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100 Clásicos de la Literatura

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—Pues sí, ahora vive en California.

Entre tanto Dick se había dado cuenta de que Perrin, que estaba en la primera de las ventanillas, estaba charlando con el campeón del mundo de los pesos pesados. Por la manera en que le devolvió la mirada comprendió que había estado pensando en llamarle para presentárselo, pero que al final había decidido que no.

Tras esquivar los intentos de Casasús de ser sociable con toda la intensidad que había acumulado mientras estaba rellenando el cheque —es decir, que se puso a mirar el cheque fijamente, como estudiándolo, y luego concentró la mirada en los graves problemas que parecía haber más allá de la primera columna de mármol, a la derecha del busto del propietario del banco, y se dedicó a cambiar de manos el bastón, el sombrero y las cartas que llevaba—, se despidió y salió. Hacía ya mucho que tenía comprados los servicios del ordenanza: un taxi se paró junto al bordillo.

—Lléveme a los estudios de Films Par Excellence. Están en un callejón, en Passy. Vaya a la Muette y yo le indicaré el camino desde allí.

Le había creado tal inseguridad todo lo que había ocurrido en las últimas cuarenta y ocho horas que ni siquiera sabía exactamente lo que quería hacer. Pagó el taxi en la Muette y caminó desde allí hasta los estudios, cruzando al otro lado de la calle antes de llegar al edificio. Pese a la prestancia que le daba lo elegante de su ropa hasta en sus menores detalles, se sentía dominado e impulsado por instintos puramente animales. Sólo podría recuperar la dignidad si renegaba de su pasado, si echaba abajo todo el esfuerzo de los últimos seis años. Comenzó a dar la vuelta a la manzana con paso enérgico, con el mismo aire fatuo de los adolescentes de las novelas de Tarkington, apresurando el paso por los trozos en que no había puertas por miedo a perderse la salida de Rosemary de los estudios. Aquel barrio tenía un aire melancólico. En una puerta vio un rótulo que decía: 100 000 chemises. El escaparate estaba lleno de camisas amontonadas, unas con corbatas, otras con relleno, otras plegadas ostentosamente sobre el suelo del escaparate. 100.000 chemises. ¡Cuéntelas! A ambos lados, leyó: Papeterie, Pátisserie, Soldes, Réclames, y Constante Talmadge en Déjeuner de Soleil, y más allá había otros anuncios más sombríos: Vétements eclésiastiques, Déclaration de décés y Pompes Funébres. La vida y la muerte.

Dick sabía que lo que estaba haciendo representaba un cambio de rumbo en su vida. No guardaba relación con nada de lo que lo había precedido; ni siquiera guardaba relación con el efecto que podría esperar que le causara a Rosemary. Ésta le veía siempre como un modelo de corrección, y el hecho de que estuviera merodeando por aquel lugar suponía una intrusión. Sin embargo, sentía la necesidad de comportarse así. Era como si al fin saliera a flote una realidad sumergida. Se sentía compelido a andar por aquel lugar, a estar allí, con las mangas de la camisa del largo preciso ajustadas perfectamente a las de la chaqueta, el cuello de la camisa como moldeado en torno a su cuello, su pelo rojo con el corte exacto y la mano agarrando la pequeña cartera con elegante descuido. Era la misma necesidad que había llevado a otro hombre, en otra época, a permanecer ante una iglesia de Ferrara en túnica de penitente y cubierto de cenizas. Dick estaba rindiendo una especie de homenaje a cosas no olvidadas, no confesadas, todavía íntegras.

XXI

Hacía tres cuartos de hora que Dick estaba allí cuando se vio de pronto entrando en contacto con una persona. Siempre solían pasarle cosas parecidas cuando menos ganas tenía de ver a nadie. Tanto se replegaba en sí mismo a veces, cuando se sentía vulnerable y quería pasar desapercibido, que su propia actitud frustraba a menudo sus propósitos, como le ocurre al actor que, al interpretar un papel sin ningún énfasis, hace que el público estire el cuello para verle mejor y concentre la atención en él y parece crear en los demás la capacidad de llenar los vacíos que él deja. Del mismo modo, casi nunca compadecemos a los que más necesitan y desean nuestra compasión, la cual reservamos para aquellos que, por otros medios, nos hacen ejercer la función de la compasión en abstracto.

