Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Sus reacciones personales no me interesan —dijo Dohmler—. Lo que sí me interesa, y mucho, es que se ponga fin a esta supuesta «transferencia» —y al decir esto lanzó una breve mirada irónica a Franz, que éste le devolvió—. La señorita Nicole va sin duda muy bien, pero no está en condiciones de sobrevivir a lo que podría tomar como una tragedia.

Franz volvió a hacer ademán de hablar, pero el doctor Dohmler hizo que se callara con un gesto.

—Me hago cargo de que su situación es difícil.

—Efectivamente lo es.

El profesor se acomodó en su sillón y se echó a reír, y antes de que se hubiera apagado el eco de su risa, dijo, con un brillo malicioso en sus penetrantes ojillos grises:

A lo mejor es que también usted se ha visto complicado sentimentalmente.

Consciente de que se le quería sonsacar algo, Dick también se echó a reír.

—Es una muchacha muy bonita. A todos nos afectan esas cosas en mayor o menor grado. No tengo ninguna intención de…

Una vez más quiso hablar Franz y una vez más se lo impidió Dohmler haciéndole una pregunta a Dick cargada de significado.

— ¿No ha pensado en marcharse?

—No puedo marcharme.

El doctor Dohmler se volvió a Franz.

—Entonces podríamos hacer que se fuera la señorita Warren.

—Lo que usted crea conveniente, profesor Dohmler —dijo Dick, dispuesto a ceder—. Desde luego es un problema.

El profesor Dohmler levantó el cuerpo del sillón como un hombre sin piernas que se apoyara en un par de muletas.

—Pero un problema profesional —dijo, elevando la voz pero sin alterarse.

Se volvió a sentar en su sillón con un suspiro y esperó a que dejaran de oírse en la habitación los ecos del trueno que había lanzado. Dick comprendió que la entrevista con Dohmler había alcanzado su punto culminante y no creía que a él mismo le quedaran fuerzas para poder seguir. Cuando ya habían declinado los efectos del trueno, Franz consiguió al fin intervenir.

—El doctor Diver es un hombre muy entero —dijo—. Creo que en cuanto se dé perfecta cuenta de cuál es la situación le hará frente como es debido. En mi opinión, Dick puede colaborar con nosotros aquí, sin que sea necesario que se vaya nadie.

— ¿Qué dice usted a eso? —le preguntó el profesor Dohmler a Dick.

Dick se sentía torpe, incapaz de hacer frente a la situación con elegancia. Por otra parte, en el silencio que había seguido a la declaración de Dohmler se había dado cuenta de que aquel estado de inercia no se podía prolongar por tiempo indefinido, y de repente lo soltó todo.

—Estoy medio enamorado de ella. Incluso me he planteado casarme con ella.

— ¡Chsss! ¡Chsss! —hizo Franz.

—Espere —le advirtió Dohmler. Pero Franz se negó a esperar.

— ¡Pero qué dices! Dedicar la mitad de tu vida a ser médico y enfermero todo a la vez. ¡Ni se te ocurra! Sé perfectamente lo que pasa en esos casos. Una vez de cada veinte se va todo al traste pasado el primer impulso. Es mejor que no la vuelvas a ver nunca.

— ¿Qué piensa usted? —preguntó Dohmler a Dick.

—Franz tiene razón, eso está claro.

VII

Era ya entrada la tarde cuando acabaron de deliberar qué debía hacer Dick. Decidieron que debía mostrarse sumamente amable, pero, al mismo tiempo, suprimir todo sentimiento personal. Cuando al fin se pusieron en pie los tres médicos, a Dick se le fue la mirada hacia la ventana: al otro lado caía una lluvia ligera y en algún lugar bajo aquella lluvia estaba esperando Nicole, expectante. Salió abotonándose el cuello del impermeable y bajándose el ala del sombrero y enseguida se encontró a Nicole bajo el cobertizo de la entrada principal.

