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100 Clásicos de la Literatura

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Todo lo desagradable que alguna vez le había acontecido durante su vida activa, la irritación en la embajada, todos los intentos frustrados, cualquier molestia vagaba ahora por su espíritu. Sentía que su inactividad estaba justificada, que no había salida. Incapaz de encontrar algún motivo por el que enfrentarse a las tareas de la vida cotidiana, al final, entregado a su singular sentimentalismo, a su particular forma de pensar y su infinita pasión, acabó adentrándose en la eterna monotonía de un trato lastimoso con la más adorable y amada criatura, cuya tranquilidad él mismo perturbaba, con unas fuerzas desbocadas que trataba de domeñar trabajando sin ningún objetivo ni perspectiva, acercándose cada vez más a su triste final.

Dejó algunas cartas que queremos incluir aquí y que representan el más claro testimonio de su confusión y su pasión, de su constante actividad y de sus esfuerzos, de su desgana por la vida.

12 de diciembre

Querido Wilhelm, estoy en el mismo estado en el que debían de estar aquellos infelices de los que se creía que estaban poseídos por algún espíritu maligno. A veces me domina; no es miedo ni ansia, sino una furia interna y desconocida que amenaza con desgarrar mi pecho, que me aplasta la garganta. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! Y después vago por las terribles escenas nocturnas de esta época tan hostil al ser humano.

Ayer por la noche tuve que salir. El deshielo había comenzado de repente, había oído que el río se había desbordado, todos los arroyos rebosaban, y que a partir de Walheim mi querido valle se había inundado. Por la noche, después de las once salí corriendo. Fue un espectáculo terrible el que contemplé mientras los torrentes se retorcían cayendo desde las rocas a la luz de la luna, por encima de cultivos y llanuras y setos y todo, y ver que a lo ancho del valle se extendía un tormentoso mar bajo el silbido del viento. Y cuando volvió a salir la luna y descansó sobre la negra nube y la corriente se enroscaba y resonaba entre reflejos terribles y maravillosos. Entonces me sobrecogió un escalofrío y luego un deseo ardiente. ¡Ay, con los brazos abiertos permanecía de pie ante el abismo y respiraba el viento que venía de abajo! ¡De abajo! ¡Y me perdía en el placer de precipitar allí mis tormentos, mis sufrimientos! ¡Allí, bramando como las olas! ¡Ay! ¡Y no puedes levantar el pie del suelo y terminar con todos los suplicios! ¡Mi tiempo aún no se ha terminado, puedo sentirlo! ¡Oh, Wilhelm! ¡Cómo me hubiera gustado entregar mi existencia para poder desgarrar las nubes con aquella tempestad, para poder tocar las olas! ¡Ay! ¿Y acaso no puede concedérsele este placer al encarcelado, aunque sea una sola vez?

Y con cuánta melancolía bajé la vista sobre un lugar en el que había descansado con Lotte bajo un sauce tras un caluroso paseo… ¡También estaba sumergido bajo las aguas, y apenas reconocí el sauce, Wilhelm! ¡Y su pradera, pensé, el campo que rodea su pabellón de caza! Pensé en que nuestro cenador habría quedado asolado tras la violenta tormenta. Y el rayo de sol del pasado se adentró en mí y tuvo el mismo efecto que un sueño de rebaños, praderas y honores para un preso. ¡Estaba de pie! No me reprocho nada, ya que tengo valor para morir… Habría… Ahora estoy aquí sentado como una anciana que recoge la madera de los cercados y pide pan de puerta en puerta para prologar y suavizar su existencia moribunda y carente de toda alegría.