Ese mismo análisis podría haber hecho el propio Dick del incidente que se produjo. Mientras andaba por Rue des Saints-Anges, le dirigió la palabra un americano de unos treinta años, enjuto de cara, que tenía aspecto de haber tenido una vida dura y sonreía ligeramente pero de manera siniestra. Mientras le daba el fuego que había pedido, Dick pensó que tenía todas las características de un determinado tipo de individuos de cuya existencia se había percatado desde la adolescencia: un tipo de esos que parecen pasarse la vida en las tabaquerías con un codo apoyado en el mostrador y sin más ocupación que observar, a través de Dios sabe qué pequeña hendidura de sus mentes, a la gente que entra y sale. Personaje habitual en los garajes, donde parece estar siempre ultimando oscuros negocios en voz baja, en las barberías y en los vestíbulos de los teatros. O, por lo menos, en esos ambientes lo situaba Dick. A veces también aparecía su cara en algunas de las historietas más feroces de Tad. De adolescente, Dick había lanzado muchas veces una mirada insegura hacia esa incierta frontera con el mundo del crimen en la que se encuentra ese tipo de gente.

— ¿Qué, te gusta París, amigo?

Sin esperar respuesta, se puso a caminar al lado de Dick, tratando de seguir el ritmo de sus pasos.

— ¿De dónde eres? —insistió.

—De Buffalo.

—Yo de San Antone. Pero llevo aquí desde la guerra.

— ¿Estaba en el ejército?

— ¡Que si estaba! En la División 84. ¿Oíste hablar de ella? El tipo adelantó a Dick unos pasos y le clavó una mirada claramente amenazadora.

— ¿Pasando una temporada en París, amigo, o estás de paso?

—De paso.

— ¿En qué hotel estás?

Dick se empezó a reír para sus adentros. O sea, que aquel tipo tenía la intención de desvalijarle el cuarto esa misma noche. El otro pareció leerle los pensamientos sin que ello le inhibiera lo más mínimo.

No tienes por qué tenerme miedo, con el corpachón que tú tienes. Hay un montón de maleantes al acecho de turistas americanos, pero tú no tienes nada que temer conmigo.

A Dick empezaba a aburrirle aquello e interrumpió su caminata.

—Parece que no tenga usted nada que hacer salvo matar el tiempo.

—Tengo un negocio aquí en París.

— ¿Ah sí? ¿Qué tipo de negocio?

—Vendo periódicos.

El contraste entre el aspecto amenazador de aquel hombre y lo inofensivo de su profesión tenía algo de ridículo, pero él lo arregló diciendo:

—Pero no te preocupes. El año pasado hice mucho dinero. Diez o doce francos por un Sunny Times que cuesta seis.

Sacó un recorte de periódico de una billetera gastada y se lo pasó al que se había convertido en compañero de paseo. Era una caricatura en la que aparecía un numeroso grupo de americanos bajando por la pasarela de un trasatlántico que llevaba un cargamento de oro.

—Doscientos mil, que se gastan diez millones en un verano.

— ¿Qué está haciendo aquí en Passy?

Su acompañante miró en torno suyo con aire cauteloso.

—Películas —dijo en tono misterioso—. Hay unos estudios americanos ahí y siempre necesitan gente que sepa hablar inglés. Estoy esperando una oportunidad.

Dick se lo quitó de encima enseguida con firmeza. Era evidente que Rosemary se le debía haber escapado en una de Lis primeras vueltas que había dado a la manzana, o bien se habría marchado antes de que él llegara. Entró en el bar de la esquina, compró una ficha de teléfono y, apretado en un hueco que había entre la cocina y el sucio retrete, llamó a Roi George. Se reconoció en la respiración los síntomas descritos por el doctor Cheyne y el doctor Stokes, pero, como todo lo demás, los síntomas sólo le sirvieron para concentrarse en la emoción que sentía. Dio el número de habitación y, a la vez que sostenía el teléfono, echó una ojeada en el bar. Pasado bastante tiempo, oyó una extraña vocecita que decía hola.