—Conozco un sitio nuevo al que podemos ir —dijo ella—. Cuando estaba enferma no me importaba quedarme dentro con los demás por la tarde. Lo que decían me parecía normal. Pero, claro, ahora los veo como enfermos y es… es…

—Pronto se irá de aquí.

—Oh, sí, pronto. Mi hermana, Beth, bueno, siempre la hemos llamado Baby, va a venir dentro de unas semanas y me va a llevar no sé adónde. Después volveré aquí para estarme un último mes.

— ¿Su hermana mayor?

—Sí. Es mucho mayor que yo. Tiene veinticuatro años. Es muy inglesa. Vive en Londres con la hermana de mi padre. Se iba a casar con un inglés pero lo mataron. No llegué a conocerlo.

Su rostro, de un dorado marfileño contra el difuso crepúsculo que pugnaba por dejarse ver a través de la lluvia, encerraba una promesa que Dick veía ahora por primera vez: los pómulos salientes, la ligera palidez, más fresca que febril, hacían pensar en un potro de raza en el que ya se percibían las formas del futuro caballo, un ser cuya vida no prometía ser únicamente una proyección de la juventud sobre una pantalla cada vez más gris, sino un proceso de crecimiento auténtico. Ese rostro seguiría siendo hermoso al llegar a la madurez, y sería hermoso en la vejez, porque tenía todo lo esencial: el dibujo de los rasgos y la estructura ósea.

— ¿Qué está mirando?

—Estaba pensando que va a ser usted bastante feliz. Nicole se asustó.

— ¿Sí? Bueno, peor de lo que me ha ido no me puede ir ya.

El lugar al que llevó a Dick era un leñero cubierto, y una vez allí se sentó con las piernas cruzadas sobre sus zapatillas de golf, envuelta en su burberry. El aire húmedo daba vigor a sus mejillas. Le devolvió la mirada a Dick con expresión grave y observó su porte más bien altanero, la forma en que se apoyaba en el poste de madera sin dejar que su cuerpo cediera del todo. Observó su rostro, que tendía de por sí a ser alegre y burlón pero él lo sometía a una disciplina constante para que pareciera serio y atento. El lado de él que parecía cuadrar con su rubicunda tez irlandesa era el que ella conocía menos; lo temía, pero era el que más deseaba explorar. Era su lado más masculino; el otro, que era su lado educado, el de un hombre siempre cortés y considerado, lo aceptaba sin pensar, como le ocurría a la mayoría de las mujeres.

—Al menos esta institución me ha servido para practicar idiomas —dijo Nicole—. He hablado en francés con dos de los médicos, en alemán con las enfermeras y en italiano, o algo parecido, con dos mujeres de la limpieza y una de las pacientes, y he aprendido mucho español con otra.

—Qué bien.

Estaba tratando de adoptar una actitud, pero no le venía ninguna que resultara lógica.

—Y también para la música. Espero que no se pensara que sólo me interesaba el ragtime. Practico todos los días; estos últimos meses he asistido a un curso en Zurich sobre la historia de la música. En realidad, era lo único que a veces me hacía soportar todo lo demás: la música y el dibujo.

De pronto se inclinó y se arrancó una tira de la suela de una de sus zapatillas que estaba suelta. Luego alzó la vista.

—Me gustaría dibujarle tal como está ahora. A Dick le entristecía que sacara a relucir todas sus habilidades para que él la aceptara.

—La envidio. Por el momento parece que no haya nada que me interese salvo mi trabajo.

—Ah, eso está bien para un hombre —se apresuró a decir—. Pero una chica, a mí me parece que tiene que cultivar todas esas pequeñas dotes para luego poder pasárselas a sus hijos.

—Supongo que sí —dijo Dick con indiferencia deliberada.

Nicole dejó de hablar. Dick deseaba que hablara para que él pudiera seguir haciendo el fácil papel de aguafiestas, pero estaba allí sentada sin decir nada.

