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100 Clásicos de la Literatura

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—Adiós. Y quisiera que las dos recordaran siempre el afecto que les hemos tomado Nicole y yo.

De regreso en Villa Diana, Dick fue a su estudio y abrió los postigos, que se habían cerrado para evitar la luz fulgurante del mediodía. En las dos largas mesas, dispuestos en un ordenado desorden, estaban los materiales de su libro. El volumen I, relativo a la Clasificación, había obtenido cierto éxito en una modesta edición subvencionada. Estaba negociando su reedición. El volumen II era una versión considerablemente ampliada de su primer librito, Psicología para psiquiatras. Como le pasa a tantos hombres, había descubierto que sólo tenía una o dos ideas, y que su pequeña colección de ensayos, ya en su quincuagésima edición en alemán, contenía el germen de todos sus posibles pensamientos o conocimientos.

Pero en aquel momento aquello le inquietaba mucho. Lamentaba los años que había perdido en New Haven, pero sobre todo consideraba que había una contradicción entre el lujo cada vez mayor con que vivían los Diver y la necesidad de hacer ostentación de él, que al parecer era una de sus condiciones intrínsecas. Cuando se acordaba de la historia que le había contado su amigo rumano del hombre que se había pasado años estudiando el cerebro de un armadillo, le entraba la sospecha de que los alemanes, con lo tenaces que eran, tenían copadas las bibliotecas de Berlín y Viena y se le iban a adelantar sin ninguna consideración. Había decidido más o menos resumir su trabajo, dejándolo en el estado en que se encontraba, y publicarlo en un tomo sin bibliografía de cien mil palabras como introducción a otros tomos más eruditos que escribiría más adelante.

Hizo firme esa decisión mientras daba vueltas en su estudio entre aquellos últimos rayos de sol. De acuerdo con el nuevo plan que se había trazado, podría acabarlo todo para la primavera. Tenía la impresión de que si a un hombre de su energía le habían acosado las dudas durante todo un año era porque había algo que fallaba en el plan.

Puso las barras de metal dorado que usaba como pisapapeles sobre los montones de notas. Barrió un poco, puesto que no permitía que entrara allí ningún criado, limpió superficialmente el cuarto de aseo con Bon Ami, arregló una pantalla y puso en el buzón un pedido para una editorial de Zurich. Luego se sirvió un dedo de ginebra con doble cantidad de agua.

Vio que Nicole estaba en el jardín. Tenía que ir a hablar con ella y quedó paralizado ante esa perspectiva. Delante de ella tenía que mantener una fachada impecable, tanto en aquel momento como al día siguiente, semana tras semana y año tras año. En París la había tenido toda la noche en sus brazos mientras ella dormía con un sueño ligero bajo los efectos del luminal. En la madrugada interrumpió su estado de confusión incipiente antes de que pudiera cobrar forma, hablándole con ternura a fin de que se sintiera protegida, y ella se volvió a dormir, rozándole la cara con el perfume cálido de su pelo. Antes de que se despertara, lo había arreglado todo por teléfono en la habitación contigua. Rosemary se tenía que ir a otro hotel. Volvía a ser la «niña de papá» y ni siquiera se iba a despedir de ellos. El propietario del hotel, el señor McBeth, iba a ser como los tres monos chinos. Al mediodía, después de hacer las maletas en medio de las cajas y el papel de envolver acumulados tras las muchas compras, Dick y Nicole habían salido para la Riviera.

Pero la reacción llegó más tarde. Mientras se acomodaban en el coche-cama, Dick se dio cuenta de que Nicole le estaba esperando, y cuando se produjo, apenas salido el tren de la estación, fue una reacción fulminante y desesperada. Lo único que deseaba Dick en aquel momento era bajarse en marcha aprovechando que el tren aún iba despacio e ir corriendo en busca de Rosemary, ver lo que estaba haciendo. Se puso las gafas, abrió un libro e hizo como que se enfrascaba en su lectura, consciente de que Nicole, con la cabeza apoyada sobre su almohada, estaba enfrente de él, observándole. Como le resultaba imposible concentrarse en el libro, fingió estar cansado y cerró los ojos, pero Nicole seguía observándole, y a pesar de que estaba adormecida por los efectos del calmante que había tomado, se sentía aliviada y casi feliz de que él volviera a ser suyo.

