Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Viven todos ustedes aquí de esta forma… pero ¿adónde les conduce? —se complacía en preguntar Isabel—. A mí no me parece que conduzca a ninguna parte, y creo que muy pronto se cansarán de ella.

A la señora Touchett aquella le parecía una pregunta propia de Henrietta Stackpole. Las dos damas se habían encontrado con Henrietta en París, e Isabel se veía con ella constantemente, por lo tanto, la señora Touchett no iba del todo desencaminada cuando se decía para sus adentros que, si su sobrina no fuese lo suficientemente inteligente para mostrarse original en casi todo, cabría sospechar que había tomado prestado de su amiga periodista aquel tipo de comentarios. La primera ocasión en la que Isabel había hablado así fue en el transcurso de una visita que hicieron ambas damas a la señora Luce, una vieja amiga de la señora Touchett y la única persona en París a la que ahora iba a visitar. La señora Luce vivía en París desde la época de Luis Felipe, y solía decir en tono jocoso que pertenecía a la generación de 1830, broma cuyo sentido no siempre se entendía. Cuando eso sucedía, la explicación de la señora Luce era: «Oh, sí, yo soy una de las románticas». Jamás había logrado dominar el francés por completo. Siempre se encontraba en casa los domingos por la tarde, y rodeada de complacientes compatriotas que solían ser siempre los mismos. De hecho se encontraba en casa a todas horas, y en aquel confortable rincón de la deslumbrante ciudad reproducía con maravillosa exactitud el ambiente doméstico de su Baltimore natal. Eso reducía el papel del señor Luce, su dignísimo esposo —un caballero alto, enjuto, de pelo cano y muy atildado, que usaba un monóculo de oro y llevaba el sombrero un tanto echado hacia atrás—, a la mera alabanza platónica de las «distracciones» de París, como él las denominaba, ya que uno jamás habría adivinado de qué ocupaciones escapaba para ir a refugiarse en ellas. Una de ellas consistía en acudir todos los días al banco americano, donde había descubierto una oficina postal que era una institución con un ambiente casi tan agradable y familiar como el de cualquier ciudad de su país. Cuando hacía buen tiempo, se pasaba una hora en una silla de los Campos Elíseos, para después irse a cenar extraordinariamente bien a su propia mesa, dispuesta sobre un suelo encerado que era motivo de orgullo para la señora Luce al creer que no había otro más pulido en toda la capital de Francia. De vez en cuando cenaba con uno o dos amigos en el Café Anglais, donde su talento para escoger el menú era celebrado por sus acompañantes y causa de admiración incluso para el maître del establecimiento. Tales eran sus únicos pasatiempos conocidos, pero habían ocupado sus horas desde hacía más de medio siglo y sin duda justificaban su frecuente declaración de que no había un sitio como París. En ningún otro lugar, dadas las circunstancias, habría podido el señor Luce presumir de estar disfrutando de la vida. No había nada como París, pero es preciso confesar que el señor Luce tenía ahora una opinión del escenario de su disipación menos favorable que en sus primeros tiempos. De la lista de sus recursos no podemos omitir sus reflexiones políticas, ya que eran sin duda alguna el motor que animaba muchas de aquellas horas que, a primera vista, podrían parecer vacuas. Al igual que muchos de sus compañeros expatriados, el señor Luce era un auténtico conservador, o mejor dicho, un conservador de los pies a la cabeza, y no daba su aprobación al gobierno que recientemente se había establecido en Francia. No tenía fe en que durase y, año tras año, aseguraba que su final estaba próximo. «Lo que necesitan es que los mantengan a raya, señor, bien a raya. Lo único que funciona con ellos es la mano dura, la bota de hierro», decía con frecuencia al hablar del pueblo francés, y su ideal de lo que debía ser un gobierno inteligente y acertado era el desaparecido Imperio. «París es un lugar mucho menos atractivo que en los tiempos del emperador, él sí que sabía hacer agradable esta ciudad», le comentaba con frecuencia a la señora Touchett, quien era de la misma opinión y quería saber qué otra razón podía haber para cruzar el odioso Atlántico si no era para huir de las repúblicas.

