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100 Clásicos de la Literatura

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Suave Es la Noche

Libro Segundo

Por

Francis Scott Fitzgerald

I

En la primavera de 1917, cuando el doctor Richard Diver llegó a Zurich por primera vez, tenía veintiséis años, que es una edad excelente para un hombre; la mejor de todas, en realidad, si es soltero. Incluso en tiempos de guerra era una buena edad para Dick, que era ya demasiado valioso, se había invertido en él demasiado como para correr el riesgo de enviarlo al frente. Pensando en esto años después, le parecía que para lo bien protegido que estaba no había salido tan bien parado, pero tampoco estaba totalmente seguro de ello. En 1917, ni se lo planteaba, y decía en tono de disculpa que la guerra no le afectaba en absoluto. Las instrucciones de las autoridades militares de las que dependía eran que debía completar sus estudios en Zurich y obtener un título tal como había planeado.

Suiza era una isla, bañada a un lado por las oleadas de truenos de los alrededores de Gorizia y al otro por las cataratas del Somme y el Aisne. Por una vez parecía haber más extranjeros intrigantes que enfermos en los cantones, pero esto había que adivinarlo, pues los hombres que cuchicheaban en los cafetines de Berna y de Ginebra lo mismo podían ser vendedores de diamantes o viajantes de comercio. No obstante, todo el mundo había visto pasar los trenes interminables de soldados ciegos o tullidos y los camiones de moribundos que se cruzaban entre los lagos luminosos de Constanza y Neuchátel. En las cervecerías y en los escaparates de las tiendas había carteles llenos de colorido en los que se representaba a los suizos defendiendo sus fronteras en 1914. Con expresión entre iluminada y feroz, hombres jóvenes y viejos contemplaban desde lo alto de las montañas a unos franceses y alemanes fantasmagóricos; se trataba de convencer a los suizos de que su corazón había compartido la gloria contagiosa de aquellos días. Como la masacre no cesaba, los carteles fueron desapareciendo, y cuando los Estados Unidos se metieron chapuceramente en la guerra, no hubo país más sorprendido que su república hermana.

Para entonces el doctor Diver había estado ya muy cerca de la guerra: en 1914 había ido a Oxford desde Connecticut con una beca Rhodes. Luego regresó a su país para cursar el último año en la Universidad Johns Hopkins, donde se graduó. En 1916 se las arregló para ir a Viena, pues tenía la impresión de que el gran Freud acabaría tarde o temprano perdiendo la vida en algún bombardeo aéreo y, por tanto, debía darse prisa en ir. Ya entonces Viena era una ciudad moribunda, pero Dick pudo conseguir suficiente carbón y petróleo para encerrarse en su cuarto de la Damenstiff Strasse y escribir unos ensayos que luego destruyó pero que, después de volverlos a escribir, constituyeron la base del libro que publicó en Zurich en 1920.

Casi todos tenemos un periodo en nuestras vidas que preferimos a los demás, un periodo heroico, y el de Dick Diver era ése. Para empezar, no tenía ni idea de que era encantador, no pensaba que el afecto que daba e inspiraba tuviera nada de particular entre gente normal. En su último año en New Haven alguien le había llamado «Dick el afortunado» y ese apelativo se le quedó grabado en la memoria.

—Con razón te llaman Dick el afortunado —murmuraba para sí mientras daba vueltas por la habitación al calor del último fuego que le quedaba—. Has dado en el clavo. No se le había ocurrido a nadie hasta que tú apareciste.

A comienzos de 1917, cuando ya empezaba a ser difícil conseguir carbón, Dick utilizó como combustible casi la totalidad de los cien libros de texto que había acumulado, pero cada vez que arrojaba al fuego uno de los libros se reía para sus adentros con la seguridad que le daba saber que su propia mente era un compendio del contenido del libro y que, si valía la pena resumirlo, lo podría resumir de allí a cinco años. Esa operación tenía lugar hasta a las horas más extrañas, si era necesario, y Dick la llevaba a cabo con una alfombra sobre los hombros, con esa hermosa serenidad del estudioso que está más cerca de la paz celestial que de ninguna otra cosa, pero que, como pronto se verá, estaba llegando a su fin.

