Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¿Y cómo sabes tú que yo no soy débil? —preguntó Isabel.

—Ah —respondió Ralph con un rubor que no pasó inadvertido para la joven—, si lo fueras, me habría equivocado por completo.

El encanto de la costa mediterránea no hizo sino aumentar para nuestra heroína con el paso de los días, pues era el umbral de Italia, la puerta a la fascinación. Italia, todavía escasamente sentida y entrevista, se abría ante ella como una tierra de promisión, una tierra en la que el amor a la belleza podía verse saciado por un conocimiento infinito. Cada vez que paseaba con su primo por la orilla del mar (lo acompañaba en su paseo diario), dirigía la mirada con anhelo a lo lejos, hacia donde sabía que se encontraba Génova. Se alegraba, sin embargo, de hacer un alto justo antes de adentrarse en aquella aventura más grandiosa, pues hasta aquel preámbulo, aquella espera, le resultaba emocionante. Se le antojaba un interludio apacible, como si hubiesen enmudecido los tambores y pífanos que acompañaban una carrera que de momento tenía pocas razones para considerar agitada, pero que, pese a todo, imaginaba sin cesar a través del prisma de sus anhelos, sus miedos, sus fantasías, sus ambiciones, sus predilecciones, y que reflejaba con suficiente dramatismo todos esos elementos subjetivos. Madame Merle le había pronosticado a la señora Touchett que, cuando su joven amiga hubiera metido la mano en el bolsillo una media docena de veces, se reconciliaría con la idea de que un tío muy espléndido se lo había llenado, y los hechos daban fe, como a menudo había sucedido en el pasado, de la perspicacia de la dama. Ralph Touchett había alabado a su prima por su moral tan receptiva, es decir, por la rapidez con la que asumía cualquier sugerencia que se le hiciese a modo de buen consejo. Tal vez los consejos del joven influyesen en la cuestión, pero, de cualquier forma, antes de partir de San Remo, Isabel se había acostumbrado ya a sentirse rica. La conciencia de tal situación se hizo un hueco entre un pequeño y denso grupo de ideas que la joven albergaba con respecto a sí misma, y, por lo general, no le resultaba precisamente desagradable. Dicho convencimiento daba siempre por sentado toda una serie de buenas intenciones. Isabel se sumergió en un laberinto de visiones y, examinadas en su conjunto, resultaba sublime la de cosas maravillosas que podía hacer una joven rica, independiente y generosa, que contaba con una perspectiva muy humana de las oportunidades y las obligaciones. Su fortuna pasó así a formar parte de lo mejor de su ser: le proporcionaba importancia e incluso, a su manera de ver, le confería cierta belleza ideal. Ahora bien, el efecto que en opinión de los demás la riqueza producía en ella es harina de otro costal, y a él nos referiremos a su debido tiempo. Las visiones a las que acabo de referirme se entremezclaban con otros dilemas. Isabel prefería pensar en el futuro que en el pasado, pero en ocasiones, mientras escuchaba el rumor de las olas del Mediterráneo, volvía atrás la mirada, que iba a posarse en dos figuras que todavía, pese a la creciente distancia, ocupaban un lugar destacado y que eran fácilmente reconocibles como lord Warburton y Caspar Goodwood. Resulta extraño ver con qué celeridad aquellos personajes tan llenos de fuerza se habían visto relegados a un segundo plano en la vida de nuestra joven dama. Era parte integral de su naturaleza perder la fe en la realidad de las cosas ausentes; en caso necesario, podía hacer un esfuerzo y recobrar esa fe, pero incluso cuando la realidad había sido placentera, el esfuerzo resultaba con frecuencia doloroso. Lo pasado tenía propensión a parecer muerto, y su recreación, a mostrar la luz violácea del día del juicio final. Además, la joven no acostumbraba a dar por sentado que los demás la tuviesen en mente, no era lo suficientemente fatua para creer que la huella que dejaba era indeleble. Podría sentirse herida al descubrir que la habían olvidado, pero, de entre todas las libertades, la que para ella resultaba más dulce era la libertad de olvidar. No había quemado su último cartucho, sentimentalmente hablando, ni con Caspar Goodwood ni con lord Warburton; sin embargo, no podía evitar pensar que ambos estaban considerablemente en deuda con ella. Como es natural, no se había olvidado de que iba a volver a tener noticias de Caspar Goodwood en un futuro, pero todavía faltaba un año y medio para ello, y en ese tiempo podían ocurrir muchas cosas. Ni se le había pasado por la imaginación que su pretendiente estadounidense pudiese encontrar otra joven más fácil de cortejar, puesto que, si bien era cierto que muchas otras jóvenes demostrarían serlo, no creía ni por un instante que a él le resultase atrayente dicha ventaja. Sin embargo, sus reflexiones le decían que ella misma podría llegar a experimentar la humillación de cambiar de idea, que podría realmente llegar a agotar todo aquello que no representaba Caspar (por mucho que en apariencia fuese inagotable), y encontrar solaz precisamente en aquellos elementos de la personalidad del joven que ahora le parecían impedimentos para respirar con libertad. Cabía la posibilidad de que algún día esos mismos impedimentos revelasen una bendición oculta, un puerto tranquilo de aguas claras, rodeado de un firme rompeolas de granito. Pero ese día llegaría cuando tuviese que llegar, y ella no iba a esperar hasta entonces de brazos cruzados. La idea de que lord Warburton continuase venerando su imagen le parecía que rebasaba los límites de lo que una noble humildad y un orgullo clarividente podrían desear. Era tanto el empeño y tanta la decisión que había puesto en borrar todo recuerdo de lo ocurrido entre ambos que lo justo sería que él, por su parte, hiciese un esfuerzo similar. Y, aunque pudiese parecerlo, esta no era una mera teoría teñida de sarcasmo. Isabel creía sinceramente que su señoría podría, como suele decirse, superar el desengaño. Se había sentido muy afectado, de eso estaba convencida, y todavía era capaz de obtener placer en esa convicción; pero era absurda la idea de que un hombre tan inteligente, y que había recibido un trato tan honorable, quisiera mantener abierta una cicatriz que no guardaba proporción con la herida sufrida. Además, se decía Isabel, a los ingleses lo que les gustaba era vivir tranquilos, y, a largo plazo, lord Warburton no iba a tener mucha tranquilidad si se dedicaba a pensar con nostalgia en una joven estadounidense independiente, que no había sido otra cosa que una amistad pasajera. E Isabel se hacía la ilusión de que, si el día menos pensado le llegaba la noticia de que lord Warburton se había casado con una joven de su país que había hecho más para merecerlo, la recibiría sin sentir la más mínima punzada ni siquiera de sorpresa. Sería la prueba de que la consideraba una mujer firme en sus convicciones, que era como quería que él la viera. Solo con eso, su orgullo se daba por satisfecho.

