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100 Clásicos de la Literatura

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—Adelante —invitó Oz.



—Vengo en busca de mi valor —anunció el felino al entrar.



—Muy bien, iré a buscarlo —contestó el hombrecillo.



Fue hacia un armario y del estante más alto retiró una botella rectangular cuyo contenido vertió en un tazón de oro verdoso muy bien trabajado. Poniéndolo delante del León Cobarde —que lo olió como si no le agradara —le dijo:



—Bebe.



—¿Qué es?



—Verás —fue la respuesta—, si lo tuvieras en tu interior sería valor. Naturalmente, ya sabes que el valor está siempre dentro de uno, de modo que a esto no se le puede llamar realmente coraje hasta que lo hayas bebido. Por lo tanto, te aconsejo que lo bebas lo antes posible.



Sin vacilar un momento más, el León bebió hasta vaciar el contenido del tazón.



—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó Oz.



—Lleno de coraje —repuso el León, y regresó muy contento al lado de sus amigos para hacerles partícipes de su gran alegría.



Una vez solo, Oz sonrió al pensar en el éxito que acompañó a su tentativa de dar al Leñador, al Espantapájaros y al León exactamente lo que cada uno creía desear.



—¿Cómo puedo evitar ser un farsante cuando toda esta gente me hace creer cosas que todos saben que son imposibles? —dijo—. Fue fácil satisfacer los deseos del Espantapájaros, el León y el Leñador, porque ellos imaginan que soy omnipotente. Pero se necesitará algo más que imaginación para llevar a Dorothy de regreso a Kansas, y estoy bien seguro que no sé cómo puede hacerse.





CAPÍTULO 17



LA PARTIDA DEL GLOBO





Pasaron tres días sin que Dorothy tuviera noticias de Oz, y fueron días muy tristes para la niñita aunque sus amigos se sentían felices y contentos. El Espantapájaros se afanaba de las ideas que bullían en su cabeza. Al andar de un lado a otro, el Leñador sentía el corazón que le golpeaba el pecho, y dijo a Dorothy que había descubierto que era un corazón más bondadoso y tierno que el que tenía cuando era de carne y hueso. El León afirmaba no tener miedo a nada en la tierra y estar dispuesto a enfrentarse a un ejército de hombres o a una docena de los feroces Kalidahs. De modo que todos estaban satisfechos, excepto Dorothy, quien anhelaba más que nunca regresar a Kansas.



Para su gran júbilo, el cuarto día la mandó llamar Oz, y cuando entró en el Salón del Trono la saludó afablemente.



—Siéntate, queridita. Creo que he hallado el modo de sacarte de este país.



—¿Y de regresar a Kansas? —inquirió ella ansiosamente.



—Bueno, no estoy seguro respecto de Kansas —fue la respuesta—, pues no tengo la menor idea del rumbo a tomar; pero lo principal es cruzar el desierto, y entonces ha de ser fácil hallar el camino de regreso al hogar.



—¿Cómo puedo cruzar el desierto?



—Te diré lo que pienso —expresó el hombrecillo—. Cuando vine a este país lo hice en un globo. Tú también viniste por el aire, ya que te trajo un ciclón. Por eso creo que la mejor manera de cruzar el desierto ha de ser por el aire. Ahora bien, para mí es imposible hacer un ciclón, pero ha estado pensando en el asunto y creo que puedo hacer un globo.



—¿Cómo?



—Los globos se hacen con seda a la que se recubre de goma para que no escape el gas. En el Palacio tengo seda de sobra, de modo que no será difícil fabricar un globo. Pero en todo este país no hay gas para llenar el globo a fin de que se eleve.



—Si no se eleva no nos servirá de nada —puntualizó Dorothy.



—Verdad —contestó Oz—. Pero hay otra manera de hacerlo volar, y es llenándolo de aire caliente. No es tan bueno como el gas, pues si el aire se enfriara el globo caería en el desierto y los dos estaríamos perdidos.



—¿Los dos? —exclamó la niña—. ¿Irás conmigo?