—Ya está perfectamente bien —le dijo—. Trate de olvidar el pasado. Procure no forzar las cosas durante un año o así. Vuélvase a América y que la presenten en sociedad y enamórese. Y sea feliz.

—No me puedo enamorar.

Con la zapatilla estropeada sacó raspando un capullo de oruga pulverizado del tronco donde estaba sentada.

—Claro que puede —insistió Dick—. Tal vez no hasta que haya pasado un año o así, pero antes o después… Luego añadió, sin delicadeza alguna:

—Podrá llevar una vida completamente normal, con una casa llena de hermosos descendientes. El hecho mismo de que se haya repuesto totalmente a su edad indica que prácticamente el único problema estaba en los factores que precipitaron la crisis. Créame, jovencita, va a seguir usted al pie del cañón mucho tiempo después de que se hayan llevado a sus amigos dando gritos.

Pero había una expresión de dolor en los ojos de Nicole mientras trataba de tragar aquella píldora amarga, de aceptar aquel cruel recordatorio.

Dick estaba demasiado alterado para poder decir nada más. Miró hacia los campos de trigo e hizo un esfuerzo por recobrar su actitud distante y agresiva.

—Ya verá cómo le van bien las cosas. Todos en la clínica tienen fe en usted. El doctor Gregory está tan orgulloso de usted que probablemente…

—Odio al doctor Gregory.

—Pues no debería odiarle.

A Nicole se le había derrumbado todo su mundo, pero era un mundo frágil, apenas creado; entre las ruinas, sus sentimientos y su instinto seguían batallando. ¡Y pensar que sólo una hora antes le estaba esperando en la entrada y llevaba su esperanza en la cintura como un ramillete de flores!

Vestido, mantente tieso para él; botón, sigue en tu puesto; narciso, florece. Aire, sigue suave e inmóvil.

—Qué bien poder volver a divertirme —dijo Nicole atropelladamente.

Estaba tan desesperada que por un momento estuvo considerando la idea de hablarle de lo rica que era, de las enormes casas en las que vivía, de decirle que verdaderamente era un buen partido. Por un momento se convirtió en su abuelo, Sid Warren, el tratante de caballos. Pero no sucumbió a la tentación de confundir todos los valores y dejó que todo aquello siguiera encerrado en sus cámaras victorianas. Aunque ya no tenía un hogar al que regresar: sólo vacío y dolor.

 

—Tengo que volver a la clínica. Ya ha dejado de llover. Dick caminaba al lado de ella. Notaba lo infeliz que era y sentía deseos de beber la lluvia que rozaba sus mejillas.

—Tengo algunos discos nuevos —dijo Nicole—. Estoy deseando ponerlos. ¿Conoce…?

Dick pensó que esa noche después de la cena iba a consumar la ruptura. También tenía ganas de darle un puntapié en el trasero a Franz por ser en parte responsable de que se hubiera metido en aquella sórdida historia. Estaba esperando en el vestíbulo y siguió con la mirada una boina que no estaba mojada de esperar bajo la lluvia como la de Nicole, sino que cubría un cráneo recién operado. Debajo de ella había unos ojos humanos que se fijaron en él y se acercaron:

—Bonjour, docteur.

—Bonjour, monsieur.

—II fait beau temps.

—Oui, merveilleux.

—Vous étes ici maintenant.

—Non, pour la journée seulement.

—Ah, bon. Alors, au revoir, docteur.

Satisfecho de haber sobrevivido a otro contacto, el desdichado de la boina se alejó. Dick seguía esperando. En esto bajó una enfermera y le dio un recado.

—La señorita Warren le pide disculpas, doctor. Quiere echarse un rato. Esta noche quiere cenar en su cuarto.

La enfermera estaba pendiente de su respuesta, casi convencida de que iba a dar a entender que la actitud de la señorita Warren era patológica.

—Ah, bien. Bueno.

Trató de controlar el flujo de su propia saliva, los latidos de su corazón.

—Espero que se mejore. Gracias.