Con los ojos cerrados era incluso peor, pues notaba una sensación rítmica de encontrar y perder algo, encontrarlo y volver a perderlo, encontrarlo y volver a perderlo, pero para que Nicole no se diera cuenta de su desasosiego, siguió inmóvil en aquella postura hasta la hora del almuerzo. Con el almuerzo las cosas se arreglaron; la comida era siempre buena ¡y eran tantas las veces que habían comido juntos en hosterías y restaurantes, trenes, cantinas de estación y aviones! El apresuramiento, tan familiar ya, de los camareros del tren, las botellas pequeñas de vino y agua mineral y la excelente comida de la línea Paris-Lyon-Mediterranée les crearon la ilusión de que nada había cambiado, y sin embargo, era prácticamente el primer viaje que hacía con Nicole que era un huir de algo y no un ir hacia algo. Mientras hablaban de la casa y de los niños, Dick se bebió una botella entera de vino salvo un vaso que se tomó Nicole. Pero en cuanto regresaron al compartimiento se hizo entre ellos un silencio semejante al del restaurante de enfrente de los jardines de Luxemburgo. Cuando tratamos de retroceder ante algo que nos causa dolor, parece que nos veamos obligados a recorrer de nuevo en sentido inverso el mismo camino que nos llevó hasta allí. Dick sentía un desasosiego que no había experimentado nunca. De repente, Nicole dijo:

—No estuvo nada bien dejar a Rosemary como la dejamos. ¿Tú crees que no le habrá pasado nada?

— ¡Qué le va a pasar! Sabe cuidar de sí misma perfectamente.

Pero para que Nicole no pudiera interpretar aquello como un juicio negativo sobre su capacidad de hacer lo propio, añadió inmediatamente:

—Al fin y al cabo, es una actriz, y por mucho que su madre ande siempre detrás de ella, tiene que saber arreglárselas por sí sola.

—Es muy atractiva.

—Es una cría.

—Pero atractiva.

Mantenían una conversación deshilvanada en la que cada uno expresaba los pensamientos del otro.

—No es tan inteligente como yo pensaba —sugirió Dick.

—Es bastante lista.

—No tanto. Sigue habiendo en ella algo muy infantil.

—Desde luego es muy… muy bonita —dijo Nicole, con aire indiferente pero subrayando cada palabra—, y me pareció que estaba muy bien en la película.

—Estaba bien dirigida. Pensándolo bien, no parecía tener mucha personalidad.

—Yo creo que sí la tenía. Se entiende perfectamente que los hombres la encuentren muy atractiva.

A Dick se le hizo un nudo en la garganta. ¿Qué hombres? ¿Cuántos hombres?

¿Te importa que baje las cortinas?

No, al contrario. Entra demasiada luz.

¿Dónde estará ahora? ¿Y con quién?

—Dentro de unos pocos años va a parecer diez años mayor que tú.

—Al contrario. Hice un dibujo de ella una noche en un programa de teatro, y creo que se va a conservar por muchos años.

