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100 Clásicos de la Literatura

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—¿Cómo? ¿Qué haces? —balbució la mariscala, a la vez sorprendida y alegre por aquellas maneras.

Él contestó:

—Sigo la moda, me reformo.

Se tendió ella sobre el diván y continuó riendo con sus besos.

Pasaron la tarde mirando, desde sus ventanas, a la gente en la calle. Él la llevó a cenar al Trois Frères Provençaux. La comida fue larga, exquisita. Regresaron a pie, a falta de coche.

Con la noticia de un cambio de ministerio, París se había transformado. Todo el mundo estaba contento. Circulaban los paseantes, y las lamparillas de cada piso daban una claridad como en pleno día. Los soldados volvían lentamente a sus cuarteles, fatigados y tristes. Les saludaban gritando «¡Vivan los de línea!», y ellos seguían sin contestar. En la guardia nacional, por el contrario, los oficiales, rojos de entusiasmo, blandían sus sables, vociferando «¡Viva la reforma!», y aquella frase, cada vez que la oían, hacía reír a los dos amantes. Frédéric bromeaba; estaba muy alegre.

Por la calle Duphot alcanzaron los bulevares. Faroles a la veneciana, colgados de las casas, formaban guirnaldas de fuego. Un hormigueo confuso se agitaba debajo; en medio de esta sombra, en algunos sitios, brillaba la blancura de las bayonetas. Se elevó en esto un gran murmullo. La muchedumbre era demasiado compacta; el regreso directo, imposible, y entraban en la calle Caumartin cuando de repente se oyó, detrás de ellos, un ruido semejante al crujido de una inmensa pieza de seda que se desgarra. Era el fusilamiento en el bulevar de los Capuchinos.

—¡Ah! Se elimina a algunos burgueses —dijo Frédéric tranquilamente, porque hay situaciones en que el hombre menos cruel se halla tan desligado de los demás, que vería perecer al género humano sin un solo latido de su corazón.

La mariscala, colgada de su brazo, apretaba los dientes, declarándose incapaz de dar veinte pasos más. Entonces, por un refinamiento del rencor, para más ultrajar en su alma a la señora Arnoux, él la llevó hasta el hotel de la calle Tronchet, a la habitación preparada para la otra.

Las flores no se habían estropeado; el guipure se había extendido sobre el lecho. Sacó del armario las pantuflas. Rosanette encontró muy delicadas aquellas atenciones.

Hacia la una se despertó por algunos movimientos lejanos y le vio sollozar, con la cabeza hundida en la almohada.

—¿Qué tienes, amor mío?

—Demasiada felicidad —dijo Frédéric—. ¡Hacía tanto tiempo que te deseaba!

****

TERCERA PARTE

I

El ruido de un tiroteo le sacó bruscamente de su sueño, y a pesar de las instancias de Rosanette, Frédéric, a la fuerza, quiso ir a ver lo que pasaba. Bajó los Campos Elíseos, de donde los tiros habían salido. En la esquina de la calle Saint-Honoré, algunos hombres de blusa le detuvieron, gritando:

—¡No, por ahí, no; al Palacio Real!

Frédéric los siguió. Las verjas de la Asunción estaban arrancadas. Más lejos vio tres baldosas en medio de la vía: el principio de una barricada, indudablemente; después, cascos de botellas y paquetes de alambre para dificultar el paso de la caballería. De repente se adelantó de una callejuela un joven alto y pálido, cuyos cabellos negros flotaban sobre su espalda, cubierta con una especie de envoltura o capa de lunares de color. Llevaba un fusil largo, de soldado, y corría sobre las puntas de sus pantuflas, con todo el aire de un sonámbulo y listo como un tigre. De cuando en cuando se oía una detonación.