14 de diciembre

¿Qué es esto, querido amigo? ¡Me asusto de mí mismo! ¿Es que mi amor por ella no es el amor más sagrado, más puro, más fraternal? ¿Es que alguna vez he sentido en mi alma un deseo censurable? No podría garantizarlo… Y ahora, ¡estos sueños! ¡Cuánta razón tenían los hombres que les atribuían efectos contradictorios a estos extraños poderes! ¡Anoche, tiemblo al decirlo, la tuve entre mis brazos, apretada contra mi pecho, y cubrí con infinitos besos sus labios que musitaban amor! ¡Mis ojos nadaban en la embriaguez de los suyos! ¡Dios! ¿Soy culpable por sentirme feliz aún en estos momentos al recordar con toda ternura esta ardiente alegría? ¡Lotte! ¡Lotte! ¡Estoy acabado! Mis sentidos están confusos, desde hace ya ocho días no puedo pensar, mis ojos están llenos de lágrimas. No me siento bien en ningún sitio y estoy bien en todos. No deseo nada, no exijo nada. Me sentiría mejor si me fuera.

Durante este tiempo y bajo estas circunstancias, la decisión de abandonar este mundo fue cobrando fuerza en el alma de Werther. Desde que regresó al lado de Lotte, ésta había sido siempre su última perspectiva y esperanza; sin embargo se había prometido a sí mismo que no sería un acto precipitado y brusco, quería dar este paso con el mayor convencimiento tras tomar una decisión lo más tranquila posible.

Sus dudas, su lucha consigo mismo, aparecen reflejadas en una nota que posiblemente fuera el comienzo de una carta a Wilhelm que se encontró sin fecha entre sus papeles.

«Su presencia, su destino, su interés por el mío destila aún las últimas lágrimas de mi consumido cerebro.

¡Levantar el telón y entrar! ¡Eso es todo! Y ¿por qué las vacilaciones y los titubeos? ¿Porque no se sabe qué hay más allá? ¿Porque no hay vuelta atrás? Al fin y al cabo es propio de nuestro espíritu el sospechar confusión y tinieblas allí donde no sabemos nada concreto».

La idea se fue volviendo en definitiva cada vez más familiar y atractiva y su propósito cada vez más fijo e irrevocable, como testifica el ambiguo mensaje de la siguiente carta destinada a su amigo.

20 de diciembre

Te agradezco tu afecto, Wilhelm, y que te lo hayas tomado así. Sí, tienes razón: me sentiría mejor si me fuera. La propuesta que me haces de regresar junto a vosotros no me convence del todo; me gustaría dar al menos un rodeo, especialmente ahora que esperamos tener heladas permanentes y buenos caminos. También me agrada el que desees venir a buscarme; retrásalo simplemente catorce días y espera una carta mía con el resto de los detalles. No se debe coger ningún fruto antes de que esté maduro. Y catorce días más o menos significan mucho. A mi madre tienes que decirle que rece por su hijo y que le pido perdón por todos los disgustos que le he causado. Era mi destino entristecer a aquella a la que debía alegrar. ¡Hasta siempre, queridísimo amigo! ¡Que todas las bendiciones del cielo recaigan sobre ti! ¡Hasta siempre!

No nos atrevemos a expresar con palabras lo que acontecía en el alma de Lotte en este tiempo, cuáles eran sus sentimientos hacia su marido o hacia su desafortunado amigo. Sin embargo, conociendo su carácter, sí que podemos hacernos una idea que nos abstenemos de manifestar, aunque cualquier hermosa alma femenina sí que podrá adentrarse en la suya y sentir lo mismo que ella.

Una cosa es segura: estaba firmemente decidida a hacer todo lo posible para alejar a Werther; y si vacilaba, lo hacía por un deseo de corazón de proteger a su amigo, porque sabía cuánto le costaría, sabía que casi le resultaría imposible. No obstante, en esta etapa estaba obligada a tomar una decisión tajante. Su marido seguía guardando silencio respecto a esta relación, como también había hecho ella, y por eso le parecía aún más importante demostrarle con hechos que sus sentimientos eran merecedores de los de su esposo.