Se sentía aturdido y descontento. En cualquier caso, aquello le liberaba.

Le dejó una nota a Franz excusándose por no cenar con él y luego fue andando a campo traviesa hasta la parada del tranvía. Mientras subía a la plataforma, en aquel crepúsculo primaveral que daba un tono dorado a los rieles y al cristal de las expendedoras automáticas de billetes, tuvo la sensación de que la parada del tranvía y el hospital oscilaban entre un movimiento centrípeto y otro centrífugo. Le entró miedo. Se sintió aliviado cuando los sólidos adoquines de Zurich resonaron una vez más con sus pisadas.

Esperaba que Nicole le llamara al día siguiente, pero no dio señales de vida. Pensó que tal vez estuviera enferma y llamó a la clínica. Habló con Franz.

—Ayer bajó a comer y hoy también —dijo Franz—. Parecía algo abstraída y como en las nubes. ¿Cómo fue todo?

Dick trató de saltar sobre el abismo insondable que separa a los sexos.

—No llegamos a hablarlo, o, por lo menos, tengo la sensación de que no lo hicimos. Traté de mostrarme distante, pero no creo que nada de lo que pasó fuera suficiente para hacerle cambiar de actitud si realmente se lo ha tomado en serio.

¿Se sentía tal vez herido en su vanidad porque no había que dar el golpe de gracia?

—A juzgar por ciertas cosas que le dijo a su enfermera, tiendo a pensar que sí que lo entendió.

—Muy bien.

—Ha sido lo mejor que podía haber pasado. No parece estar sobreexcitada. Sólo un poco como en las nubes. —Perfecto.

—Dick, ven a verme pronto.

VIII

Durante las semanas siguientes Dick sintió una gran insatisfacción. El origen patológico de aquella historia y la forma maquinal en que se había resuelto le habían dejado un regusto desabrido y metálico. Se había hecho un uso indigno de los sentimientos de Nicole. ¿Y qué ocurriría si resultaba que él también había tenido esos mismos sentimientos? No le quedaba más remedio que renunciar a la felicidad por un tiempo. En sueños la veía camino de la clínica, con su ancho sombrero de paja en la mano…

En una ocasión la vio en persona. Mientras pasaba ante el Palace Hotel, un espléndido Rolls se metió en la entrada en forma de media luna. Dentro del coche, empequeñecidas por sus proporciones gigantescas y animadas por la potencia de sus cien caballos superfluos, iban Nicole y una joven que supuso que sería su hermana. Nicole le vio y por un instante entreabrió los labios con un gesto de pánico. Dick hizo un breve saludo con el sombrero y siguió su camino, pero durante un rato no oyó más que los ruidos de todos los trasgos de la Gross-Münster que lo rodeaban en sus corros. Tratando de librarse de aquella obsesión, escribió un memorando en el que se describía detalladamente el riguroso régimen que debía seguir Nicole, e incluso se apuntaba la posibilidad de una recaída debido a las tensiones a las que inevitablemente la iba a someter el mundo exterior. En definitiva, un memorando que hubiera convencido a cualquiera salvo a él, que era el que lo había escrito.

Aquel esfuerzo sirvió sobre todo para hacerle ver una vez más lo implicados que estaban sus propios sentimientos en aquella historia; en consecuencia, decidió procurarse antídotos. Uno de ellos fue la telefonista de Bar-sur-Aube, que estaba haciendo una gira por Europa, de Niza a Coblenz, en un intento desesperado por volverse a encontrar con todos los hombres que había conocido en lo que para ella habían sido unas vacaciones que nunca iba a poder repetir; otro fue hacer gestiones para regresar a su país en agosto en uno de los barcos que transportaban tropas; un tercero consistió en la consiguiente intensificación de su trabajo de corrección de pruebas para el libro que se iba a presentar aquel otoño al mundo de la psiquiatría de habla alemana.

