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100 Clásicos de la Literatura

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19 de octubre

¡Ay, este vacío! ¡Este horrible vacío que siento aquí, en mi pecho! A menudo pienso que si pudiera apretarla contra este corazón sólo una vez, tan sólo una vez, colmaría todo este vacío.

26 de octubre

¡Sí, me estoy dando cuenta, querido amigo! Cada vez me doy más cuenta de que la existencia de una criatura es insignificante, muy insignificante. Vino una amiga a casa de Lotte y yo me dirigí a la habitación contigua para coger un libro, y no pude leer, y después tomé una pluma para escribir. Las oí hablar en voz baja; se contaban cosas sin importancia, novedades de la ciudad: que ésta se había casado, que aquélla estaba enferma, muy enferma; que otra tenía una tos seca y los huesos se le marcaban en el rostro, y le daban desmayos; «no doy ni un penique por su vida», decía una. «N. N. también está muy mal», comentaba Lotte. «Ya está tumefacto», decía la otra. Y mi viva imaginación me situaba junto a la cama de esos pobres; veía cómo le volvían la espalda a la vida muy a su pesar, veía cómo… ¡Wilhelm! Y estas mujercitas hablaban al respecto como se habla cuando muere un extraño. Y cuando miro a mi alrededor y me fijo en la habitación, y encuentro los vestidos de Lotte y los escritos de Albert, y estos muebles que tan conocidos me resultan, incluso este tintero, y pienso: «¡Fíjate lo importante que eres para la gente de esta casa! ¡Tus amigos te adoran! A menudo eres motivo de su alegría y da la impresión de que tu corazón no podría existir sin ellos. Sin embargo, ¿y si tú te fueras, y si abandonaras este círculo? ¿Sentirían, durante cuánto tiempo sentirían el vacío que tu pérdida dejaría en su destino? ¿Durante cuánto tiempo?». Ay, el ser humano es tan efímero que incluso allí donde radica la auténtica certeza de su existencia, allí donde deja la única huella real de su presencia, en el recuerdo, en el alma de sus seres queridos, incluso allí deberá desvanecerse, desaparecer, y además en breve plazo.

27 de octubre

A menudo me gustaría desgarrarme el pecho y abrirme la cabeza por lo poco que significamos los unos para los otros. Ay, el amor, la felicidad, el calor y el bienestar que yo no poseo es algo que los otros no me pueden aportar, y con todo un corazón repleto de felicidad no haré dichoso a otro que esté frío y agotado junto a mí.

27 de octubre

Tengo tanto… Y mis sentimientos por ella lo devoran todo. Tengo tanto, y sin ella todo me parece nada.

30 de octubre

¡He estado ya cien veces a punto de abalanzarme sobre su cuello! Dios sabe lo que significa ver cruzarse ante uno algo tan adorable y no poder alcanzarlo; y sin embargo, tratar de alcanzar algo es el impulso más natural del ser humano. ¿Acaso los niños no intentan alcanzar todo lo que les apetece? ¿Y yo?