—Soy Dick. Tenía que llamarte.

Hubo una pausa, tras la cual, armada de valor y en un tono que denotaba la misma emoción que sentía él, respondió Rosemary:

—Me alegro de que lo hayas hecho.

—Vine a buscarte a los estudios. Estoy en Passy, justo en la acera de enfrente. Se me ocurrió que podíamos ir a dar una vuelta por el Bois.

— ¡Oh! Sólo estuve ahí un minuto. ¡Cuánto lo siento! Luego, un silencio.

—Rosemary.

—Sí, Dick.

—Me encuentro en un estado muy especial por causa tuya. Cuando una niña consigue perturbar a un señor de mediana edad, todo se vuelve muy complicado.

—Tú no eres un señor de mediana edad, Dick. Eres la persona más joven del mundo.

— ¿Rosemary?

Silencio. Dick se puso a mirar un estante que contenía los venenos más humildes de Francia: botellas de Otard, ron Saint-James, Marie Brizard, Punch á l’orange, Fernet Branca, Cherry Rocher y Armagnac.

— ¿Estás sola?

¿Te importa que baje las cortinas?

— ¿Y con quién iba a estar?

— ¿Lo ves? ¡Me encuentro en tal estado! Me gustaría estar ahí contigo.

Hubo una pausa, luego un suspiro y una respuesta:

— ¡Ojalá estuvieras aquí conmigo!

Esa habitación de hotel en donde ella estaba echada, al otro lado de un número de teléfono, rodeada del débil gemido de una música…

Y dos para el té

Y yo para ti

Y tú para mí.

Sooolo.

Las huellas de polvos sobre su piel bronceada… Cuando le besó la cara, la tenía húmeda en el nacimiento del pelo. Y la imagen instantánea de una cara blanca bajo la suya, la curva de un hombro.

 

Pensó: «Es imposible». Pero un minuto después estaba en la calle caminando en dirección a la Muette, o en sentido contrario, con la pequeña cartera todavía en la mano y el bastón con la empuñadura de oro a guisa de espada.

Rosemary regresó al escritorio y terminó la carta que había empezado a escribir a su madre.

… Sólo le vi un momento pero me pareció guapísimo. Me enamoré de él. (Por supuesto al que más quiero es a Dick, pero ya me entiendes). De verdad va a dirigir la película y sale inmediatamente para Hollywood y creo que nosotras también deberíamos irnos. Está aquí Collis Clay. Me gusta bastante, pero 110 le he visto mucho a causa de los Diver, que de verdad son divinos, prácticamente la gente más encantadora que he conocido en mi vida. Hoy no me siento demasiado bien y estoy tomando la medicina, aunque no veo la necesidad. No voy ni siquiera a tratar de contarte todo lo que ha pasado hasta que me encuentre contigo. Así que, en cuanto recibas esta carta, ¡ponme un telegrama!

A las seis Dick llamó a Nicole.

— ¿Tienes algún plan en especial? —preguntó—. ¿Te apetecería una velada tranquila, cenar en el hotel y luego ir al teatro?

— ¿Te apetece a ti? Muy bien. Hace un rato llamé a Rosemary y dice que va a cenar en su habitación. Lo que ha pasado nos ha trastornado a todos, ¿no crees?

—A mí no me ha trastornado —repuso él—. Cariño, a menos que te sientas cansada físicamente, hagamos algo. Si no, cuando volvamos al sur nos vamos a pasar una semana lamentándonos de no haber ido a ver a Boucher. Es mejor que seguir dándole vueltas a…

Nada más decir eso se dio cuenta de que no debía haberlo dicho, pero Nicole no lo dejó pasar.

— ¿Dándole vueltas a qué?

—No, a lo de María Wallis.

