nuevo había tomado asiento en un lugar distinto.

—Ah, eso está mejor —concedió Osmond.

Y tras esas palabras se dejó caer en una butaca y se quedó mirando a madame Merle, ligeramente echado hacia delante, con los codos apoyados en el extremo de los reposabrazos y las manos entrecruzadas.

—Madame Merle va a regalarme unos guantes —dijo Pansy.

—No tienes por qué contarle eso a todo el mundo, cariño —observó madame Merle.

—Es usted muy buena con ella —dijo Osmond—, pero se supone que tiene todo cuanto necesita.

—Creo que de las monjas ya ha obtenido suficiente.

—Si vamos a hablar de ese asunto, es mejor que ella salga de la habitación.

—Deje que se quede —dijo madame Merle—, hablaremos de otras cosas.

—Si tú no quieres, no escucharé —sugirió Pansy con un aire de candor que resultó convincente.

—Puedes escuchar, encanto, porque no vas a entender —respondió su padre.

La niña, en muestra de deferencia, tomó asiento junto a la puerta abierta desde la que se divisaba el jardín, y volvió hacia allí sus ojos inocentes y llenos de añoranza. El señor Osmond se volvió hacia su otra acompañante y, como sin darle importancia, prosiguió:

—Tiene usted un aspecto realmente estupendo.

—Creo que mi aspecto es siempre el mismo —dijo madame Merle.

—Es usted siempre la misma. Nunca cambia. Es una mujer maravillosa.

—Sí, creo que lo soy.

—Sin embargo, a veces sí que cambia de opinión. Cuando regresó de Inglaterra, me dijo que por el momento iba a quedarse en Roma.

—Me agrada que recuerde tan bien lo que yo digo. Esa era mi intención. Pero he venido a Florencia para reunirme con unas amigas que han llegado hace poco y de cuyos movimientos no estaba muy segura en aquel momento.

—Esa es una razón típica de usted. Siempre está haciendo cosas por sus amigos.

Madame Merle sonrió abiertamente a su anfitrión.

—Es mucho menos típica que su comentario al respecto, que resulta insincero. En cualquier caso, tampoco se lo recrimino —añadió—, porque no cree en lo que dice, tampoco tiene motivos para hacerlo. Yo no me arruino por mis amigos, no merezco ese elogio suyo. Me preocupo principalmente de mí misma.

—Exacto, pero es que en sí misma van incluidos otros muchos… gran parte del mundo y de todo cuanto existe. Jamás he conocido a nadie cuya vida fuese unida a tantas otras.

—¿En qué consiste para usted la vida de uno? —preguntó madame Merle—. ¿En su apariencia, sus movimientos, sus compromisos, su compañía?

—Para mí, su vida consiste en sus ambiciones —dijo Osmond.

Madame Merle dirigió la mirada un instante hacia Pansy.

—Me pregunto si eso lo habrá entendido —dijo entre murmullos.

—¿Ve por qué no puede quedarse con nosotros? —El padre de Pansy esbozó una sonrisa un tanto triste—. Sal al jardín, mignonne, y coge unas flores para madame Merle —prosiguió en francés.

—Eso es justamente lo que quería hacer —dijo Pansy, que se levantó con prontitud y salió sin hacer ruido.

Su padre la siguió hasta la puerta abierta, se quedó un momento contemplándola, y después regresó; pero esta vez permaneció de pie, o mejor dicho, se dedicó a deambular de un lado a otro, como si así alimentase una sensación de libertad que con otra disposición no hubiese disfrutado.

—Mis ambiciones tienen que ver principalmente contigo —dijo madame Merle, levantando hacia él la mirada con cierto atrevimiento.

—Eso nos lleva de vuelta a lo que yo decía. Yo soy parte de tu vida… yo y otras mil personas más. Tú no eres egoísta… y no puedo admitirlo. Si tú fueses egoísta, ¿qué sería yo? ¿Qué epíteto me describiría con exactitud?

