Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Bueno, olvídalo y tranquilízate. Ya han desaparecido todos los ratones y el Cascanueces está sano y feliz en el armario de cristal.

Entonces entró el consejero médico en la habitación y mantuvo una larga conversación con el cirujano Wendelstern. Después tomó el pulso a Marie. Ella oyó que hablaban de una fiebre producida por la herida. Tenía que quedarse en cama y tomar una medicina. Así transcurrieron unos cuantos días, aunque ella, excepto algún dolor en el brazo, no se sentía enferma ni molesta. Sabía que el pequeño Cascanueces estaba sano y salvo tras la batalla y a veces le parecía que, como en sueños, le decía en un tono claramente perceptible, aunque ciertamente lastimero:

—Marie, estimadísima señora, sé que os debo mucho, ¡pero aún podéis hacer mucho más por mí!

Marie recapacitaba en vano pensando qué podría ser, pero no se le ocurría nada.

Marie no podía jugar a gusto a causa de su brazo herido y, cuando se ponía a leer o incluso a mirar los dibujos de los libros, se le nublaba la vista y tenía que dejarlo. Así pues, el tiempo se le hacía larguísimo y deseaba con todas sus fuerzas que llegara el atardecer, pues entonces su madre se sentaba a leerle y contaba muchas cosas bonitas. Acababa de terminar su madre la excelente historia del príncipe Fakardin, cuando se abrió la puerta y entró el padrino Drosselmeier diciendo:

—Ya es hora de que vea por mí mismo cómo está la enferma.

En cuanto Marie vio al padrino Drosselmeier con su chaquetita amarilla, se le vino a la mente con entera viveza la imagen de aquella noche en la que el Cascanueces perdió la batalla contra los ratones, y de forma totalmente involuntaria le gritó al consejero jurídico superior:

—¡Ay, padrino Drosselmeier, estuviste realmente horrible! ¡Te vi sentado encima del reloj cubriéndolo con tus alas para que no sonara muy fuerte, porque, si no, se habrían ahuyentado los ratones! ¡Yo oí perfectamente cómo llamabas al rey de los ratones! ¿Por qué no viniste en ayuda del Cascanueces, en mi ayuda, horrible padrino Drosselmeier? ¿No eres tú el único culpable de que esté herida y enferma en la cama?

La madre preguntó asustada:

—¿Qué te pasa, querida Marie?

Pero el padrino Drosselmeier hizo gestos muy extraños y comenzó a decir con monótona voz de grajo:

¡Péndulo tenía que ronronear, picar,

no quería portarse bien, relojes, relojes,

péndulos de reloj tienen que ronronear, en silencio,

ronronear, tocar las campanas fuertes,

tilín, tilán, hink y honk, y honk y hank,

niña de las muñecas, no tengas miedo,

las campanillas tocan, ya es la hora,

hay que echar al rey de los ratones,

y viene el búho en rápido vuelo,

pak y pik, y pik y puk,

campanita, bim, bim, relojes, ron, ron,

los péndulos tienen que ronronear, picar,

no quería portarse bien,

ran y run, pirr y purr!

Marie observó al padrino Drosselmeier inmóvil, con los ojos muy abiertos, porque su aspecto era muy distinto y aún mucho más desagradable de lo habitual, y estaba moviendo su brazo derecho hacia adelante y hacia atrás como una marioneta a la que tiran del hilo. El padrino podría haberle dado auténtico pavor de no haber estado su madre presente, y si Fritz, que entre tanto había entrado a hurtadillas en la habitación, no le hubiese interrumpido al fin con una gran carcajada:

—¡Ay, padrino Drosselmeier! —exclamó Fritz—. ¡Hoy estás muy divertido, te mueves como un bufón al que hace mucho tiré a la estufa!

La madre se quedó muy seria y dijo:

—Querido señor consejero jurídico superior, ¿qué broma tan extraña es ésa? ¿Qué quiere usted decir?

—¡Cielo santo! —respondió Drosselmeier riéndose—. ¿Acaso se ha olvidado usted de mi bella cancioncilla del relojero? Se la suelo cantar siempre a pacientes como Marie.