3 de noviembre

Dios sabe que a menudo me echo en la cama con el deseo, incluso a veces con la esperanza de no volver a despertar; y por las mañanas abro los ojos, vuelvo a ver el sol y me siento desgraciado. Ojalá pudiera ser voluble, echarle la culpa al tiempo, a un tercero, a un intento fracasado; así sólo descansaría sobre mis hombros la mitad de esta carga insoportable que supone mi enojo. ¡Pobre de mí! Tengo demasiado presente que la culpa es sólo mía… ¡Pero no es ninguna culpa! Ya es suficiente con que la fuente de toda miseria esté oculta en mi interior como en otro tiempo estuvo la fuente de toda felicidad. ¿Es que no soy el mismo que entonces se sentía flotar pleno de emociones, aquel que descubría un paraíso a cada paso, aquel que tenía un corazón capaz de abrazar cariñosamente al mundo entero? Y este corazón ahora está muerto, de él ya no brota embeleso alguno, mis ojos están secos y mis sentidos, que ya no sienten el alivio de balsámicas lágrimas, arrugan preocupados mi frente. Sufro mucho porque he perdido lo que suponía mi único placer en la vida, la sagrada fuerza vivificante con la que creaba mundos a mi alrededor. ¡Ha desaparecido! Cuando miro por mi ventana más allá de la lejana colina y observo cómo el sol de la mañana se eleva tras ella, atraviesa la bruma e ilumina el silencioso fondo de la pradera, y el suave río serpentea entre sus sauces desnudos… ¡Ay! Cuando esta maravillosa demostración de la naturaleza aparece estática ante mí como un cuadrito lacado y todo este placer es incapaz de bombear ni una gota de felicidad desde mi corazón al cerebro, el ser humano está ante Dios como un pozo sellado, como una vasija agrietada. A menudo me he arrojado al suelo y le he pedido lágrimas a Dios como un campesino ruega por la lluvia cuando un cielo de bronce se cierne sobre él y a su alrededor la tierra muere de sed.

Pero, ay, puedo sentir que Dios no nos concede la lluvia y el sol en respuesta a nuestros vehementes ruegos. ¿Por qué fueron tan felices aquellos tiempos cuyo recuerdo me tortura? ¡Porque esperaba pacientemente su espíritu y recibía la ventura que derramaba sobre mí con todo el corazón henchido de agradecimiento!

8 de noviembre

¡Me ha reprendido por mis excesos! Ay, ¡lo ha hecho de una manera tan adorable! Mis excesos son que a veces empiezo un vaso de vino y acabo bebiendo una botella. «No lo hagáis —me dijo—, ¡pensad en Lotte!». «¡Pensar! —contesté yo—, ¿hace falta que me lo digáis? ¡Pensar! ¡Yo no pienso! Siempre estáis presente en mi espíritu. Hoy estuve sentado en el lugar donde bajasteis hace poco del carruaje». Ella empezó a hablar de otra cosa para no dejarme entrar más a fondo en mis ideas. ¡Querido amigo, estoy acabado! Puede hacer conmigo lo que quiera.

15 de noviembre

Te agradezco, Wilhelm, tu sincero interés y tu bienintencionado consejo, y te ruego que estés tranquilo. Déjame soportar este trago, que pese a todo mi cansancio aún tengo fuerzas suficientes para salir de ésta. Venero la religión, tú lo sabes; siento que es báculo para los desfallecidos, alivio para los que mueren de sed. Pero…, ¿puede…, debe serlo para todo el mundo? Si te fijas en el ancho mundo encontrarás a miles para los que no ha sido así, miles para los que no será así, hayan sido evangelizados o no, y ¿tiene que ser así para mí? ¿No dice el mismo Hijo de Dios que el Padre decidirá quiénes estarán junto a Él? ¿Y si yo no formo parte de los elegidos? ¿Y si ahora el Padre quiere reservarme para sí, como me dicta mi corazón? Te ruego que no me malinterpretes ni veas burla alguna en estas inocentes palabras: te estoy abriendo mi corazón. De no ser así preferiría callar: no me gusta perder el tiempo hablando de algo de lo que sé tan poco como cualquier otro. ¿Es que el destino del hombre es algo más que soportar la cantidad de sufrimiento que le ha sido asignada, apurar su cáliz? Y si el cáliz le resultó demasiado amargo al Dios de los cielos en sus labios humanos, ¿por qué tendría yo que fanfarronear aparentando que a mí me sabe dulce? Y ¿por qué debería avergonzarme en el horrible instante en el que todo mi espíritu se estremece entre el ser y el no ser, en el que el pasado brilla como un rayo sobre el oscuro abismo del futuro, y todo a mi alrededor se hunde y el mundo perece conmigo? ¿No está ahí la voz de la criatura concentrada en su sufrimiento, desamparada, abatida, aullando desde lo más profundo de su ser con las fuerzas que ha sido capaz de reunir en vano: «¡Dios mío, Dios mío!? ¿Por qué me has abandonado?». ¿Y debería yo avergonzarme por emplear esta expresión si siento miedo, cuando aquel que puede arquear los cielos según su voluntad no pudo evitar pronunciarla?