El mismo día en el que Werther le escribió a su amigo la última carta que hemos incluido —era el domingo anterior al día de Navidad—, fue por la noche a ver a Lotte y se la encontró sola. Estaba ocupada poniendo en orden algunos juguetes que les había preparado a sus hermanos pequeños como regalo de Navidad. Él habló de la alegría que les causaría a los pequeños y de la época en la que la apertura inesperada de la puerta y la aparición de un árbol decorado con velas, dulces y manzanas despertaban en él una fascinación paradisíaca. «También vos —dijo Lotte ocultando su turbación con una dulce sonrisa—, también recibiréis regalos si habéis sido bueno; una velita y algo más». «¿Y qué entendéis por portarse bien? —exclamó él—, ¿cómo debo ser? ¿Cómo puedo ser, querida Lotte?». «El jueves por la noche —dijo ella—, es Navidad y vendrán los niños y también mi padre. Entonces cada uno recibirá lo suyo; venid también vos, pero no antes». Werther se quedó perplejo. «Os lo ruego —prosiguió ella—, será sólo una vez, os lo ruego por mi tranquilidad, no puede, no puede seguir así».

Él desvió la mirada y paseó arriba y abajo por la estancia murmurando entre dientes: «¡no puede seguir así!». Lotte, que percibía el horrible estado en el que estas palabras lo habían sumido, intentaba distraer sus pensamientos con toda clase de preguntas, pero fue en vano. «No, Lotte —exclamó—, ¡no volveré a veros!». «¿Pero por qué? —repuso—; Werther, podemos, debemos volver a vernos; simplemente debéis moderaros. Ay, ¿por qué tuvisteis que nacer con esta vehemencia, esta incontrolable y obsesiva pasión por todo aquello con lo que entráis en contacto? Os lo ruego —continuó cogiéndole la mano—, moderaos. Vuestro espíritu, vuestra ciencia, vuestro talento, ¿cuántos y variados placeres os presentan? ¡Sed un hombre! Renunciad a esta triste dependencia por una criatura que no puede hacer otra cosa que compadeceros». Werther apretó los dientes y le dedicó una mirada sombría. Ella sostuvo su mano. «¡Tranquilizaos sólo un instante, Werther! —dijo—, ¿no veis que os estáis engañando, que os estáis hundiendo voluntariamente? ¿Y por qué yo, Werther? ¿Precisamente yo, que pertenezco a otro? ¿Es precisamente por eso? Me temo… me temo que es sólo la imposibilidad de poseerme la que hace que este deseo os resulte tan seductor».

Él retiró su mano de la suya, dedicándole una mirada fija e indignada. «¡Inteligente! —exclamó—. ¡Muy inteligente! ¿Ha hecho quizá Albert este comentario? ¡Diplomático! ¡Muy diplomático!». «Cualquiera puede hacerlo», replicó ella. «¿Y es que en todo el mundo no puede haber ninguna joven que responda a los deseos de vuestro corazón? Superadlo, buscadla y os prometo que la encontraréis, porque ya hace tiempo que me asusta, tanto por vos como por nosotros, el aislamiento en el que os habéis encerrado vos mismo. ¡Superadlo! ¡Un viaje os distraerá, tiene que hacerlo! Buscad, encontrad un objeto digno de vuestro amor y regresad y permitidnos disfrutar juntos de la felicidad de una auténtica amistad».

 

«Se podría —dijo con una fría risa— imprimir eso y recomendárselo a todos los preceptores. Querida Lotte, simplemente dejadme un poco de tranquilidad, todo saldrá bien». «Tan sólo, Werther, evitad venir antes de la noche de Navidad». Él quiso responder y Albert entró en la sala. Se dispensaron unas gélidas «buenas noches» y pasearon incómodos por la habitación uno junto al otro. Werther comenzó un discurso banal que se agotó enseguida, Albert hizo lo mismo y después le preguntó a su esposa por ciertos encargos, y cuando oyó que aún no estaban arreglados le dedicó algunas palabras que a Werther le parecieron frías, incluso duras. Quería irse, pero no podía y titubeó hasta las ocho, por lo que su mal humor y su indignación aumentaron hasta que pusieron la mesa y él cogió su sombrero y su bastón. Albert lo invitó a quedarse, pero él, creyendo que se trataba de una cortesía vana, se lo agradeció fríamente y se marchó.

Llegó a casa, le quitó la lámpara de la mano a su sirviente, que quería alumbrarle el camino, y se fue solo a su habitación. Lloró con grandes sollozos, hablaba entrecortadamente consigo mismo, caminaba por el cuarto dando sonoras pisadas y al final se arrojó vestido sobre la cama, donde lo encontró el sirviente que se atrevió a entrar cerca de las once para preguntarle si debía quitarle las botas al señor, lo que éste permitió, prohibiéndole al servicio entrar en la habitación a la mañana siguiente hasta que él los llamara.