—Eres indolente. Para mí, ese es tu peor defecto.

—Pues me temo que de hecho sea el menor.

—Te trae todo sin cuidado —dijo madame Merle con seriedad.

—Así es, creo que no hay nada que me importe mucho. ¿Cómo llamarías a ese defecto? En cualquier caso, mi indolencia fue una de las razones por las que no fui a Roma, pero no fue la única.

—No tiene importancia, al menos para mí, el hecho de que no fueses; aunque me hubiese alegrado verte. Ahora me alegra que no estés en Roma, donde es muy probable que siguieras si hubieras ido hace un mes. En este momento hay algo que quiero que hagas aquí en Florencia.

—Te ruego que no olvides mi indolencia —dijo Osmond.

—La tendré presente, pero te pido que te olvides de ella. De esa forma, tendrás tanto la virtud como la recompensa. No te propongo nada arduo, pero es algo que puede resultar de verdad interesante. ¿Desde cuándo no haces nuevas amistades?

—Creo que no he hecho ninguna desde que te conocí a ti.

—Pues ya es hora de que hagas otra. Tengo una amiga que quiero que conozcas.

En su deambular, el señor Osmond se había acercado una vez más a la puerta abierta y contemplaba a su hija, que iba de un lado a otro bajo el sol intenso.

—¿Y qué voy a ganar yo con eso? —preguntó con una especie de jovial brusquedad.

La respuesta de Madame Merle se hizo esperar.

—Te vas a divertir —dijo, y en su respuesta no había la menor brusquedad, ya que la había estado pensando con detenimiento.

—Si tú lo dices, lo creo sin reservas —dijo Osmond acercándose a ella—. Hay ciertas cuestiones en las que mi confianza en ti es absoluta. Estoy plenamente convencido, por ejemplo, de que sabes distinguir a la perfección la buena de la mala sociedad.

—Toda sociedad es mala.

—Perdóname. No se trata de eso… el conocimiento que te atribuyo no es ninguna especie común de sabiduría. Lo has adquirido de la forma debida, por medio de la práctica: te has dedicado a comparar entre sí a un inmenso número de personas.

—Pues bien, te invito a que saques provecho de mi conocimiento.

—¿Que saque provecho? ¿Estás segura de que voy a conseguirlo?

—Esa es la esperanza que tengo, pero va a depender de ti. ¡Ojalá pudiese animarte a hacer el esfuerzo!

—¡Vaya, ya salió! Ya sabía yo que tenía que ser algo fatigoso. ¿Qué puede haber, qué puede aparecer por aquí, para que el esfuerzo merezca la pena?

Madame Merle se sonrojó como si la hubiese herido.

—No seas necio, Osmond. Nadie mejor que tú sabe lo que de verdad merece un esfuerzo. ¿Es que acaso no te conozco de antiguo?

—Reconozco que hay ciertas cosas. Pero no es probable que ninguna de ellas suceda en esta vida tan mísera.

—El esfuerzo es lo que las hace posibles —dijo madame Merle.

—En eso tienes parte de razón. ¿Quién es, pues, esa amiga de la que hablas?

—La persona que he venido a ver a Florencia. Se trata de la sobrina de la señora Touchett, a quien seguro que no habrás olvidado.

—¿Una sobrina? La palabra denota juventud e ignorancia. Creo que ya sé dónde quieres ir a parar.

—Sí, es joven, tiene veintitrés años. La conocí en Inglaterra hace varios meses y establecimos una estrecha relación. Me gusta inmensamente y, cosa que no me sucede todos los días, la admiro. A ti te va a pasar otro tanto.

—No si puedo evitarlo.

—Justamente. Pero no vas a poder evitarlo.