21 de noviembre

Ella no ve, no nota que está preparando un veneno que nos aniquilará a ella y a mí, y yo apuro lleno de deseo la copa que me ofrece para mi perdición. ¿Qué significa la mirada bondadosa con la que me contempla a menudo? ¿A menudo? No, no a menudo, pero sí a veces, ¿la complacencia con la que acepta las expresiones inconscientes de mis sentimientos, la compasión con la que me tolera y que veo dibujada en su frente?

Ayer, cuando me fui, ella me dio la mano y me dijo: «¡Adiós, querido Werther!». ¡Querido Werther! Era la primera vez que me llamaba «querido» y me atravesó hasta la médula. Me lo he repetido cientos de veces, y ayer por la noche, cuando estaba a punto de irme a la cama hablando conmigo mismo de tonterías, dije de repente: «¡Buenas noches, querido Werther!», y no pude evitar reírme de mí mismo.

22 de noviembre

No puedo pedirle a Dios que me la conceda, y sin embargo, a menudo tengo la impresión de que es mía. No puedo pedirle a Dios que me la dé, porque es de otro. Me burlo de mis propios dolores; si dejara de hacerlo seguiría esta letanía de antítesis.

24 de noviembre

Ella percibe lo que estoy soportando. Hoy su mirada me ha atravesado hasta lo más profundo del corazón. La encontré sola; no dijo nada y me observó. Y yo ya no vi en ella la encantadora hermosura, el brillo de su extraordinario espíritu; todo eso había desaparecido de delante de mis ojos. Una mirada mucho más excelsa, expresión de la más profunda simpatía, de la más dulce compasión, recayó sobre mí. ¿Por qué no pude arrojarme a sus pies? ¿Por qué no pude responderle llenando su cuello de miles de besos? Buscó cobijo en el piano y exhaló con una voz dulce y queda armoniosos sonidos que acompañaban a la pieza que tocaba. Sus labios nunca me habían parecido más cautivadores; era como si se abrieran sedientos, absorbieran aquellas suaves notas que brotaban del instrumento y retornara un eco íntimo de su pura boca. ¡Así fue, si es que esto puede transmitir lo que sentí! No pude resistirlo más, me incliné y juré que nunca me atrevería a posar un beso en aquellos labios sobre los que flotaban los espíritus del cielo. Y sin embargo…, sí quiero… ¡Ja! ¿Ves? Esto es lo que tengo en mi alma como un muro… Esta ventura… Y después hundirme para expiar este pecado… ¿Pecado?

26 de noviembre

A veces me digo: «Tu destino es único; considera afortunados a los demás, porque nadie ha sufrido tal tortura». Entonces leo a algún poeta de la antigüedad y es como si viera mi propio corazón. ¡Aún tengo tanto que sufrir! Ay, ¿las personas que me han precedido ya fueron tan desdichadas?

 

30 de noviembre

¡No podré, no podré recuperar la calma! Allá donde voy siempre me encuentro con alguna aparición que me hace perder los nervios. ¡Hoy! ¡Oh, destino! ¡Oh, humanidad!