La víspera, por la noche, el espectáculo del carromato que contenía cinco cadáveres recogidos entre los del bulevar de los Capuchinos había cambiado las disposiciones del pueblo; y mientras que en las Tullerías los ayudantes de campo se reemplazaban, y Molé, en los preliminares de formar nuevo gabinete, no volvía, y Thiers procuraba constituir otro, y el rey enredaba, vacilaba y daba luego a Bugeaud el mando general para impedir que se saliera de él, la insurrección, como dirigida por un solo brazo, se organizaba formidablemente. Los hombres de frenética elocuencia arengaban a la multitud en las esquinas de las calles; otros, en las iglesias, tocaban a rebato a todo vuelo; se derretía plomo, se hacían cartuchos; los árboles de los bulevares, las vespacianas, los bancos, las verjas, los faroles de gas, todo fue arrancado, destruido; París, por la mañana, estaba cubierto de barricadas. La resistencia no duró; por todas partes se interponía la guardia nacional, de tal suerte que, a las ocho, el pueblo, de buen grado o por fuerza, poseía cinco cuarteles, casi todas las alcaldías, los puntos estratégicos más seguros. Por sí misma, sin sacudidas, la monarquía se fundía en una rápida disolución; en aquellos momentos se atacaba el puesto Château-d’Eau para liberar a cinco prisioneros que no estaban allí.

Frédéric se detuvo forzosamente a la entrada de la plaza. La llenaban grupos armados. Algunas compañías de línea ocupaban las calles de Saint-Thomas y Fromanteau. Una enorme barricada desembocaba en la calle Valois. El humo que se balanceaba en sus alturas se entreabrió, asomando algunos hombres que corrían por encima con grandes gesticulaciones y que desaparecieron; después empezó el tiroteo de nuevo. El puesto respondía, sin que en su interior se viera a nadie; sus ventanas, defendidas por los postigos de encima, se hallaban agujereadas de troneras; y el monumento, con sus dos pisos, sus dos alas, su fuente en el primero y su puertecilla en medio, empezaba a mostrar manchas blancas bajo el impacto de las balas. Su escalera, de tres peldaños, estaba vacía.

Al lado de Frédéric, un hombre con gorro griego y una cartuchera por encima del chaleco de tricot disputaba con una mujer que llevaba pañuelo a la cabeza, que le decía:

—Pero quédate, quédate.

—Déjame en paz —contestaba el marido—. Tú sola puedes cuidar de la portería. Ciudadano, yo te lo pregunto: ¿tengo razón? He cumplido con mi deber en todas partes: en el mil ochocientos treinta, en el treinta y dos, en el treinta y cuatro, en el treinta y nueve. Hoy se bate la gente y es preciso que me bata. Vete.

Y la portera acabó por ceder a sus indicaciones y a las de un guardia nacional, que estaba cerca de ellos, cuadragenario, cuya fisonomía bondadosa se hallaba adornada por un collar de barba rubia. Cargaba este su arma y tiraba, hablando siempre con Frédéric, tan tranquilo en medio de la conmoción como un horticultor en su jardín. Un muchacho con una arpillera le engatusaba para que le diera cápsulas, a fin de utilizar su fusil, bonita carabina de caza que le había dado «su señor».

—Cógelas de mi espalda —dijo el ciudadano— y lárgate; vas a conseguir que te maten.

Los tambores tocaban paso de carga. Agudos gritos, hurras de triunfo se oían. Un continuo remolino hacía oscilar a la muchedumbre. Frédéric, cogido entre dos masas densas, no se movía, fascinado, además, y extremadamente entretenido. Los heridos que caían, los muertos tendidos, no tenían el aire de verdaderos heridos, de verdaderos muertos. Le parecía asistir a un espectáculo.

En medio de la marejada, por encima de las cabezas, se veía a un anciano, de negro, en un caballo blanco con silla de terciopelo. En una mano llevaba una rama verde; en la otra, un papel, sacudiéndolos obstinadamente, hasta que, desesperando al fin de hacerse entender, desapareció.