Que por el momento continuara se lo tenía que agradecer a su cuerpo, que había hecho gimnasia con anillas en New Haven y ahora nadaba en el Danubio en pleno invierno. Dick compartía un piso con Elkins, segundo secretario en la Embajada, y de vez en cuando iban a visitarlos dos muchachas bastante agradables; eso era todo, sin excesos de ningún tipo, ni siquiera en lo que se refería a la Embajada. Su relación con Elkins le planteó por primera vez ciertas dudas en cuanto a la calidad de sus propios procesos mentales; no le parecía que fueran tan diferentes de los de Elkins, un tipo que se sabía de memoria los nombres de todos los defensas que había habido en New Haven en los últimos treinta años.

—Y Dick el afortunado no puede ser uno de esos tipos listos. Debe estar menos intacto, incluso un poquito destruido. Pero debe hacerlo la propia vida, no una enfermedad ni un fracaso sentimental ni un complejo de inferioridad. Aunque, ¡quién sabe!: no estaría nada mal reconstruir alguna parte dañada hasta que resultara mejor que la estructura original.

Terminaba burlándose de sus razonamientos, tachándolos de especiosos y «americanos»; consideraba que cualquier frase construida irreflexivamente era americana.

Sin embargo, sabía que el precio a pagar por estar intacto era estar incompleto.

—Lo mejor que puedo desear para ti, hijo mío —como decía el hada Palonegro en El anillo y la rosa, de Thackeray—, es una pequeña desgracia.

Cuando se sentía con ánimos, se aferraba a sus propios razonamientos: ¿Tengo yo la culpa de que Pete Livingstone se encerrara en los vestuarios el día de las elecciones a las hermandades cuando todo el mundo andaba como enloquecido buscándolo? Y fui elegido yo, cuando, de otro modo, no hubiera conseguido entrar en Elihu con la poca gente que conocía. Él era el que debía haber sido elegido y yo el que debía haberme encerrado en los vestuarios. Tal vez lo habría hecho si hubiera pensado que tenía alguna probabilidad de salir elegido. Pero Mercer no hacía más que venir a mi habitación durante todas aquellas semanas. Bueno, sí, supongo que sabía que tenía probabilidades. Pero más me hubiera valido haberme tragado la insignia en la ducha y crearme un conflicto.

En la universidad, después de las clases, solía discutir esa cuestión con un joven intelectual rumano que conseguía tranquilizarle:

—No hay ninguna prueba de que Goethe tuviera nunca un «conflicto» en el sentido moderno, ni tampoco un hombre como Jung, por ejemplo. Tú no eres un filósofo romántico: eres un científico. Memoria, fuerza, carácter y, sobre todo, sentido común. Tu problema va a ser ése: que te juzgas a ti mismo. Conocía a un tipo que se pasó dos años estudiando el cerebro de un armadillo, con la idea de que, antes o después, acabaría sabiendo más que nadie del cerebro de los armadillos. Yo le discutía que estuviera realmente ampliando el campo del saber humano: aquello era demasiado arbitrario. Y efectivamente, cuando envió su trabajo a la revista médica, se lo rechazaron. Acababan de aceptar la tesis que había escrito otro sobre el mismo tema.

Dick llegó a Zurich con menos talones de Aquiles tal vez de los que se hubieran necesitado para equipar a un ciempiés, pero con bastantes ilusiones de fuerza y salud eternas, fe en la bondad intrínseca del género humano y todas las ilusiones de una nación, las mentiras de muchas generaciones de mujeres de pioneros que tenían que arrullar a sus hijos haciéndoles creer que no había lobos fuera de la cabaña. Una vez que obtuvo su título, recibió órdenes de incorporarse a un servicio de neurología que se estaba montando en Bar-sur-Aube.

Pero, para su pesar, el trabajo que le esperaba en Francia era de tipo administrativo más que práctico. En compensación, encontró tiempo para terminar el ensayo que estaba escribiendo y reunir el material para su nuevo proyecto. Regresó a Zurich, ya desmovilizado, en la primavera de 1919.

Todo lo anterior tiene el tono de una biografía, sin la satisfacción de saber de antemano, como en el caso de Grant, recostado en su almacén de Galena, que el protagonista está a punto de ser llamado a un intrincado destino.

Además, desconcierta encontrarse con una fotografía de juventud de alguien a quien se ha conocido en plena madurez y ver a un desconocido lleno de fuerza y ardor juvenil y con mirada de águila. Pero no hay de qué preocuparse: en el caso de Dick Diver, todo comienza ahora.