Esa noche ninguno de los dos podía dormir. En cuanto pasaran unos días, Dick iba a tratar de desterrar de su vida el fantasma de Rosemary antes de que fuera a habitar con ellos, pero de momento no se sentía con fuerzas para hacerlo. A veces resulta más difícil privarse de un dolor que de un placer, y el recuerdo le obsesionaba tanto que, por el momento, lo único que podía hacer era seguir fingiendo. Esto le resultaba doblemente difícil porque en esos días estaba irritado con Nicole, la cual, después de tantos años, tendría que notar cuándo le venían los primeros síntomas de depresión y hacer lo posible por combatirlos. En un plazo de dos semanas había tenido dos crisis nerviosas; la primera de ellas, la noche que dieron la cena en Tarmes, cuando la encontró en su dormitorio presa de una risa histérica diciéndole a la señora McKisco que no podía entrar en el cuarto de baño porque había arrojado la llave al pozo. La señora McKisco se había quedado atónita y parecía ofendida, pero a la vez, pese a estar desconcertada, se había mostrado comprensiva en cierto modo. En esa ocasión Dick no se había preocupado especialmente porque Nicole parecía estar avergonzada de lo que había pasado. Ella misma llamó al hotel de Gausse, pero los McKisco ya se habían ido.

La crisis de París ya era otra cosa, pues a la luz de ella la primera cobraba más importancia. Parecía anunciar un nuevo ciclo, un nuevo recrudecimiento del trastorno. Después de la tremenda zozobra, no relacionada en absoluto con su profesión de médico, que había experimentado Dick durante la larga recaída de Nicole a raíz del nacimiento de Topsy, se había visto obligado a endurecerse con respecto a ella y a establecer una perfecta separación entre la Nicole enferma y la Nicole sana. Pero eso hacía que le resultara difícil distinguir entre su actitud meramente profesional, que usaba como capa protectora, y aquella especie de frialdad que estaba empezando a sentir. Del mismo modo que la indiferencia, independientemente de que la cultivemos o dejemos que se atrofie, termina por producir un vacío, Dick se había acostumbrado a sentirse vacío de Nicole y cuidaba de ella contra su voluntad sin permitir que en ello intervinieran para nada sus sentimientos. Se habla de que las heridas cicatrizan, estableciéndose un paralelismo impreciso con la patología de la piel, pero no ocurre tal cosa en la vida de un ser humano. Lo que hay son heridas abiertas; a veces se encogen hasta no parecer más grandes que un pinchazo causado por un alfiler, pero siguen siendo heridas. Las marcas que deja el sufrimiento se deben comparar más bien a la pérdida de un dedo o la pérdida de visión en un ojo. Puede que en algún momento no notemos que nos faltan, pero el resto del tiempo, aunque los echemos de menos, nada podemos hacer.

 

XII

Dick encontró a Nicole en el jardín con los brazos cruzados a la altura de los hombros. Le miró directamente con sus ojos grises en los que había algo de curiosidad infantil.

—He estado en Cannes —dijo Dick—, y me he encontrado a la señora Speers. Se marcha mañana. Quería venir a despedirse de ti, pero la disuadí.

—Lo siento. Me hubiera gustado verla. Me es simpática.

— ¿A que no sabes a quién más he visto? A Bartholomew Tailor.

— ¡No!

—Era imposible no reconocer esa cara de viejo zorro. Andaba buscando por todas partes a la fauna del Ciro’s. El año que viene se van a presentar todos aquí. Ya sospechaba yo que la señora Abrams era una especie de avanzadilla.

—Cada vez que pienso lo escandalizada que estaba Baby el primer verano que vinimos.

—En realidad, les importa un comino estar en un sitio o en otro. No sé por qué no se quedan tranquilamente en Deauville a pasar frío.

— ¿Por qué no empezamos a esparcir rumores de que hay una epidemia de cólera o algo así?

—Le dije a Bartholomew que ciertas clases de personas se morían aquí como moscas. Que un lameculos dura menos que el que dispara una ametralladora en una guerra.

— ¿De verdad se lo dijiste?

—No —reconoció—. Estuvo muy amable. Tenías que habernos visto, dándonos la mano allí en el bulevar. Era como el encuentro de Sigmund Freud con Ward McAllister.