La tropa de línea había desaparecido y los municipales quedaban solos guardando el puesto. Una oleada de intrépidos se abalanzó a las gradas; arrojándose contra la puerta, vinieron otros después; la puerta, quebrantada a los golpes de las barras de hierro, retumbaba; los municipales no cedían. Pero una calesa atestada de hierba seca, y que ardía como una gigante antorcha, fue arrastrada hasta los muros; se trajeron, deprisa, leños, paja y un barril de alcohol. El fuego subía a lo largo de las piedras; el edificio empezó a humear por todas partes como un cráter, y grandes llamas en lo alto, entre los balaustres de la terraza, se escapaban con estridente ruido. El primer piso del Palacio Real se había llenado de guardias nacionales; de todas las ventanas de la plaza se disparaba; silbaban las balas; el agua de la fuente rota se mezclaba con la sangre y formaba charcos en el suelo; la gente resbalaba en el fango sobre los trajes, los chacós y las armas. Frédéric sintió algo blando bajo sus pies: era la mano de un sargento con capote gris, echado de cara contra el arroyo. Nuevas bandadas de gentes llegaban, incesantemente, empujando a los combatientes contra el puesto. El tiroteo se hacía desde más cerca; los comerciantes de vinos tenían abierto; a sus tiendas se iba de cuando en cuando a fumar una pipa, a beber una copa, y después se volvía a batirse. Un perro perdido aullaba, y eso hacía reír.

Frédéric se sintió movido por el choque de un hombre que, con un balazo en los riñones, cayó sobre su espalda agonizando. Ante aquel golpe, quizá dirigido contra él, se puso furioso, y al ir a precipitarse hacia delante, un guardia nacional le detuvo:

—Es inútil; el rey se acaba de marchar. Si no me cree usted… vaya a verlo.

Semejante afirmación calmó a Frédéric. La plaza Carrousel presentaba un aspecto tranquilo. El hotel de Nantes allí se alzaba como siempre, tomando a su cargo toda responsabilidad; y las casas por detrás, la cúpula del Louvre enfrente, la larga galería de madera a la derecha y el terreno baldío que ondulaba hasta las barracas de los numerosos vendedores ambulantes aparecían como anegados en el color gris del aire, donde lejanos murmullos se confundían con la bruma, mientras que, al otro extremo de la plaza, una luz cruda, que caía por una grieta de las nubes sobre la fachada de las Tullerías, recortaba blanquecinamente sus ventanas. Cerca del Arco del Triunfo había un caballo tendido, muerto. Detrás de las verjas hablaban grupos de cinco o seis personas. Las puertas del Palacio se abrieron, y los criados, en el umbral, dejaban entrar a la gente.

 

Abajo, en una salita, se servían tazas de café con leche. Algunos curiosos se sentaron junto a las mesas, bromeando; otros permanecían en pie, y entre ellos un cochero de punto, que cogió con ambas manos un bote lleno de azúcar molido, dirigió una mirada inquieta a izquierda y derecha, y luego se puso a comer vorazmente, metiendo la nariz en el gollete. En lo más bajo de la escalera principal, un hombre escribía su nombre en un registro. Frédéric le reconoció por la espalda.

—¡Anda! ¡Hussonnet!

—Pues sí —respondió el bohemio—. Me introduzco en la corte. Buena broma, ¿eh?

—Sí; subamos.

Y llegaron a la sala de los mariscales. Los retratos de aquellos ilustres, excepto el de Bugeaud, agujereado en el vientre, estaban todos intactos. Se veían apoyados en su espada, una cureña de cañón detrás y en actitudes formidables, conformes con las circunstancias. Un reloj grande señalaba la una y veinte minutos.

De repente sonó La Marsellesa. Hussonnet y Frédéric se asomaron a la barandilla. Era la gente, que se precipitaba por la escalera, sacudiendo, en oleadas vertiginosas, las cabezas desnudas, los cascos, los gorros encarnados, bayonetas y hombros, tan impetuosamente, que las gentes desaparecían en aquella masa hirviente que subía sin cesar, como un río golpeado por una marea de equinoccio, con un largo mugido, bajo una impulsión irresistible. Arriba se esparció la gente y cesó el canto.