—Fíjese, señora, sentado en los Campos Elíseos, frente al Palacio de la Industria, yo he visto pasar arriba y abajo los carruajes de la corte procedentes de las Tullerías hasta siete veces al día. Recuerdo una ocasión en que llegaron a pasar nueve veces. ¿Y ahora qué se ve? No merece la pena mencionarlo, el estilo ha desaparecido. Napoleón sabía lo que los franceses necesitan, y una nube negra cubrirá París, nuestro París, hasta que se instaure de nuevo el Imperio.

Entre los asistentes a las veladas dominicales de la señora Luce había un joven con el que Isabel había mantenido largas conversaciones y a quien consideraba lleno de valiosos conocimientos. El señor Edward Rosier, conocido como Ned Rosier, era originario de Nueva York pero había crecido en París bajo la atenta mirada de su padre que, casualidades de la vida, había sido amigo íntimo desde la infancia del difunto señor Archer. Edward Rosier se acordaba de Isabel cuando era una niña pequeña; de hecho, había sido su padre el que socorrió a las pequeñas Archer en la posada de Neufchâtel (pasaba por el lugar cuando iba de viaje con su hijo y el azar hizo que parase en el mismo hotel) cuando la institutriz francesa de las niñas se había fugado con el príncipe ruso, y cuando durante varios días el señor Archer estuvo en paradero desconocido.

Isabel recordaba perfectamente a aquel pulcro muchachito cuyos cabellos desprendían un delicioso olor a cosmético y que tenía una bonne para él solo, a la que le habían encomendado no perderlo de vista bajo ningún pretexto. Isabel dio un paseo con ambos por las orillas del lago y pensó que el pequeño Edward era tan lindo como un ángel, comparación que para ella no era nada convencional, pues tenía un concepto bien definido del tipo de rasgos que conforman un semblante angelical, y su nuevo amigo era un perfecto exponente de los mismos. Una carita sonrosada, coronada por un gorro de terciopelo azul y resaltada por una tiesa gorguera bordada, se había convertido en el rostro de sus sueños de niña; y, durante un tiempo después, había creído firmemente que los moradores celestiales conversaban entre ellos en un extraño dialecto mezcla de inglés y francés con el que expresaban sus más bellos sentimientos; como, por ejemplo, cuando Edward le había dicho que su bonne le «había defendido» acercarse al borde del lago y que siempre había que obedecer a la bonne de uno. El inglés de Ned Rosier había mejorado o, al menos, ya no mostraba tantas interferencias del francés. Su padre había muerto y se había prescindido de los servicios de la bonne, pero el joven seguía fiel al espíritu de las enseñanzas recibidas de ambos y nunca se acercaba a la orilla del lago. Seguía habiendo en él algo que resultaba placentero al olfato y que no desagradaba a los sentidos más nobles. Era un joven muy gentil y agraciado, con lo que suele llamarse gustos cultivados… conocedor de la porcelana antigua, de los buenos vinos, de las encuadernaciones de los libros, del Almanaque de Gotha, de las mejores tiendas y los mejores hoteles, de los horarios de los trenes. Era tan bueno eligiendo el menú de una cena como el señor Luce y lo más probable parecía que, cuando acumulase experiencia, se convirtiese en digno sucesor de aquel caballero, cuyas opiniones políticas un tanto lúgubres también defendía con voz suave e inocente. Tenía unos aposentos encantadores en París, decorados con antiguos encajes españoles de iglesia que eran la envidia de sus amigas, quienes decían que la repisa de su chimenea estaba mejor cubierta que los hombros de muchas duquesas. Por lo general, pasaba parte del invierno en Pau y en una ocasión había vivido dos meses en Estados Unidos.

Edward se interesó mucho por Isabel y se acordaba perfectamente del paseo por Neufchatel y de cómo ella se empeñaba en acercarse a la orilla del lago. Le pareció reconocer aquella misma tendencia en la cuestión subversiva que he mencionado hace un momento y se dispuso a responder a la pregunta de nuestra heroína con una cortesía tal vez mayor de la que la misma merecía.