22

Unos seis meses después de la muerte del señor Touchett, un día a principios de mayo, un pequeño grupo que un pintor habría podido describir como una armoniosa composición se encontraba reunido en una de las innumerables estancias de una antigua villa que coronaba una colina recubierta de olivos más allá de la Puerta Romana de Florencia. La villa era una estructura larga, de apariencia un tanto anodina, con uno de esos tejados rematados por anchos aleros que tanto gustan en la Toscana y que vistos desde la distancia, en lo alto de las colinas que rodean Florencia, forman armoniosos rectángulos junto a los oscuros cipreses, enhiestos y bien perfilados, que normalmente se alzan en grupos de tres o cuatro en las proximidades. La fachada de la casa se alzaba tras una pequeña piazza vacía, cubierta de hierba y de aspecto rural, que cubría parte de la cima de la colina; en ella se abrían unas cuantas ventanas irregularmente distribuidas, en cuya base había bancos de piedra de la misma longitud, en los que podían acomodarse una o dos personas con ese aire de subestimada valía con que en Italia, por alguna razón desconocida, se inviste indulgentemente a aquellos que asumen una actitud confiada y totalmente pasiva; no obstante, a aquella fachada sólida, antigua y ajada por el tiempo pero aun así imponente, mostraba un carácter poco abierto a la comunicación. Era la máscara, no el rostro de la casa. Tenía párpados pesados, pero no ojos. La casa, en realidad, miraba hacia el lado contrario, daba por la parte de atrás a unos espléndidos espacios abiertos, envueltos en las tonalidades de la luz vespertina. Por ese lado, la villa dominaba la ladera de la colina y el extenso valle del Arno, con los colores del paisaje italiano difuminados por la calima. Contaba con un estrecho jardín, a manera de terraza, formado principalmente por una maraña de rosales silvestres y más bancos de piedra antiguos, cubiertos de musgo y calentados por el sol. El murete de la terraza tenía la altura justa para asomarse por él, y allá abajo el terreno se iba desdibujando hasta perderse en una nebulosa de olivares y viñedos. Sin embargo, no es el exterior del edificio lo que ahora nos interesa, pues en aquella esplendorosa mañana de primavera los ocupantes del mismo tenían buenas razones para preferir la umbría del otro lado de sus muros. Vistas desde la piazza, las ventanas de la planta baja de nobles proporciones ofrecían una gran prestancia arquitectónica, pero daba la impresión de que su función no fuese tanto la de facilitar la comunicación con el exterior como la de impedir que fuese el mundo el que se asomase a su interior. Estaban protegidas por enormes rejas y situadas a tal altura que la curiosidad, incluso poniéndose de puntillas, se esfumaba antes de alcanzarlas. En una estancia iluminada por una hilera de tres de estas celosas aberturas, en uno de los muchos apartamentos en los que la villa estaba dividida y que ocupaban principalmente extranjeros de diversa procedencia que llevaban largo tiempo en Florencia, se hallaba sentado un caballero en compañía de una niña y de dos religiosas. Dicha estancia, sin embargo, resultaba menos sombría de lo que nuestra descripción podría haber hecho suponer, pues contaba con una amplia puerta de gran altura, que ahora estaba abierta al enmarañado jardín de atrás. Además, las altas celosías de hierro dejaban pasar en ocasiones luz más que suficiente del sol italiano. Se trataba, asimismo, de una estancia cómoda y realmente lujosa, que delataba una decoración estudiada al detalle y un refinamiento sin tapujos, y que albergaba toda una variedad de esos cortinajes de damasco y tapices desvaídos, de esos arcones y vitrinas de madera de roble tallada y bruñida por el tiempo, de esas muestras de arte pictórico de figuras angulosas con marcos igualmente primitivos y ostentosos, de esas reliquias de cobre y cerámica medievales de perverso aspecto, de los que Italia ha sido durante tanto tiempo, y