II

Era un día húmedo de abril, con largas nubes que se cernían en diagonal sobre el Albishorn y agua estancada en las zonas bajas. Zurich no se diferencia mucho de una ciudad norteamericana. Dick había echado a faltar algo desde que llegó, dos días antes, y comprendió que era la sensación que tenía en los caminos franceses de limitación, de que no había nada más. En Zurich, por el contrario, había una gran cantidad de cosas aparte de Zurich. Desde los tejados se alcanzaba a ver prados con vacas que tintineaban, que a su vez suavizaban la vista de las montañas que había más arriba, de forma que la vida era un ascenso perpendicular a un cielo de tarjeta postal. El país alpino, tierra del juguete y el funicular, del tiovivo y el campanilleo sutil, no parecía estar realmente allí, al contrario que en Francia, donde las viñas crecen a los pies de uno.

En Salzburgo, en cierta ocasión, Dick había sentido la presencia acumulada de un siglo de música comprado y prestado. Y en otra ocasión, en los laboratorios de la Universidad de Zurich, mientras hurgaba delicadamente en la corteza cervical de un cerebro, se había sentido más como un fabricante de juguetes que como aquel torbellino que había pasado dos años antes por los viejos edificios de ladrillo rojo de la Universidad John Hopkins sin que le estorbara la ironía del Cristo gigantesco que había en la entrada principal.

 

Y pese a todo, había decidido quedarse otros dos años en Zurich, pues no subestimaba la importancia de hacer juguetes con una precisión y paciencia infinitas.

Aquel día fue a la clínica Dohmler, a orillas del lago de Zurich, a ver a Franz Gregorovius. Franz, uno de los psiquiatras residentes, que era vaudois de nacimiento y tenía unos años más que Dick, le estaba esperando en la parada del tranvía. Tenía el aspecto sombrío y soberbio de un Cagliostro, que contrastaba con su mirada angelical. Era el tercero de los Gregorovius; Krapaelin había sido discípulo de su abuelo cuando la psiquiatría estaba empezando a salir de la oscuridad de los tiempos. Era orgulloso, vehemente y manso como un cordero y se las daba de hipnotizador. Si bien el genio original de la familia ya estaba un poco gastado, no cabía duda de que Franz llegaría a ser un excelente clínico.

Camino de la clínica, le dijo:

— ¿Por qué no me hablas de tu experiencia en la guerra? ¿Te ha cambiado como a los demás? Tienes la misma cara bobalicona y sin edad de todos los americanos, pero me consta que tú no tienes nada de tonto, Dick.

—No vi la guerra ni de lejos. Debiste haberlo deducido por mis cartas, Franz.

—Eso no importa. Tenemos pacientes con neurosis de guerra que simplemente oyeron de lejos un bombardeo. Incluso unos cuantos que lo único que hicieron fue leer los periódicos.

—Todo eso me suena más bien sin sentido.

—Quizá no lo tenga, Dick, pero nuestra clínica es para ricos, así que nunca decimos que algo no tiene sentido.

Dime la verdad: ¿has venido hasta aquí para verme a mí o para ver a esa chica?

Se miraron de soslayo. Franz sonreía enigmáticamente.

—Naturalmente, leí las primeras cartas —dijo ahuecando la voz, para darle un tono más oficial—. Cuando los cambios empezaron, no las seguí abriendo por delicadeza. A decir verdad, ese caso había pasado a ser tuyo.

— ¿Entonces está bien? —preguntó Dick.

—Perfectamente. Yo me ocupo de ella. En realidad, me ocupo de la mayoría de los pacientes ingleses y americanos. Me llaman doctor Gregory.

—Deja que te explique lo de esa chica —dijo Dick—. No la vi más que una vez, ésa es la verdad. Esa vez que fui a despedirme de ti antes de marcharme a Francia. Era la primera vez que me ponía el uniforme y me sentía con él como si llevara un disfraz. Iba por ahí saludando a soldados rasos y esas cosas.

— ¿Por qué no lo llevas hoy?

— ¡Pero si hace ya tres semanas que me licenciaron! Mira: así fue como me encontré a esa chica. Después de dejarte a ti, me fui andando al edificio ese que tenéis junto al lago para recoger mi bicicleta.

— ¿A «Los Cedros»?

—Hacía una noche magnífica. Se veía la luna sobre aquella montaña…

—El Krenzegg.