No se oía más que el pisar de los zapatos y el cabrilleo del resonar de los gritos. La muchedumbre, inofensiva, se contentaba con mirar; pero, de cuando en cuando, un codo rompía un cristal, o un vaso, o una estatua rodaba de una consola al suelo. Las maderas crujían con el peso. Todas las caras estaban coloradas y por ellas corrían gordas gotas de sudor. Hussonnet hizo la siguiente observación:

—Los héroes no huelen bien.

—Es usted provocativo —contestó Frédéric.

Y, empujados a su pesar, penetraron en una habitación, donde colgaba del techo un dosel de terciopelo encarnado. Debajo del trono estaba sentado un proletario de barba negra, con la camisa desabrochada, con el aire divertido y estúpido de un mono; algunos más subían las gradas para sentarse en aquel sitio.

—¡Qué mito! —dijo Hussonnet—. Vea usted al pueblo soberano.

El sillón fue levantado en brazos y atravesó balanceando toda la sala.

—¡Caray, cómo se mueve! La nave del Estado está presa de un mar tempestuoso y se balancea que da gusto.

Lo habían acercado a una ventana y, en medio de silbidos, lo tiraron.

—¡Pobre viejo! —dijo Hussonnet, viéndole caer al jardín, de donde prontamente fue recogido para ser enseguida trasladando hasta la Bastilla y quemado.

Entonces estalló una frenética alegría, como si en sustitución del trono hubiera aparecido un porvenir de ilimitada dicha; y el pueblo, menos por venganza que para firmar su posesión, rompió, destruyó los espejos y las colgaduras, las lámparas, los candelabros, las mesas, las sillas, los taburetes, todos los muebles, hasta los álbumes de dibujo, hasta las cestas de tapicería. Puesto que eran victoriosos, hacía falta que se divirtieran. Los niños se embozaban irónicamente con encajes y casimires. Redecillas de oro se arrollaban en las mangas de las blusas; sombreros con plumas de avestruz adornaban la cabeza de los herreros; cintas de la Legión de Honor servían de cinturón a las prostitutas. Cada cual manifestaba su capricho: unos bailaban, otros bebían. En el cuarto de la reina, una mujer daba pomada a su pelo; detrás de un biombo, dos aficionados jugaban a los naipes; Hussonnet señaló a Frédéric un individuo que fumaba su pipa con los codos apoyados en un balcón; y el delirio redoblaba sus ruidos continuos de porcelanas hechas pedazos, trozos de cristal que sonaban al rebotar, como las tablillas de vidrio de una armónica.

Después, el furor ensombreció. Una curiosidad obscena hizo rebuscar todos los gabinetes, todos los rincones, abrir todos los cajones. Los galeotes hundieron sus brazos en la cama de las princesas y se retorcían encima, consolándose de no poder atropellarlas. Otros, de más siniestra fisonomía, andaban por allí silenciosamente, intentando robar algo; pero la multitud era demasiado numerosa. Por los huecos de las puertas solo se veía, en la hilera de las habitaciones, la oscura masa del pueblo entre los dorados, envuelta en una nube de polvo. Todos los pechos jadeaban, el calor se hacía más y más sofocante; los dos amigos, temiendo ahogarse, salieron.

En la antesala, en pie sobre un montón de vestidos, estaba una prostituta, como la estatua de la libertad; inmóvil, con los grandes ojos abiertos, espantosa.

Habían dado tres pasos fuera, cuando un pelotón de guardias municipales con sus capotes se adelantó hacia ellos y, retirando sus gorras policíacas, dejando al descubierto sus cráneos algo calvos, saludaron al pueblo con solemnidad. Ante aquel testimonio de respeto, los desharrapados vencedores se inflaron. Hussonnet y Frédéric no dejaron, tampoco ellos, de experimentar cierto placer.