continúa siendo, proveedora inagotable. Dichos objetos convivían en armonía con algunas piezas de mobiliario moderno, de un diseño concebido en gran medida para el acomodo de una generación ociosa, como revelaban las mullidas butacas de asientos hondos y el gran espacio ocupado por un escritorio, cuya ingeniosa perfección llevaba el inconfundible sello de Londres y del siglo XIX. Había toda una profusión de libros, revistas y periódicos, además de algunos cuadros de pequeño tamaño, extraños y muy elaborados, pintados casi todos a acuarela. Una de dichas obras aparecía sobre un caballete ante el que se había situado, en el momento en que empezamos a fijarnos en ella, la niña que antes he mencionado. Contemplaba el cuadro en silencio.

 

El silencio, el silencio absoluto, no había descendido sobre sus acompañantes, pero la conversación entre ellos parecía de una continuidad forzada. Las dos religiosas no se habían arrellanado en sus respectivos asientos, su actitud mostraba completa reserva y en sus rostros se veía un velo de prudencia. Eran dos mujeres corpulentas, poco agraciadas y de facciones dulces, con un aire de modestia práctica que se veía realzada por la impersonal tiesura de los hábitos de lino y sarga que las envolvían como si estuviesen claveteados a un marco. Una de ellas, mujer ya de cierta edad, con gafas, de tez fresca y mejillas redondas, tenía un aire más despierto que su compañera, y parecía además ser la responsable de aquella visita, que aparentemente guardaba relación con la niña. Esta última no se había despojado del sombrero, un adorno de extremada sencillez y que no desentonaba con su sencillo vestido de muselina, demasiado corto para su edad, aunque seguramente ya le habían bajado el dobladillo. El caballero, que se suponía que debería estar atendiendo a las dos monjas, era tal vez consciente de las dificultades que entrañaba su cometido, ya que, en cierta manera, resulta igual de arduo conversar con los muy humildes que con los muy poderosos. Al mismo tiempo, se le veía muy interesado en el silencioso objeto bajo tutela de las monjas, y mientras esta estaba de espaldas a él, su mirada grave se posaba en la figura pequeña y delgada de la niña. Era un hombre de unos cuarenta años, de frente alta y cabeza bien proporcionada, cubierta por un cabello, todavía espeso, aunque prematuramente encanecido, que llevaba muy corto. Tenía un rostro fino y largo, de facciones bien modeladas y expresión serena, cuyo único defecto era una tendencia a resultar un tanto demasiado anguloso, efecto al que contribuía en no poca medida la forma de la barba. La barba en cuestión, recortada al estilo de los retratos del siglo XVI y rematada por un bigote rubio cuyas guías se curvaban hacia arriba a la manera romántica, confería a su dueño un aire extranjero e indicaba que se trataba de un caballero que prestaba atención al estilo. Sin embargo, sus ojos alerta y curiosos, de mirada a la vez vaga y penetrante, inteligente y dura, que delataban a una persona observadora a la par que soñadora, os habrían convencido de que cuidaba el estilo siempre dentro de unos límites bien establecidos, y de que siempre que lo buscaba, lo encontraba. Habría resultado tarea casi imposible determinar el clima y el país de su procedencia, ya que carecía de esos rasgos superficiales que normalmente convierten la respuesta a dicha cuestión en algo fácil e insípido. Si era inglesa la sangre que corría por sus venas, estaría probablemente mezclada con gotas de francesa o italiana; pero en la fina moneda de oro que era aquel hombre no se advertía ni el sello ni el emblema con los que normalmente se acuñan las destinadas a la circulación general; él era esa moneda elegante y compleja que se forja para una ocasión especial. Su figura era liviana, delgada y de apariencia un tanto lánguida, y daba la impresión de no ser ni alto ni bajo. Vestía como visten los hombres a los que solo les preocupa que no haya nada de vulgar en su atuendo.