Dick no tenía ganas de hablar: deseaba estar solo y ponerse a pensar en su trabajo y en el futuro para no pensar en el amor y en el presente. Nicole lo sabía, pero sólo de una manera confusa y trágica, y el instinto la llevaba a odiarle un poco al mismo tiempo que deseaba restregarse contra su hombro.

—Un encanto de persona —dijo Dick por decir algo.

Entró en la casa y olvidó de pronto qué era lo que le había hecho ir allí. Luego recordó que había sido el piano. Se sentó silbando y tocó de oído:

Te imagino en mis rodillas,

con té para dos y dos para el «ti»,

y yo para ti y tú para mí.

Pero con la melodía le vino de repente la idea de que al escucharle, Nicole iba a adivinar enseguida que sentía nostalgia de las dos últimas semanas. Se interrumpió en una nota cualquiera y se levantó del piano.

Era difícil decidir a dónde ir. Paseó la mirada por la casa, que era obra de Nicole y se había pagado con el dinero de su abuelo. Lo único que le pertenecía a Dick era su estudio y el terreno en el que éste se levantaba. Con tres mil dólares al año y lo poco que le iba llegando de sus publicaciones tenía para vestirse, para sus gastos, para abastecer la bodega y para sufragar la educación de Lanier, que por el momento sólo consistía en pagar el sueldo de la institutriz. Cada vez que habían pensado en mudarse de sitio, Dick había calculado la parte que le correspondía en los gastos. A fuerza de llevar una vida bastante ascética, de viajar en tercera cuando iba solo, de comprar el vino más barato y procurar que la ropa le durara, aparte de castigarse cada vez que hacía un gasto superfluo, había conseguido mantener una cierta independencia económica. Pero siempre se llegaba a un punto en que las cosas se complicaban: una y otra vez tenían que decidir juntos en qué emplear el dinero de Nicole. Naturalmente, Nicole, que deseaba que Dick fuera propiedad suya y que nunca se moviera de donde estaba, alentaba cualquier signo de flojedad por su parte y constantemente le estaba inundando de regalos y dinero. La idea de construir aquella casa sobre el acantilado, que había empezado como una fantasía en la que un día se habían recreado, era un ejemplo típico de las fuerzas que los separaban de los simples arreglos en que habían convenido en un principio en Zurich.

Del «¿no sería estupendo que…?», habían pasado al «¡qué estupendo va a ser cuando…!».

Y después de todo, no era tan estupendo. Dick había llegado ya a no distinguir entre lo que era su trabajo y los problemas de Nicole y, por si fuera poco, los ingresos de ella habían aumentado con tal rapidez últimamente que parecían empequeñecer su propio trabajo. Además, con el objetivo de que Nicole se curara, había fingido durante muchos años adaptarse a una estricta vida de familia de la que cada vez se sentía más alejado, y seguir fingiendo resultaba más arduo en aquel ambiente de suave inmovilidad, en el que se veía inevitablemente sometido a un examen microscópico. Que Dick no pudiera ya tocar en el piano lo que le apeteciera era una indicación de que la vida transcurría por cauces cada vez más estrechos. Permaneció largo rato en la gran sala escuchando el zumbido del reloj eléctrico, escuchando el paso del tiempo.

En noviembre las olas ennegrecieron y saltaban por encima del malecón al paseo marítimo; el poco ambiente veraniego que aún quedaba desapareció y las playas presentaban un aspecto melancólico y desolado bajo el mistral y la lluvia. El hotel de Gausse estaba cerrado por reformas y ampliaciones y las obras del casino de verano de Jean-les-Pins habían avanzado mucho y presentaban un aspecto imponente. Cada vez que iban a Cannes o a Niza, Dick y Nicole conocían gente nueva: miembros de orquestas, dueños de restaurantes, entusiastas de la horticultura, navieros —pues Dick se había comprado una vieja lancha— y miembros del Sindicato de Iniciativas. Conocían bien a sus criados y se preocupaban de la educación de los niños. En diciembre Nicole parecía estar ya restablecida. Después de haber pasado un mes sin tensiones, sin labios apretados, sonrisas incomprensibles u observaciones de significado insondable, se fueron a los Alpes suizos a pasar las fiestas de Navidad.