Para Dick, ese libro pertenecía a una etapa ya superada. Lo que quería en aquel momento era adquirir más experiencia práctica en su profesión. Si conseguía una beca de intercambio tendría oportunidad de practicar bastante.

Entre tanto, tenía en proyecto una nueva obra: Ensayo de clasificación uniforme y pragmática de las neurosis y las psicosis basado en el estudio de mil quinientos casos prekrapaelinianos y postkrapaelinianos tal como podrían ser diagnosticados con arreglo a la terminología de las diferentes escuelas contemporáneas, acompañado de otro párrafo rimbombante: Con una cronología de las subdivisiones de opinión que han surgido independientemente.

En alemán ese título resultaría monumental.

Dick pedaleaba lentamente camino de Montreux, unos trechos embobado contemplando el Jugenhorn cada vez que le era posible verlo y otros cegado por los destellos del lago al fondo de los senderos que separaban los hoteles ribereños. Se percató de que había grupos de ingleses, que volvían a aparecer después de cuatro años de ausencia y andaban con miradas de sospecha como personajes de novela policíaca, como si temieran ser asaltados en aquel dudoso país por bandas entrenadas por los alemanes. Todo eran signos de construcción, de resurgimiento, en aquel montón de detritos formado por un torrente de montaña. En Berna y en Lausana, mientras bajaba al sur, le preguntaron ansiosamente si iba a haber americanos ese año. «¿Si no en junio, en agosto?».

Llevaba pantalones cortos de cuero, una camisa militar y botas de montaña. En la mochila llevaba un traje de algodón y una muda. En la estación del funicular de Glion facturó la bicicleta y se tomó una cerveza en el bar mientras miraba cómo descendía lentamente el pequeño insecto por la pendiente de ochenta grados de la montaña. Tenía sangre seca en una oreja desde la Tour de Pelz, donde había corrido a toda velocidad para ver si se mantenía en forma. Pidió alcohol y se limpió la oreja por fuera mientras llegaba el funicular a la estación. Se cercioró de que embarcaban la bicicleta, colgó la mochila en el compartimiento inferior del tren y a continuación se metió él.

Los trenes alpinos se construyen con una inclinación semejante a la que da al ala de su sombrero alguien que no desea ser reconocido. Mientras salía el agua a borbotones del depósito que había debajo del tren, Dick se maravilló de ver el ingenio de todo aquel concepto: en aquel momento otro tren complementario se estaba abasteciendo de agua en la cima y, en cuanto se soltaran los frenos, arrastraría hacia arriba al que se había descargado por la fuerza de la gravedad. Aquél al que se le ocurriera la idea estuvo, en verdad, muy inspirado. En el asiento de enfrente de Dick, una pareja de ingleses estaba hablando del cable propiamente dicho.

—Los que se fabrican en Inglaterra duran siempre cinco o seis años. Hace dos años los alemanes nos pisaron el contrato. ¿Cuánto crees que duró su cable?

— ¿Cuánto?

—Un año y diez meses. Entonces los suizos se lo vendieron a los italianos, que no llevan un control muy rígido de los cables.

—Desde luego sería terrible para Suiza que se rompiera uno de estos cables.

El encargado cerró una puerta. Luego telefoneó a su colega entre las vibraciones del cable y, con un tirón, el tren inició su ascenso en dirección a un punto que se podía ver allá arriba, sobre una colina verde esmeralda. Una vez que se elevó sobre los tejados bajos se extendió ante los pasajeros una vista panorámica de los cielos de Vaud, Valais, la Saboya suiza y Ginebra. En el centro del lago, enfriado por la corriente del Ródano que lo penetraba, estaba el verdadero centro del mundo occidental. Sobre él flotaban cisnes como botes y botes como cisnes, unos y otros perdidos en la nada de aquella implacable belleza. Era un día luminoso y el sol resplandecía sobre la playa de hierba y sobre las blancas pistas de tenis del Kursaal. Las figuras que había en las pistas no proyectaban sombra alguna.