—Dime, cariño, ¿qué te parece? —le preguntó a la niña.

Utilizaba la lengua italiana, y la utilizaba con soltura, pero no habría convencido a nadie de que fuese italiano.

La niña inclinó la cabeza a uno y otro lado, examinando el cuadro con atención.

—Es muy bonito, papá. ¿Lo has pintado tú?

—Claro que lo he pintado yo. ¿No te parece que soy inteligente?

—Sí, papá, muy inteligente. Yo también he aprendido a pintar cuadros.

Y tras esas palabras se dio la vuelta y mostró un bonito rostro de facciones pequeñas en el que se dibujaba permanentemente una sonrisa llena de dulzura.

—Tendrías que haberme traído una muestra de tus habilidades.

—He traído un montón. Están en mi baúl.

—Dibuja con mucho… con mucho esmero —comentó la mayor de las dos monjas, que habló en francés.

—Me alegra oírlo. ¿Es usted quien la ha instruido?

—Por suerte, no —dijo la buena hermana, ruborizándose un poco—. Ce n’est pas ma partie. Yo no enseño nada, eso lo dejo para los que son más sabios que yo. Tenemos un profesor de dibujo excelente, el señor… el señor… ¿cómo se llama? —preguntó a su compañera.

La otra monja clavó la mirada en la alfombra.

—Tiene un nombre alemán —dijo en italiano, como si hubiese necesidad de traducirlo.

—Sí —prosiguió su compañera—, es alemán y lleva muchos años con nosotras.

La niña, que no estaba atendiendo a la conversación, se había alejado en dirección a la puerta abierta de la enorme estancia y estaba junto a ella, contemplando el jardín.

—Y usted, hermana, es francesa —dijo el caballero.

—Sí, señor —respondió con dulzura la visitante—. Y me dirijo a las discípulas en mi propia lengua. No conozco otra. Pero tenemos hermanas de otros países: inglesas, alemanas, irlandesas. Todas ellas utilizan la lengua propia.

El caballero le dirigió una sonrisa.

—¿Ha estado mi hija al cuidado de una de esas damas irlandesas? —Y al ver que sus acompañantes, pese a no entenderlo, sospechaban que se trataba de una broma, añadió al instante—: Son ustedes muy completas.

—Sí, claro que somos completas. Tenemos de todo, y todo de lo mejorcito.

—Tenemos gimnasia —se aventuró a decir la hermana italiana—. Pero no de la peligrosa.

—Eso espero. ¿Es esa su especialidad?

La pregunta provocó la ingenua hilaridad de aquel par de damas; cuando se apagaron las risas, el anfitrión, contemplando a su hija, comentó que había crecido.

—Sí, pero creo que ya ha terminado de hacerlo. No será muy alta —dijo la hermana francesa.

—Pues yo no lo lamento. Prefiero que las mujeres y los libros sean muy buenos y no demasiado largos. Pero no veo ninguna razón —dijo el caballero— para que mi hija sea baja.

La monja se encogió levemente de hombros, como queriendo decir que tales cosas no estaban al alcance de nuestra comprensión.