—¿Es hermosa, lista, rica, espléndida, enormemente inteligente y su virtud no tiene parangón? Porque solo me interesa conocerla si reúne esas condiciones. Si recuerdas, hace algún tiempo te pedí que no me hablaras jamás de una criatura que no encajase con esa descripción. Ya conozco a suficiente gente deprimente, no necesito conocer a nadie más.

—La señorita Archer no tiene nada de deprimente; es radiante como la mañana. Se ajusta a tu descripción y por eso quiero que la conozcas. Cumple con todos tus requisitos.

—Más o menos, claro está.

—No, al pie de la letra. Es preciosa, cultivada, generosa y, para ser estadounidense, de buena familia. Es asimismo muy lista y muy agradable, y cuenta con una considerable fortuna.

El señor Osmond escuchó en silencio aquellas palabras y dio la impresión de estar dándole vueltas al asunto en la cabeza sin apartar la vista de su informadora.

—¿Qué es lo que quieres hacer con ella? —preguntó al fin.

 

—Lo que te he dicho. Ponerla en tu camino.

—¿Es que no se merece algo mejor que eso?

—Yo no pretendo saber lo que la gente se merece o no —dijo madame Merle—. Lo único que sé es lo que puedo hacer con ellos.

—¡Siento lástima de la señorita Archer! —declaró Osmond.

Madame Merle se puso en pie.

—Si eso significa que sientes un atisbo de interés hacia ella, tomo buena nota.

Estaban los dos frente a frente. Madame Merle se colocó la mantilla y bajó la mirada mientras lo hacía.

—Tienes un aspecto estupendo —repitió Osmond de forma aún más inesperada que antes—. Algo te traes entre manos. Nunca tienes tan buen aspecto como cuando estás maquinando algo, te sienta siempre de maravilla.

En la actitud y el tono que utilizaban estas dos personas cuando se encontraban en cada nueva ocasión, y sobre todo cuando lo hacían en presencia de otros, había algo indirecto y circunspecto, como si se acercaran uno al otro por caminos oblicuos y se comunicaran mediante sobreentendidos. El efecto que parecían producirse mutuamente era el de intensificar de manera apreciable la cautela del otro. Madame Merle, es evidente, solventaba cualquier situación embarazosa mejor que su amigo; pero, en esta ocasión, ni siquiera ella mostraba la actitud que le hubiese gustado, el perfecto autodominio que habría deseado mostrar ante su anfitrión. Lo que es preciso dejar claro, sin embargo, es que, llegados a cierto punto, ese elemento que se interponía entre ellos, fuese de la índole que fuera, se allanaba solo y quedaban uno frente al otro en un cara a cara más íntimo del que jamás habían tenido con nadie. Eso acababa de suceder. Allí estaban los dos, ambos eran conscientes de conocerse bien, y ambos estaban en general dispuestos a aceptar la satisfacción de conocer al otro, a cambio del inconveniente (fuera lo que fuese) de ser conocido.

—No sabes cuánto desearía que no fueses tan insensible —dijo madame Merle en voz baja—. Siempre te ha perjudicado, y también va a perjudicarte en esta ocasión.

—No soy tan insensible como imaginas. De vez en cuando hay algo que me emociona, como por ejemplo que me dijeras hace un momento que tus ambiciones tienen que ver principalmente conmigo. No lo entiendo, no veo cómo ni por qué razón tendría que ser así. Pero, pese a todo, me emociona.

—Y seguramente lo entiendas aún menos a medida que pase el tiempo. Hay cosas que jamás alcanzarás a comprender, pero tampoco hay especial necesidad de que lo hagas.

—Tú, después de todo, eres la más extraordinaria de las mujeres —dijo Osmond—. Hay mucho más en ti que en la inmensa mayoría de la gente. No sé por qué piensas que la sobrina de la señora Touchett me va a importar tanto cuando… cuando… —Se interrumpió un momento.

—¿Cuándo yo te he importado tan poco?

—No es eso, por supuesto, lo que quería decir. Cuando he conocido y valorado a una mujer de tu categoría.