En cuanto se alcanzaron a ver Chillon y la isla de Salagnon con su palacio, Dick volvió la vista adentro. El funicular se había elevado sobre las casas más altas de la orilla; a ambos lados, una maraña de follaje y flores culminaba a intervalos en masas de color. Era un jardín por el que pasaba el tren y en el vagón había un cartel que decía: Défense de cueillir les fleurs.

Aunque no se debían coger flores mientras se ascendía, allí estaban, al alcance de la mano. Las rosas Dorothy Perkins se metían con suavidad en cada compartimiento balanceándose lentamente con el movimiento del funicular hasta que se liberaban y, con un balanceo último, volvían a su macizo rosado. Una y otra vez penetraban en el vagón aquellas flores.

En el compartimiento de arriba, enfrente de Dick, había un grupo de ingleses de pie que lanzaba gritos de admiración ante la belleza del cielo. De pronto se produjo cierta confusión entre ellos y se apartaron para dejar pasar a una pareja joven que, entre disculpas, consiguió hacerse sitio en el compartimiento de atrás del funicular: el de Dick. El joven tenía aspecto de italiano y ojos de ciervo disecado. La muchacha era Nicole.

Con tanto esfuerzo, los dos trepadores se habían quedado sin aliento. Mientras se sentaban, entre risas, y obligando a los dos ingleses a apretarse en un rincón, Nicole dijo hola. Estaba preciosa. Dick se dio cuenta inmediatamente de que algo había cambiado; enseguida vio que era su pelo sedoso, que se lo había cortado a lo Irene Castle, ahuecado y con rizos. Llevaba un suéter azulete y una falda de tenis blanca. Era como la primera mañana de mayo y no quedaba en ella ni rastro de su paso por la clínica.

— ¡Uf! —dijo jadeante—. ¡Caray con el guardia! Seguro que nos detienen en la próxima parada. El doctor Diver, el conde de Marmora.

— ¡Caray! —volvió a exclamar, todavía sin aliento, mientras se palpaba el nuevo peinado—. Mi hermana compró billetes de primera. Para ella es una cuestión de principio.

Cambió una mirada con Marmora y luego siguió, a gritos:

—Pero primera es esa especie de coche fúnebre detrás del conductor, rodeado de cortinas por si se pone a llover, así que no se puede ver nada. Pero mi hermana es tan digna.

Nicole y Marmora volvieron a reír con ese aire de complicidad de los jóvenes.

— ¿Adónde van? —preguntó Dick.

—A Caux. ¿Usted también?

Nicole se fijó en la vestimenta que llevaba.

— ¿La bicicleta esa que llevan ahí delante es suya? —Sí. Voy a correr cuesta abajo el lunes.

— ¿Y me va a llevar en el manillar? Lo digo en serio. ¿Sí? Podría ser lo más divertido del mundo.

— ¡Pero yo te bajo en brazos si quieres! —protestó vivamente Marmora—. O te llevo en patines. O si no, te lanzo y caes lentamente, como una pluma.

A Nicole se le iluminó el rostro. ¡Oh, volver a ser una pluma en lugar de una plomada, flotar en lugar de arrastrarse! Contemplarla era todo un espectáculo: un momento tímida y recatada y al otro afectada, haciendo muecas, gesticulando; en otros momentos se cernía sobre ella una sombra y todo su ser cobraba la dignidad del sufrimiento pasado. Dick hubiera preferido no estar allí, pues temía que su presencia le recordara a ella un mundo que había quedado muy atrás. Decidió no ir al mismo hotel que ella.

 

El funicular se paró de pronto y los que viajaban en él por primera vez se agitaron inquietos en sus asientos al quedar suspendidos entre dos cielos azules. Aquello se debió simplemente a un misterioso intercambio entre el conductor del tren que subía y el conductor del tren que bajaba. Volvieron a ascender sobre un sendero de bosque y un desfiladero, luego sobre una colina que se transformó en una masa sólida de narcisos, desde los pasajeros hasta el cielo. Todos los que jugaban al tenis en Montreux, en las pistas que había junto al lago, parecían ya puntitos. Había una sensación nueva en el aire, un frescor que se encarnó en música cuando el tren entró en Glion y oyeron la orquesta que tocaba en el jardín del hotel.