XIII

Antes de entrar, Dick se sacudió con la gorra la nieve que cubría su traje de esquiar azul oscuro. El gran salón, en cuyo suelo habían dejado sus huellas, como picadura de viruelas, innumerables botas de suela claveteada a lo largo de dos decenios, había sido despejado para el baile de la hora del té, y un grupo numeroso de americanos jóvenes, internos en colegios de los alrededores de Gstaad, brincaba al alegre compás de No traigas a Lulú o tenía un estallido violento al atacar la orquesta un charlestón. Formaban una colonia de gente joven y adinerada pero de gustos sencillos: los verdaderamente ricos, los que hacían de su riqueza una profesión, estaban en Saint-Moritz. Baby Warren consideraba que había hecho un gran sacrificio reuniéndose allí con los Diver.

Dick localizó fácilmente a las dos hermanas en el salón delicadamente embrujado que parecía balancearse suavemente. Destacaban como un anuncio publicitario, espléndidas en sus trajes de esquiar, azul celeste el de Nicole y rojo ladrillo el de Baby. El joven inglés que estaba con ellas les estaba diciendo algo, pero ellas no prestaban atención: estaban contemplando fascinadas aquel baile de adolescentes.

El rostro de Nicole, encendido por la nieve, se iluminó aún más cuando vio a Dick.

— ¿Dónde está?

—Ha perdido el tren. Tendré que volver más tarde. Dick se sentó y cruzó las piernas, balanceando una de sus botas pesadas sobre la rodilla.

—Las dos juntas resultáis realmente impresionantes. De vez en cuando me olvido de que estamos en el mismo grupo y me llevo una impresión tremenda al veros.

Baby era una mujer alta y atractiva, obsesionada por la proximidad de la treintena. Era sintomático que hubiera arrastrado desde Londres a dos hombres para que la acompañaran, uno de ellos apenas salido de Cambridge y el otro ya mayor y endurecido, con aspecto de libertino de la época victoriana. Baby tenía algunas de las características de la solterona típica: no soportaba el contacto físico, se sobresaltaba si alguien le tocaba de pronto y los contactos más prolongados, como besos o abrazos, pasaban directamente de su piel al primer plano de su conciencia. Hacía pocos movimientos con el tronco, con el cuerpo propiamente dicho, y en cambio, daba pataditas en el suelo y erguía la cabeza de una manera que resultaba casi anticuada. Gozaba presintiendo la muerte, prefigurada por las catástrofes que les ocurrían a sus amigos, y se aferraba con obstinación a la idea del trágico destino de Nicole.

El más joven de los dos ingleses de Baby acompañaba a las mujeres por las pistas adecuadas y las atormentaba con las carreras de trineos. Dick, que se había torcido un tobillo al intentar hacer un giro demasiado ambicioso, se sentía muy contento pasando el tiempo en la pista infantil con los niños o bebiendo kvas con un médico ruso que estaba hospedado en el hotel.

—Pásatelo bien, Dick, por favor —le instó Nicole—. ¿Por qué no te haces amigo de algunas de estas niñitas y bailas con ellas por las tardes?

— ¿Y qué les digo?

Nicole subió varios tonos su voz grave, casi ronca, para simular una coquetería quejumbrosa:

—Les dices: «Niñita, eres lo más monito que he visto». ¿Qué crees que se dice?

—No me gustan las niñitas. Huelen a jabón y a caramelo de menta. Cuando bailo con ellas me siento como si estuviera empujando un cochecito de niño.

Era un tema delicado. Se cuidaba tanto de mirar para otro lado cuando había chicas jóvenes, haciendo como que no las veía, que se le notaba lo incómodo que estaba.