—… y delante de mí iban una enfermera y una chica joven. No se me ocurrió que la chica pudiera ser una paciente. Me adelanté y le pregunté a la enfermera si sabía el horario de los tranvías y seguimos andando juntos. La chica era, creo, la cosa más bonita que había visto en mi vida.

—Lo sigue siendo.

—Era el primer uniforme americano que ella veía y nos pusimos a hablar y no le di más vueltas al asunto. Sólo que…

Se interrumpió para mirar un paisaje que le resultaba familiar y luego continuó:

—Sólo que, Franz, todavía no estoy tan endurecido como tú, y si veo una belleza como ésa no puedo por menos de lamentarme de lo que oculta en su interior. Y eso fue absolutamente todo. Hasta que empezaron a llegar las cartas.

—Fue lo mejor que podía haberle ocurrido —dijo Franz con mucho énfasis—, una transferencia de lo más impensable. Por eso vine a esperarte, a pesar de que hoy tengo muchísimo trabajo. Quiero que vengas a mi despacho y hablemos un buen rato antes de que la veas. De hecho, la he mandado a Zurich de compras.

Su voz vibraba de entusiasmo.

—Incluso la he mandado sin una enfermera, con una paciente menos estable que ella. Me siento muy orgulloso de este caso, que he tratado con tu ayuda accidental.

El coche, que había ido bordeando el lago de Zurich, circulaba por una fértil región de pastos y suaves colinas coronadas de chalés. El sol flotaba en un océano de cielo azul y de pronto se encontraron en el valle suizo ideal: sonidos y murmullos placenteros y la fragancia de la salud y la alegría.

El establecimiento del profesor Dohmler consistía en tres edificios viejos y dos nuevos situados entre una pequeña elevación y las orillas del lago. Se había inaugurado diez años antes y era el primer centro moderno que se había creado para enfermedades mentales. A simple vista, ningún profano hubiera podido pensar que se trataba de un refugio para los desquiciados, los deficientes, los peligrosos de este mundo, si bien dos de los edificios estaban rodeados de muros emparrados de una altura que engañaba. Unos hombres rastrillaban heno al sol; una vez en el recinto, aparecía de vez en cuando la bandera blanca de una enfermera ondeando junto a un paciente por algún camino.

Tras llevar a Dick a su despacho, Franz se excusó porque tenía algo que hacer durante media hora. Al quedarse solo, Dick se puso a dar vueltas por la habitación tratando de reconstruir la personalidad de Franz a partir del desorden que había en su mesa de trabajo, de sus libros y los libros que habían pertenecido a su padre y su abuelo o habían escrito éstos y de un enorme retrato del primero, color vino clarete, que colgaba de la pared como exponente de la devoción filial de los suizos. Como había humo en la habitación, Dick abrió una puerta-ventana y entró algo de sol. De pronto se puso a pensar en la paciente, aquella muchacha.

Había recibido unas cincuenta cartas de ella, escritas a lo largo de un periodo de ocho meses. En la primera le pedía disculpas por haberse atrevido a escribirle y le explicaba que había oído en América que había chicas que escribían a soldados que no conocían. Le había pedido al doctor Gregory que le diera su nombre y señas y esperaba que no le molestara que le escribiera de vez en cuando para desearle suerte, etcétera, etcétera.

En cierto modo, se reconocía fácilmente el estilo de las cartas: era el mismo de Papaíto Piernas Largas o de Molly la fantástica, series en forma epistolar, entretenidas y sensibleras, que estaban en boga en los Estados Unidos. Pero todo el parecido terminaba ahí.

Las cartas se dividían en dos categorías. La primera de ellas, que abarcaba hasta más o menos la época del armisticio, tenía un cariz marcadamente patológico, y la segunda, que comprendía todas las cartas escritas desde entonces, tenía un tono completamente normal y denotaba una personalidad muy rica que estaba madurando. Dick había llegado a esperar estas últimas cartas con impaciencia durante los últimos meses de su aburrida estancia en Bar-sur-Aube, pero incluso con la lectura de las primeras cartas había descubierto muchas más cosas de las que Franz se podía imaginar.

MON CAPITAIN:

Cuando le vi con su uniforme me pareció guapísimo. Luego pensé «Je m’en fiche» en francés y también en alemán. Usted también pensó que yo era bonita pero ya me ha pasado más veces y llevo mucho tiempo soportándolo. Si vuelve usted por aquí con esa actitud vil y criminal que según me enseñaron no es en absoluto como se porta un caballero, que Dios le ampare. Sin embargo, parece usted más tranquilo que los otros, todo suave como un enorme gato. Por alguna razón, todos los chicos que me suelen gustar son más bien afeminados. ¿Es usted un afeminado? Había algunos no sé dónde.