Y, diciendo esto, se sentó de inmediato muy cerca de la cama de Marie y dijo:

—Por lo que más quieras, no te enfades porque no sacara en el primer momento sus catorce ojos al rey de los ratones, pero no podía ser. En su lugar te voy a dar una enorme alegría.

Y mientras así hablaba, el consejero jurídico superior introdujo la mano en el bolsillo, y con mucha suavidad extrajo… el Cascanueces, al que con gran habilidad había colocado de nuevo los dientes caídos y fijado la mandíbula desencajada. Marie dio un grito de alegría y la madre dijo sonriendo:

—¿Ves? ¿Te das cuenta ahora de lo bien que se porta el padrino Drosselmeier con tu Cascanueces?

—Pero admitirás, Marie —interrumpió el consejero jurídico a la señora del consejero médico—, admitirás que el Cascanueces no tiene buen aspecto y que su cara no es precisamente lo que se suele llamar hermosa. Si quieres oírlo, te puedo contar cómo tal fealdad entró en su familia y se transformó en hereditaria. ¿O por casualidad conoces ya la historia de la princesa Pirlipat, la bruja Ratonilda y el artístico relojero?

—Oye —interrumpió en ese momento Fritz, sin darse cuenta—, oye, padrino Drosselmeier, los dientes se los has puesto muy bien y la mandíbula ya no baila tanto. Pero ¿por qué le falta la espada?

—Ah —respondió el consejero jurídico superior de mal humor—, chico, siempre estás criticando y sacando faltas a todo. ¡Qué me importa a mí la espada del Cascanueces! Yo le he curado el cuerpo; que él mismo haga una espada como pueda.

—Eso es cierto —exclamó Fritz—; si es un tipo capaz, sabrá encontrar armas.

—Así pues, Marie —continuó el consejero jurídico superior—, dime si sabes la historia de la princesa Pirlipat.

—¡Ay, no! —respondió Marie—. ¡Cuéntamela, querido padrino Drosselmeier, cuéntamela!

—Confío —intervino entonces la señora del consejero médico—, señor consejero jurídico superior, en que su historia no sea tan horrible como todo lo que usted suele contar.

—En absoluto, carísima señora consejera médica —respondió Drosselmeier. Al contrario, lo que tengo el honor de contar ahora es algo divertido.

—Cuenta, cuenta ya, querido padrino —exclamaron los niños.

El consejero jurídico superior comenzó:

CUENTO DE LA NUEZ DURA

La madre de Pirlipat era esposa de un rey y, por tanto, reina; y nuestra Pirlipat, desde el mismo momento en que nació, princesa. El rey no cabía en sí de gozo por la hijita que yacía en la cuna; daba gritos de alegría, bailaba y saltaba a la pata coja, gritando una y otra vez:

—¡Yupi! ¿Ha visto alguien nunca algo más bonito que mi Pirlipatilla?

Y todos, ministros, generales, presidentes y oficiales, saltaban, igual que el rey, sobre una sola pierna, gritando muy alto:

—¡No, nunca!

Y de hecho era imposible negar que desde que el mundo existe nunca había nacido niño más hermoso que la princesa Pirlipat. Su carita parecía tejida con delicados copos, blancos como lirios y rojos como rosas; sus ojitos, unos vivos azures chispeantes, y sus rizos, entremezclándose en brillantes hilos de oro, eran la misma belleza. Además, Pirlipatilla había traído al mundo una fila de pequeños dientes como perlas, con los que, dos horas después de nacer, mordió el dedo del canciller imperial cuando éste estaba viéndolos más de cerca, haciéndole gritar:

—¡Oh, Jesús!