El lunes por la mañana, veintiuno de diciembre, escribió a Lotte la siguiente carta, que se encontró lacrada sobre su escritorio, tras su muerte, y fue llevada a su destinataria. Dicha carta es la que presento aquí por párrafos tal como él la escribió, añadiendo el contexto para mayor claridad.

Está decidido, Lotte, quiero morir, y te lo comunico sin rastro de exaltación romántica, tranquilo, en la mañana del día en el que te veré por última vez. Cuando leas esto, amada mía, la fría losa ya cubrirá los restos rígidos del desazonado, del infeliz que en los últimos instantes de su vida no conoce dulzura mayor que dirigirse a ti. He pasado una noche horrible y ¡ay!, una noche beatífica, pues es la que ha determinado, la que ha refrendado mi decisión: ¡quiero morir! Cuando me alejé de ti ayer, en la más terrible sublevación de mis sentidos, ¡cómo se acumulaba todo en mi corazón y cómo mi existencia sin esperanza ni alegría a tu lado me sumía en un frío espantoso! Apenas alcancé mi habitación, me arrodillé fuera de mí y ¡oh Dios, tú me concediste el último alivio para las lágrimas más amargas! Mil ideas, mil proyectos bullían en mi alma y al final apareció inequívoco, perfecto, el último y único pensamiento: ¡quiero morir! Me acosté y por la mañana, con la tranquilidad del despertar, aún permanece invariable, aún sigue con toda su fuerza en mi corazón: ¡quiero morir! No es desesperación, sino la certeza de que tengo que tomar una decisión y de que he de sacrificarme por ti. Sí, Lotte, ¿por qué callarlo? ¡Uno de nosotros tres debe morir y quiero ser yo! ¡Oh, amada mía! ¡En este corazón desgarrado a menudo se ha deslizado la furiosa idea de asesinar a tu marido! ¡A ti! ¡A mí! ¡Pues que así sea! Cuando desciendas por la montaña durante alguna hermosa tarde de verano, recuerda cómo a menudo bajaba al valle y busca después con la mirada mi tumba en el cementerio, mira cómo el viento mece la alta hierba bajo el brillo del sol crepuscular… Estaba tranquilo cuando comencé; ahora, ahora lloro como un niño al ver que todo se vuelve tan real a mi alrededor…

Cerca de las diez, Werther llamó a su sirviente, y mientras lo vestía le dijo que estaría de viaje algunos días, por lo que debía cepillar los trajes y prepararlo todo para hacer las maletas; también le encargó poner en orden sus cuentas, recoger algunos libros prestados y procurarles su limosna para los próximos dos meses a algunos pobres a los que acostumbraba a dar algo.

Mandó que le llevaran la comida a la habitación y tras el almuerzo salió a caballo en busca del corregidor, a quien no encontró en su casa. Paseó meditabundo por el jardín y al final parecía querer acumular toda la tristeza del recuerdo sobre sí mismo.

Los pequeños no lo dejaron tranquilo un instante, lo seguían, se subían a él de un salto, le contaban que cuando llegara mañana, y pasara un día y otro más, recogerían los regalos de Navidad en la casa de Lotte, y le contaban las maravillas que su pequeña imaginación les prometía. «¡Mañana!», exclamó, «¡y un día! ¡Y otro más!», y los besó a todos cariñosamente y tenía la intención de abandonarlos cuando el pequeño quiso decirle algo más al oído. Le confesó que los hermanos mayores ya habían escrito felicitaciones para el Año Nuevo, y eran enormes y muy bonitas, y había una para papá, para Albert y Lotte y también había una para el señor Werther; se las entregarían el día de Año Nuevo por la mañana temprano. Esto acabó de vencerlo, le regaló algo a cada uno de ellos, montó en su caballo, dio recuerdos para los mayores y se marchó cabalgando de allí con lágrimas en los ojos.