El ardor los animaba. Volvieron al Palacio Real. Delante de la calle Fromanteau se veían, enterrados en la paja, cadáveres de soldados. Pasaron cerca impasiblemente, sintiéndose hasta orgullosos de verlos con buen aspecto.

El Palacio se hallaba lleno de gente. En el patio interior ardían siete hogueras. Se arrojaban por las ventanas pianos, cómodas y relojes. Bombas de incendio lanzaban el agua hasta los tejados. Algunos forajidos trataban de cortar las mangas con sus sables. Frédéric invitó a un politécnico a que se opusiera. El politécnico no comprendió; parecía, además, imbécil. Alrededor, en las dos galerías, el populacho, dueño de las bodegas, se entregaba a una horrible borrachera. El vino corría por arroyos; los boyons bebían en fondos de botella y vociferaban, tambaleándose.

—Salgamos de aquí —dijo Hussonnet—; esta gente me da asco.

A lo largo de la galería de Orléans yacían por el suelo los heridos sobre colchones, sirviéndoles de mantas cortinas de púrpura, y vecinas del barrio les traían caldos, ropa.

—¡No importa! —dijo Frédéric—. Yo encuentro al pueblo sublime.

El gran vestíbulo estaba lleno de un torbellino de gentes furiosas; los hombres querían subir a los pisos superiores para acabar de destruirlo todo; los guardias nacionales, en las escaleras, se esforzaban por contenerlos. El más intrépido era un cazador con la cabeza desnuda, el pelo de punta, el correaje destrozado. Su camisa se veía entre el pantalón y la levita y se movía en medio de los demás con encarnizamiento.

Hussonnet, que tenía la vista penetrante, reconoció a Arnoux desde lejos.

Después se fueron al jardín de las Tullerías para respirar con más libertad. Se sentaron en un banco, y allí permanecieron durante algunos minutos con los ojos cerrados, de tal modo aturdidos que no tenían fuerzas para hablar. Los transeúntes a su alrededor se juntaban. La duquesa de Orléans había sido nombrada regente; todo había concluido, y las gentes experimentaban esa especie de bienestar que sigue a los desenlaces rápidos, cuando en cada una de las buhardillas del palacio aparecieron algunos criados desgarrando sus libreas, que arrojaban al jardín en señal de abjuración. El pueblo les gritaba y ellos se retiraron.

La atención de Frédéric y de Hussonnet se distrajo con la vista de un gran mozo que andaba deprisa entre los árboles, con un fusil a la espalda; la cartuchera, sujetándole a la cintura su marinera roja. Volvió la cabeza y era Dussardier, que se arrojó en sus brazos.

—¡Ah, qué felicidad, amigos míos! —Y no pudo decir otra cosa, tanto era lo que palpitaba de alegría y de cansancio.

Hacía cuarenta y ocho horas que estaba en pie. Había trabajado en las barricadas del Barrio Latino, se había batido en la calle Rambuteau, había salvado a tres dragones, había entrado en las Tullerías con la columna Dunoyer, se había trasladado después a la Cámara y luego al ayuntamiento.

—De allí vengo. ¡Todo va bien; el pueblo triunfa! Los obreros y la clase media se abrazan. ¡Ah, si supierais lo que he visto! ¡Qué gentes más valientes! ¡Qué hermoso es esto! —Y, sin advertir que no tenía armas, añadió—: Muy seguro estaba de encontraros allí. ¡Aquello fue duro por un momento! ¡Pero no importa! —Una gota de sangre le corría por la mejilla, y a las preguntas de los otros, contestó—: Nada; el rasguño de una bayoneta.

—Sin embargo, es preciso que se cuide usted.