—Sí, claro. Estoy cansado de ser tan farsante. Si saliera del Palacio mis súbditos descubrirían muy pronto que no soy un Mago, y entonces se enfadarían conmigo por haberlos engañado. Por eso tengo que permanecer encerrado en estos salones todo el día, lo cual es cansador. Más me gustaría irme a Kansas contigo y volver a trabajar en el circo.



—Con gusto acepto tu compañía —dijo ella.



—Gracias. Ahora, si me ayudas a coser las piezas de seda, empezaremos a confeccionar el globo.



Dorothy tomó aguja e hilo y, tan pronto como Oz cortaba las piezas de seda de la forma adecuada, ella las iba uniendo. Primero colocó una tira de seda verde clara, luego una verde oscura y después otra verde esmeralda, pues Oz quería dar al globo diversos matices de su color preferido. Tardó tres días en unir las piezas, pero cuando hubo terminado tenían un gran globo de seda verde de más de seis metros de largo.



Oz le pasó una mano de goma liquida por la parte interior a fin de hacerlo hermético, y luego anunció que el aeróstato estaba listo.



—Pero necesitamos la canasta para ir nosotros —manifestó.



Dicho lo cual envió al soldado de la barba verde en busca de un gran canasto de ropa, el que aseguró con muchas cuerdas a la parte inferior del globo.



Cuando todo estuvo listo, Oz hizo anunciar a sus vasallos que iba a visitar a un gran Mago colega que vivía en las nubes. La noticia cundió rápidamente por la ciudad y todos salieron a ver el maravilloso espectáculo.



Oz ordenó que llevaran el globo frente al Palacio y la gente lo miró con gran curiosidad. El Leñador había cortado un gran montón de leña que ahora encendió, y Oz mantuvo la boca inferior del globo sobre el fuego a fin de que el aire caliente que se elevaba del mismo fuera llenando la gran bolsa de seda. Poco a poco se fue hinchando el aeróstato y se elevó en el aire hasta que el canasto apenas si tocaba el suelo. Oz saltó entonces al interior del canasto y anunció en alta voz:



—Me voy a hacer una visita. Mientras falte yo, el Espantapájaros los gobernará, y les ordeno que lo obedezcan como me obedecerían a mí.



Ya para entonces el globo tiraba con fuerza de la cuerda que lo retenía sujeto al suelo, pues el aire en su interior estaba muy caliente, lo cual lo hacía mucho más liviano que el aire exterior.



—¡Ven, Dorothy! —llamó el Mago— Apúrate, antes que se vuele el globo.



—No encuentro a Toto —respondió Dorothy, quien no quería dejar a su perrito.



Toto habíase alejado por entre la gente para ir a ladrarle a un gatito, y la niña lo halló al fin, lo tomó en sus brazos y corrió hacia el globo. Estaba a pocos pasos del mismo y Oz le tendió la mano para ayudarla a subir, cuando se cortaron las cuerdas y el aeróstato se elevó sin ella.



—¡Vuelve! —gritó—. ¡Yo también quiero ir!



—No puedo volver, queridita —respondió Oz desde lo alto—. ¡Adiós!



—¡Adiós! —gritaron los presentes, y todos los ojos se alzaron hacia el Mago que cada vez se alejaba más y más hacia el cielo.



Aquella fue la última vez que vieron a Oz, el Mago Maravilloso, aunque es posible que haya llegado a Omaha con toda felicidad y se encuentre allí ahora. Pero sus vasallos lo recordaron siempre con mucho cariño.



—Oz fue siempre nuestro amigo —se decían uno a otro—. Cuando estuvo aquí construyó para nosotros esta maravillosa Ciudad Esmeralda, y ahora que se ha ido nos dejó al Sabio Espantapájaros para que nos gobierne.



Así y todo, durante mucho tiempo lamentaron la pérdida del Gran Mago y nada podía consolarlos.