—Goza de excelente salud, y eso es lo principal.

—Sí, se la ve sana. —Y el padre de la niña la observó un momento—. ¿Qué ves en el jardín? —le preguntó en francés.

—Veo muchas flores —respondió con vocecita dulce y un acento tan bueno como el de él.

—Sí, pero no hay muchas buenas. Sin embargo, aunque no lo sean, ve a coger unas cuantas para ces dames.

La niña se volvió hacia él con una sonrisa todavía más encantadora.

—¿De verdad que puedo?

—Te lo estoy pidiendo —respondió el padre.

La niña miró hacia la hermana de mayor edad.

—¿De verdad que puedo, ma mère?

—Obedece a monsieur tu padre, hija mía —dijo la hermana, ruborizándose de nuevo.

La niña, satisfecha con aquella autorización, cruzó el umbral y desapareció de la vista de inmediato.

—Veo que no las consienten —comentó su padre alegremente.

—Tienen que pedir permiso para todo. Ese es nuestro sistema. El permiso se les concede sin dificultad, pero tienen que solicitarlo.

—No discuto su sistema, no dudo de que sea excelente. Les envié a mi hija para ver qué podían hacer de ella. Tenía fe en ustedes.

—Hay que tener fe —apostilló la monja con mansedumbre, mirando a través de los anteojos.

—¿Y se ha visto mi fe recompensada? ¿Qué han hecho ustedes de ella?

La hermana bajó un momento la mirada.

—Una buena cristiana, monsieur.

Su anfitrión bajó asimismo la mirada, pero es probable que el gesto estuviese motivado por razones muy distintas en cada caso.

—Sí, ¿y aparte de eso?

Observó a la dama del convento, pensando probablemente que le iba a responder que con ser buena cristiana bastaba, pero pese a toda su sencillez, la religiosa no era tan simple.

—Una joven dama encantadora, una auténtica mujercita, una hija que no le dará más que satisfacciones.

—Sí, a mí me parece muy gentille —dijo el padre—. Y es muy bonita.

—Es perfecta. No tiene defectos.

—De pequeña no tenía ninguno, y me alegra que no haya adquirido ninguno con ustedes.

—La queremos demasiado —dijo la hermana de las gafas con dignidad—. Y en cuanto a defectos, ¿cómo podría adquirir con nosotras los que no tenemos? Le cuvent n’est pas comme le monde, monsieur. Se podría decir que es hija nuestra, pues ha estado con nosotras desde muy pequeña.

—De todas las que nos dejarán este año, es a ella a la que más vamos a echar de menos —murmuró la más joven con deferencia.

—Ay, sí, vamos a hablar de ella durante mucho tiempo —dijo la otra—. Se la pondremos de ejemplo a las nuevas.

Y tras decir esas palabras, la buena hermana pareció percatarse de que tenía los cristales empañados; su compañera, tras rebuscar un momento en el bolsillo, sacó por fin un pañuelo de un tejido duradero.

—No es seguro que vayan a perderla, todavía no hemos acordado nada —respondió con prontitud su anfitrión, y no lo hizo para anticiparse a sus lágrimas, sino con el tono del que dice lo que a él le resulta más grato.

—Nos alegraría mucho que eso fuese cierto. Quince años son muy pocos para dejarnos.

—¡Ay! —exclamó el caballero con más vivacidad de la que hasta el momento había mostrado—. No soy yo el que quiere llevársela. ¡Ojalá se la pudiesen quedar ustedes para siempre!

—Ah, monsieur —dijo la monja de mayor edad, sonriendo al tiempo que se ponía en pie—. Pese a lo buena que es, está hecha para el mundo. Le monde y gagnera.

—Si a toda la gente buena se la tuviese encerrada en conventos, ¿qué sería del mundo? —preguntó con dulzura su acompañante, quien se puso asimismo en pie.

Aquella era una pregunta de mayor alcance de lo que la buena mujer parecía sospechar, por lo que la dama de los anteojos, adoptando un tono conciliador, dijo con naturalidad:

—Por fortuna, hay personas buenas en todas partes.

—Si se van, aquí habrá dos menos —comentó galante su anfitrión.

Ante aquella extravagante salida, sus sencillas visitantes no tuvieron respuesta, se limitaron a cruzar entre ellas una mirada de desaprobación llena de decoro, pero su confusión desapareció con rapidez ante la llegada de la niña con dos grandes ramos de rosas, blancas en un caso y rojas en el otro.