—¿Qué adónde conduce, señorita Archer? Está claro que París conduce a todas partes. No se puede llegar a ningún sitio sin antes haber pasado por París. Todo el que viene a Europa tiene que pasar por aquí. ¿Qué no lo dice tan solo en este sentido? ¿Se refiere usted a qué bien puede hacerle a uno? Es que, ¿es acaso posible adivinar el futuro? ¿Cómo puede saberse lo que nos depara? Si el camino es placentero, a mí no me importa adónde me conduzca. A mí me gusta el camino, señorita Archer, el viejo y querido asfalto. Es imposible llegar a cansarse de él… por mucho que uno se empeñe. Usted se figura que se hartaría, pero no es así: siempre hay algo nuevo por descubrir. Ahí tiene, por ejemplo, la casa Drouot. A veces celebran tres y hasta cuatro subastas en una misma semana. ¿En qué otro lugar puede usted encontrar las cosas que se pueden conseguir aquí? Y, pese a todo lo que digan, sostengo que además son más baratas, si se sabe el sitio adecuado. Yo conozco muchos sitios, pero me los guardo para mí. Si quiere, se los enseñaré a usted, pero solo como un favor especial y a condición de que no se lo diga a nadie más. No se le ocurra ir a ningún sitio sin preguntarme a mí antes, quiero que me lo prometa. Como regla general, evite los bulevares lo más posible, hay muy poco que hacer allí. Sinceramente hablando, sans blague, no creo que haya nadie que conozca París mejor que yo. Usted y la señora Touchett deben venir a almorzar algún día conmigo y les mostraré mis cosas; je ne vous dis que ça! Últimamente se habla mucho de Londres, está de moda poner Londres por las nubes. Pero la verdad es que no hay color, que en Londres no hay nada. No hay estilo Luis XV, ni nada del Primer Imperio… nada aparte de ese eterno Reina Ana, que está muy bien para la alcoba, o para el cuarto de aseo, pero que no es adecuado para un salón. ¿Que si me paso la vida en las subastas? —prosiguió el señor Rosier en respuesta a otra pregunta que le hiciera Isabel—. No, qué va, no tengo los medios. ¡Ojalá los tuviera! Usted se figura que soy un frívolo, lo estoy viendo en la expresión de su cara. Tiene usted un rostro de lo más expresivo. Espero que no le importe que se lo diga, es una especie de advertencia. Usted cree que yo debería hacer algo y yo opino lo mismo, siempre y cuando se quede en vaguedades. Porque si se llega al meollo de la cuestión, habrá que dejarlo. Yo no puedo volver a nuestro país y ser comerciante. ¿Cree que estoy dotado para ello? Ay, mi querida señorita Archer, me sobreestima usted. Soy muy bueno comprando, pero no sé vender; tendría usted que verme en las ocasiones en que intento deshacerme de alguna de mis cosas. Se precisa mucha más habilidad para hacer comprar a los demás que para comprar uno mismo. ¡Cuando pienso lo inteligentes que deben de ser los que consiguen hacerme comprar algo! ¡Ah, no! Yo no podría de ninguna manera ser comerciante. Tampoco puedo ser médico, es una profesión repulsiva. No puedo ser clérigo, carezco de vocación. Y, además, soy incapaz de pronunciar bien los nombres de la Biblia. Son muy difíciles, sobre todo los del Antiguo Testamento. No puedo ser abogado, porque no entiendo el… ¿cómo se llama?… el procédure estadounidense. ¿Hay algo más? Nada. Para un caballero, en Estados Unidos no hay nada que hacer. Me agradaría ser diplomático, pero la diplomacia estadounidense tampoco es que sea para caballeros. Estoy seguro de que si hubiera visto usted la última mi…

 

Henrietta Stackpole, quien a menudo se encontraba en compañía de su amiga cuando el señor Rosier, al ir a visitarla a última hora de la tarde, se expresaba de la forma que acabo de esbozar, solía interrumpir al joven al llegar a ese punto para soltarle un sermón sobre los deberes del ciudadano estadounidense. En su opinión el señor Rosier era una persona muy poco natural, incluso peor que el pobre Ralph Touchett. No obstante, por aquella época, Henrietta era más dada que nunca a hacer duras críticas, porque su conciencia se había visto de nuevo removida con respecto a Isabel. No había felicitado a la joven por su nueva fortuna y le había rogado que la excusara de hacerlo.

—Si el señor Touchett me hubiese consultado sobre si debía dejarte ese dinero —declaró con toda franqueza—, yo le habría dicho: «¡Jamás!».

—Ya veo —había respondido Isabel—. Crees que, en cierto modo, esto será como una maldición encubierta para mí. Tal vez lo sea.

—Déjeselo a otra persona por la que sienta menos aprecio… eso es lo que le habría dicho.