CAPÍTULO 18



EN VIAJE AL SUR





Dorothy lloró amargamente al desvanecerse sus esperanzas de regresar a su hogar, mas cuando pudo pensarlo con calma se alegró de no haberse ido en el globo, y ella, tanto como sus compañeros, lamentó perder a Oz.



—En verdad sería un ingrato si no llorara al hombre que me dio este hermoso corazón que tengo —le dijo el Leñador—. Quisiera llorar un poco la pérdida de Oz, si es que me haces tú el favor de enjugarme las lágrimas para que no me oxide.



—Con gusto —respondió ella, y fue a buscar una toalla.



El Leñador lloró durante varios minutos mientras ella observaba sus lágrimas con gran atención y se las secaba. Cuando él hubo terminado, le dio las gracias y se aceitó minuciosamente con su enjoyada aceitera a fin de no correr riesgos.



El Espantapájaros era ahora el gobernante de la Ciudad y aunque no era un Mago, la gente se mostraba orgullosa de él.



—Porque no hay ninguna otra ciudad del mundo gobernada por un hombre relleno de paja —decían.



Y, que ellos supieran, estaban en lo cierto.



Un día después que el globo se hubo llevado a Oz, los cuatro amigos se reunieron en el Salón del Trono para hablar de la situación. El Espantapájaros sentóse en el gran sillón y los otros, muy respetuosos, permanecieron de pie ante él.



—No estamos tan mal —dijo el nuevo gobernante—, pues este Palacio y la Ciudad Esmeralda nos pertenecen y podemos hacer lo que nos plazca. Cuando recuerdo que no hace mucho estaba clavado en un poste en medio de un maizal y que ahora soy el gobernante de esta hermosa ciudad, me siento muy satisfecho con mi suerte.



—Yo también estoy contento con tener un corazón —manifestó el Leñador—, y en realidad era lo único que ansiaba en el mundo.



—Por mi parte me alegra saber que soy tan valiente como cualquier otra fiera... si es que no lo soy más —dijo el León con gran modestia.



—Si Dorothy se contentara con vivir en la Ciudad Esmeralda, todos podríamos ser felices —agregó el Leñador.



—Pero es que no quiero vivir aquí —protestó la niña—. Quiero regresar a Kansas y vivir con mi tía Em y mi tío Henry.



—Bien, entonces, ¿qué se puede hacer? —preguntó el Leñador.



El Espantapájaros decidió meditar al respecto, y tanto pensó que los alfileres y agujas empezaron a sobresalirle por la coronilla. Al fin dijo:

 



—¿Por qué no llamas a los Monos Alados y les pides que te lleven por sobre el desierto?



—¡Jamás se me ocurrió! —exclamó Dorothy con gran alegría—. Es lo más indicado. Iré a buscar el Gorro de Oro.



Poco después regresó con el Gorro al Salón del Trono y dijo las palabras mágicas que en muy poco tiempo atrajeron a la banda de Monos Alados, los que entraron volando por la ventana abierta y se detuvieron frente a ella.



—Es la segunda vez que nos llamas —dijo el Rey, inclinándose ante la niñita—. ¿Qué deseas de nosotros?



—Quiero que me lleven volando a Kansas —pidió Dorothy.



Pero el Mono Rey meneó la cabeza.



—Eso es imposible —contestó—. Sólo pertenecemos a este país y no podemos dejarlo. Aún no ha habido ningún Mono Alado en Kansas, y supongo que jamás lo habrá, pues no pertenecemos a ese lugar. Con mucho gusto te serviremos en lo que esté a nuestro alcance, pero no podemos cruzar el desierto. Adiós.



Y, haciendo otra reverencia, el Mono Rey extendió sus alas y se fue por la ventana con sus súbditos a la zaga.



Dorothy estuvo a punto de llorar a causa del desengaño sufrido.



—He malgastado el encanto del Gorro de Oro para nada, pues los Monos Alados no pueden ayudarme —dijo.



—Es doloroso de veras —murmuró el bondadoso Leñador.



El Espantapájaros estaba pensando de nuevo, y su cabeza se agrandaba tanto que Dorothy temió que estallara.