A mediodía me acerqué al río; no tenía ganas de comer. Todo estaba desierto, un viento crepuscular frío y húmedo soplaba desde las montañas y grises nubes de lluvia se adentraban en el valle. A lo lejos vi a un hombre con un abrigo verde y raído que gateaba por entre las piedras y parecía estar buscando hierbas aromáticas. Cuando me acerqué a él, se volvió al percibir el ruido que hacía y descubrí una interesante fisonomía marcada por una tristeza serena, pero que por lo demás manifestaba una inteligencia recta y notable; sus negros cabellos formaban dos rodetes sujetos con agujas y el resto estaba recogido en una trenza gruesa que le colgaba por la espalda. Inferí por su vestimenta que se trataba de una persona de baja clase social, por lo que supuse que no se tomaría a mal que me interesara por su ocupación, así que le pregunté qué estaba buscando. «Estoy buscando —respondió con un profundo suspiro— flores… y no encuentro ninguna». «Es que tampoco es la temporada», dije sonriendo. «Hay muchas flores», dijo descendiendo hacia mí. «En mi jardín hay rosas y dos tipos de madreselvas, una me la dio mi padre y crece como la mala hierba. Llevo dos días buscándolas y no las encuentro. Aquí fuera siempre hay flores, amarillas, azules y rojas, y la centaurea menor tiene una florecilla hermosa. No puedo encontrar ninguna». Me temí algo sospechoso y por eso continué mis preguntas dando un rodeo: «¿Y qué queréis hacer con las flores?». Una sonrisa temblorosa y extraña cruzó su rostro. «No se lo contéis a nadie —dijo llevándose el índice a los labios—, le he prometido un ramo a mi amada». «Eso está bien», dije. «Oh —respondió—, ella tiene muchas otras cosas, es rica». «Y sin embargo le gustan sus ramos», lo atajé. «Oh —continuó—, tiene joyas y una corona». «¿Y cómo se llama?». «¡Si los Estados Generales quisieran pagar —prosiguió sin responderme—, yo sería un hombre distinto! ¡Sí, hubo una época en la que me sentía bien! Ahora estoy acabado. Sólo soy…». Una mirada al cielo turbada por las lágrimas lo expresaba todo. «¿Así que fuisteis feliz?», pregunté. «¡Ay, desearía que volviera a ser así! ¡Entonces me sentía tan bien, tan alegre, tan ligero como un pez en el agua!». «¡Heinrich! —exclamó una anciana que venía hacia nosotros por el camino—, Heinrich, ¿dónde te habías metido? Te hemos buscado por todas partes. ¡Ven a comer!». «¿Es vuestro hijo?», pregunté acercándome a ella. «Desde luego, ¡mi pobre hijo! —respondió—. Dios me ha impuesto una pesada cruz». «¿Desde hace cuánto está así?», inquirí. «Así de tranquilo —respondió— lleva sólo medio año. Gracias a Dios se ha parado aquí, antes estuvo un año entero fuera de sí, tanto que lo tenían encadenado en el manicomio. Ahora no lo hace nada a nadie, sólo tiene tratos con reyes y emperadores. Era una persona buena y tranquila que me ayudaba con mi manutención, escribía con hermosa letra y de repente se volvió meditabundo, sufrió unas fiebres intensas, después se volvió loco y ahora está como podéis verlo. A decir verdad, señor…». Interrumpí el torrente de sus palabras con la pregunta: «¿A qué época se refiere cuando se jacta de haber sido tan feliz y de haberse sentido tan bien allí?». «¡Pobre loco! —exclamó con una sonrisa compasiva—, se refiere a la época en la que estuvo completamente fuera de sí, siempre se vanagloria de ello; es la época que pasó en el manicomio, donde no sabía nada de su estado». Me sentí como si me hubiera alcanzado un rayo, le puse una moneda en la mano y los abandoné a toda prisa.

«¡Cuando eras feliz! —exclamé mientras caminaba a toda prisa hacia la ciudad—, ¡cuando te sentías como un pez en el agua!». Dios de los cielos, ¿es que el destino del ser humano es tal que sólo puede ser feliz antes de tener uso de razón y cuando la vuelve a perder? ¡Desdichado! Y sin embargo, ¡cómo envidio tu tristeza, la confusión de los sentidos en la que te consumes! Acudes lleno de esperanzas a recoger flores para tu reina en invierno y te entristeces porque no encuentras ninguna, y no entiendes por qué no puedes encontrarlas. Y yo…, y yo salgo sin esperanza, sin destino, y regreso de nuevo a casa tal como salí. Tú deliras pensando en qué clase de persona serías si los Estados Generales te pagaran. ¡Afortunada criatura, que puede achacar su falta de felicidad a un obstáculo terrenal! ¡Tú no sientes! No sientes que en tu corazón destrozado, en tu cerebro perturbado, yace la razón de tu miseria, contra la cual no podrían ayudarte ni todos los reyes de la tierra.