Cerca de las cinco llegó a casa, le ordenó a la doncella que cuidara el fuego y lo alimentara hasta la noche. Le pidió a los sirvientes que metieran los libros y la ropa interior en la parte de abajo de las maletas y que protegieran los trajes. Probablemente después escribiera el siguiente párrafo de su última carta a Lotte.

¡No me esperas! Crees que obedeceré y que no te veré hasta la noche de Navidad. ¡Oh, Lotte! Hoy o nunca. La noche de Navidad tendrás este papel en la mano, temblarás y lo cubrirás de tus tiernas lágrimas. ¡Quiero! ¡He de hacerlo! Ay, qué bien me siento ahora que estoy decidido.

Mientras tanto, Lotte había entrado en un extraño estado. Tras la última conversación con Werther había sentido lo difícil que le resultaría separarse de él y lo que él sufriría cuando tuviera que alejarse de ella.

Había mencionado de pasada en presencia de Albert que Werther no volvería antes de la noche de Navidad y Albert había ido a caballo a visitar a un funcionario de la vecindad con el que tenía negocios pendientes y en cuya casa pasaría la noche.

Ella estaba sentada en soledad, ninguno de sus hermanos se encontraba a su alrededor, y se dejó llevar por los pensamientos sobre sus relaciones. Ahora se veía unida para siempre a un hombre cuyo amor y fidelidad conocía, por quien sentía un afecto sincero, cuya tranquilidad y honradez parecía provenir directamente del mismo cielo y que podía servir a una mujer honesta para alcanzar una vida feliz; era consciente de lo que siempre significaría para ella y sus niños. Por otro lado le había cogido un enorme cariño a Werther. Desde el mismo instante en el que se conocieron habían manifestado una coincidencia de ánimo absoluta y algunas de las situaciones vividas habían dejado una huella indeleble en su corazón. Estaba acostumbrada a compartir con él todo lo que sentía y todo lo que consideraba interesante, y su alejamiento amenazaba con desgarrar un vacío en todo su ser que nada podría volver a llenar. ¡Ay, si hubiera podido transformarlo en aquel momento en su hermano! ¡Qué feliz hubiera sido! ¡Si hubiera conseguido casarlo con alguna amiga podría incluso tener fundadas esperanzas en restañar su relación con Albert!

Había repasado la lista de sus amigas y en todas había descubierto algún reparo, sin encontrar ninguna que lo mereciese.

A través de estas reflexiones sintió por primera vez y con auténtica profundidad, aunque no de forma clara, que albergaba el secreto deseo de conservarlo para sí, a pesar de que se decía que no podía conservarlo, que no le era lícito hacerlo. Su ánimo puro, hermoso, siempre etéreo y capaz de aligerarse con facilidad, sintió la presión de una melancolía ante la cual la perspectiva de ser feliz parecía ser ajena. Su corazón se sentía oprimido y una nube sombría enturbiaba sus ojos.

Eran las seis y media cuando oyó subir a Werther por las escaleras, reconociendo de inmediato su forma de andar y su voz, que preguntaba por ella. ¡Cómo le latía el corazón a su llegada! Casi podríamos decir que reaccionaba así por vez primera. Gustosa hubiese mandado decir que no estaba en casa y cuando entró, le dijo con una especie de confusión apasionada: «No habéis mantenido vuestra palabra». «No había prometido nada», fue su respuesta. «Al menos deberíais haber accedido a mi petición —contestó—, os lo pedí por la tranquilidad de ambos».

Ella no sabía realmente qué decía ni qué hacía cuando mandó buscar a algunas amigas para no estar a solas con Werther. Él dejó algunos libros que había traído y preguntó por otros y mientras Lotte tan pronto deseaba que llegaran sus amigas, como que no lo hicieran. La doncella regresó con la noticia de que ambas pedían disculpas por su ausencia.

Quiso que la doncella continuara su trabajo en la habitación contigua; después volvió a cambiar de opinión. Werther paseaba por la habitación, ella se acercó al piano y comenzó un minué que no quiso salir. Hizo acopio de valor y se sentó con indiferencia junto a Werther, que había ocupado su lugar habitual sobre el canapé.