—Llamemos al soldado de la barba verde y pidámosle consejo —dijo al fin el hombre de paja.



Llamaron al soldado, quien entró en el Salón del Trono con gran timidez, pues mientras Oz estaba allí, jamás se le permitió que pasara de la puerta.



—Esta niñita desea cruzar el desierto —le dijo el Espantapájaros—. ¿Cómo puede hacerlo?



—No sabría decirlo porque nadie ha cruzado el desierto, salvo el Gran Oz —contestó el soldado verde.



—¿No hay nadie que pueda ayudarme? —preguntó Dorothy en tono ansioso.



—Glinda podría ayudarte —sugirió el soldado.



—¿Quién es Glinda? —quiso saber el Espantapájaros.



—La Bruja del Sur. Es la más poderosa de todas y gobierna a los Quadlings. Además, su castillo se halla al borde del desierto, de modo que tal vez ella sepa cómo cruzarlo.



—Glinda es una Bruja Buena, ¿verdad? —dijo la niña.



—Los Quadlings la quieren mucho, y ella es buena con todos —contestó el soldado—. Me han dicho que es una mujer hermosa que sabe mantenerse joven a pesar de los años que ha vivido.



—¿Cómo puedo llegar a su castillo?



—El camino va directo al sur, pero dicen que está lleno de peligros para los viajeros. En el bosque hay bestias salvajes y una raza de hombres extraños a quienes no les gusta que los forasteros crucen sus tierras. Por esta razón nunca viene ninguno de los Quadlings a la Ciudad Esmeralda.



El soldado se retiró entonces, y el Espantapájaros manifestó:



—A pesar de los peligros, parece que lo más conveniente es que Dorothy viaje a las tierras del Sur y pida a Glinda que la ayude, porque de otro modo jamás podrá volver a Kansas:



—Seguro que has estado pensando otra vez —comentó el Leñador.



—Así es —repuso el Espantapájaros.



—Yo iré con Dorothy —declaró el León—. Estoy cansado de la ciudad y extraño el bosque y los campos. Ya saben que soy una fiera salvaje. Además, Dorothy necesitará a alguien que la proteja.



—Eso es verdad —concordó el Leñador—. Mi hacha podría serle útil, de modo que iré con ella a la tierra del Sur.



—¿Cuándo partimos? —preguntó el Espantapájaros.



—¿Tú también vas? —preguntaron sorprendidos.



—Claro que sí. De no ser por Dorothy, no tendría cerebro. Ella me sacó del poste en el maizal y me trajo a la Ciudad Esmeralda, así que le debo mi buena suerte y jamás la dejaré hasta que haya partido hacia Kansas de una vez por todas.



—Gracias —agradeció Dorothy—. Son muy bondadosos conmigo, y me gustaría partir lo antes posible.



—Nos iremos mañana por la mañana —dijo el Espantapájaros—. Ahora vamos a prepararnos; el viaje será largo.





CAPÍTULO 19



EL ATAQUE DE LOS ARBOLES BELICOSOS





La mañana siguiente Dorothy se despidió con un beso de la bonita doncella verde y después saludaron todos al soldado de la barba que los había acompañado hasta la puerta. Cuando el guardián volvió a verlos, se extrañó mucho de que quisieran salir de la hermosa ciudad para correr nuevas aventuras; pero en seguida les quitó los anteojos, que volvió a guardar en la caja verde, y les deseó muy buena suerte.



—Ahora eres nuestro gobernante —dijo al Espantapájaros—. Así que debes volver lo antes posible.



—Lo haré si puedo —fue la respuesta—. Pero primero debo ayudar a Dorothy a regresar a su hogar.



Al despedirse del bondadoso guardián, la niña le dijo:



—Me han tratado muy bien en tu bonita ciudad, y todos han sido muy buenos conmigo. No sé cómo agradecerles.



—No lo intentes siquiera, querida —repuso él—. Nos gustaría conservarte con nosotros, pero, ya que deseas regresar a Kansas, espero que encuentres el camino.