Perdóneme todo lo que digo. Ésta es la tercera carta que le escribo y si no la mando inmediatamente no la mandaré nunca. Yo también he pensado mucho en la luz de la luna y podría encontrar muchos testigos si pudiera salir de aquí.

Me dijeron que era usted médico, pero con tal de que sea un gato me da igual. Me duele mucho la cabeza, así que perdone ese paseo como supongo que diría un ordinario con un gato blanco. Hablo tres idiomas, cuatro con el inglés, y estoy segura de que podría ser útil como intérprete si usted lo arreglara en Francia estoy segura de que podría controlarlo todo con los cinturones todo el mundo abrochados como si fuera miércoles. Hoy es sábado y usted está lejos, tal vez muerto.

Vuelva a verme algún día, porque siempre estaré en esta verde colina. A menos que me dejen escribir a mi padre, al que quería muchísimo.

Perdone todo esto. Hoy me siento muy rara. Volveré a escribirle cuando me encuentre mejor.

Adiós

Nicole Warren

Perdone todo esto.

CAPITÁN DIVER:

Ya sé que la introspección no es buena cuando se tienen los nervios tan alterados como yo los tengo, pero me gustaría explicarle lo que me pasa. El año pasado o cuando fuera en Chicago cuando estaba tan mal que ni podía hablarles a los criados o salir a la calle estaba esperando que alguien me explicara lo que me pasaba. Tenía que haberlo hecho alguien que lo comprendiera. A los ciegos hay que ayudarles a caminar. Pero nadie me lo explicaba del todo, no me lo decían más que a medias y yo ya estaba demasiado confusa para poder atar cabos. Hubo un hombre que fue muy bueno conmigo: era un oficial francés y me entendió. Me dio una flor y dijo que era «plus pétite et moins entendue». Nos hicimos amigos. Luego se la llevó. Me puse peor y no había nadie que me explicara nada. Solían cantarme una canción sobre Juana de Arco pero era una crueldad: sólo conseguían hacerme llorar porque entonces tenía la cabeza perfectamente bien. Me hablaban de deportes, pero en esa época no me interesaban nada. Hasta que un día me fui a caminar sola por Michigan Boulevard, caminé millas y millas y finalmente me siguieron en un automóvil, pero yo me negaba a entrar en él. Hasta que me metieron a la fuerza y dentro había unas enfermeras. A partir de entonces, empecé a entenderlo todo, porque podía ver lo que les pasaba a otros. Así que ésa es la situación en que me encuentro.

¿Y qué bien me puede hacer seguir aquí, con todos los médicos insistiendo todo el tiempo en recordarme todas las cosas que se supone que había venido aquí a superar? Por eso hoy le he escrito a mi padre pidiéndole que venga a sacarme de aquí. Me alegra que le interese tanto examinar a la gente y luego mandarla a su casa. Debe ser muy divertido.

Y en otra de las cartas:

Debería saltarse al siguiente paciente y escribirme una carta. Me acaban de mandar unos discos por si se me olvidaba la lección pero los he roto todos y ahora la enfermera no me habla. Eran en inglés, de modo que las enfermeras no entendían lo que decían. Un médico de Chicago dijo que yo estaba fingiendo pero lo que en realidad quería decir era que yo era seis gemelas y era la primera vez que veía a alguien como yo. Pero entonces estaba muy ocupada estando loca, así que no me importaba nada lo que pudiera decir, cuando estoy muy ocupada estando loca no me suele importar lo que diga la gente, ni aunque fuera un millón de chicas.

Usted me dijo esa noche que me iba a enseñar a jugar. Bien, yo creo que lo único que existe es el amor, o así debería ser. En todo caso, me alegro de que su interés en examinar a la gente le tenga ocupado.

Toute á vous,

Nicole Warren.

Había otras cartas en las que ritmos más sombríos acechaban entre las cesuras desesperadas.