—Tenemos muchos asuntos que tratar —dijo Baby—. En primer lugar, hay noticias de casa: sobre los terrenos que solíamos llamar los terrenos de la estación. La compañía de ferrocarriles compró primero sólo la parte central. Acaba de comprar el resto, que era de mamá, y habrá que pensar en cómo invertir ese dinero.

Haciendo como que le molestaba el giro tan vulgar que había tomado la conversación, el inglés joven se levantó y fue hacia una chica que estaba en la pista de baile. Tras seguirle un instante con la mirada insegura de una muchacha norteamericana víctima de una incurable anglofilia, Baby continuó en tono desafiante:

—Es mucho dinero. Son trescientos mil para cada una. De mis propias inversiones me puedo ocupar yo, pero Nicole no sabe una palabra de valores y me imagino que tú tampoco.

—Tengo que irme a la estación —dijo Dick, no dándose por aludido.

Afuera inhaló la frescura de los copos de nieve que el cielo cada vez más oscuro no le permitía ya ver. Tres niños que pasaban en un trineo le gritaron algo que sonaba como aviso en una lengua desconocida; les oyó dar gritos en el siguiente recodo y, cuando apenas había dado unos pasos, oyó un ruido de cascabeles que avanzaba pendiente arriba en la oscuridad. La estación estaba vibrante de expectación con los chicos y chicas que esperaban a otros chicos y chicas nuevos y, para cuando llegó el tren, a Dick ya se le había contagiado aquel ritmo e hizo creer a Franz Gregorovius que había sacrificado media hora de una lista de placeres sin fin.

Pero el propósito que animaba a Franz era tan firme que se impuso sobre cualquier posible cambio de humor por parte de Dick. «Puede que vaya a Zurich a pasar el día», le había escrito Dick, «o tal vez puedas tú venir hasta Lausana». Franz se las había arreglado para ir hasta Gstaad.

Tenía cuarenta años. Como era una persona madura y sana de mente, sabía resultar agradable en su trato oficial, pero donde más a gusto se sentía era en el ambiente más bien sofocante de su hogar, que le daba una seguridad desde la que podía permitirse despreciar a los ricos desequilibrados que acudían a él para que los reeducara. El prestigio científico heredado le había ofrecido horizontes más amplios, pero él parecía haber optado deliberadamente por una perspectiva más humilde, ejemplarizada por el tipo de esposa que había elegido. Cuando llegaron al hotel, Baby Warren le sometió a un rápido examen y, al no hallar en él ninguno de los rasgos distintivos que respetaba, los atributos o gracias más sutiles por los que se reconocían entre sí los miembros de las clases privilegiadas, le aplicó al trato reservado para los de fuera. A Nicole siempre le imponía un poco su presencia. En cuanto a Dick, le tenía afecto como tenía afecto a todos sus amigos: sin ninguna reserva.

Al llegar la noche, se deslizaron pendiente abajo en dirección al pueblo en los pequeños trineos que cumplen el mismo propósito que las góndolas en Venecia. Su destino era un hotel en el que había una anticuada taberna suiza, toda en madera y resonante, repleta de relojes, barriles, picheles y cabezas de ciervo. En torno a las largas mesas había muchos grupos de personas, como si formaran más bien un solo grupo numeroso, que estaban comiendo fondue, una versión particularmente indigesta del rarebit galés, mitigada con un vino caliente y aromático.

 

Reinaba un ambiente de jovialidad en la gran sala. Así lo hizo notar el inglés más joven y Dick reconoció que jovialidad era la palabra exacta. El vino estimulante y cabezudo le hizo relajarse y le dio por imaginar que el mundo volvía a ser lo que había sido gracias a aquellos hombres de pelo gris salidos del alegre y desenfadado fin de siglo que cantaban viejas canciones junto al piano con voces estentóreas, aquellas voces juveniles y aquellos vistosos trajes que los remolinos de humo hacían que entonaran con el color de la sala. Por un momento tuvo la sensación de que se encontraban en un barco a punto de recalar; en los rostros de todas las muchachas se leía la misma inocente esperanza ante las posibilidades que parecían brindar la situación y la noche. Dick miró alrededor para ver si se encontraba allí una muchacha que le había llamado particularmente la atención y tuvo la impresión de que estaba en la mesa que había detrás de la suya. Enseguida se olvidó de ella, improvisó un disparate cualquiera y trató de hacer que los de su mesa lo pasaran bien.