—¿A ti, por ejemplo? —preguntó Isabel bromeando, para añadir en tono más serio—: ¿De verdad crees que esto será mi perdición?

—Espero que no sea así, pero lo que está claro es que va a confirmar tus peligrosas inclinaciones.

—¿Hablas del gusto por el lujo… del derroche?

—No, no —dijo Henrietta—, me estoy refiriendo a la parte vulnerable de tu moral. Yo apruebo el lujo, creo que debemos ser tan elegantes como podamos. Piensa en el lujo de las ciudades del oeste de nuestro país, yo no he visto nada aquí que sea comparable. Espero que jamás te vuelvas sensual hasta la vulgaridad, pero no es eso lo que temo. El peligro para ti reside en que vives demasiado inmersa en el mundo de tus propios sueños. En que no mantienes suficiente contacto con la realidad, con el trabajo, la lucha, el sufrimiento, incluso diría el pecado, del mundo que te rodea. Eres demasiado refinada, albergas demasiadas ilusiones de elegancia. La fortuna que acabas de adquirir te aislará cada vez más y tus relaciones se limitarán a un grupo de gente egoísta y sin corazón a la que lo único que le interesará será tu dinero.

Los ojos de Isabel se abrieron como platos al imaginarse tan terrible escena.

—¿Y cuáles son esas ilusiones mías? —preguntó—. Yo me esfuerzo cuanto puedo por no tenerlas.

—Pues verás —respondió Henrietta—, crees que puedes llevar una vida romántica, que puedes vivir complaciéndote a ti misma y complaciendo a los demás. Y vas a descubrir hasta qué punto estás equivocada. No importa el tipo de vida que lleves: para que las cosas salgan medianamente bien, es necesario poner el alma en ella; y en el momento en que lo haces, el romanticismo desaparece, te lo aseguro, y se convierte en la cruda realidad. Y no puedes complacerte siempre a ti misma, a veces es necesario complacer a los demás. Reconozco que eso tú estás muy dispuesta a hacerlo, pero hay otra cosa que es aún más importante: a menudo hay que contrariar a los demás. Y hay que estar siempre dispuesta a hacerlo, y no tratar de evitarlo. Y eso es algo que a ti no te va en absoluto: te gusta demasiado que te admiren y que tengan buena opinión de ti. Crees que uno puede escabullirse de las obligaciones desagradables adoptando ideas románticas: esa es tu mayor ilusión, mi querida amiga. Pero eso es imposible. En la vida existen numerosas ocasiones en la que hay que estar preparada para no complacer a nadie… ni siquiera a una misma.

Isabel meneó la cabeza con tristeza. Parecía preocupada y asustada.

—Y para ti, Henrietta, esta debe de ser una de esas ocasiones de las que hablas.