Abrió entonces la puerta exterior y los amigos salieron por ella para emprender su viaje.



El sol brillaba con todo su esplendor cuando nuestros amigos se volvieron hacia el Sur; estaban todos muy animados y reían y charlaban alegremente. A Dorothy la alentaba de nuevo la esperanza de regresar al hogar, y el Espantapájaros y el Leñador se alegraban de poder serle útiles. En cuanto al León, aspiró el aire libre con deleite y agitó la cola fuertemente, lleno de alegría al hallarse de nuevo en campo abierto. Toto, por su parte, corría alrededor de todos ellos y se alejaba a veces persiguiendo mariposas, sin dejar de ladrar en ningún momento.



—La vida de la ciudad no me sienta —comentó el León mientras iban marchando a paso vivo—. He perdido kilos mientras estuve allá, y ahora estoy ansioso por demostrar a las otras fieras lo valiente que soy.



Se volvieron entonces para lanzar una última mirada a la Ciudad Esmeralda, y todo lo que pudieron ver fue el perfil de las torres y campanarios detrás de los muros verdes y, muy por encima de todo, la cúpula enorme del Palacio de Oz.



—La verdad es que Oz no era malo como mago —dijo el Leñador al sentir que el corazón le golpeteaba dentro del pecho.



—Supo darme un cerebro, y muy bueno por cierto —manifestó el Espantapájaros.



—Si él hubiera tomado la misma dosis de valor que me dio a mí —terció el León—, habría sido un hombre muy valiente.



Dorothy no dijo nada. Oz no había cumplido la promesa que le hiciera, aunque hizo todo lo posible, de modo que lo perdonaba. Como él mismo decía, era un buen hombre, aunque de mago no tuviera nada.



El primer día de viaje los llevó a través de los verdes campos salpicados de flores que se extendían alrededor de la Ciudad Esmeralda. Aquella noche durmieron sobre la hierba, sin otra manta que las estrellas que brillaban en el cielo; sin embargo, descansaron muy bien.



En la mañana continuaron andando hasta llegar a un espeso bosque al que parecía imposible rodear, pues se extendía a izquierda y derecha tan lejos como alcanzaba la vista. Además, no se atrevían a desviarse de la ruta directa por temor de extraviarse. De modo que empezaron a buscar un punto por el cual fuera fácil entrar en el bosque.



El Espantapájaros, que iba a la cabeza del grupo, descubrió al fin un corpulento árbol dotado de ramas tan extendidas hacia los costados que por debajo podrían pasar todos ellos. Al observar el espacio libre, encaminóse hacia el árbol, mas cuando llegaba debajo de las primeras ramas, éstas se inclinaron y se enroscaron en su cuerpo, levantándolo acto seguido para arrojarlo con fuerza hacia donde se hallaban sus compañeros de viaje.



Aunque esto no le hizo daño, no dejó de sorprenderlo, y el pobre hombre de paja parecía un tanto atontado cuando Dorothy lo ayudó a levantarse.



—Allí hay otro espacio entre los árboles —anunció el León.



—Déjenme probar a mi primero —pidió el Espantapájaros pues no me hace daño que me arrojen a tierra.



Así hablando, encaminóse hacia el otro árbol, pero las ramas lo apresaron inmediatamente y volvieron a arrojarlo al suelo.



—Es muy extraño —dijo Dorothy—. ¿Qué podemos hacer?



—Parece que los árboles han decidido luchar contra nosotros para impedir nuestro viaje —comentó el León.



—Creo que ahora voy a probar yo —dijo el Leñador.



Se echó el hacha al hombro y fue hacia el primero de los árboles que tan mal había tratado al Espantapájaros. Cuando una gruesa rama descendió para apoderarse de él, el hombre de hojalata le asestó un tajo tan feroz que la cortó en dos. En seguida empezó el árbol a sacudir todas sus otras ramas como si estuviera muy dolorido, y el Leñador pudo pasar por debajo sin ninguna dificultad.



—¡Vamos! —les gritó a los otros—. ¡Aprisa!