—Tengo que hablar contigo —le dijo Franz en inglés—. No puedo estarme aquí más de veinticuatro horas.

Ya sabía yo que te traías algo entre manos.

—Tengo un plan que es… ¡maravilloso!

Franz le puso la mano a Dick en la rodilla.

—Tengo un plan que supondría el éxito para nosotros dos.

— ¿Y en qué consiste?

—Dick: sé de una clínica que podría ser nuestra, la vieja clínica de Braun junto al lago de Zug. Todas las instalaciones son modernas, salvo en algunos pequeños detalles. Braun está enfermo. Se quiere ir a Austria, probablemente a morir. Es una oportunidad que no volverá a repetirse. Tú y yo. ¡Menudo par! Por favor, no digas nada hasta que acabe.

Dick dedujo que Baby estaba escuchando lo que decían por el fulgor amarillo que había en sus ojos.

—Es una empresa que tenemos que acometer juntos. No te ataría demasiado; te proporcionaría una base, un laboratorio, un centro. Podrías residir allí digamos la mitad del año, en los meses de buen tiempo. En invierno te podrías ir a Francia o a América y escribir tus libros con la nueva experiencia adquirida en la clínica.

Franz bajó la voz:

—Y para la convalecencia que tengan que hacer en tu familia, no hay que olvidar lo conveniente que puede ser contar con la atmósfera y la regularidad de la clínica siempre a mano.

Dick no le animó con su expresión a que siguiera enfocando por ahí la cuestión, y Franz se dio por enterado haciendo un gesto con la lengua y los labios, y luego prosiguió:

—Podríamos ser socios. Yo el administrador y tú el teórico, el brillante asesor y demás. Yo me conozco: sé que no tengo el talento que tú tienes. Pero se me considera muy capaz a mi manera; soy muy competente en los métodos clínicos más modernos. Más de una vez he estado prácticamente al frente de la vieja clínica, a veces durante meses. El profesor dice que este plan es excelente y me aconseja que no lo deje. Dice que él va a vivir eternamente y va a seguir trabajando hasta el último momento.

Dick trataba de ver mentalmente las posibilidades de aquel proyecto antes de emitir juicio alguno.

— ¿Y en cuanto al aspecto financiero? —preguntó.

Franz levantó la barbilla, las cejas, las arrugas pasajeras de la frente, las manos, los codos, los hombros; tensó los músculos de las piernas hasta que se abultó la tela de sus pantalones, puso el corazón en la garganta y la voz en el paladar.

— ¡Ésa es la cuestión! ¡El dinero! —gimió—. Yo tengo poco dinero. El precio en dinero americano es doscientos mil dólares. Los innovamientos… (no pareció quedarse muy convencido de la palabra que acababa de acuñar) que convendrás en que es necesario introducir costarán veinte mil dólares americanos. Pero la clínica es una mina de oro. Te lo digo yo, que he visto los libros de cuentas. Con una inversión de doscientos veinte mil dólares tenemos asegurados unos ingresos de…

La curiosidad de Baby era tan patente que Dick hizo que tomara parte en la conversación.

—Con tu experiencia, Baby, ¿no has notado que cuando un europeo quiere ver a un americano muy insistentemente es invariablemente para algo relacionado con dinero?

— ¿De qué se trata? —dijo ella haciéndose la inocente.

—Este joven Privat-dozent piensa que él y yo deberíamos iniciarnos en el mundo de los grandes negocios tratando de atraer a americanos ricos con depresiones nerviosas.