Otros afirman que gritó: «¡Ay, ay!», pero las opiniones al respecto siguen aún hoy muy divididas. Brevemente, Pirlipatilla mordió de hecho al canciller imperial en el dedo, y el país, entusiasmado, supo así que en el hermoso y angelical cuerpecito de Pirlipatilla habitaba también el ingenio, el ánimo y la razón. Como ya he dicho, todo era alegría; únicamente la reina estaba atemorizada e inquieta, aunque nadie sabía por qué. Ante todo, llamó la atención el hecho de que hiciera vigilar la cuna de Pirlipat con gran atención. Pues además de que las puertas estaban ocupadas por alabarderos, dos niñeras tenían la orden de permanecer siempre junto a la cuna y otras seis debían estar, noche tras noche, sentadas en la habitación.

Pero lo que a todos parecía una locura y nadie podía comprender es que cada una de las seis cuidadoras debía tener un gato en el regazo y acariciarlo durante toda la noche con el fin de obligarle a ronronear sin interrupción. Es imposible, queridos niños, que podáis adivinar por qué la madre de Pirlipat organizó todo ese tinglado, pero yo lo sé y os lo voy a contar.

En cierta ocasión se reunieron en la corte del padre de Pirlipat gran cantidad de magníficos reyes y agradabilísimos príncipes; todo se organizó con gran boato y tuvieron lugar multitud de justas de caballeros, comedias y bailes cortesanos. El rey, con el fin de mostrar con claridad que a él no le faltaban ni el oro ni la plata, quiso sacar un buen puñado del tesoro de la corona y con ello hacer algo realmente extraordinario. Por el jefe superior de cocina se había enterado en secreto de que el astrónomo de la corte había anunciado la época de la matanza. De modo que encargó una soberbia cantidad de salchichas, morcillas y todo tipo de embuchados, tras lo cual él mismo, en su coche, fue a invitar a todos los reyes y príncipes… sólo a una cucharada de sopa, para disfrutar así con la sorpresa que tales delicias podían producir. Entonces dijo con toda amabilidad a la reina:

—Querida, ya sabes cuánto me gustan los embutidos.

A la reina no le cabía duda de lo que quería decir con eso; no significaba otra cosa sino que ella misma se dedicara en persona al provechoso oficio de hacer salchichas y morcillas, como ya había ocurrido otras veces. El tesorero jefe recibió la orden de llevar de inmediato a la cocina el gran puchero de oro para salchichas y todas las cacerolas de plata. Prepararon un gran fuego con leña de sándalo, la reina se puso sus grandes delantales de damasco y pronto comenzaron a humear en el puchero los dulces aromas del caldo de salchichas. El reconfortante olorcillo llegó hasta el consejo de Estado. El rey, lleno de entusiasmo, no pudo aguantarse.

 

—Con su permiso, señores —exclamó.

Y de un salto se plantó en la cocina, abrazó a la reina, removió un rato con su cetro de oro el puchero y volvió, ya más tranquilo, al consejo de Estado. Justo entonces había llegado el momento importante en que hay que cortar el tocino en dados y asarlos en la parrilla de plata. Las damas de la corte se retiraron, pues la reina, por su fidelidad y respeto hacia su real esposo, quería hacerlo sola. Pero, cuando el tocino comenzó a tostarse, se oyó una vocecita finísima y susurrante que decía:

—¡Hermana, dame a mí también un poco de asado, yo también quiero un banquete! ¡Yo también soy reina, dame un poco de asado!

La reina sabía bien que quien así hablaba era doña Ratonilda. Doña Ratonilda vivía hacía ya muchos años en el palacio del rey. Afirmaba que estaba emparentada con la familia y que ella misma era soberana del reino de Ratonia, por lo que, además, tenía toda una corte bajo el fogón. La reina era una mujer buena y generosa y, aunque no reconocía a doña Ratonilda como reina y hermana suya, sin embargo le concedió de todo corazón que tomara parte en el banquete de aquel día de fiesta y dijo:

—Claro, salid de ahí, doña Ratonilda; venid a probar mi tocino.