Nicole accedió a ir al teatro. Era una especie de regla entre ellos que nunca debían estar demasiado cansados para dejar de hacer algo; les parecía que de esa manera el día transcurría mejor en general y podían organizar mejor las tardes. Cuando, como era inevitable, llegaba un momento en que sus espíritus flaqueaban, lo achacaban al cansancio y la fatiga de los demás. Antes de salir (formaban una de las parejas más atractivas que podían verse en París), llamaron suavemente a la puerta de Rosemary. Como no hubo respuesta, pensaron que se habría dormido y fueron a sumergirse en la noche cálida y estridente de París, tomándose primero un vermut rápido en la penumbra del bar del Fouquet’s.

XXII

Nicole se despertó tarde, murmurando algo que formaba parte aún de lo que había estado soñando antes de desenredarse las largas pestañas enmarañadas por el sueño. La cama de Dick estaba vacía. Pasó un minuto antes de que se diera cuenta de que la habían despertado unos golpes en la puerta del salón.

«Entrez», gritó, pero no hubo respuesta, y pasado un momento se puso una bata y fue a abrir la puerta. Un sergent de ville la saludó cortésmente y entró en el salón.

— ¿Está aquí el señor Afghan North?

— ¿Qué? No. Se ha ido a América.

— ¿Cuándo se fue, madame?

—Ayer mañana.

El policía hizo un gesto negativo con la cabeza y agitó el dedo índice hacia ella a un ritmo más rápido.

—Anoche estaba en París. Se ha registrado en este hotel, pero su cuarto no está ocupado. Me dijeron que preguntara en esta habitación.

Me parece todo muy raro. Ayer por la mañana fuimos a despedirle y se marchó en el tren que lleva hasta el barco.

—Sea como fuere, el caso es que le han visto aquí esta mañana. Hasta han visto su documento de identidad. Así que…

—Nosotros no sabemos nada —afirmó, sorprendida. El policía se puso a reflexionar. Era un hombre apuesto, pero olía mal.

— ¿Seguro que no estuvieron anoche con él?

—Pues claro que no estuvimos.

—Hemos detenido a un negro. Estamos convencidos de que por fin hemos detenido al negro que teníamos que detener.

—Le aseguro que no tengo la menor idea de lo que me está hablando. Si se trata del Abraham North que nosotros conocemos, pues bien: si anoche estaba en París, no teníamos noticia de ello.

El policía asintió con la cabeza y se mordió el labio superior, convencido de que estaba diciendo la verdad pero decepcionado.

— ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Nicole.

Le mostró las palmas de las manos e hizo un mohín con la boca. Había empezado a encontrarla atractiva y le brillaban los ojos.

—Pues ya ve, madame. Un incidente de verano. Al señor Afghan North le robaron y presentó una denuncia. Ya liemos detenido al malhechor y el señor Afghan debería identificarlo y formular los cargos en que se basa su denuncia.

Nicole se ciñó más la bata y despidió rápidamente al policía. Se bañó y se vistió en un estado de perplejidad. Para entonces eran más de las diez y llamó a Rosemary, pero no contestaba. Entonces telefoneó a la recepción y le dijeron que, efectivamente, Abe se había registrado esa misma mañana a las seis y media. Sin embargo, seguía sin ocupar su habitación. Decidió esperar en el salón de la suite a que Dick diera señales de vida. Justo cuando ya se había cansado de esperar y se disponía a salir, llamaron de recepción anunciando:

—El señor Crawshow, un négre.

— ¿Qué es lo que quiere? —preguntó.

—Dice que le conoce a usted y al docteur. Dice que hay un señor Freeman en la cárcel que es amigo de todo el mundo. Dice que es una injusticia y que quiere ver al señor North antes de que lo detengan a él.

—No sabemos nada de esa historia.