Cuando cambiaron al tren que les iba a llevar por la montaña, el agua que soltaba a chorros la cámara hidráulica ahogó la música. Prácticamente sobre ellos estaba Caux, donde las mil ventanas de un hotel ardían al sol del atardecer.

Pero esta vez el sistema era diferente. Una ruidosa locomotora tiraba de los pasajeros haciéndoles dar vueltas y más vueltas por una vía serpenteante que subía y volvía a subir. Subían traqueteando entre nubes bajas y por un momento Dick perdió de vista a Nicole en medio del humo de aquella pequeña locomotora en diagonal. Sortearon una racha de viento perdida; el hotel crecía de tamaño con cada vuelta hasta que, ante su gran sorpresa, se encontraron allí, encima del sol.

En la confusión de la llegada, mientras Dick se colgaba la mochila al hombro y se dirigía a recoger su bicicleta por el andén, se encontró a Nicole a su lado.

— ¿Es que no se aloja en nuestro hotel? —preguntó.

—Estoy haciendo economías.

— ¿Por qué no viene a cenar con nosotros?

En aquel momento se armó cierta confusión con los equipajes.

—Le presento a mi hermana. El doctor Diver, de Zurich.

Dick saludó a una joven de veinticinco años, alta y segura de sí misma. Como había conocido a otras mujeres que, como ella, llevaban los labios pintados como una flor abierta dispuesta a ser libada, pensó que, a pesar de tener una presencia que imponía, debía ser vulnerable.

—Me dejaré caer después de la cena —prometió Dick—. Primero tengo que aclimatarme.

Montó en su bicicleta y se alejó, sintiendo los ojos de Nicole fijos en él, sintiendo sobre sí la desesperación de su primer amor, que se le enroscaba dentro. Subió los trescientos metros de cuesta que había hasta el otro hotel, pidió una habitación y se encontró de pronto lavándose sin el menor recuerdo de los últimos diez minutos. En su mente sólo había una especie de exaltación ebria surcada de voces; voces insignificantes que no sabían hasta qué punto era amado.

IX

Le estaban esperando y sin él estaban incompletos. Seguía siendo el elemento imprevisible. En la señorita Warren y el joven italiano se leía la expectación tan claramente como en Nicole. El salón del hotel, cuya acústica era legendaria, era exclusivamente para bailar, pero había una pequeña galería de inglesas de cierta edad con gargantillas, el pelo teñido y la cara con polvos de un gris rosado, y de americanas de cierta edad con pelucas blancas como la nieve, vestidos negros y los labios rojo cereza. La señorita Warren y Marmora ocupaban una mesa que estaba en un rincón. Nicole estaba a treinta metros de distancia, en posición diagonal con respecto a ellos, y al llegar Dick oyó su voz:

¿Me oye? Le estoy hablando sin forzar la voz.

—Perfectamente.

—Hola, doctor Diver.

— ¿Qué pasa?

— ¿Se da usted cuenta de que la gente que está en medio de la pista no puede entender lo que digo y usted sí?

—Nos lo dijo un camarero —explicó la señorita Warren—. De esquina a esquina. Es como la radio.

Era emocionante estar en la cima de la montaña, como en un barco que navegara por alta mar. Enseguida se les unieron los padres de Marmora. Trataban a las Warren con mucha deferencia y Dick dedujo que su fortuna tenía algo que ver con un banco de Milán que tenía algo que ver con la fortuna de los Warren. Pero Baby Warren quería hablar con Dick, quería hablar con él con el mismo impulso que la lanzaba vagarosamente a todo hombre nuevo, como si anduviera en la cuerda floja y pensara que lo mejor era llegar al otro extremo lo antes posible. Cruzaba las piernas y las volvía a cruzar una y otra vez, a la manera de las vírgenes altas e inquietas.