Doña Ratonilda salió rápida y llena de gozo, saltó sobre el fogón y fue cogiendo con sus pequeñas y delicadas patitas un trocito de tocino tras otro según la reina se los iba dando. Pero entonces aparecieron también los compadres y comadres de doña Ratonilda, además de sus siete hijos, unos tunantes muy desobedientes, y se lanzaron sobre el tocino, de forma que la reina, asustada, no podía defenderse de ellos. Por suerte acudió en su ayuda la camarera mayor y ahuyentó a los indignos invitados, con lo que se pudo salvar algo de tocino. Llamaron entonces al matemático de la corte, y éste dio las instrucciones para que se repartiera artísticamente el tocino entre todos los embutidos.

Resonaron trompetas y tambores, y todos los potentados presentes y los príncipes se dirigieron envueltos en brillantes ropajes de fiesta, unos sobre andas y otros en carruajes de cristal, al banquete de la matanza. El rey los recibió con cordial amabilidad y benevolencia y luego, ataviado como señor del reino, con cetro y corona, se sentó a la cabecera de la mesa. Ya durante el plato de botagueña se vio al rey palidecer cada vez más y levantar los ojos al cielo, mientras tenues suspiros escapaban de su pecho. ¡Parecía que en su interior hervía un intensísimo dolor! Mas durante el plato de morcillas se hundió, entre lamentos y sollozos, en su asiento, llorando y gimiendo.

Todos saltaron sobre la mesa; su médico de cabecera se esforzó en vano por tomar el pulso del infeliz rey. Parecía que una profunda e infinita desgracia estaba desgarrándole. Por fin, tras continuas palabras de aliento y aplicarle fuertes remedios, como son en este caso cenizas de plumas de ganso y similares, pareció que el rey volvió en sí. Entre tartamudeos y de forma apenas perceptible dijo:

—¡Tiene muy poco tocino!

Entonces la reina, inconsolable, se arrojó a sus pies:

—¡Oh, mi pobre, desgraciado y real esposo! ¡Cuán grande ha sido el dolor que habéis tenido que soportar! ¡Pero ved aquí a vuestros pies a la culpable, castigadla, castigadla con dureza! ¡Ay! Ha sido doña Ratonilda con sus siete hijos, sus compadres y comadres, quien se ha comido el tocino… y…

En ese momento la reina cayó de espaldas, sin sentido. El rey se levantó de un brinco y lleno de furia gritó:

—¡Camarera mayor! ¿Cómo ocurrió?

La camarera mayor contó todo lo que sabía y el rey decidió vengarse de doña Ratonilda y de su familia, que se habían comido todo el tocino de los embutidos. Mandó llamar al consejero privado de Estado y decidieron instruir un proceso contra doña Ratonilda y confiscarle todos sus bienes. Mas, como el rey opinara que mientras tanto podría seguir comiéndose todo el tocino, encargaron de todo el asunto al arcanista y relojero de la corte. Este hombre, que se llamaba igual que yo, es decir, Christian Elias Drosselmeier, prometió expulsar para siempre del palacio, por medio de una inteligente argucia, a doña Ratonilda y su familia. Y, en efecto, inventó unas pequeñas máquinas muy artísticas, en las que se introdujo tocino frito sujeto por un hilillo, que Drosselmeier colocó alrededor de la vivienda de la señora Comedora-de-tocino. Doña Ratonilda era demasiado sabia para no darse cuenta de la trampa de Drosselmeier, pero todas sus advertencias, todas sus amonestaciones no sirvieron de nada: atraídos por el dulce olor del tocino frito, sus siete hijos y muchos, muchos de los compadres y comadres de doña Ratonilda se introdujeron en las máquinas de Drosselmeier y, cuando iban a coger el tocino, eran apresados por una reja que caía de repente en la entrada y luego ejecutados vergonzosamente en la misma cocina. Doña Ratonilda abandonó con la poca gente que le quedaba el lugar del horror. Su pecho estaba lleno de odio, desesperación y venganza. La corte festejó el resultado, pero la reina quedó muy preocupada, porque conocía el carácter de doña Ratonilda y sabía que no dejaría sin venganza la muerte de sus hijos y parientes. Y, en efecto, doña Ratonilda se presentó en el momento en que la reina estaba preparando para su real esposo un paté de bofes que le gustaba mucho, y dijo:

—Mis hijos, mis compadres y comadres han sido asesinados. Ten mucho cuidado, majestad, porque la reina de los ratones puede destrozar a tu hija a mordiscos. ¡Ten mucho cuidado!