Todos se adelantaron a la carrera y pasaron debajo del árbol sin sufrir el menor daño, salvo Toto, al que apresó una rama pequeña que lo sacudió hasta hacerlo aullar, pero el Leñador la cortó sin demora, liberando así al perrito.



Los otros árboles del bosque no hicieron nada para impedir su paso, razón por la cual los viajeros comprendieron que sólo la primera hilera podía doblar sus ramas hacia abajo, y probablemente eran los guardianes del bosque, dotados de aquel maravilloso poder a fin de mantener alejados a los intrusos.



Los cuatro amigos marcharon tranquilamente por entre los árboles hasta llegar al otro lado del bosque, y allí, para su gran sorpresa, se hallaron frente a un alto muro que parecía de porcelana blanca. Era tan pulido como la superficie de un plato y se elevaba muy por encima de las cabezas de todos ellos.



—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dorothy.



—Fabricaré una escalera —manifestó el Leñador—, pues no cabe duda que debemos pasar por sobre ese muro.





CAPÍTULO 20



EL DELICADO PAÍS DE PORCELANA





Mientras el Leñador hacía la escalera con troncos delgados que halló en el bosque, Dorothy acostóse a dormir, pues la larga caminata habíala fatigado. El León también se echó a descansar y Toto se acurrucó a su lado.



El Espantapájaros se quedó mirando al Leñador mientras éste trabajaba.



—No se me ocurre por qué razón está aquí este muro ni de qué está hecho —le dijo.



—No canses tu cerebro ni pienses en el muro —repuso el Leñador—. Cuando lo hayamos salvado, ya sabremos lo que hay detrás de él.



Al cabo de un tiempo estuvo lista la escalera, que parecía un tanto rústica, aunque el Leñador afirmó que era fuerte y serviría para lo que la necesitaban. El Espantapájaros despertó a los durmientes y les dijo que ya tenían los medios para subir a lo alto del muro. El mismo subió primero, pero lo hizo con tanta torpeza que Dorothy tuvo que seguirlo de cerca a fin de evitar que se cayera. Cuando su cabeza sobrepasó la parte superior de la pared, el hombre de paja exclamó:



—¡Cielos!



Siguió subiendo y se sentó en lo alto del muro, mientras que Dorothy ascendía tras él y exclamaba también:



—¡Cielos!



Después subió Toto y en seguida empezó a ladrar, pero Dorothy le hizo callar al instante.



Después subió el León y el último fue el Leñador, y ambos exclamaron "¡Cielos!", como los otros, no bien hubieron mirado por encima del muro. Cuando se hallaban todos sentados en lo alto, formando una hilera, miraron hacia abajo y vieron un espectáculo sumamente extraño.



Ante ellos se extendía una región cuyo suelo era tan suave, reluciente y blanco como la superficie de un gran plato. Diseminadas por los alrededores había numerosas casas de porcelana pintadas de los colores más vivos que pueda uno imaginar. Las viviendas eran pequeñas, y el techo de la más alta difícilmente podría llegar a la cintura de Dorothy. Veíanse también bonitos graneros rodeados por cercas de porcelana, y abundaban las vacas, ovejas, caballos, cerdos y gallinas, todos del mismo material.



Pero lo más extraño de todo eran las personas que vivían en aquella región de maravillas. Había jovencitas que cuidaban las vacas y otras encargadas de las ovejas, todas ataviadas con vestidos de brillantes colores salpicados de lunares dorados, y princesas de vistosos ropajes de plata, oro y púrpura, y pastores con calzones hasta las rodillas, pintados de rosa, amarillo y azul, y príncipes tocados de coronas enjoyadas y luciendo capas de armiño y jubones de satén, y cómicos payasos de raras vestimentas, mejillas pintadas y extraños gorros cónicos. Pero lo más extraño era que toda aquella gente estaba hecha de porcelana, y el más alto de ellos apenas si alcanzaba a la altura de la rodilla de Dorothy.