Franz, inquieto, no apartaba la mirada de Baby mientras Dick seguía hablando:

— ¿Y quiénes somos nosotros, Franz? Tú llevas un apellido ilustre y yo he escrito dos libros de texto. ¿Es eso suficiente para atraer a nadie? Y yo no tengo tanto dinero. Vamos, ni la décima parte.

Franz sonrió cínicamente.

—De verdad, no lo tengo. Nicole y Baby son más ricas que Creso, pero todavía no he conseguido echar mano ni a una pequeña parte de su dinero.

Todos se habían puesto a escucharles. Dick se preguntó si no estaría escuchando también la chica de la mesa de atrás. La idea le atrajo. Decidió dejar que Baby hablara por él, como se deja muchas veces a las mujeres que se pongan a discutir problemas cuya solución no está en sus manos. Baby se transformó de pronto en su abuelo, una persona fría y experimentada.

—Creo que es una propuesta que deberías considerar, Dick. No sé lo que estaba diciendo el doctor Gregory, pero a mí me parece…

La chica de la mesa de atrás se había agachado entre volutas de humo a recoger algo del suelo. Nicole, que estaba sentada enfrente de Dick, acopló su rostro al de él. Su belleza, que dudaba entre posar y posarse, afluía a su amor, siempre preparada para protegerlo.

—Piénsalo bien, Dick —insistió Franz muy agitado—. Si quieres escribir sobre psiquiatría, necesitarás tener una experiencia clínica real. Jung escribe, Bleuler escribe, Freud escribe, Forel escribe, Adler escribe, y todos están en constante contacto con trastornos mentales.

—Dick me tiene a mí —dijo Nicole riendo—. Me parece que ya es suficiente trastorno mental para un solo hombre.

—Es diferente —dijo Franz tratando de obrar con tacto.

Baby estaba pensando que si Nicole vivía cerca de una clínica no tendría que preocuparse más por ella.

—Tendríamos que estudiarlo bien —dijo.

Aunque su insolencia le hizo cierta gracia a Dick, no la dejó que siguiera.

—Es una decisión que tengo que tomar yo, Baby —dijo en tono mesurado—. De todos modos, te agradezco que quieras comprarme una clínica.

Baby, dándose cuenta de que se había entrometido, se apresuró a recoger velas.

—Desde luego, es asunto tuyo y nada más que tuyo.

—Una decisión de esta envergadura puede llevar semanas. No sé si me convence mucho la idea de vernos anclados en Zurich Nicole y yo.

Se volvió hacia Franz, previendo lo que iba a decir:

—Sí, ya sé. Zurich tiene fábrica de gas y agua corriente y luz eléctrica. Viví allí tres años.

—Bueno, mejor será que te lo pienses bien —dijo Franz—. Confío en que…

En ese momento empezaron a sonar las fuertes pisadas de un centenar de pares de botas pesadas que se dirigían hacia la puerta, y todos les siguieron los pasos. Afuera, a la nítida luz de la luna, Dick vio cómo la muchacha amarraba su trineo a uno de los tiros que había allí delante. Se apiñaron en su propio trineo y, con el restallido de las fustas, los caballos tensaron los músculos y se lanzaron a la oscuridad. Vieron pasar ante sí un revoltijo de figuras que corrían; algunas parecían de jóvenes que se empujaban unos a otros hasta hacerse caer de trineos y patines, aterrizaban en la nieve blanda y corrían jadeantes detrás de los caballos hasta que se dejaban caer exhaustos en alguno de los trineos o se quejaban a gritos de que les habían abandonado. A ambos lados los campos estaban sumidos en una calma benéfica; la cabalgata avanzaba por un espacio elevado y sin límites. Al llegar a aquellos parajes, el ruido de voces pareció decrecer, como si todo el mundo, por un instinto atávico, estuviera atento al aullido de los lobos en la inmensidad nevada.