Dicho esto desapareció y no volvió a dejarse ver nunca más. La reina estaba tan asustada, que el paté de bofes que estaba preparando se le cayó al suelo, con lo que doña Ratonilda echó a perder por segunda vez uno de los platos predilectos del rey. Éste se puso furioso.

—Bueno, ya está bien por esta noche, pronto te contaré el resto.

Marie, que había estado inmersa en sus propios pensamientos, rogó al padrino Drosselmeier que continuara su narración. Él no se dejó convencer. Levantándose de un salto, dijo:

—No es bueno demasiado de una vez. Mañana el resto.

Estaba a punto de salir por la puerta, cuando Fritz preguntó:

—Dime, padrino Drosselmeier. ¿Es verdad que inventaste la ratonera?

—¿Cómo se pueden hacer preguntas tan tontas? —exclamó la madre.

Pero el consejero jurídico sonrió de forma extraña y dijo en voz baja:

—¿No soy un relojero bueno? ¿No seré capaz siquiera de inventar ratoneras?

CONTINUACIÓN DEL CUENTO DE LA NUEZ DURA

—Así pues, niños —continuó el consejero jurídico superior Drosselmeier al atardecer del día siguiente—, ya sabéis por qué la reina hacía vigilar con tanta atención a la bellísima princesita Pirlipat. ¿Cómo no iba a temer que doña Ratonilda volviese para cumplir su amenaza y matar a la pequeña princesa? Las máquinas de Drosselmeier no eran eficaces contra la agudeza y el ingenio de doña Ratonilda y únicamente el astrónomo de la corte, que era a la vez el intérprete privado de los signos divinos y de las estrellas, decía saber que la familia del gato Ronrón estaría en condiciones de mantener a doña Ratonilda apartada de la cuna. Así pues, sucedió que cada una de las cuidadoras recibió a uno de los hijos de esa familia, quienes, por cierto, estaban empleados en la corte como consejeros delegados privados. Tenían que mantenerlos en el regazo y, mediante hábiles caricias, hacerles más dulce su duro servicio al Estado. Pero una vez, siendo ya medianoche, una de las dos cuidadoras jefas privadas que estaban sentadas junto a la cuna despertó sobresaltada, como de un sueño profundo.

Todos estaban dominados por el sueño; no se oía un solo ronroneo, y en medio de un profundo silencio de muerte podía percibirse hasta el roer de la carcoma. Pero la cuidadora jefa privada tuvo la sensación de que muy cerca de ella había un enorme y horrible ratón que, levantándose sobre sus patas traseras, había apoyado su funesta cabeza sobre el rostro de la princesa. Se levantó de un salto con un grito de horror. Todos despertaron. Pero en ese momento doña Ratonilda (pues no era otro el gran ratón que se hallaba junto a la cuna de Pirlipat) corrió veloz hacia un rincón de la habitación. Los consejeros delegados se lanzaron tras ella: demasiado tarde. Había desaparecido a través de una rendija del suelo de la habitación. El ruido despertó a Pirlipatilla, que comenzó a llorar quejumbrosamente.

—¡Gracias al cielo! —exclamaron las cuidadoras—. ¡Vive!

Mas cuál no sería su horror al mirar a Pirlipatilla y descubrir en qué se había convertido la bella y hermosa niña. En lugar de su cabecita de ángel de rizos rojo y oro había una gruesa cabeza informe sobre un cuerpo pequeñísimo y encogido. Sus ojitos azules se habían transformado en unos ojos verdes, saltones, de mirada fija, y su boquita se había estirado de una oreja a otra. La reina lloraba y se lamentaba, deseando morir, y hubo que cubrir con tapices guateados el gabinete de estudio del rey, porque éste se golpeaba una y otra vez con la cabeza contra las paredes a la vez que gritaba con voz dolorida:

—¡Ay de mí, infeliz monarca!