—Isabel Archer es mejor que yo —dijo madame Merle.

Su compañero soltó una carcajada.

—¡Qué mala opinión debes de tener de ella para decir algo así!

—¿Es que me crees capaz de sentir celos? Contéstame a eso, por favor.

—¿Por mi causa? No, en general no lo creo.

—Pues entonces, ven a verme dentro de dos días. Me alojo con la señora Touchett, en el palazzo Crescentini, y la joven estará allí.

—¿Por qué no me pediste sencillamente eso desde un principio, sin mencionar a la joven? —preguntó Osmond—. Ella habría estado allí de todos modos.

Madame Merle lo miró como lo haría una mujer a la que ninguna pregunta que él le hiciese podría pillar desprevenida.

—¿Quieres saber por qué? Porque ya le he hablado de ti.

Osmond frunció el ceño y se apartó, dándole la espalda.

—Preferiría no saber eso. ¿Has visto lo que hay aquí… el último que he pintado? —dijo un momento después, señalando el caballete que sostenía la pequeña acuarela.

Madame Merle se aproximó y la estudió.

—¿Son los Alpes vénetos… es uno de los apuntes que tomaste el año pasado?

—Sí… ¡es que lo adivinas todo!

Ella contempló el cuadro un poco más y a continuación se apartó.

—Sabes que tus cuadros no me interesan.

—Lo sé, pero no deja de sorprenderme. Es innegable que son mucho mejores que los de la mayoría de la gente.

—Puede que así sea. Pero al ser lo único que haces… bueno, es bien poco. Me habría encantado que hicieras otras muchas cosas: eso era lo que yo ambicionaba.

—Sí, me lo has dicho muchas veces; cosas que eran imposibles.

—Cosas que eran imposibles —repitió madame Merle, para después añadir en un tono distinto—: Tu cuadrito es en sí muy bueno. —Y paseó la mirada por la estancia, por las vitrinas antiguas, los cuadros, los tapices, las superficies de seda descolorida—. Al menos, tus aposentos son perfectos. Cada vez que vuelvo aquí, me sorprendo de nuevo; no los conozco mejores en ninguna otra parte. Entiendes de este tipo de cosas más que nadie. Tienes un gusto sumamente exquisito.

—Estoy harto de mi gusto exquisito —dijo Gilbert Osmond.

—Aun así, tienes que traer a la señorita Archer a ver esto. Ya le he hablado del lugar.

—No tengo inconveniente en mostrar mis cosas a nadie, siempre que no se trate de idiotas.

—Lo haces de maravilla. Como cicerone de tu museo no tienes parangón.

En respuesta al cumplido, el señor Osmond se limitó a adoptar una actitud de mayor frialdad, pero a la vez más receptiva.

—¿Dices que es rica?

—Tiene setenta mil libras.

—En écus bien comptés?

—No cabe duda alguna en lo que respecta a su fortuna. Se podría decir que la he visto con mis propios ojos.

—¡Qué mujer más admirable…!, me refiero a ti. Y si voy a verla, ¿veré también a la madre?

—¿A la madre? No tiene madre, ni tampoco padre.

—A la tía, entonces. ¿Quién dijiste que era…? La señora Touchett.

—No me supondrá ningún problema mantenerla alejada.

—Yo no tengo nada en su contra —reconoció Osmond—; es más, me gusta la señora Touchett. Tiene una personalidad muy marcada, al viejo estilo, de esas que ya no quedan. Pero el memo ese, el zangolotino del hijo, ¿está por aquí?

—Sí, está aquí, pero no te supondrá ningún problema.

—Es que es un auténtico zopenco.

—Creo que estás muy equivocado. Es un hombre muy inteligente. Pero no suele aparecer cuando estoy yo allí, porque no le agrado.

—¿Qué mejor prueba de lo asno que es? ¿Y dices que es atractiva? —prosiguió Osmond.