¡Debería sufrir triste muerte aquel que se burla de quien viaja buscando las fuentes más lejanas, que sólo servirán para agravar su enfermedad y hacerle más doloroso lo que le queda de vida! Aquel que se considera superior al corazón oprimido, que para librarse de sus remordimientos y desterrar los sufrimientos de su alma, realiza una peregrinación hasta el Santo Sepulcro. Cada paso que dibujan sus suelas en caminos no hoyados es una gota balsámica en su alma asustada, y con cada día de viaje soportado, su corazón suelta con mayor facilidad el lastre de sus preocupaciones. ¿Y vosotros, mercachifles de las palabras, osáis llamar a esto locura desde la comodidad de vuestras poltronas? ¡Locura! ¡Oh, Dios! ¡Tú puedes ver mis lágrimas! ¡Tuviste Tú, Tú que creaste al ser humano suficientemente pobre, tuviste también que darle hermanos que le robasen aún la poca fe que tiene en Ti, en Ti, Todopoderoso! Porque la fe en una raíz curativa, en las lágrimas de la cepa, ¿qué otra cosa es que fe en Ti, en que has dotado a todo lo que nos rodea de la fuerza para curar y aliviar que nosotros necesitamos cada hora? ¡Padre a quien no conozco! ¡Padre, que antes llenaba toda mi alma y ahora me ha dado la espalda! ¡Llámame a tu lado! ¡No calles por más tiempo! Tu silencio no detendrá esta alma sedienta. Podría un hombre, un padre, conservar su enojo si su hijo regresa inesperadamente y lo abraza y exclama: «¡Aquí estoy de nuevo, padre! No te enfades porque haya interrumpido la peregrinación a pesar de que tu voluntad era que continuara. El mundo es igual en todas partes, está formado de esfuerzo y trabajo, salario y alegría; pero esto, ¿qué tiene que ver conmigo? Sólo me siento bien donde tú estás y quiero sufrir y disfrutar en tu presencia». Y tú, querido Padre celestial, ¿lo apartarías de tu lado?

1 de diciembre

Wilhelm, la persona acerca de la cual te escribí, el feliz desdichado, era escribano del padre de Lotte y la pasión por ella, que él alimentó, ocultó, descubrió y fue motivo de su despido, es lo que le hizo perder la razón. Siente en estas secas palabras el trastorno me produjo esta historia que Albert me contó con la tranquilidad con la que tú quizá la lees.

4 de diciembre

Te lo ruego. ¿Ves? ¡Estoy acabado, no lo soporto más! Hoy estaba sentado a su lado… yo estaba sentado y ella tocaba al piano diversas melodías y ¡con una expresión! ¡Toda! ¡Toda! ¿Y qué podía hacer? Su hermana pequeña acicalaba a su muñeca sobre mi rodilla. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Me incliné y me topé con su anillo de boda… Mis lágrimas fluyeron. Y de repente comenzó aquella antigua melodía de celestial dulzura, de repente, y una sensación de consuelo recorrió mi alma, y un recuerdo del pasado, de los tiempos en los que oía la canción, los oscuros espacios intermedios de disgusto, las esperanzas decepcionadas, y entonces… Caminé de un lado a otro de la estancia, mi corazón se ahogaba de necesidad. «¡Por el amor de Dios! —dije en un ataque de vehemencia dirigido a ella—, ¡por el amor de Dios, parad!». Ella se detuvo y me miró fijamente. «Werther —me dijo sonriendo—, estáis muy enfermo, no soportáis vuestros platos preferidos. ¡Marchaos! Os ruego que os tranquilicéis». Me aparté de ella y… ¡Dios, tú conoces mi desgracia y acabarás con ella!