QUERIDO CAPITÁN DIVER:

Le escribo porque no hay ninguna otra persona a la que pueda acudir y me parece que si lo absurdo de esta situación le resulta evidente a una persona tan enferma como yo también se lo debe resultar a usted. Los problemas mentales ya han desaparecido pero aparte de eso me siento completamente destrozada y humillada, no sé si es eso lo que querían. Mi familia me ha abandonado de manera vergonzosa, no puedo esperar de ella ninguna ayuda o compasión. No puedo aguantar ya más y pretender que lo que tengo en la cabeza se puede curar no sirve más que para arruinarme la salud y hacerme perder el tiempo.

Sigo en este lugar que parece ser un manicomio para semilocos simplemente porque nadie creyó conveniente decirme la verdad de nada. Si hubiera sabido lo que me estaba pasando como lo sé ahora creo que podría haberlo soportado perfectamente porque soy bastante fuerte, pero los que deberían haberlo hecho no creyeron conveniente aclararme nada. Y ahora que lo sé y he pagado un precio tan caro por saberlo, ellos siguen ahí con sus vidas de perros y me dicen que debo seguir creyendo lo que creía antes. Sobre todo uno de ellos, pero ya no me engañan.

 

Me siento muy sola todo el tiempo con mis amigos y mi familia tan lejos al otro lado del Atlántico ando por todas partes medio aturdida. Si usted pudiera conseguirme trabajo como intérprete (sé francés y alemán como un nativo, bastante italiano y un poco de español) o en las ambulancias de la Cruz Roja o de enfermera, aunque tuviera que sacar un diploma, no sabe el gran favor que me haría.

Y en otras cartas:

Si no acepta mi propia explicación de lo que me pasa, podría al menos decirme lo que piensa al respecto, porque tiene cara de gato bondadoso y no ese extraño aspecto que parece estar tan de moda aquí. El doctor Gregory me dio una foto en la que está usted, no tan apuesto como con su uniforme pero más joven.

MON CAPITAIN:

Qué estupendo recibir una postal suya. Me alegra que se tome tanto interés en inhabilitar a enfermeras. Sí, entendí su nota perfectamente. Y yo que pensé desde el primer momento que le vi que era usted diferente.

QUERIDO CAPITAIN:

Un día pienso una cosa y al día siguiente otra. Eso es ni más ni menos lo que me pasa, aparte de tener unas ganas terribles de provocar y de no tener sentido de la proporción. Aceptaría con sumo gusto a cualquier alienista que usted me indicara. Aquí están todos tendidos en sus bañeras cantando «Vete a jugar a tu patio» como si yo tuviera un patio donde jugar o pudiera encontrar alguna esperanza en mi pasado o en mi futuro. El otro día volvieron a intentarlo en la confitería y casi le di al hombre con un peso pero me sujetaron.

No le voy a volver a escribir. Soy demasiado inestable.

Luego pasó un mes sin ninguna carta. Y de pronto, se produjo el cambio.

—Lentamente empiezo a vivir otra vez…

—Hoy las flores y las nubes…

—La guerra ha terminado y apenas me he dado cuenta de que ha habido una guerra…

— ¡Qué amable ha sido conmigo! Debe usted ocultar una gran sabiduría tras su cara de gato blanco, aunque no tiene esa cara en la foto que me dio el doctor Gregory…

—Hoy he ido a Zurich. ¡Qué sensación tan extraña volver a ver una ciudad!

—Hoy hemos ido a Berna. Qué bonita con los relojes.

—Hoy hemos subido lo bastante alto para encontrar asfódelos y edelweiss.

Después de ésas, hubo muy pocas cartas, pero Dick contestó a todas. Una de ellas decía:

Ojalá se enamorara alguien de mí como se enamoraban los chicos hace siglos antes de que estuviera enferma. Pero me imagino que hasta dentro de muchos años no podrán volver a pasar esas cosas.

Pero cuando, por la razón que fuera, la respuesta de Dick tardaba en llegar, se notaba una repentina agitación, como la inquietud de una amante: «Tal vez le haya aburrido», o «Me temo que esperaba demasiado», o «Me paso las noches pensando que a lo mejor está usted enfermo».

En realidad, Dick había tenido la gripe. Cuando se restableció, se sentía tan fatigado que tuvo que renunciar a toda su correspondencia salvo la estrictamente oficial, y poco después, el recuerdo de ella quedó eclipsado por la presencia, muy real ésta, de una chica de Wisconsin que trabajaba de telefonista en el cuartel general en Bar-sur-Aube. Llevaba los labios pintados como una modelo de calendario y entre los soldados se la conocía por el obsceno apodo de «La Buscaclavijas».