 



Al principio ninguno prestó atención a los viajeros, salvo un diminuto perro de porcelana púrpura que se acercó al muro y les ladró con voz apenas audible, luego de lo cual se alejó corriendo.



—¿Cómo bajamos? —preguntó Dorothy.



La escala era tan pesada que no pudieron levantarla, de modo que el Espantapájaros se dejó caer a tierra y los otros saltaron sobre él a fin de que el duro suelo no les dañara los pies. Cuando estuvieron todos abajo, levantaron al Espantapájaros, que estaba completamente aplastado, y le dieron forma de nuevo.



—Tenemos que cruzar este lugar tan extraño si queremos llegar al otro lado —dijo Dorothy—. No sería prudente tomar otro rumbo que no sea el más directo hacia el sur.



Empezaron a marchar por el país de porcelana y lo primero con que se encontraron fue una delicada jovencita de porcelana que estaba ordeñando una vaca. Cuando se acercaron, la vaca coceó de pronto y derribó el banquillo, el balde y aun a la joven, y todo ello cayó al piso de porcelana con gran estrépito.



A Dorothy le dolió mucho ver que la vaca habíase roto una pata, y que el balde estaba hecho añicos, mientras que la pobre doncella tenía roto el codo izquierdo.



—¡Ea! —exclamó la joven en tono indignado—. ¡Mira lo que has hecho! A mi vaca se le ha roto una pata y tendré que llevarla al remendón para que se la pegue. ¿Cómo te atreves a venir aquí y asustar así a mi animal?



—Lo siento muchísimo —contestó Dorothy—. Te ruego que nos perdones.



Pero la bonita doncella estaba demasiado enfadada para responder. Levantó la pata rota y, sin decir palabra, se llevó a su vaca que cojeaba sobre sus tres patas restantes. Al alejarse lanzó varias miradas de reproche por sobre el hombro a los torpes forasteros.



Dorothy sintióse bastante apenada por el accidente.



—Tendremos que ser muy cuidadosos en este país —dijo el bondadoso Leñador—. De otro modo podríamos lastimar sin remedio a sus bonitos habitantes.



Un poco más adelante Dorothy se encontró con una princesa maravillosamente vestida, la que se detuvo de pronto al ver a los intrusos y luego empezó a alejarse aprisa.



Como quería verla un poco mejor, Dorothy echó a correr tras ella. Pero la jovencita de porcelana se puso a gritar:



—¡No me persigas! ¡No me persigas!



Su vocecilla denotaba tanto temor que Dorothy se detuvo y le preguntó:



—¿Por qué no?



—Porque si corro podría caerme y hacerme pedazos —respondió la princesa, deteniéndose también, aunque a cierta distancia.



—¿Pero no podrían remendarte?



—Sí, pero una nunca queda tan bonita como es después que la componen.



—Supongo que no —admitió Dorothy.



—Ahí tienes al señor Bromista, uno de nuestros payasos —continuó la princesa de porcelana—. Siempre trata de pararse sobre su cabeza y se ha roto el cuerpo tantas voces que está remendado en cien lugares diferentes, y ahora ya no es nada bonito. Allí lo tienes, puedes verlo con tus propios ojos.



En efecto, acercábase a ellos un gracioso payaso en miniatura, y al observarlo bien, Dorothy notó que, a pesar de sus bonitas ropas de vistosos colores, estaba cubierto de rajaduras que corrían en todos sentidos e indicaban que había sido remendado muchísimas veces.



El payaso se puso las manos en los bolsillos y, luego de inflar las mejillas y saludarles con varias inclinaciones de cabeza, declamó:



—Hermosa damita,



¿por qué miras así



al pobre señor Bromista?



¿Acaso tragaste una vara



que estás tan dura y erguida?



—¡Calle usted, señor! —ordenó la princesa—. ¿No ve que son forasteros y merecen ser tratados con respeto?



—Bueno, yo respeto, yo respeto —repuso el Payaso, y en seguida se paró sobre su cabeza.



—No le hagas caso —pidió la princesa a Dorothy—. Se ha golpeado mucho la cabeza y eso lo tiene atontado.