Habría podido darse cuenta entonces de que hubiera sido mejor comerse las salchichas sin tocino y dejar a doña Ratonilda y su estirpe en paz bajo el fogón. Pero el real padre de Pirlipat no pensó en ello, sino que culpó de todo lo ocurrido al arcanista y relojero de la corte, Christian Elias Drosselmeier de Nuremberg. Por ello dio la siguiente y sabia orden: en el plazo de cuatro semanas Drosselmeier debía devolver a la princesa Pirlipat a su estado original o, al menos, encontrar un determinado remedio, no falaz, para conseguirlo. De lo contrario, moriría de muerte vergonzosa bajo el hacha del verdugo.

Drosselmeier se asustó bastante, pero pronto confió en su arte y su fortuna y se dispuso al momento a llevar a cabo la primera operación que le pareció provechosa. Con gran habilidad desmontó a la princesa Pirlipat, desenroscó sus manitas y piececitos y observó la estructura interna. Pero descubrió que, a medida que fuera creciendo la princesa, se haría todavía más deforme, y no sabía qué partido tomar ni cómo solucionarlo. Volvió a reconstruir cuidadosamente a la princesita y se dejó caer, acongojado, junto a su cuna, que no podía abandonar. Ya había llegado la cuarta semana —era ya miércoles—, cuando el rey se asomó con ojos chispeantes de furia y, blandiendo amenazadoramente el cetro, gritó:

—¡Christian Elias Drosselmeier, cura a la princesa o morirás!

Drosselmeier comenzó a llorar amargamente, mientras la princesita Pirlipat estaba, satisfecha, cascando nueces. Fue entonces cuando, por primera vez, le llamó la atención al arcanista el incansable afán de comer nueces de la princesa Pirlipat y la circunstancia de que naciera ya con dientes. De hecho, tras su transformación, estuvo gritando sin parar hasta que, por azar, vio una nuez y la abrió al momento. Al comer el fruto se calmó. Desde aquel momento sus niñeras no encontraron nada más adecuado que darle nueces.

—¡Oh sagrado instinto de la naturaleza, eternamente inescrutable simpatía de todos los seres! —exclamó Christian Elias Drosselmeier—. Tú me muestras la puerta del misterio a la que he de llamar. Y la puerta se abrirá.

De inmediato solicitó permiso para hablar con el astrónomo de la corte. Fue conducido a él bajo vigilancia. Ambos hombres se abrazaron entre lágrimas, pues eran entrañables amigos, se retiraron luego a un gabinete secreto y comenzaron a consultar infinidad de libros que hablaban de los instintos, las simpatías, las antipatías y otras misteriosas cuestiones. Llegó la noche. El astrónomo de la corte estudió las estrellas y, con ayuda de Drosselmeier, también gran experto en ello, estableció el horóscopo de la princesa Pirlipat. Tras un gran esfuerzo, pues las líneas se iban haciendo cada vez más confusas, al fin, ¡qué gran alegría!, al fin pudieron ver claramente que lo único que tenía que hacer la princesa Pirlipat para librarse del hechizo que la afeaba y recuperar su belleza anterior era comer el dulce fruto de la nuez Krakatuk.

La nuez Krakatuk tenía una cascara tan dura que hasta un cañón de cuarenta y ocho libras podía pasar por encima de ella sin romperla. Y tendría que ser un hombre que nunca se hubiese afeitado y que jamás se hubiese puesto botas quien, ante la princesa, abriera con sus dientes la nuez y se la entregara con los ojos cerrados. El joven no podría abrir los ojos hasta retroceder siete pasos sin dar ningún traspiés. Drosselmeier estuvo trabajando ininterrumpidamente con el astrónomo durante tres días y tres noches. El sábado a mediodía estaba el rey sentado a la mesa comiendo, cuando Drosselmeier, que iba a ser decapitado el domingo de madrugada, entró alborozado y feliz y anunció el remedio hallado para devolver a la princesa Pirlipat la belleza perdida. El rey se abrazó a él con intenso afecto y le prometió una espada de diamantes, cuatro órdenes y dos nuevas levitas de domingo.