—Sí, pero no voy a repetirlo, no sea que luego te lleves una decepción. Tú ven y haz que sea el principio, es todo lo que te pido.

—¿El principio de qué?

Madame Merle guardó silencio un instante.

—Está claro que quiero que te cases con ella.

—¿El principio del fin? Bueno, ya veré yo lo que hago. ¿Le has hablado de esto?

—¿Por quién me tomas? Ella no es una burda pieza en el engranaje, ni yo tampoco.

—La verdad es —dijo Osmond tras reflexionar— que no comprendo tus ambiciones.

—Creo que esta la entenderás cuando hayas visto a la señorita Archer. Aplaza el juicio hasta entonces. —Según hablaba, madame Merle se había ido aproximando a la puerta abierta al jardín y se quedó allí un momento, mirando al exterior—. Pansy se ha puesto preciosa —añadió al fin.

—Eso me ha parecido también a mí.

—Pero ya ha tenido suficiente del convento.

—No lo sé —dijo Osmond—. Me gusta lo que han hecho con ella. Es francamente encantadora.

—Eso no es obra del convento. Forma parte de la naturaleza de la niña.

—En mi opinión, es la combinación de ambas cosas. Pansy tiene la pureza de una perla.

—¿Por qué no vuelve entonces con mis flores? —quiso saber madame Merle—. No parece tener prisa.

—Pues vayamos a buscarlas.

—No le gusto —murmuró la visitante, al tiempo que abría el parasol y salían ambos al jardín.

23

Madame Merle, llegada a Florencia poco después de la señora Touchett e invitada por esta a disfrutar durante un mes de su hospitalidad en el palazzo Crescentini, aquella juiciosa madame Merle volvió a hablarle de nuevo a Isabel de Gilbert Osmond y a expresar la esperanza de que se conocieran, aunque no lo hizo con la misma insistencia que, como hemos visto, había empleado al recomendar a la joven al señor Osmond. Tal vez la razón de que no lo hiciera fuese que Isabel no opuso resistencia alguna a la propuesta de madame Merle. En Italia, al igual que en Inglaterra, la dama contaba con multitud de amistades, tanto entre los oriundos del país como entre sus heterogéneos visitantes. Le había mencionado a Isabel los nombres de la mayoría de aquellos que a la joven le convendría «conocer» —aunque, claro está, Isabel podía conocer a quien se le antojase, había añadido—, y había colocado al señor Osmond casi al principio de la lista. Se trataba de un viejo amigo suyo; hacía más de diez años que lo conocía; en pocas palabras, era uno de los hombres más inteligentes y agradables que había en Europa. Estaba en general por encima de la media, ya de por sí respetable; no había comparación. No se trataba de un seductor profesional, nada más lejos, y el efecto que causaba dependía en gran medida de su estado de ánimo y de su humor. En sus momentos de decaimiento, podía caer tan bajo como cualquiera, y lo único que lo salvaba en tales situaciones era su aire afligido de príncipe en el exilio. Pero si algo le importaba o despertaba su interés, o si lo consideraba un reto a su medida (y esa medida tenía que ser exacta), entonces era cuando uno comprobaba su inteligencia y distinción. Dichas cualidades no iban en él emparejadas, como sucede con tanta otra gente, de una falta de compromiso o de claridad. Tenía sus excentricidades, como sin duda Isabel descubriría que tienen todos los hombres que merece la pena conocer, que hacían que no resplandeciese con igual intensidad ante todo el mundo. Sin embargo, madame Merle se atrevía a asegurar que se mostraría ante Isabel con toda su brillantez. Se aburría con facilidad, con facilidad excesiva, y la gente anodina siempre lo sacaba de quicio; pero una joven despierta y cultivada como Isabel le proporcionaría el estímulo que tan ausente estaba de su vida. En cualquier caso, era una persona que no podía dejar de conocer. Uno no podía tratar de vivir en Italia sin granjearse la amistad de Gilbert Osmond, que sabía más del país que cualquier otro, con la excepción de dos o tres catedráticos alemanes. Y si bien estos contaban con conocimientos más vastos que él, era Osmond quien tenía una mayor percepción y un gusto más refinado, ya que era un artista de los pies a la cabeza. Isabel recordaba que su amiga le había hablado de él en Gardencourt, cuando la conversación entre ellas había adquirido profundidad, y se preguntó por un momento cuál sería la naturaleza del vínculo que unía a aquellos espíritus superiores. Tenía la impresión de que detrás de aquellos vínculos de madame Merle había siempre alguna historia, y esa impresión no hacía sino avivar el interés que en ella despertaba aquella mujer tan fuera de lo común. En lo referente a su relación con el señor Osmond, sin embargo, madame Merle no dio a entender otra cosa sino que se trataba de una serena y reposada amistad. Isabel le dijo que estaría encantada de conocer a una persona que gozaba hasta tal punto de su confianza desde hacía tantos años.