6 de diciembre

¡Cómo me persigue su figura! ¡Toda mi alma la siente tanto durante la vigilia como en el sueño! Aquí, cuando cierro los ojos, en mi frente, donde se concentra la capacidad interna de ver, aparecen sus ojos negros. ¡Aquí! No puedo expresarlo. Si cierro los ojos están ahí; como un mar, como un abismo, descansan ante mí, en mí, colmando los sentidos de mi frente.

¿Qué es el hombre, ese semidiós al que tanto se ensalza? ¿Acaso no le flaquean las fuerzas precisamente cuando más las necesita? Y cuando la alegría lo eleva o el sufrimiento lo hunde, ¿no lo sujetan entonces para devolverlo a su estado frío e inane precisamente en el momento en el que ansía perderse en la plenitud de lo infinito?

Del editor al lector

¡Cómo desearía que nos quedasen más restos manuscritos de los últimos y extraños días de nuestro amigo para no haberme visto obligado a interrumpir con mi narración la serie de cartas que nos legó!

Me he dedicado a recopilar noticias exactas de las bocas de aquellos que pudieran estar bien informados de su historia. Esta historia es sencilla y todas las narraciones coinciden excepto en algunos pequeños detalles: sólo difieren las opiniones de las personas participantes, ya que sus caracteres y sus juicios son distintos.

Lo que nos queda por hacer es repetir escrupulosamente aquello que hemos podido averiguar con denodado esfuerzo, intercalar la selección de las cartas dejadas por el finado y no despreciar la más pequeña de las notas encontradas, especialmente teniendo en cuenta lo difícil que resulta seguir el auténtico hilo cuando está repartida entre distintas personas, aunque la acción sea una sola.

La melancolía y el hastío habían echado raíces cada vez más profundas en el alma de Werther, entrelazándose entre sí para cobrar mayor resistencia y apoderándose poco a poco de todo su ser. La armonía de su espíritu estaba por completo destrozada, el calor y la vehemencia interior, que turbaban todas las fuerzas de su naturaleza, mostraban los efectos más adversos y acabaron sumiéndolo en un estado de desfallecimiento que sólo abandonaba para sentir mayor miedo aún, como si acabara de combatir con todos los males. El temor de su corazón consumió las restantes fuerzas de su espíritu, su vivacidad, su agudeza; se había convertido en un acompañante triste, cada vez más infeliz, y cuanto más infeliz era, más injusto era su comportamiento. Al menos esto es lo que dicen los amigos de Albert; mantienen que Werther no era capaz de apreciar el comportamiento de una persona tranquila que, tras alcanzar una fortuna deseada durante largo tiempo, desea conservar esta fortuna también para el futuro, ya que él era alguien que malgastaba cada día toda su fortuna para sufrir y estar en la miseria por la noche. Sostienen que Albert no había cambiado en tan poco tiempo, que aún era el mismo que Werther había conocido al principio y que tanto valoraba y apreciaba. Amaba a Lotte por encima de todas las cosas, estaba orgulloso de ella y también deseaba que todos la reconocieran como la criatura más maravillosa de la creación. Entonces, ¿puede tomársele a mal que deseara eliminar cualquier viso de sospecha, que en algunos momentos no deseara compartir tan valiosa posesión con nadie, aunque fuera de la forma más inocente? Admiten que Albert abandonaba a menudo la habitación de su esposa cuando Werther estaba con ella, pero no por odio o repulsión hacia su amigo, sino sólo porque tenía la impresión de que su presencia lo angustiaba.

El padre de Lotte se sintió aquejado por un mal que lo retenía en su dormitorio, por lo que envió su carruaje a buscar a su hija y ella partió. Era un hermoso día de invierno, habían caído con fuerza las primeras nieves y toda la región estaba cubierta de blanco.

Werther la siguió a la mañana siguiente para acompañarla en caso de que Albert no fuera a recogerla.

Lo benigno del tiempo apenas tuvo efecto sobre su ánimo sombrío, en su alma sentía una presión sofocante, las imágenes más tristes habitaban en su interior y su ánimo no conocía emoción que no fuera el pasar de un pensamiento doloroso al siguiente.