 

—Nada más acabar la comida —añadió con amabilidad—, se emprenderá la labor. Ocupaos vos, estimado arcanista, de que el joven sin afeitar esté a mano con sus zapatos, como corresponde, y no le permitáis beber antes ni una gota de vino, para que no tropiece al retroceder, como un cangrejo, los siete pasos, pues después podrá beber hasta la saciedad.

Estas palabras del rey consternaron a Drosselmeier, quien, entre temblores y vacilaciones, tartamudeando, consiguió decir que era cierto que se había descubierto el remedio, pero ahora había que buscar ambas cosas, la nuez Krakatuk y el joven que tenía que abrirla. Y era dudoso que alguna vez pudieran encontrarse tanto la nuez como al Cascanueces. El rey, enfurecido, levantó el cetro por encima de su cabeza coronada y exclamó con voz de trueno:

—¡Bueno, pues se mantiene la decapitación!

Fue una suerte para Drosselmeier, hundido en la angustia y la miseria, que ese mismo día la comida le gustara muchísimo al rey; estaba de buen humor y accedió a los razonables y numerosos argumentos que presentó la bondadosa reina, conmovida por el destino de Drosselmeier. Finalmente Drosselmeier, haciendo acopio de todo su valor, expuso que en realidad él había cumplido su obligación: había descubierto el remedio para sanar a la princesa y, por tanto, había rescatado su vida. El rey afirmó que eso eran sólo tontas excusas y palabrería vana, pero al fin, tras tomarse un vasito de licor estomacal, decidió que el relojero y el astrónomo se dispusieran a partir y que no volvieran sin la nuez Krakatuk en el bolsillo. Y, tal como había propuesto la reina, al hombre que había de abrirla lo buscarían por medio de anuncios publicados varias veces en los periódicos y revistas intelectuales del país y del extranjero.

El consejero jurídico superior interrumpió aquí de nuevo su narración y prometió relatar el resto al día siguiente.

FIN DEL CUENTO DE LA NUEZ DURA

Al atardecer del día siguiente nada más encenderse las luces llegó, efectivamente, el padrino Drosselmeier y continuó así:

Drosselmeier y el astrónomo de la corte llevaban ya quince años de camino sin haber encontrado señal alguna de la nuez Krakatuk. Estuvieron en tantos lugares y les ocurrieron tantas cosas extraordinarias, que podría estar cuatro semanas enteras contándooslo; pero no lo haré. Simplemente os diré que al final Drosselmeier, profundamente apesadumbrado, llegó a sentir una enorme añoranza de Nuremberg, su querida ciudad natal. Especialmente en cierta ocasión en que se encontraba con su amigo en un gran bosque de Asia, mientras se fumaba una pipa de tabaco.

—¡Oh, mi bella ciudad de Nuremberg, hermosa ciudad! Quien aún no te ha visto, por mucho que haya viajado a Londres, París y Peterwardein, no sabe lo que es esponjarse el corazón, y te deseará eternamente a ti, a ti, oh Nuremberg, hermosa ciudad con sus hermosas casas con ventanas.

El astrónomo, al oír los tristes lamentos de Drosselmeier, sintió gran compasión y comenzó a llorar tan melancólicamente que pudo oírse en toda Asia. Pero luego se dominó y, secando las lágrimas de sus ojos, preguntó:

—Pero, estimado colega, ¿por qué estamos aquí llorando? ¿Por qué no vamos a Nuremberg? ¿Acaso no da absolutamente igual dónde y cómo busquemos a Krakatuk, la nuez fatal?

—Eso es cierto —respondió Drosselmeier consolándose.

Al momento se levantaron ambos, vaciaron sus pipas y comenzaron a caminar, saliendo del bosque en el centro de Asia en línea recta hacia Nuremberg. Nada más llegar allí, Drosselmeier se dirigió rápidamente a casa de su primo Christoph Zacharias Drosselmeier, artesano fabricante de muñecas, lacador y dorador, a quien el relojero llevaba muchos años sin ver. Le contó toda la historia de la princesa Pirlipat, doña Ratonilda y la nuez Krakatuk. Aquél, juntando una y otra vez las manos y lleno de asombro, repetía:

—¡Ay primo, primo, qué cosas más extraordinarias!