Era sin duda cierto que la señorita Stackpole, durante su visita a París, que profesionalmente le había resultado más fructífera que la estancia en Inglaterra, no había estado habitando en el mundo de los sueños. El señor Bantling, que ahora ya había regresado a Inglaterra, había sido su acompañante durante las primeras cuatro semanas en la ciudad; y cabe decir que el señor Bantling de soñador no tenía nada. Isabel supo por su amiga que la relación personal entre ambos había sido muy íntima, lo que había redundado en beneficio de Henrietta, pues el conocimiento que de París tenía el caballero era grande. Se lo había explicado todo, se lo había mostrado todo, había sido su guía, su intérprete constante. Habían desayunado juntos, almorzado juntos, asistido juntos al teatro, cenado juntos; en realidad, habían vivido en cierta manera juntos. Bantling era un amigo de verdad, le aseguró Henrietta en más de una ocasión a nuestra heroína, y ella jamás habría imaginado que un inglés pudiera llegar a gustarle tanto. Isabel no habría sabido explicar el porqué, pero en aquella alianza establecida entre la corresponsal del Interviewer y el hermano de lady Pensil encontraba algo que despertaba su hilaridad; es más, lo divertido del asunto persistía aun frente al hecho de que dicha alianza los honraba a ambos. Isabel no conseguía librarse de la sospecha de que ninguno de los dos comprendía hasta cierto punto los propósitos del otro, de que la ingenuidad de ambos los había hecho caer en una trampa. Pero no por ello era menos honorable la ingenuidad de ambas partes. Tan admirable resultaba el hecho de que Henrietta creyera que el señor Bantling estaba interesado en la difusión del periodismo ameno y en la consolidación de la posición de las corresponsales femeninas, como el de que el caballero imaginase que la causa del Interviewer (publicación sobre la que él jamás llegó a formarse una idea muy definida) no era otra cosa, si se la analizaba con sutileza (tarea para la que el señor Bantling se sentía perfectamente capacitado), que la necesidad que tenía la señorita Stackpole de que le demostrasen afecto. En todo caso, cada uno de aquellos dos solteros inseguros llenaba un vacío del que el otro era dolorosamente consciente. El señor Bantling, que era de naturaleza más bien lenta y discursiva, disfrutaba con una mujer vivaz, entusiasta y positiva, que lo encandilaba con su visión brillante e inquisitiva y con una especie de frescura prístina, y que avivaba en su espíritu, al que el habitual menú que la vida ofrecía resultaba insípido, la percepción de lo picante. Henrietta, por su parte, disfrutaba de la compañía de un caballero que, a su manera (gracias a procesos costosos, indirectos y casi pintorescos), parecía hecho a propósito para ella, un hombre cuya situación ociosa, aunque indefendible en general, constituía una auténtica bendición para una compañera infatigable, y que era alguien que siempre tenía una respuesta pronta, tradicional, aunque de ningún modo exhaustiva, ante cualquier cuestión social o práctica que pudiese surgir. Encontraba a menudo muy acertadas las respuestas del señor Bantling, y en su apresuramiento por tener listas las crónicas para enviarlas por correo a Estados Unidos, hacía uso abundante y público de dicha fuente. Era de temer que estuviese de hecho deslizándose hacia aquellos abismos de sofisticación contra los que Isabel, buscando una réplica graciosa, la había puesto en guardia. Tal vez el peligro acechase a Isabel, pero, por lo que respectaba a la señorita Stackpole, era del todo improbable que acabase encontrando acomodo permanente en la adopción de las ideas de una clase empeñada en cometer los abusos de siempre. Isabel continuaba poniéndola en guardia con buen humor, y el atento hermano de lady Pensil era a veces, en labios de nuestra heroína, objeto de alusiones burlonas e irreverentes. No había nada, sin embargo, capaz de superar la afabilidad de Henrietta al respecto, ya que acostumbraba a sumarse a los irónicos comentarios de Isabel y a referir con regocijo las horas que había pasado en compañía de aquel perfecto hombre de mundo… un término que para ella había dejado de tener el sentido peyorativo de antes. Luego, al cabo de solo unos momentos, se olvidaba de que habían estado hablando en tono jocoso y mencionaba con auténtico entusiasmo alguna excursión realizada en compañía del caballero en cuestión.

—Ah, me conozco Versalles de memoria. Fui con el señor Bantling. Yo iba dispuesta a verlo a fondo y antes de ir le advertí de que era extremadamente concienzuda. Así que nos alojamos tres días en un hotel y nos dedicamos a recorrer todos los rincones del lugar. Hacía un tiempo delicioso, una especie de veranillo de San Martín, aunque no tan bueno. Vivíamos prácticamente en aquellos jardines. No, no hay nada de Versalles que yo no sepa.

Al parecer, Henrietta había acordado reunirse en primavera con su galante amigo en Italia.

21

Ya antes de llegar a París, la señora Touchett había fijado la fecha de su partida, y a mediados de febrero había emprendido el trayecto hacia el sur. Interrumpió el viaje para hacer una visita a su hijo, quien había estado pasando un invierno soleado y aburrido en San Remo, en la costa mediterránea de Italia bajo una sombrilla blanca que apenas se mecía. Isabel, como era de esperar, acompañaba a su tía, pese a que la señora Touchett, con su lógica acostumbrada, le había propuesto un par de alternativas.