Franz volvió a su despacho dándose aires de hombre importante. Dick pensaba que probablemente llegaría a ser un excelente clínico, pues las cadencias sonoras o en staccato con que disciplinaba a enfermeras o pacientes no provenían de su sistema nervioso, sino de una vanidad tremenda aunque inofensiva. Sus verdaderas emociones eran más ordenadas y se las guardaba para él.

—Bueno, vamos a hablar de esa chica, Dick —dijo—. Naturalmente, quiero que me hables de ti y también quiero contarte cosas mías, pero antes hablemos de la chica, porque llevo mucho tiempo esperando para hablarte de ella.

Abrió una archivadora y se puso a buscar un legajo de papeles hasta que lo encontró, pero, tras repasarlo brevemente, decidió que era un estorbo y lo puso sobre su mesa. Y en lugar de enseñarle los papeles a Dick, le contó toda la historia.

III

Aproximadamente un año y medio antes, el doctor Dohmler mantuvo una correspondencia más bien vaga con un señor norteamericano que vivía en Lausana, un tal Devereux Warren, de los Warren de Chicago. Concertaron una cita y un día llegó el señor Warren a la clínica con su hija Nicole, una muchacha de dieciséis años. Era evidente que la chica no estaba bien y la enfermera que la acompañaba se la llevó a dar un paseo por los jardines mientras el señor Warren consultaba con el doctor Dohmler.

Warren era extraordinariamente apuesto y aparentaba menos de cuarenta años. Era un buen ejemplar de norteamericano en todos los aspectos: alto, de espaldas anchas, bien proporcionado; «un homme trés chic» fueron las palabras que utilizó el doctor Dohmler para describírselo a Franz. Sus grandes ojos grises estaban ribeteados de venillas de estar expuesto al sol mientras remaba en el lago de Ginebra, y tenía ese aire especial que da haber conocido las mejores cosas del mundo. La conversación fue en alemán, pues resultó que se había educado en Göttingen. Estaba nervioso y era evidente que el asunto que le había llevado allí le resultaba muy penoso.

—Doctor Dohmler, mi hija no está bien de la cabeza. La he puesto en manos de numerosos especialistas y entemieras y se ha sometido a un par de curas de reposo, pero la cosa ha cobrado unas dimensiones que me desbordan y me han recomendado insistentemente que viniera a verle a usted.

—Muy bien —dijo el doctor Dohmler—. ¿Por qué no me lo cuenta todo desde el principio?

—No hay ningún principio, o por lo menos, que yo sepa, no hay ningún caso de enfermedad mental en la familia por ninguno de los dos lados. La madre de Nicole falleció cuando ella tenía once años, y más o menos he sido para ella un padre y una madre a la vez, con la ayuda de institutrices. Padre y madre a la vez.

Daba muestras de gran emoción mientras decía esto y el doctor Dohmler observó que tenía lágrimas en los ojos y notó por primera vez que le olía algo el aliento a whisky.

—De niña era un encanto. Todo el mundo estaba loco con ella, todo el que la conocía. Era lista como el diablo y más alegre que unas pascuas. Tenía afición a leer, a dibujar, a bailar, a tocar el piano, lo que fuera. Le oía decir a mi mujer que de todos nuestros hijos Nicole era la única que no lloraba por las noches. Tengo otra hija mayor y tenía un hijo que murió, pero Nicole era… Nicole era… Nicole…

Se interrumpió bruscamente y el doctor Dohmler salió en su ayuda.

—Era una niña completamente normal, inteligente y feliz.

—Absolutamente.

El doctor Dohmler esperó a que siguiera. El señor Warren maneó la cabeza, dio un profundo suspiro, echó una mirada rápida al doctor Dohmler y volvió a bajar la vista.

—Hará unos ocho meses, o tal vez seis o diez, no sé muy bien. Estoy tratando de calcularlo, pero no recuerdo exactamente dónde estábamos cuando empezó a hacer cosas raras… locuras. Su hermana fue la primera en decirme algo. Porque Nicole para mí seguía siendo la misma… —añadió de manera más bien apresurada, como si alguien le hubiera echado la culpa a él— la misma niña encantadora de siempre. Lo primero tuvo que ver con un criado.

—Ah, sí —dijo el doctor Dohmler haciendo un gesto de asentimiento con su cabeza venerable, como si, a la manera de Sherlock Holmes, hubiera sabido que en ese punto del relato tenía que entrar en escena un criado.