Drosselmeier continuó narrando las aventuras de su largo viaje: cómo había pasado dos años en el palacio del rey Dátil y cómo el príncipe Almendra le había rechazado con desdén; cómo había estado preguntando en vano en la Sociedad de Investigación de la Naturaleza de Villardilla; en pocas palabras, cómo le había sido imposible en todas partes encontrar el más mínimo rastro de la nuez Krakatuk. Mientras su primo llevaba a cabo su relato, Christoph Zacharias castañeteó varias veces los dedos, giró sobre un solo pie, chasqueó la lengua y gritó: «¡Hum!, ¡hum!, ¡ay!, ¡oh!, ¡sería el diablo!».

Al fin, lanzó la gorra y la peluca al aire, abrazó con fuerza a su primo y gritó:

—¡Primo, primo! ¡Estáis salvados, salvados! ¡Os lo digo, estáis salvados, pues, o mucho me equivoco, o yo mismo estoy en posesión de la nuez Krakatuk!

Acto seguido sacó una caja de la que extrajo una nuez dorada de mediano tamaño.

—Mirad —dijo mientras mostraba la nuez a su primo—, con esta nuez ocurrió lo siguiente: hace muchos años llegó por Navidades un forastero con un saco de nueces, que puso a la venta. Tuvo una pelea con el vendedor de nueces del lugar, que le agredió por no poder soportar que el forastero vendiera nueces y, para defenderse mejor, dejó el saco justo delante de mi puesto de muñecas. En ese momento pasó por encima del saco un carricoche que llevaba una pesada carga; se rompieron todas las nueces menos una, y el desconocido, con una extraña sonrisa, me la ofreció a cambio de una brillante moneda de veinte del año 1720. Me pareció asombroso, pues precisamente encontré en mi bolsillo una de esas monedas y, como el desconocido la quería, compré la nuez y la bañé en oro, sin saber por qué había pagado tanto por ella y por qué le concedí después tanto valor.

No cupo ninguna duda de que se trataba de la tan buscada nuez, pues, al llamar al astrónomo de la corte, éste la raspó con todo esmero y en la cascara apareció la palabra Krakatuk grabada en caracteres chinos. La alegría de los viajeros fue enorme, y el primo se convirtió en el hombre más feliz bajo el sol cuando Drosselmeier le aseguró que había labrado su buena fortuna, pues, aparte de una respetable pensión, obtendría gratis todo el oro que necesitara como dorador. El arcanista y el astrónomo se pusieron sus gorras de dormir y ya iban a irse a la cama, cuando el último, es decir, el astrónomo, comenzó a hablar así:

—Estimado colega, la suerte nunca viene sola. ¡Créame, no sólo hemos encontrado la nuez Krakatuk, sino también al joven que ha de abrirla y ofrecer la nuez de la belleza a la princesa! Me refiero al hijo de vuestro señor primo. ¡No, no voy a dormir —continuó entusiasmado—, sino que esta misma noche voy a establecer el horóscopo del joven!

Y, diciendo esto, se quitó el gorro de dormir de un golpe y comenzó al momento su estudio.

En efecto, el hijo del primo era un simpático y agradable muchacho que aún no se había afeitado y que jamás había llevado botas. Es cierto que, cuando era muy joven, había hecho de payaso durante un par de Navidades, pero ya no se le notaba en absoluto, gracias a los esfuerzos que su padre había dedicado a su formación. Durante los días de Navidad llevaba una bella chaqueta roja con sobredorados, una espada, sombrero y un exquisito peinado con redecilla. Así vestido, radiante, se colocaba en el puesto de su padre y, con una galantería innata en él, abría a las muchachas las nueces, por lo que éstas le llamaban Pequeño Cascanueces.