—¡Bah! Yo soy fuerte; ¿qué es esto? La República se ha proclamado; ahora seremos felices. Algunos periodistas que hace poco hablaban delante de mí decían que se va a liberar Polonia e Italia. No más reyes, ¿comprenden ustedes? ¡Toda la tierra libre, toda la tierra libre! —Y abrazando todo el horizonte de una sola mirada, separó sus brazos en actitud triunfante. Pero una larga hilera de hombres corría por la terraza, a orillas del agua—. ¡Caramba! Se me olvidaba que los fuertes están ocupados. Es preciso que vaya allí, adiós. —Se volvió para gritarles, blandiendo su fusil—: ¡Viva la República!

De las chimeneas del Palacio se escapaban enormes torbellinos de humo negro que arrojaban chispas. El repique de las campanas a lo lejos parecían balidos asustados. A izquierda y derecha, por todas partes, los vencedores descargaban sus armas. Frédéric, aunque no fuese guerrero, sintió agolparse su sangre gala. El magnetismo de las muchedumbres entusiastas le había contagiado. Aspiraba voluptuosamente el aire tormentoso, lleno de los olores de la pólvora, y, sin embargo, se estremecía a los efluvios de un amor inmenso, de una ternura suprema y universal, como si el corazón de la humanidad entera hubiera palpitado en su pecho.

—Ya quizá será tiempo —dijo Hussonnet, bostezando— de ir a instruir a las poblaciones.

Frédéric le siguió a su oficina de correspondencia, plaza de la Bourse, y se puso a componer para el diario de Troyes una relación de los sucesos en estilo lírico, una verdadera pieza de mérito, que firmó. Después comieron juntos en una taberna. Hussonnet estaba pensativo; las excentricidades de la revolución excedían las suyas.

Después del café, cuando fueron al ayuntamiento para saber novedades, su natural truhanesco se sobrepuso. Escalaban las barricadas como gamos y contestaban a los centinelas con frases patrióticas.

Oyeron, a la luz de las antorchas, proclamar el gobierno provisional. Por fin, a medianoche, Frédéric, destrozado de fatiga, volvió a su casa.

—Y bien —dijo a su criado mientras le desnudaba—, ¿estás contento?

—Sí, señor, sin duda; pero no me satisface este pueblo en danza.

Al despertarse al día siguiente, Frédéric pensó en Deslauriers y corrió a su casa. El abogado acababa de marcharse por haber sido nombrado comisario en provincias. La víspera por la noche había llegado hasta Ledru-Rollin, y estrechándole en nombre de las Escuelas, le había arrancado una plaza, una comisión. Por lo demás, decía el portero, debía escribir la próxima semana para dar sus señas.

Después de lo cual, Frédéric se fue a ver a la mariscala.

Ella le recibió con acritud porque le supo muy mal su abandono. Su rencor se desvaneció ante reiteradas promesas de paz. Todo se hallaba ahora tranquilo, ningún motivo de temor; él la abrazaba, y ella se declaró por la República, como ya lo había hecho monseñor el arzobispo de París, y como habían de hacerlo, con una precipitación de celo maravillosa, la magistratura, el Consejo de Estado, el Instituto, los mariscales de Francia, Changarnier, el señor Falloux, todos los bonapartistas, todos los legitimistas y considerable número de orleanistas.

La caída de la monarquía había sido tan súbita que, pasada la primera estupefacción, hubo entre la clase media como cierta admiración de vivir todavía. La sumaria ejecución de algunos ladrones, fusilados sin juicio, pareció una cosa muy justa. Se repitió durante un mes la frase de Lamartine sobre la bandera roja, «que solo había dado la vuelta al Campo de Marte, mientras que la bandera tricolor» etcétera, y todos se agrupaban a su sombra, no queriendo ningún partido ver tres colores sino en la suya y prometiéndose cada cual, desde que se sintiera el más fuerte, arrancar los otros dos.