—Debe conocer usted a muchos hombres —opinó madame Merle—; debe conocer a cuantos le sea posible, para así acostumbrarse a ellos.

—¿Acostumbrarme? —preguntó Isabel con aquella mirada solemne que parecía a veces delatar un deficiente sentido de la comedia—. ¿Cree que les tengo miedo? Estoy acostumbrada a tratar con ellos como la cocinera con el mozo del carnicero.

—Me refiero a que hay que acostumbrarse a ellos para así despreciarlos. Es lo que acaba pasando con la mayoría de ellos. Tendrá que escoger, para relacionarse, a los pocos que no merezcan su desprecio.

Había en aquellas palabras una nota de cinismo que madame Merle no se permitía con frecuencia, pero Isabel no se sintió alarmada, ya que jamás había imaginado que, a medida que uno iba conociendo el mundo, el sentimiento de respeto se convirtiese en la más activa de las emociones. La hermosa ciudad de Florencia, sin embargo, sí que despertaba en ella dicha emoción, y le gustaba tanto como madame Merle había prometido. Y en caso de que su percepción no hubiese alcanzado a valorar por sí sola todos los encantos de la ciudad, contaba con los servicios de inteligentes acompañantes para desentrañar sus misterios. Desde luego no faltaba quien la iluminase en la parte estética, ya que para Ralph suponía un auténtico placer que hizo renacer su antigua pasión de ejercer de cicerone para aquella joven pariente suya tan llena de entusiasmo. Madame Merle se quedaba en casa; había visto una y otra vez los tesoros de Florencia y encontraba siempre algo mejor que hacer. Pero hablaba de todo haciendo gala de una memoria notablemente vívida: recordaba a la perfección el ángulo derecho del enorme cuadro de Perugino, y la posición de las manos de santa Isabel en el que colgaba junto a él. Tenía sus propias opiniones con respecto al carácter de muchas de las obras de arte famosas, y a menudo disentía de Ralph con gran agudeza y defendía sus interpretaciones con tanto ingenio como buen humor. Isabel escuchaba las discusiones que se producían entre ambos con la sensación de que podía sacar mucho provecho de las mismas y de que estaban entre las ventajas de las que, por ejemplo, no habría podido disfrutar en Albany. En las mañanas luminosas del mes de mayo, antes del almuerzo formal que en casa de la señora Touchett se servía a las doce del mediodía, deambulaba en compañía de su primo por las callejuelas estrechas y umbrías de Florencia, deteniéndose un momento a descansar en la penumbra aún más densa de alguna iglesia histórica o en las estancias abovedadas de algún convento abandonado. Visitaba las galerías y los palacios; contemplaba los cuadros y las estatuas que hasta entonces no habían sido sino grandes nombres para ella, y que sustituía por un conocimiento que en ocasiones constituía una limitación, un presentimiento que normalmente resultaba ser erróneo. Se entregaba a todos esos actos de postración mental a los que, en una primera visita a Italia, arrastran sin remedio la juventud y el entusiasmo; sintió latir el corazón en presencia del genio inmortal y conoció la dulzura de las lágrimas que empañan los ojos y hacen que se difuminen los frescos descoloridos y los mármoles ennegrecidos. Pero el regreso a lo cotidiano era aún más placentero que la partida; el retorno a aquel patio amplio y monumental de la enorme casa en la que, muchos años atrás, la señora Touchett se había instalado, y a las frescas estancias de techos elevados, donde vigas de madera tallada y pomposos frescos del siglo XVI contemplaban con desprecio las vulgares comodidades de la era de la publicidad. La señora Touchett habitaba un edificio histórico en una estrecha callejuela cuyo nombre evocaba refriegas medievales entre facciones, y veía compensada la oscuridad de la fachada por lo módico del alquiler y por el esplendor de un jardín en el que la misma naturaleza parecía tan arcaica como la hosca arquitectura del palacio y que iluminaba y perfumaba las estancias de uso habitual. Vivir en un lugar como aquel, para Isabel, era como tener todo el día pegada al oído una caracola del mar del pasado, cuyo rumor lejano y constante mantenía viva su imaginación.