«¿No tenéis nada para leer?», dijo Lotte. Él no tenía nada. «Allí, en mi cajón —comenzó—, está vuestra traducción de algunos cantos de Ossian; aún no los he leído porque siempre he tenido la esperanza de que me los leyerais; pero hasta ahora no se había presentado la ocasión». Él sonrió, cogió los cantos, sintiendo un escalofrío al tomarlos en sus manos y cuando los miró, sus ojos estaban llenos de lágrimas. Tomó asiento y empezó a leer.

«Estrella del crepúsculo, hermosa reluces al oeste, elevas tu cabeza refulgente desde tu nube, deambulas majestuosa hacia tu colina. ¿Qué buscas con la mirada sobre la landa? Los vientos de tormenta están en reposo; a lo lejos llega el murmullo del torrente; atronadoras olas juegan en la lejanía junto a las rocas; el zumbido de las moscas del atardecer revolotea sobre el campo. ¿Qué estás mirando, hermosa luz? Pero tú sonríes y te vas, las olas te rodean alegres y bañan tus encantadores cabellos. Hasta siempre, templado rayo. ¡Surge, luz extraordinaria del alma de Ossian!».

Y ésta aparece con toda su fuerza. Veo a mis amigos fallecidos; se reúnen en Lora, como aquellos días que ya pasaron. Fingal llega como una húmeda columna de niebla; lo acompañan sus héroes y, ¡fíjate!, los bardos del canto: ¡Ullin el gris! ¡El majestuoso Ryno! ¡Alpin, delicioso cantante! ¡Y tú, Minona, la de los suaves clamores! Cuánto habéis cambiado, amigos míos, desde los días festivos en Selma, cuando aspirábamos a obtener el honor del canto mientras los aires primaverales iban de colina en colina doblando la hierba débil y susurrante.

Entonces Minona se adelanta en toda su belleza, bajando la mirada y con los ojos llenos de lágrimas, sus cabellos flotan pesados al inquieto viento que desciende desde la colina. En el alma de los héroes hay oscuridad cuando la encantadora voz se eleva, ya que habían visto a menudo la tumba de Salgar, habían visto a menudo la tenebrosa vivienda de Colma la blanca. Colma, abandonada sobre la colina, con su voz armoniosa; Salgar prometió venir, pero la noche se cierra a su alrededor. Oíd la voz de Colma, que canta en solitario sobre la colina.

COLMA

¡Es de noche! Estoy sola, perdida sobre la colina que cubre la tormenta. El viento silba en la montaña. El torrente aúlla precipitándose por las rocas. Ninguna cabaña me protege de la lluvia, a mí, abandonada sobre una colina cubierta de tormenta.

¡Sal, oh Luna, de entre tus nubes! ¡Apareced, estrellas de la noche! ¡Que algún rayo me conduzca al lugar donde descansa mi amor de las fatigas de la caza, con su arco destensado junto a él y sus perros husmeando a su alrededor! Pero aquí debo permanecer sentada y sola sobre la roca del torrente desbordado. La corriente y la tormenta silban, no oigo la voz de mi amado.

¿Por qué vacila mi Salgar? ¿Ha olvidado su palabra? ¡Ahí está la roca y el árbol, y aquí la atronadora corriente! Me prometiste estar aquí en cuanto irrumpiera la noche, ¡ay! ¿Hacia qué dirección ha confundido el camino mi Salgar? ¡Quería huir contigo, abandonar padre y hermano! ¡Los orgullosos! ¡Hace tiempo que nuestras estirpes son enemigas, pero nosotros no lo somos, oh Salgar!

¡Guarda silencio por un momento, oh viento! ¡Serénate un instante, oh torrente! ¡Que mi voz resuene por el valle, que mi caminante me oiga! ¡Salgar! ¡Soy yo quien te llama! ¡Aquí está el árbol y la roca! ¡Salgar, amor mío! Estoy aquí. ¿Por qué dudas en venir?

 

Mira, está saliendo la luna, la corriente resplandece en el valle, las rocas descansan grises sobre la colina; pero no lo veo allá en lo alto, sus perros no me anuncian su llegada. Debo permanecer aquí sentada y sola.