Como los negocios se hallaban en suspenso, la inquietud y la bobería llevaron a todo el mundo fuera de su casa. La sencillez de los trajes atenuaba la diferencia de los rangos sociales; el odio se ocultaba, las esperanzas se desenvolvían, la muchedumbre se sentía llena de dulzura. El orgullo de un derecho conquistado resplandecía en los rostros; se notaba una alegría de carnaval, maneras de vividor; nada era más divertido que el aspecto de París durante los primeros días.

 

Frédéric cogía del brazo a la mariscala y paseaban juntos por las calles. Ella se divertía con las rosetas que adornaban todos los ojales, los estandartes colgados de todas las ventanas, los anuncios a todo color pegados a las paredes, y de cuando en cuando echaba alguna moneda para los heridos en una bolsa puesta sobre una silla en medio de la vía. Después se detenían ante las caricaturas que representaban a Luis Felipe como tendero, como saltimbanqui, como perro, como sanguijuela. Pero los hombres de Caussidière, con su sable y su bandolera, le asustaban un poco. Otras veces se trataba de un árbol de la libertad plantado. Los señores eclesiásticos concurrían a la ceremonia, bendiciendo a la República, escoltados por sirvientes de galón de oro, y la muchedumbre encontraba aquello plausible. El espectáculo más frecuente era el de las diputaciones, de no importaba qué, que iban a reclamar algo al municipio, porque cada oficio, cada industria esperaba del gobierno el fin radical de su miseria.

Algunos, es verdad, iban al ayuntamiento para aconsejar, o felicitar, y, sencillamente, para visitar y ver funcionar la máquina.

Hacia mediados del mes de marzo, un día que atravesaba el puente de Arcole, teniendo que hacer un encargo para Rosanette en el Barrio Latino, Frédéric vio una columna de sombreros raros y largas barbas. A la cabeza, y batiendo un tambor, iba un negro, antiguo modelo de taller, y el hombre que llevaba la bandera, en que flotaba al viento la inscripción «Artistas pintores», era Pellerin.

Hizo señas a Frédéric de que le esperase, y volvió a los cinco minutos, porque tenía tiempo disponible, puesto que el gobierno recibía en aquel momento a los canteros. Él iba con sus colegas a reclamar la creación de un fórum del arte, una especie de Bolsa donde se debatirían los intereses de la estética y se producirían obras sublimes, puesto que los trabajadores pondrían en común su genio. Muy pronto, París se cubriría de monumentos gigantescos; él los adornaría; hasta había comenzado una figura de la República. Uno de sus camaradas vino a buscarle, porque los empujaba la diputación del comercio de las aves.

—¡Qué necedad! —gruñó una voz en la muchedumbre—. Siempre las mismas farsas; nada serio.

Era Regimbart, que no saludó a Frédéric, pero aprovechó la ocasión de desahogar su amargura.

El ciudadano empleaba sus días en vagabundear por las calles, retorciéndose el bigote, moviendo los ojos, aceptando y propagando noticias lúgubres y sin tener más que dos frases: «Mucho cuidado; van a arrollarnos»; o esta otra: «Caramba, escamotean la República». Se hallaba descontento de todo, y, particularmente, de que no hubiéramos recobrado nuestras fronteras naturales. El solo nombre de Lamartine le hacía encogerse de hombros. No creía a Ledru-Rollin «suficiente para el problema»; trataba a Dupont (del Eure) de viejo zorro; a Albert, de idiota; a Louis Blanc, de utopista; a Blanqui, de hombre extremadamente peligroso; y cuando Frédéric le preguntó lo que hubiera sido preciso hacer, contestó, apretándole el brazo hasta pulverizarlo:

—¡Tomar el Rin, le digo a usted; tomar el Rin, caray!