—La dejo que escoja usted primero, mamman Catherine —dijo la chiquilla—. Solo varía el color, mamman Justine; hay el mismo número de rosas en uno que en otro.

Las dos hermanas se miraron sonrientes, dudando.

—¿Cuál quiere usted?

—No, tiene que ser usted la que escoja.

—Entonces el rojo, muchas gracias —dijo la madre Catherine, que era la que llevaba gafas—. Yo también estoy muy roja. Nos servirán de consuelo en el trayecto de vuelta a Roma.

—Ay, no durarán tanto —exclamó la niña—. ¡Ojalá pudiese darles algo que lo hiciese!

 

—Nos has dado un buen recuerdo tuyo, hija mía. ¡Eso sí que va a durar!

—Ojalá pudiesen las monjas lucir cosas bonitas. Les daría mi collar de cuentas azules —prosiguió la niña.

—¿Regresan a Roma esta noche? —preguntó el padre.

—Sí, tomamos el tren de nuevo. Tenemos tanto que hacer là-bas.

—¿No están cansadas?

—Nosotras nunca nos cansamos.

—Bueno, hermana, alguna vez sí —murmuró la más joven de las religiosas.

—En todo caso, hoy no. Hemos descansado muy bien aquí. Que Dieu vous garde, ma fille.

Su anfitrión, mientras las hermanas intercambiaban besos con su hija, se acercó a abrir la puerta por la que debían salir, pero al hacerlo, soltó una breve exclamación y se quedó mirando al otro lado. La puerta daba a una antecámara de techo abovedado, alta como una capilla y con suelo de losas rojas, en la que acababa de entrar una dama, que había sido recibida por un criado de librea raída que ahora la acompañaba al apartamento en el que se encontraban reunidos nuestros amigos. El caballero de la puerta, tras soltar la exclamación, guardó silencio; la dama se acercó también en silencio. Él no le dirigió ningún saludo audible ni le tendió la mano, pero se hizo a un lado para permitirle entrar al salón. Al llegar al umbral, ella titubeó.

—¿Hay alguien dentro? —preguntó.

—Alguien a quien usted puede ver.

La dama entró y se encontró frente a las dos monjas y su pupila, que caminaba entre ambas hacia la puerta, llevándolas agarradas del brazo. Al ver a la recién llegada las tres detuvieron el paso, y la dama, que también se había detenido, se quedó mirándolas. La niña lanzó un grito ahogado:

—¡Ah, madame Merle!

La visitante había sufrido un leve sobresalto, pero al instante, sin perder en ningún momento las formas, dijo:

—Sí, es madame que viene a darte la bienvenida a casa.

Y tras esas palabras, tendió ambas manos a la jovencita, quien de inmediato se acercó y le dio a besar la frente. Madame Merle depositó su saludo en aquella parte de la encantadora personita y después miró sonriente a las religiosas. Ellas correspondieron a su sonrisa con una decorosa reverencia, pero no se permitieron examinar abiertamente a aquella mujer imponente y de aspecto radiante que parecía traer consigo algo del resplandor del mundo exterior.

—Estas damas han venido a acompañar a mi hija a casa, y ahora vuelven al convento —explicó el caballero.

—Ah, ¿regresan ustedes a Roma? Yo he llegado hace poco de allí y hacía un tiempo maravilloso.

Las buenas hermanas allí de pie, con las manos ocultas en las mangas, recibieron sus palabras sin hacer comentario alguno; y el señor de la casa preguntó a la recién llegada cuánto tiempo había transcurrido desde su partida de Roma.

—Fue a verme al convento —dijo la joven antes de que la dama interpelada tuviese tiempo de responder.

—He ido en más de una ocasión, Pansy —declaró madame Merle—. ¿No soy acaso tu mejor amiga en Roma?

—La que mejor recuerdo es la última visita —dijo Pansy—, porque me dijo que debería dejar el convento y venirme.

—¿Le dijo usted eso? —preguntó el padre de la muchacha.

—Apenas lo recuerdo. Le dije lo que me pareció que le gustaría oír. Llevo una semana en Florencia y esperaba que viniese usted a verme.

—De haber sabido que usted se encontraba en la ciudad, lo habría hecho. Esas cosas no se saben por ciencia infusa, aunque supongo que debería ser así. Tome asiento, por favor.