Como vivía en eterna insatisfacción consigo mismo, el estado de los demás le resultaba aún más preocupante y confuso. Creía haber perturbado la hermosa armonía entre Albert y su esposa y en los reproches que se hacía al respecto se mezclaba una secreta animadversión contra el marido.

Durante el camino sus pensamientos también recalaron en este asunto. «Sí, sí —se decía a sí mismo apretando los dientes—, ¡eso es el trato familiar, amigable, tierno, el gran interés, la fidelidad tranquila y duradera! ¡Es hartazgo e indiferencia! ¿Es que cualquier negocio no le atrae más que su valiosísima y deliciosa mujer? ¿Valora su suerte? ¿Sabe cuidarla como ella merece? Es suya, vale, es suya… Lo sé, como también sé otras cosas; creía haberme acostumbrado a la idea, pero me seguirá poniendo furioso, terminará asesinándome… ¿Y perdura su amistad por mí? ¿Es que no ve en mi dependencia de Lotte un ataque a sus derechos? ¿No encuentra en mis atenciones con ella un reproche tácito? Lo sé, puedo sentirlo, no le gusta verme, desea que me aleje, mi presencia le resulta fastidiosa».

 

Tan pronto mantenía un paso veloz, como se detenía en silencio y parecía querer darse la vuelta, pero siempre acababa continuando su camino hacia delante. Y con estos pensamientos y estas conversaciones consigo mismo, llegó al fin, aunque en cierto modo contra su voluntad, al pabellón de caza.

Traspasó la puerta, preguntó por el anciano y por Lotte; encontró la casa sumida en cierta agitación. El chico mayor le dijo que había sucedido una desgracia en Wahlheim, que habían asesinado a un campesino, noticia que no impresionó a Werther lo más mínimo. Entró en la sala y encontró a Lotte ocupada en persuadir al anciano, quien pese a su enfermedad quería dirigirse allí para investigar el caso en el lugar mismo de los hechos. Aún se desconocía al autor, habían encontrado el cadáver por la mañana ante la puerta; tenían la presunción de que el finado era mozo de una viuda que antes había tenido a otro a su servicio al que había echado de la casa por haberle causado algún disgusto.

Cuando Werther oyó esto actuó con energía. «¿Será posible? —exclamó—, debo ir allí, no puedo detenerme ni un instante». Se apresuró a Wahlheim, cada recuerdo cobraba vida y no dudó ni por un momento que el autor del delito era aquel con quien había hablado alguna vez y a quien había acabado tomando tanto cariño.

Para llegar a la taberna donde habían depositado el cuerpo debía pasar por entre los tilos y el paso por ese lugar que hasta entonces tanto había amado le produjo una enorme tristeza. Aquel umbral sobre el que habían jugado a menudo los niños del vecindario estaba manchado de sangre. El amor y la fidelidad, los dos sentimientos humanos más hermosos, se habían convertido en violencia y asesinato. Los fuertes árboles se erguían desnudos y cubiertos de escarcha, los hermosos setos que se abovedaban por encima de los muros del cementerio habían perdido las hojas y los huecos que dejaban permitían ver las tumbas vestidas de nieve.

Mientras se acercaba a la taberna ante la cual se había congregado todo el pueblo, un grito rompió de repente el silencio. A lo lejos se veía un grupo de hombres armados y alguien exclamó que habían encontrado al asesino. Werther se fijó y ya no tuvo dudas. Sí, era el mozo que tanto amaba a aquella viuda y a quien había encontrado hacía algún tiempo con aquella rabia contenida, con una secreta desesperación rondándole.

«¡Qué has hecho, desdichado!», exclamó Werther dirigiéndose al preso. Éste lo miró tranquilo, guardó silencio y al final respondió impasible: «Nadie la tendrá, ella no tendrá a nadie». Llevaron al preso a la taberna y Werther se marchó a toda prisa.