Pero ¿quiénes son los que yacen allí abajo sobre la pradera? ¿Mi amado? ¿Mi hermano? ¡Habla, oh amigo mío! No responden. ¡Cuánto miedo siente mi alma! ¡Ay, están muertos! ¡Sus espadas están rojas por el combate! ¡Oh, hermano mío, hermano mío! ¿Por qué has acabado con mi Salgar? ¡Oh, Salgar mío! ¿Por qué has acabado con mi hermano? ¡Os quería tanto a los dos! ¡Ay, tu belleza te hacía destacar junto a la colina entre miles! Eras temible en el combate. ¡Respóndeme! ¡Oye mi voz, amado mío! Pero, ¡ay!, ¡están mudos, mudos para siempre! ¡Fríos, fríos como la tierra son sus pechos!

¡Desde las rocas de la ladera, desde la cima de la montaña que la tormenta rodea, hablad, espíritus de los muertos! ¡Hablad! ¡No tendré miedo! ¿Dónde habéis ido a descansar? ¿En qué sepulcro de la montaña os encontraré? No percibo ninguna débil voz en el viento, ninguna respuesta flota en la tormenta de la colina.

Estoy sentada con mis lamentos, aguardo a la mañana entre lágrimas. Excavad la tumba, amigos de los muertos, pero no la cerréis hasta que yo vaya. Mi vida se desvanece como en un sueño, ¿cómo podría quedarme? Quiero vivir aquí, con mis amigos, junto a la corriente que resuena entre las rocas. Cuando se haga de noche sobre la colina y el viento llegue sobrevolando la landa, mi espíritu estará en el viento y mis amigos llorarán mi muerte. El cazador me escucha desde la maleza, teme mi voz y la ama, porque mi voz será dulce por mis amigos, ¡los quería tanto!

Éste era tu canto, oh Minona, hija de Torman de suave arrebol. Nuestras lágrimas corrían por Colma y nuestras almas se habían vuelto lúgubres.

Ullin llegó con el arpa y nos ofreció el canto de Alpin. La voz de Alpin era amistosa, el alma de Ryno era un rayo de sol. Pero ya descansaban en un hogar estrecho y sus voces expiraban a lo lejos en Selma. En una ocasión, antes de que los héroes cayeran, Ullin regresó de la caza. Oyó cómo competían sobre la colina por mostrar el mejor canto. Su canción era dulce, pero triste. Era una queja por la caída de Morar, el primero de los héroes. Su alma era como el alma de Fingal; su espada, como la espada de Oskar. Pero cayó, y su padre se lamentaba y los ojos de su hermana estaban llenos de lágrimas, los ojos de Minona estaban llenos de lágrimas, lágrimas de la hermana del extraordinario Morar. Retrocedió ante el canto de Ullin como la luna en el oeste cuando presagia una tormenta y esconde su hermosa cabeza en una nube. Toqué el arpa con Ullin acompañando el canto con el que lamentaba su destino.

RYNO

El viento y la lluvia ya han cesado, el mediodía es alegre, las nubes se separan. El sol, vacilante, ilumina huidizo la colina. El torrente de la montaña fluye teñido de rojo hacia el valle. Dulce es tu murmullo, torrente; sin embargo la voz que escucho es aún más dulce. Es la voz de Alpin, llorando a los muertos. Su cabeza está inclinada por la edad y sus ojos están enrojecidos por las lágrimas. ¡Alpin, extraordinario cantante! ¿Por qué estás solo sobre la silenciosa colina? ¿Por qué clamas como una ráfaga de viento en el bosque, como una ola en lejanas orillas?

ALPIN

Mis lágrimas, Ryno, son por los muertos, mi voz es para los habitantes de la tumba. Tu figura se dibuja estilizada sobre la colina, es hermosa entre los hijos de la landa. Pero caerás como Morar y sobre tu tumba se sentarán los afligidos. Las colinas te olvidarán, tu arco yacerá sin tensar en alguna estancia.