—Ahora, está claro, eres dueña absoluta de tu destino y libre como un pájaro. No estoy diciendo que antes no lo fueras, pero tu situación presente es distinta: la riqueza establece una especie de barrera. Cuando uno es rico puede hacer muchas cosas que de ser pobre recibiría severas críticas. Puedes ir y venir a tu antojo, viajar sola, establecer tu propia residencia: siempre, claro está, que te busques una acompañante, una dama venida a menos, de abrigo raído y pelo teñido, y que pinte sobre terciopelo. ¿No crees que eso te agradase? Naturalmente, puedes hacer lo que te plazca. Lo único que quiero es que entiendas hasta qué punto eres libre. Podrías tomar a la señorita Stackpole como dame de compagnie: ella sabría muy bien mantener a la gente a distancia. Sin embargo, creo que sería mucho mejor que continuases a mi lado, aunque no tengas obligación alguna. Sería mejor por varias razones, dejando aparte que sea o no de tu agrado. Yo creo que no lo sería, pero te recomiendo que hagas el sacrificio. Está claro que la novedad que en un principio podría haber representado mi compañía ya habrá desaparecido por completo, y que me ves tal como soy: una anciana terca, aburrida y estrecha de miras.

—Yo no la encuentro aburrida en absoluto —había respondido Isabel ante aquellas palabras.

—Pero ¿sí me crees terca y estrecha de miras? ¡Ya te lo he dicho…! —exclamó la señora Touchett, encantada de estar en lo cierto.

Isabel continuaba de momento con su tía, porque, pese a sus propios impulsos excéntricos, sentía gran respeto por lo que normalmente se consideraba decente, y una joven dama sin parientes conocidos siempre le había parecido una flor sin pétalos. Era cierto que la conversación de la señora Touchett no había vuelto a parecerle tan deslumbrante como aquella primera tarde en Albany, cuando se había sentado sin despojarse del impermeable mojado y había enumerado las oportunidades que Europa ofrecía a una joven de buen gusto. Sin embargo, aquello había sido en gran medida culpa de la propia Isabel, ya que había visto solo retazos de la experiencia de su tía y había anticipado en su imaginación las opiniones y emociones de una mujer tan desprovista de dicha facultad. Aparte de esto, la señora Touchett contaba con un gran mérito: era recta como un huso. Su rigidez y su firmeza resultaban reconfortantes, uno sabía con exactitud dónde encontrarla y no corría el riesgo de tropiezos ni encontronazos. Estaba siempre muy presente en su propio terreno, pero jamás mostraba excesiva curiosidad por el terreno de su prójimo. Isabel, al final, llegó a sentir por ella una especie de lástima inefable, pues parecía que hubiese algo terriblemente triste en la condición de una persona cuya naturaleza, por así decirlo, ofrecía una superficie tan limitada, un espacio tan reducido, a las posibilidades del contacto humano. Nada mínimamente tierno ni compasivo había tenido jamás oportunidad de arraigar en ella, ni simiente alguna traída por el viento ni el musgo suave de lo familiar. En otras palabras, la superficie pasiva que ofrecía a los demás tenía más o menos el ancho del filo de una navaja. Sin embargo, Isabel tenía razones para creer que, a medida que avanzaba en edad, su tía iba haciendo más concesiones a algo confusamente distinto a la conveniencia… y más de las que por su parte se permitiría. Estaba aprendiendo a sacrificar la coherencia a consideraciones de orden inferior, para las que había que encontrar excusa en cada caso particular. No era precisamente muestra de aquella inflexibilidad suya el hecho de que hubiese elegido el camino más largo a Florencia a fin de pasar unas cuantas semanas con su hijo enfermo, ya que en años anteriores una de sus convicciones más firmes había sido la de que si Ralph quería verla, no tenía más que recordar que en el palazzo Crescentini había un amplio apartamento con el nombre de los aposentos del signorino.

 

—Hay algo que quiero preguntarte —le dijo Isabel al joven al día siguiente de su llegada a San Remo—. Es algo que en más de una ocasión he pensado en preguntarte por carta, pero que no acababa de decidirme a poner por escrito. Cara a cara, sin embargo, la pregunta no me resulta tan difícil. ¿Estabas enterado de que tu padre tenía intención de dejarme tanto dinero?

Ralph estiró las largas piernas un poco más de lo normal y miró hacia el Mediterráneo con un poco más de intensidad.

—¿Qué importa, querida Isabel, si estaba enterado? Mi padre era un hombre muy terco y obstinado.

—O sea que sí que lo sabías —dijo la joven.

—Sí, mi padre me lo contó. Hasta hablamos un poco del asunto.

—¿Por qué lo hizo? —preguntó Isabel con brusquedad.

—Bueno, imagino que fue como una especie de cumplido.