Debido a la violenta y terrible conmoción, todo su ser fue presa de una gran agitación. Inmediatamente desaparecieron su tristeza, su mal humor, su indiferente resignación. La compasión cobró una fuerza irresistible en su interior y un indescriptible deseo de salvar a aquel hombre se apoderó de él. Lo veía como un ser desafortunado e inocente incluso en su condición de criminal, y había interiorizado su situación de tal manera que estaba seguro de poder convencer también a los demás. Deseaba hablar en su favor, el discurso más entusiasta pugnaba por salir de sus labios; se dirigió a toda prisa al pabellón de caza y por el camino no pudo evitar pronunciar en voz alta todo lo que imaginaba que le diría al corregidor.

Cuando entró en la estancia se encontró allí a Albert, lo que lo confundió durante un instante, aunque pronto se tranquilizó y le presentó su opinión al corregidor con el ardor de su convencimiento. Éste sacudió varias veces la cabeza, y a pesar de que Werther expuso con la mayor viveza, pasión y sinceridad todo lo que puede decirse para disculpar a una persona, no logró conmover lo más mínimo al corregidor, como era de esperar. Más aún: ni siquiera permitió a nuestro amigo que terminara su alegato, rebatió sus argumentos con empeño y le reprobó que protegiera a un asesino. Le mostró que su postura llevaría a la abolición de todas las leyes y la seguridad del estado se iría a pique, añadiendo además que en un caso como aquél tampoco podía hacer nada sin echarse sobre sí la mayor de las responsabilidades, y que debía procederse de manera ordenada, siguiendo el procedimiento prescrito.

Werther no se rindió aún y le pidió al corregidor que se limitara a mirar hacia otro lado si intentaban ayudar a escapar a aquel hombre. El corregidor también rechazó esta propuesta. Albert participó al fin en la conversación defendiendo también la postura del anciano: Werther quedó en minoría y se retiró con gran pesar después de que el corregidor le dijera varias veces: «¡No, ya no hay salvación para él!».

El efecto que estas palabras debieron causarle es algo que podemos constatar en la nota que se encontró entre sus papeles, y que seguramente escribió aquel mismo día:

¡Ya no hay salvación para ti, desdichado! Ya veo que no hay salvación para nosotros.

A Werther le desagradaron en extremo las palabras de Albert con respecto al caso del preso en presencia del corregidor: creía haber percibido en ellas cierta susceptibilidad en su contra. A pesar de que su inteligencia, tras cierta reflexión, consideraba que aquellos dos hombres podían tener razón, tenía la sensación de que coincidir con ellos y ceder era como renegar de algo que formaba parte de la esencia misma de su ser.

Entre sus papeles encontramos una nota relacionada con esto y que quizá describa el conjunto de su relación con Albert:

¿Qué más da que me repita a mí mismo una y otra vez que es una persona buena y amable, cuando me destroza por dentro? No puedo ser justo.

Como era una tarde agradable y el tiempo indicaba el comienzo del deshielo, Lotte y Albert decidieron regresar a pie. Por el camino ella miró a su alrededor en varias ocasiones, como si echara de menos la compañía de Werther. Albert comenzó a hablar de él, lo reprendía aunque sin llegar a ser injusto con él. Lamentó su desdichada pasión y deseó que se alejara de ellos. «También lo deseo por nosotros», dijo. «Y te ruego —continuó— que consideres darle otro rumbo a su comportamiento contigo, reduciendo la frecuencia de sus visitas. Está llamando la atención de la gente y sé que ya han hablado al respecto en algunos círculos». Lotte permaneció callada y Albert pareció comprender el significado de su silencio; al menos a partir de entonces ya no mencionó a Werther y cuando ella hablaba de él, abandonaba la conversación o cambiaba de tema.

La infructuosa visita que Werther había hecho para salvar a aquel infeliz fue el último resplandor de una luz que se extinguía. Se hundió aún más en el dolor y la inacción y se ponía fuera de sí especialmente cuando oía que le podrían llamar como testigo en contra del hombre que ahora negaba los hechos.