 

Gilbert Osmond acudió a visitar a madame Merle, quien se lo presentó a la joven dama en actitud vigilante en el otro extremo de la estancia. En aquella ocasión, Isabel apenas intervino en la conversación y apenas esbozó una sonrisa cuando los otros se volvieron hacia ella con gesto de invitación. Permaneció allí sentada como si estuviese en el teatro y hubiese pagado además una suma considerable por su butaca. La señora Touchett no estaba presente, y aquellos dos tuvieron el camino despejado para exhibirse en toda su brillantez. Hablaron de los florentinos, de los romanos, del mundo cosmopolita, y se los habría podido confundir con actores distinguidos que tomasen parte en una función benéfica. Todo lo decían con la prontitud y la soltura que proporciona el ensayo. Madame Merle se dirigía a ella como si estuviesen en un escenario, pero Isabel podía hacer caso omiso de cualquier pie aprendido sin por ello estropear la escena, aunque de esa forma lo que hacía era dejar en muy mal lugar a aquella amiga que le había dicho al señor Osmond que Isabel era alguien que jamás le fallaba. Pero por una vez no le importaba. Había algo en aquel visitante que la frenaba y la mantenía en vilo, que hacía que fuese más importante formarse una opinión de él que causarle por su parte impresión alguna. Además, no era muy ducha en el arte de causar la impresión que sabía que se esperaba de ella: nada era tan gratificante, en general, que aparecer deslumbrante, pero sentía una aversión casi perversa a deslumbrar por encargo. El señor Osmond, era de justicia reconocerlo, tenía aspecto de persona educada que no espera nada, una tranquilidad natural que lo impregnaba todo, incluso sus primeras muestras de ingenio. Eso resultaba aún más agradable al tener un rostro que denotaba sensibilidad; no era apuesto, pero sí distinguido, tan distinguido como aquellas figuras de la larga galería sobre el puente de los Uffizi. Y hasta su voz resultaba distinguida, cosa más bien extraña, puesto que, pese a su timbre claro, no podría decirse que fuese una voz dulce. Esa había sido la razón por la que Isabel se había abstenido de intervenir en la conversación. La dicción de Osmond era como la vibración del cristal, y si ella hubiese posado el dedo, tal vez habría alterado la tonalidad y estropeado el concierto. Pese a todo, antes de que él se marchase, no iba a tener más remedio que hablar.

—Madame Merle —dijo Osmond— ha aceptado la invitación para venir a mi atalaya un día de la próxima semana a tomar el té en el jardín. Sería un gran placer para mí que usted la acompañase. La gente encuentra muy bonito el sitio… se disfruta de lo que llaman una vista panorámica. Mi hija se alegraría mucho también, aunque, como ella es muy joven para sentir emociones profundas, sería yo el que se alegraría, me alegraría mucho… —Y el señor Osmond se interrumpió con aire un tanto azorado sin terminar la frase—. Me alegraría mucho que conociese usted a mi hija —concluyó un momento después.