—¿Un cumplido a qué?

—A lo hermoso que es que existas.

—Me tenía demasiado cariño.

—Eso nos pasa a todos.

—Si creyese tal cosa, sería muy desgraciada. Por fortuna, no me lo creo. Quiero que se me trate con justicia. No deseo otra cosa.

—Muy bien, pero no debes olvidar que hacer justicia a un ser encantador es, al fin y al cabo, un sentimiento más bien retórico.

—Yo no soy un ser encantador. ¿Cómo puedes decirme eso justo cuando te estoy haciendo preguntas tan odiosas? ¡Debo de parecerte muy delicada!

—Lo que me pareces es preocupada —dijo Ralph.

—Estoy preocupada.

—¿Por qué razón?

Por un instante, Isabel no dijo nada; luego saltó:

—¿Crees que es bueno para mí haberme vuelto tan rica de repente? Henrietta opina que no.

—¡Pues que la zurzan a Henrietta! —exclamó Ralph con ordinariez—. Si quieres saber mi opinión, te diré que yo estoy encantado.

—¿Lo hizo tu padre por esa razón… para que tú estuvieses contento?

—A diferencia de la señorita Stackpole —añadió Ralph ya más en serio—, yo creo que es bueno para ti contar con medios.

Isabel lo contempló con mirada seria.

—Yo me pregunto si sabes lo que es bueno para mí… o si te importa.

—Sé qué te conviene, y puedes estar segura de que me importa. ¿Quieres que te diga de qué se trata? De que dejes de atormentarte.

—De que deje de atormentarte a ti, querrás decir.

—Eso no está en tus manos; yo soy la prueba. Tómate las cosas con más calma. No te preguntes tanto si esto o lo de más allá es bueno para ti. No interrogues tanto a tu conciencia, o acabará desafinada como un piano aporreado. Resérvalo para las ocasiones importantes. No te empeñes tanto en forjar tu carácter, es igual que tratar de abrir de golpe una rosa joven y prieta. Vive como más te agrade, y ya se encargará tu carácter de forjarse él solo. Mucho de lo que te ocurre es bueno para ti; son contadas las excepciones, y disfrutar de una buena renta no es una de ellas. —Ralph se interrumpió, sonriente. Isabel había estado escuchándolo con atención—. Tienes demasiada capacidad para pensar; sobre todo, demasiada conciencia —añadió—. Es increíble la cantidad de cosas que te parecen mal. No analices tanto. Purga tu fiebre. Extiende las alas y despega del suelo. No hay nada malo en ello.

Como digo, Isabel lo había estado escuchando con mucha atención, y formaba parte de su naturaleza entender con rapidez.

—Me pregunto si te das cuenta de lo que dices, porque, si es así, estás asumiendo una gran responsabilidad.

—Me asustas un poco, pero creo que tengo razón —dijo Ralph, sin perder el buen humor.

—De todas formas, lo que dices es muy cierto —insistió Isabel—. No podrías haber dicho una verdad mayor. Estoy completamente ensimismada, veo la vida como si fuera un remedio prescrito por un médico. ¿Por qué razón tenemos que plantearnos sin cesar si las cosas nos convienen o no, como si fuésemos pacientes internados en un hospital? ¿Por qué habría de tener tanto temor a no hacer lo correcto? ¡Cómo si al mundo le importase que yo acierte o me equivoque!

—Da gusto aconsejar a alguien como tú —dijo Ralph—. ¡Me dejas sin argumentos!

Isabel lo miró como si no hubiese oído, aunque seguía el hilo de los pensamientos que él había iniciado.

—Yo intento preocuparme más del resto del mundo que de mí misma, pero siempre acabo volviendo a mí. Y es porque tengo miedo. —Se detuvo porque le temblaba un poco la voz—. Sí, no sabes hasta qué punto tengo miedo. Una gran fortuna implica libertad, y eso me asusta. Es algo maravilloso, y debería sacársele el mayor rendimiento posible. De no hacerlo así, habría que sentirse avergonzado. Y es algo en lo que hay que pensar todo el tiempo; es un esfuerzo constante. No estoy segura de si no sería una bendición mayor no tener tanto poder.

—Yo no dudo de que para los débiles sea una mayor bendición. Para las personas débiles el esfuerzo necesario para no ganarse el desdén debe de ser enorme.