—No le haré caso —dijo Dorothy—. Pero tú eres tan hermosa que creo que podría llegar a quererte muchísimo. ¿Me permitirías llevarte a Kansas y ponerte sobre la repisa de la chimenea de mi tía Em? Podría llevarte en mi cesta.



—Lo cual me haría muy desdichada —respondió la princesa—. Te diré, aquí en nuestro país vivimos bien y podemos hablar y movemos a voluntad. Pero cuando nos sacan de esta región se nos endurecen las coyunturas y lo único que podemos hacer es permanecer rígidos y mostramos bonitos. Claro que es lo único que se espera de nosotros cuando estamos sobre repisas, mesas y en vitrinas, pero en nuestro propio país vivimos mucho mejor.



—¡Por nada del mundo querría hacerte desdichada! —exclamó Dorothy—. Así que me limitaré a decirte adiós.



—Adiós —contestó la princesa.



Los cuatro amigos marcharon con gran cuidado por el país de porcelana. Los diminutos animales y todos los pobladores se apartaron a toda prisa de su camino, temerosos de que aquellos forasteros los rompieran, y al cabo de una hora o más, los viajeros llegaron al límite de la región y se encontraron con otro muro de porcelana.



Empero, éste no era tan elevado como el primero y, parándose sobre el lomo del León, todos pudieron llegar a lo alto de la pared. Después el felino encogió sus patas y dio un tremendo salto para salvar el obstáculo. Al hacerlo, derribó con la cola una hermosa iglesia de porcelana y la hizo pedazos.



—Es una lástima —dijo Dorothy—, pero en realidad creo que tuvimos suerte en no haber causado otros males que la pata rota de una vaca y una iglesia hecha añicos. ¡Esta gente es tan frágil!



—Así es, en efecto —concordó el Espantapájaros— y yo me alegro de estar hecho de paja y a prueba de golpes. En el mundo hay destinos peores que el ser un Espantapájaros.





CAPÍTULO 21



EL LEÓN LLEGA A SER EL REY DE LAS BESTIAS





Luego de bajar del muro de porcelana, los viajeros se hallaron en una región desagradable, llena de pantanos y cubierta de altas hierbas malolientes. Resultaba difícil caminar sin caer en hoyos llenos de barro, pues las malezas eran tan tupidas que ocultaban el suelo. Sin embargo, como observaron las mayores precauciones, pudieron pasar sin accidentes hasta llegar a terreno sólido. Allí parecía la región más silvestre que nunca, y al cabo de una larga y cansadora caminata por entre las malezas, entraron en una selva donde los árboles eran mucho más grandes y añosos que los que habían visto hasta entonces.



—Esta selva es encantadora —declaró el León, mirando en torno suyo con gran placer—. Jamás he visto un lugar más atractivo.



—Parece un poco tétrico —observó el Espantapájaros.



—Nada de eso —repuso el León—. Me gustaría pasar aquí el resto de mi vida. Fíjate en lo mullidas que son las hojas secas y en lo verde que es el musgo que se adhiere a esos viejos árboles. Ninguna bestia salvaje podría desear un hogar mejor que éste.



—Quizás haya animales salvajes —comentó Dorothy.



—Supongo que los hay —contestó el León—, pero no veo a ninguno.



Marcharon por el bosque hasta que la oscuridad les impidió continuar andando. Dorothy, Toto y el León se tendieron a dormir, mientras que el Leñador y el Espantapájaros montaron guardia como de costumbre.



Al llegar la mañana, partieron de nuevo, y antes de haber avanzado mucho empezaron a oír un sonido sordo como el gruñir de muchos animales salvajes. Toto lanzó un gemido bajo, pero los otros no se atemorizaron, y siguieron por una senda bien marcada hasta llegar a un claro en el que se hallaban reunidos centenares de animales salvajes de todas las especies imaginables. Había tigres y elefantes, osos y lobos y zorros, así como todos los otros ejemplares que solemos ver en la Historia Natur