Eras rápido, oh Morar, como un corzo sobre la colina, horrible como el fuego nocturno en el cielo. Tu ira era una tempestad, tu espada en la batalla era como un relámpago sobre la landa. Tu voz igualaba al torrente del bosque tras la lluvia, al trueno desde lejanas colinas. Algunos cayeron bajo tu brazo, la llama de tu ira se extinguió. Pero cuando regresabas de la guerra, ¡qué apacible era tu frente! Tu rostro semejaba al sol tras la tormenta, a la luna en la noche silenciosa, tranquila, tu pecho era como el lago cuando el bramido del viento ha cesado.

¡Tu vivienda es estrecha ahora! ¡Tenebrosa tu morada! Con tres pasos mido tu tumba, ¡ay de ti, tú que fuiste tan grande! Cuatro piedras con las cabezas cubiertas de musgo son tu único monumento, un árbol desnudo y la hierba alta que murmura al viento indican al ojo del cazador dónde está la tumba del poderoso Morar. No tienes madre que te llore, muchacha con lágrimas de amor. Muerta está la que te alumbró, muerta está la hija de Morglan.

¿Quién es ése que se apoya en su báculo? ¿Quién aquel cuya cabeza está blanca por la edad, cuyos ojos están rojos por las lágrimas? Es tu padre, oh Morar, el padre que no tuvo más hijos que tú. Oyó hablar de tu reputación en la batalla, oyó hablar de enemigos dispersándose; ¡oyó hablar de la gloria de Morar! ¡Ay! ¿No oyó nada de tus heridas? ¡Llora, padre de Morar, llora! Pero tu hijo no te oye. El sueño de los muertos es profundo, su almohada de polvo es fina. Ya no atiende a la voz, nunca se despierta ante tu llamada. Oh, cuándo llegará la mañana a la tumba para rogarle al que duerme: ¡despierta!

¡Me despido hasta siempre de ti, el más noble de los hombres, conquistador en el campo de batalla! ¡Pero el campo nunca volverá a verte! Nunca iluminarás el sombrío bosque con el brillo de tu acero. No dejas ningún hijo, pero los cantos perpetuarán tu nombre, los tiempos venideros oirán hablar de ti, oirán hablar del caído Morar.

Grande fue la tristeza de los héroes, grandes fueron las quejas de Armin, que rompían el corazón. Recordaba la muerte de su hijo, que falleció durante los días de juventud. Carmor se sentó cerca del héroe, el señor del retumbante Galmal. «¿Por qué el suspiro de Armin es un sollozo? —dijo—, ¿qué motivo hay para llorar? ¿Acaso la canción y las voces no suenan para derretir el alma y para alegrarla? Son como dulce niebla que, ascendiendo desde el lago, se esparce por el valle y la humedad cubre las plantas en flor; pero el sol regresa con su poder y la niebla se ha ido. ¿Por qué te lamentas tanto, Armin, señor de Gorma, rodeada por el mar?

»¡Lamentarme! ¡Por supuesto que lo hago! Y la causa de mi dolor no es pequeña. Carmor, tú no perdiste ningún hijo, no perdiste ninguna hija en la flor de la vida; Colgar el audaz vive, así como Annira, la más hermosa de las doncellas. Las ramas de tu casa florecen, oh Carmor; pero Armin es el último de su linaje. ¡Lóbrego es tu lecho, oh Daura! Enrarecido es tu sueño en la tumba. ¿Cuándo despertarás con tus cantos, con tu voz melodiosa? ¡Levantaos, vientos del otoño! ¡Levantaos! ¡Descargad tormentas sobre la umbría landa! ¡Torrentes del bosque, bramad! ¡Aullad, tormentas, en las copas de los robles! ¡Vaga por entre las nubes rasgadas, oh luna, muestra tu rostro pálido y cambiante! Recuérdame la horrible noche en la que fallecieron mis hijos, en la que Arindal el poderoso cayó, y Daura la amada falleció.

»¡Daura, hija mía, eras hermosa! ¡Hermosa como la luna sobre las colinas de Fura, blanca como nieve recién caída, dulce como el aire que respiramos! ¡Arindal, tu arco era fuerte, tu lanza rápida en el campo de batalla, tu mirada como niebla sobre las olas, tu escudo una nube de fuego en la tormenta!