Nicole se desentendió de todo aquel asunto colgando el teléfono con un golpe brusco. La grotesca reaparición de Abe le hizo ver claramente que estaba más que harta de la vida desordenada que llevaba aquél. Para tratar de apartarlo de su mente salió a la calle, se encontró con Rosemary en el modisto y se fue con ella a comprar flores artificiales y collares de cuentas multicolores en Rue de Rivoli. Ayudó a Rosemary a escoger un diamante para su madre y unos echarpes y estuches para cigarrillos muy originales para regalar a colegas suyos en California. A su hijo le compró soldados de plomo romanos y griegos, todo un ejército de ellos que le costó más de mil francos. Una vez más, gastó cada una su dinero de manera diferente y Rosemary volvió a admirar la manera de gastar que tenía Nicole. Nicole tenía la seguridad de que el dinero que gastaba era suyo, mientras que Rosemary aún seguía pensando que el dinero le había llegado en forma milagrosa y, por tanto, tenía que ser muy cuidadosa con él.

Qué divertido era gastar dinero en aquella ciudad extranjera en un día de sol, las dos con unos cuerpos tan saludables que inundaban sus rostros de color; con brazos y manos, piernas y tobillos que tan airosamente sabían mover, que extendían y alargaban con la seguridad de las mujeres que saben que gustan a los hombres.

Cuando al regresar al hotel se encontraron a Dick, tan radiante en la mañana, tan lleno de energía, las dos tuvieron un momento de perfecta alegría infantil.

Acababa de recibir una llamada telefónica de Abe y, pese a lo embrollado de la conversación, le había parecido entender que se había pasado gran parte de la mañana escondido.

—Ha sido una de las conversaciones telefónicas más extrañas que he tenido en mi vida.

Dick había hablado no sólo con Abe sino con otras doce personas más. Cada uno de estos figurantes había sido presentado con frases como la siguiente: «Quiere hablar contigo un tipo implicado en lo del Teapot Dome, o por lo menos eso dice él… ¿Qué pasa ahí? Eh, que se calle quien sea. Bueno, el caso es que estuvo metido en algún sándalo… escándalo y no puede volver. Mi opinión perso… mi personal es que ha tenido…».

A partir de ahí empezaron a oírse como unos hipos y ya no hubo manera de saber lo que el tipo en cuestión había tenido.

Pero del teléfono salió una oferta suplementaria:

—Pensé que le podía interesar. Al fin y al cabo es usted un psicólogo, ¿no?

La vaga personalidad a la que se podía atribuir semejante afirmación había seguido al teléfono. Pero, en definitiva, no había logrado convencer a Dick ni como psicólogo ni como ninguna otra cosa. La conversación con Abe siguió desarrollándose de la siguiente manera:

— ¡Hola!

— ¿Sí?

—Sí. Hola.

— ¿Con quién hablo?

—Sí.

Se interpuso el ruido de unas risotadas.

—Sí. Te voy a poner con otra persona.

A veces Dick podía oír la voz de Abe acompañada de ruidos de forcejeos, caídas del auricular y fragmentos de conversaciones lejanas como «No, yo no, señor North». Luego, una voz irónica y decidida había dicho: «Si es usted amigo del señor North, más vale que venga enseguida y se lo lleve de aquí».

Abe se metió por medio, con voz solemne y tediosa en la que podía discernirse un cierto tono de determinación práctica, como si hubiera logrado sobreponerse.

Dick, he provocado un disturbio racial en Montmartre. Voy a ir a sacar a Freeman de la cárcel. Si aparece un negro de Copenhague fabricante de betún… ¡eh!, ¿me oyes? Bueno, mira, si aparece por ahí…

Una vez más el auricular se convirtió en un coro de innumerables melodías.

— ¿Por qué has regresado a París? —preguntó Dick.

—Llegué hasta Evreux y decidí tomar un avión de vuelta a fin de poderlo comparar con Saint-Sulpice. No, no es que quiera volver a traer Saint-Sulpice a París. ¡No estoy hablando ni siquiera del barroco! Lo que quiero decir es Saint-Germain. Por el amor de Dios, espera un minuto, que llame al portero.

—Por el amor de Dios, no lo hagas.

—Dime una cosa. ¿Se fue Mary sin novedad?

—Sí.