Isabel repuso que estaría encantada de conocer a la señorita Osmond y que si madame Merle le mostraba el camino a la casa de la colina le quedaría muy agradecida. Tras obtener dicha garantía, el visitante se despidió, e Isabel tuvo el convencimiento de que su amiga iba a reprocharle aquel estúpido comportamiento. Pero para su sorpresa la dama, que ciertamente jamás incurría en lo consabido, le dijo momentos después:

—Ha estado usted encantadora, querida; no se habría podido pedir más. Usted nunca decepciona.

Una reprimenda podría haber resultado irritante, aunque es mucho más probable que ella no se lo hubiese tomado a mal. Sin embargo, por extraño que resulte, lo cierto es que las palabras empleadas por madame Merle tuvieron la virtud de provocar en Isabel la primera sensación de desagrado que experimentó hacia aquella aliada suya.

—Eso es más de lo que yo pretendía —respondió con frialdad—. Que yo sepa, no tengo obligación alguna de agradar al señor Osmond.

Madame Merle se sonrojó visiblemente, pero ya sabemos que no tenía por costumbre retractarse.

—Querida niña, no hablaba por él, pobre hombre; hablaba por usted. Como es natural, no es cuestión de que usted le guste a él; ¡importa poco si le gusta o no! Pero me pareció que a usted sí que le gustaba él.

—Así es —dijo Isabel con franqueza—. Pero tampoco veo que eso tenga importancia.

—Para mí tiene importancia todo lo que a usted concierne —dijo madame Merle con su aire de cansada nobleza—, en especial cuando también concierne a otro viejo amigo mío.

Fuesen cuales fuesen las obligaciones de Isabel con respecto al señor Osmond, hay que reconocer que las consideró lo suficientemente importantes para someter a Ralph a todo tipo de preguntas sobre él. En su opinión, los juicios de Ralph estaban distorsionados por sus tribulaciones, pero se congratulaba de haber aprendido ya a sortear dicho inconveniente.

—¿Que si lo conozco? —fue la respuesta de su primo—. Pues claro que lo conozco; no muy bien, pero en general sí lo suficiente. Jamás he cultivado su trato, y por lo que parece, él tampoco ha considerado el mío indispensable para su felicidad. ¿Quién es? ¿A qué se dedica? Es un estadounidense de origen vago, impreciso, que lleva unos treinta años, o tal vez menos, viviendo en Italia. ¿Que por qué digo que es impreciso? Solo para enmascarar mi ignorancia; desconozco sus antecedentes, su familia, su procedencia. Por lo que yo sé podría ser un príncipe de incógnito; y, a propósito, eso es lo que aparenta, un príncipe que hubiese abdicado en un momento de hastío y desde entonces se encontrara a disgusto. Solía vivir en Roma, pero en los últimos años ha fijado aquí su residencia; recuerdo haberle oído decir que Roma se había vuelto vulgar. Y a él le horroriza la vulgaridad. Y que yo sepa, no tiene nada más, eso es lo único destacable en él. Vive de sus rentas, que por lo que sospecho no son vulgarmente cuantiosas, y se define a sí mismo como un caballero pobre pero honrado. Contrajo matrimonio joven y perdió a su esposa, y creo que tiene una hija. También tiene una hermana, casada con uno de esos condes de poca monta que abundan por aquí. Recuerdo haberla conocido hace tiempo. En mi opinión, es más agradable que él, pero un tanto desquiciante. Recuerdo que circulaban algunas historias sobre ella. No te recomiendo que la conozcas. Pero ¿por qué no le preguntas a madame Merle por esa gente? Los conoce a todos mucho mejor que yo.