—Nicole me ha dicho que usted también se ocupó de ella y tuvo mucho que ver en que se pusiera bien. Lo que no acabo de entender es lo que se espera que hagamos ahora. ¡Fueron tan imprecisos en el sanatorio! Lo único que me dijeron es que procuráramos que estuviera contenta y la dejáramos ser espontánea. Pero ya ve. Como sabía que estaban aquí los Marmora, le dije a Tino que por qué no se venía con nosotras en el funicular. Y lo primero que hace Nicole es arrastrarlo de un extremo al otro del tren como si estuvieran los dos chalados.

—Pero eso fue totalmente normal —dijo Dick, echándose a reír—. Yo diría que es buena señal. Estaban los dos a ver quién impresionaba más a quién.

—Pero ¿cómo voy a saber yo qué es normal y qué no lo es? Antes de que me pudiera dar cuenta, y prácticamente ante mis propios ojos, se cortó el pelo en Zurich porque había visto una fotografía en Vanity Fair.

—No pasa nada. Es una esquizoide. Es decir, una excéntrica permanente. Eso no puede cambiarse.

— ¿Y qué quiere decir eso?

—Pues lo que he dicho: una excéntrica.

— ¿Y cómo se puede saber si algo es una excentricidad, una locura?

—Nadie está loco. Nicole es feliz y se encuentra como nueva. No hay nada que temer.

Baby cruzaba y descruzaba las piernas. Era un compendio de todas las mujeres insatisfechas que habían amado a Lord Byron cien años antes y, a pesar de su trágica historia con el oficial de la Guardia Real, había en ella una cierta rigidez de virgen onanista.

—No es que me importe la responsabilidad —manifestó—, pero no sé muy bien qué hacer. Nunca habíamos tenido nada así en nuestra familia. Sabemos que Nicole tuvo algún trauma y mi propia opinión es que fue algún chico, pero en realidad no sabemos nada. Papá dice que si hubiera podido saber quién era le habría pegado un tiro.

La orquesta estaba tocando Pobre mariposa y Marmora hijo bailaba con su madre. Era una canción bastante nueva para todos. Dick la escuchaba y observaba a la vez los hombros de Nicole mientras ésta charlaba con Marmora padre, que tenía el pelo a mechas blancas y negras como las teclas de un piano, y se puso a pensar en los hombros de un violín y luego en la deshonra, el secreto. Oh mariposa: los instantes se convierten en horas…

—En realidad, tengo un plan —seguía diciendo Baby, con una obstinación por la que a la vez parecía pedir disculpas—. Tal vez le parezca absurdo a usted, pero, según dicen, habrá que seguir cuidando a Nicole durante algunos años. No sé si ha estado alguna vez en Chicago…

—No, no he estado nunca.

—Bueno, el caso es que está la parte norte y la parte sur, muy separadas la una de la otra. La parte norte es la elegante y eso, y nosotros hemos vivido siempre allí, por lo menos desde hace muchos años, pero cantidad de familias antiguas, familias antiguas de Chicago, no sé si me entiende, siguen viviendo en la parte sur. Allí es donde está la Universidad. A alguna gente le resulta el ambiente opresivo, pero bueno, es diferente de la parte norte. No sé si entiende lo que estoy diciendo.

Dick asintió. Concentrándose un poco había logrado entender de qué hablaba.

—Naturalmente, conocemos cantidad de gente allí. Papá controla ciertas cátedras y becas y cosas de ésas en la Universidad, y se me ocurrió que si nos llevamos a Nicole a casa y la introducimos en ese ambiente —al fin y al cabo, a ella le gusta mucho la música y habla cantidad de idiomas y eso—, qué cosa mejor le podría pasar en su estado que enamorarse de un médico que esté bien y…