Aquellos dos parlamentos fueron pronunciados en un tono de voz peculiar… particularmente tranquilo y más bien quedo, no por una necesidad concreta sino por la costumbre. Madame Merle miró a su alrededor para escoger asiento.

—¿Iba a acompañar a estas mujeres a la puerta? No deje que yo interrumpa la ceremonia. —Y dirigiéndose en francés a las monjas, añadió en tono de despedida—: Je vous salue, mesdames.

—Esta dama es una gran amiga nuestra. La habrán visto ustedes en el convento —dijo el anfitrión—. Confiamos mucho en su buen juicio y me ayudará a decidir si mi hija debe volver con ustedes al final de las vacaciones.

—Confío en que decida en nuestro favor, madame —se aventuró a decir la hermana de los anteojos.

—Eso es gentileza del señor Osmond, yo no decido nada —dijo madame Merle, que añadió también en tono gentil—: Creo que tienen ustedes un colegio muy bueno, pero los amigos de la señorita Osmond no debemos olvidar que, por naturaleza, ella está destinada a vivir en el mundo.

—Eso mismo le he dicho yo a monsieur —respondió la hermana Catherine—. Que es preciso prepararla para el mundo —murmuró mirando a Pansy, que se encontraba a cierta distancia y examinaba con atención el elegante atuendo de madame Merle.

—¿Has oído eso, Pansy? Estás destinada por naturaleza a vivir en el mundo —dijo su padre.

La niña fijó un instante en él sus ojos puros e inocentes.

—¿Es que no estoy destinada a estar contigo, papá?

Papá soltó una leve carcajada.

—¡Una cosa no quita la otra! Yo formo parte del mundo, Pansy.

—Con su permiso, nos vamos —dijo la hermana Catherine—. En cualquier caso, que seas buena, sensata y feliz, hija mía.

—No duden de que volveré para verlas —respondió Pansy, y reanudó la despedida con unos abrazos que madame Merle enseguida interrumpió.

—Quédate conmigo, cariño —dijo—, mientras tu padre acompaña a estas buenas señoras a la puerta.

Pansy se la quedó mirando, decepcionada, pero no protestó. Era evidente que estaba imbuida de la idea de sumisión debida a todo aquel que emplease un tono de autoridad, y que no era sino una espectadora pasiva en el designio de su futuro.

—¿No puedo acompañar a mamman Catherine al carruaje? —preguntó pese a todo con extrema dulzura.

—Me agradaría más que te quedases conmigo —dijo madame Merle mientras el señor Osmond y sus acompañantes, que habían hecho una nueva reverencia ante la dama, pasaban a la antecámara.

—Pues claro que me quedaré —respondió Pansy, quien se aproximó a madame Merle y le tendió la manecita, que la dama tomó. La niña tenía la mirada fija al otro lado de la ventana y los ojos llenos de lágrimas.

—Me alegra que te hayan enseñado a obedecer —dijo madame Merle—. Eso es lo que deben hacer las niñas buenas.

—Oh, sí, soy muy obediente —dijo Pansy con un punto de vehemencia, casi con jactancia, como si hubiese estado hablando de su forma de tocar el piano. Y a continuación exhaló un leve suspiro, apenas audible.

Madame Merle, sin soltarle la mano, la posó sobre su elegante palma y la examinó. Su mirada era crítica, pero no descubrió nada que censurar, puesto que la pequeña mano de la niña era blanca y delicada.

—Espero que se aseguren de que siempre lleves guantes —dijo al cabo de un momento—. A las niñas no les suele gustar llevarlos.

—Antes no me gustaban, pero ahora sí que me gustan —respondió la chiquilla.

—Muy bien, te voy a regalar una docena.

—Se lo agradezco mucho. ¿De qué color serán? —preguntó Pansy con interés.

Madame Merle meditó un momento antes de responder:

—De colores prácticos.

—Pero ¿muy bonitos?

—¿Te agradan las cosas bonitas?

—Sí, pero tampoco demasiado —dijo Pansy con un atisbo de ascetismo.

—Muy bien, pues entonces no serán demasiados bonitos —replicó madame Merle con una carcajada. Tomó la otra mano de la niña y la acercó a ella. Después, tras contemplarla un momento, añadió—: ¿Vas a echar mucho de menos a la madre Catherine?

—Sí… cuando piense en ella.

—Entonces, trata de no pensar en ella. Quizá algún día —continuó madame Merle— tengas otra madre.