—Dick. Quiero que hables con un hombre que he conocido esta mañana. El hijo de un oficial de la Marina al que han visto ya todos los médicos de Europa. Deja que te cuente.

Dick había colgado en ese momento. Tal vez había sido un acto de ingratitud por su parte, puesto que no le venía mal tener algo en que ocupar su mente.

—Abe era encantador antes —le dijo Nicole a Rosemary—. ¡Encantador! Hablo de hace tiempo, de cuando Dick y yo acabábamos de casarnos. Si lo hubieras conocido entonces. Venía a pasar larguísimas temporadas con nosotros y apenas nos dábamos cuenta de que estaba en la casa. A veces se ponía a tocar el piano, o se pasaba horas y horas en la biblioteca con un piano silencioso, como si fueran dos enamorados. Dick, ¿te acuerdas de aquella criada? Se creía que era un fantasma y a veces Abe se le aparecía en el vestíbulo y le daba un buen susto. Una vez nos costó la broma un servicio completo de té, pero no nos importó.

Tantos recuerdos divertidos, de hacía tanto tiempo. Rosemary les envidiaba lo bien que parecían haberlo pasado; se imaginaba una vida de ocio muy diferente a la suya. Poco sabía del ocio pero lo respetaba, precisamente porque nunca había disfrutado de él. Lo confundía con el reposo, sin darse cuenta de que este último concepto les resultaba tan ajeno a los Diver como a ella misma.

— ¿Por qué es así ahora? —preguntó—. ¿Por qué bebe? Nicole movió la cabeza de derecha a izquierda, declinando toda responsabilidad en el asunto.

—Hoy día se ven tantos hombres brillantes que se están destruyendo a sí mismos.

— ¿Y cuándo no se han visto? —preguntó Dick—. Los hombres inteligentes son precisamente los que están siempre rozando el abismo porque no tienen más remedio. Algunos no lo pueden soportar y abandonan.

—Debe ser algo más profundo que todo eso. Nicole se aferró a su argumento. Le había molestado que Dick la contradijera delante de Rosemary.

—Hay artistas como, como Fernand, por ejemplo, que no parece que tengan que darse a la bebida. ¿Por qué son siempre los americanos los más autodestructivos?

Había tantas respuestas a esa pregunta que Dick decidió dejarla en el aire y ronronear, triunfante, al oído de Nicole. Había llegado a juzgar muy severamente todo lo que ella decía. Aunque pensaba que era la criatura más atractiva que había conocido en su vida, y aunque ella le daba todo lo que necesitaba, presentía la lucha mucho antes de que llegara y en su subconsciente se había estado endureciendo y armando para la batalla hora tras hora. No era dado a perder el control de sí mismo y en aquel momento se sentía relativamente torpe por haberse dejado llevar y confiaba ciegamente en que Nicole no hubiera pasado de imaginarse que Rosemary despertaba en él sólo cierta emoción. Pero no estaba seguro. La noche anterior en el teatro Nicole se había referido con toda intención a Rosemary diciendo que no era más que una niña.

 

El trío comió abajo en un ambiente de alfombras y camareros sigilosos que no andaban al paso rápido y firme de todos los que les habían traído la comida en los restaurantes en los que habían estado últimamente. En ese comedor había familias americanas que observaban con curiosidad a otras familias americanas y trataban de entablar conversación entre sí.

En la mesa más próxima había un grupo que les parecía inclasificable. Estaba formado por un joven efusivo concierto aspecto de empleado de oficina, de esos que te piden cortésmente que les repitas lo que has dicho, y unas cuantas mujeres. Las mujeres no eran ni jóvenes ni viejas ni pertenecían a una clase social determinada. Y, sin embargo, el grupo daba la impresión de formar una unidad, parecía más unido, por ejemplo, que un grupo de mujeres que acompañaran a sus maridos en algún congreso. Sin duda parecía más unido que cualquier grupo de turistas imaginable.

Dick estaba a punto de hacer algún comentario burlón a propósito del grupo, pero se contuvo instintivamente y le preguntó al camarero si sabía quiénes eran.