Y después se dio cuenta de la reacción. Se desenmascaraba. El saco de los castillos de Neuilly y de Suresne, el incendio de las Batignolles, los disturbios de Lyon, todos los excesos, todas las quejas se exageraban entonces, agregando, además, la circular de Ledru-Rollin, el curso forzoso de los billetes de banco, la renta bajando a sesenta francos, y, en fin, como suprema iniquidad, como último golpe, como colmo del horror, ¡el impuesto de los cuarenta y cinco céntimos! Y por encima de todo aquello, todavía había que contar el socialismo. Por más que aquellas teorías, tan nuevas como el juego de la oca, hubieran sido durante cuarenta años suficientemente debatidas para llenar las bibliotecas, asustaron a la clase media como una granizada de aerolitos, y se indignó, en virtud del odio que provoca el advenimiento de toda idea, porque es una idea, execración de la que más tarde sobreviene su glorificación y que hace que sus enemigos estén siempre debajo, por mediana que ella sea.

Entonces, la propiedad se elevó en su respeto al nivel de la religión y se confundió con Dios. Los ataques que se le dirigían parecían sacrilegio, casi antropofagia. A pesar de la legislación, la más humana que jamás hubiera, reapareció el espectro del 93, y el tajo de la guillotina vibró en todas las sílabas de la palabra República, lo que no impedía que se la despreciara por su debilidad. Francia, sintiéndose sin amo, se puso a gritar de pavor, como ciego sin palo, como niño que ha perdido su niñera.

De todos los franceses, el que más temblaba era el señor Dambreuse. El nuevo estado de cosas amenazaba su fortuna, pero sobre todo se burlaba de su experiencia. ¡Un sistema tan bueno! ¡Un rey tan discreto! ¿Era aquello posible? ¡La tierra iba a hundirse! Desde el día siguiente, despidió a tres criados, vendió sus caballos, se compró, para salir a la calle, un sombrero flexible, hasta pensó en dejar crecer su barba, y permaneció en casa postrado, repasando amargamente los diarios más hostiles a sus ideas, y se puso de tal modo sombrío, que las bromas sobre la pipa de Flocon no tenían fuerza bastante para hacerle sonreír.

En tanto que apoyo del último reinado, temía las venganzas del pueblo contra sus propiedades de la Champán, cuando recordó la lucubración de Frédéric. Entonces se imaginó que su joven amigo era un personaje influyente y que podría, si no servirle, a lo menos defenderle, de suerte que una mañana el señor Dambreuse se presentó en su casa, acompañado de Martinon.

Aquella visita no tenía más objeto, dijo, que verle y hablar con él un poco. Después de todo, se alegraba de los acontecimientos y adoptaba de todo corazón «nuestra sublime divisa: libertad, igualdad, fraternidad; siendo, como había sido siempre, republicano en el fondo». Si votaba bajo el Antiguo Régimen con el ministerio, era sencillamente por acelerar una caída inevitable. Hasta se irritó contra Guizot, «que nos ha puesto en un bonito amasijo; convengamos en ello». En cambio, admiraba mucho a Lamartine, que se había mostrado «magnífico, palabra de honor, cuando a propósito de la bandera roja…».

—Sí, ya sé —dijo Frédéric.

Después de lo cual declaró sus simpatías hacia los obreros.

«Porque en último término, más o menos, todos somos obreros». Y llevaba la imparcialidad hasta reconocer que Proudhon tenía lógica. «¡Oh, mucha lógica, qué diablo!». Luego, en la independencia y soltura de una inteligencia superior, habló de la exposición de pintura, donde había visto el cuadro de Pellerin, encontrándolo original, bien tocado.

Martinon apoyaba todas sus palabras con muestras de aprobación; también él pensaba que era preciso «aliarse francamente a la República», y habló de su padre labrador: se hacía el aldeano, el hombre del pueblo. Muy pronto llegaron a las elecciones de la Asamblea Nacional y a los candidatos del distrito de la Fortelle. El de la oposición no tenía probabilidades.

—Debería usted ocupar su plaza —dijo el señor Dambreuse.

Frédéric se sonrió.

—¿Y por qué no? Porque obtendría los sufragios de los ultras, atendidas sus oposiciones personales; el de los conservadores, por su familia. Y quizá también —añadió el banquero, sonriendo—, un poco, gracias a mi influencia.