—Son madres de soldados caídos en el campo de batalla —explicó el camarero.

Los tres soltaron o ahogaron una exclamación. Los ojos de Rosemary se llenaron de lágrimas.

—Probablemente las más jóvenes son las esposas —dijo Nicole.

Parapetado tras su vaso de vino, Dick las volvió a mirar. En su expresión de felicidad, en la dignidad que emanaba de sus personas, percibió toda la madurez de una América más vieja. Por un momento, aquellas mujeres de aspecto sereno que habían ido allí a llorar a sus seres queridos, su pérdida irreparable, hicieron que el comedor pareciera hermoso. Y durante ese momento, Dick se vio sentado de nuevo en la rodilla de su padre, cabalgando con Moseby, mientras las viejas lealtades y afectos se debatían en torno suyo. Haciendo casi un esfuerzo, se volvió a las dos mujeres de su mesa e hizo frente a todo el mundo nuevo en el que creía.

¿Te importa que baje las cortinas?

XXIII

Abe North seguía en el bar del Ritz. Llevaba allí desde las nueve de la mañana. Cuando llegó, en busca de asilo, las ventanas estaban abiertas y unos grandes haces de luz levantaban afanosamente el polvo de las alfombras y cojines impregnados de humo. Los botones, liberados e incorpóreos, recorrían a toda velocidad los corredores, pues por el momento se movían por el puro espacio. El salón bar reservado para las mujeres, que estaba enfrente del bar propiamente dicho, parecía minúsculo; resultaba difícil imaginar todo el gentío al que podía dar cabida por la tarde.

El famoso Paul, el concesionario, no había llegado aún, pero Claude, que estaba haciendo inventario, interrumpió su trabajo sin parecer sorprenderse más de lo debido para prepararle un cóctel a Abe. Abe se sentó en una banqueta adosada a la pared. Después de un par de copas empezó a sentirse mejor, hasta tal punto que subió a la barbería para que le afeitaran. Cuando regresó al bar ya había llegado Paul en su automóvil de diseño especial, del que se había bajado en Boulevard des Capucines, como debía ser. A Paul le caía bien Abe y se acercó a conversar con él.

—Tenía que haberme embarcado esta mañana para América —dijo Abe—. Quiero decir, ayer por la mañana, o cuando fuera.

— ¿Y qué pasó? —preguntó Paul.

Abe se puso a reflexionar hasta que se le ocurrió una explicación.

—Estaba leyendo una novela por capítulos en Liberty y el siguiente capítulo iba a salir aquí en París, así que si me hubiera embarcado me lo habría perdido, nunca lo habría podido leer.

Debe ser una novela muy interesante.

— ¡Tremenda!

Paul se levantó, riéndose entre dientes, y luego se detuvo, apoyándose en el respaldo de una silla.

—Si se quiere marchar realmente, señor North, unos amigos suyos se van mañana en el France. El señor… ¿cómo se llama?, y Slim Pearson. El señor… ya me acordaré cómo se llama, uno alto, que se acaba de dejar barba.

—Yardly —apuntó Abe.

—El señor Yardly. Los dos se van en el France.

Se disponía ya a acudir a su trabajo, pero Abe trató de detenerlo.

—Lo malo es que tengo que pasar por Cherburgo. Allí mandaron mi equipaje.

—Lo puede recoger en Nueva York —dijo Paul, alejándose.

La lógica de esa sugerencia fue penetrando gradualmente en la mente de Abe. Cada vez le entusiasmaba más la idea de que cuidaran de él, o, más bien, de prolongar su estado de irresponsabilidad.

Entre tanto habían llegado otros clientes al bar. El primero había sido un danés gigantesco con quien Abe se había encontrado en alguna parte. El danés había tomado asiento en el otro extremo del salón y Abe suponía que se iba a pasar todo el día allí, bebiendo, comiendo, charlando o leyendo periódicos. Sintió el deseo de quedarse más tiempo que él. A eso de las once empezaron a llegar los universitarios, que andaban con mucho cuidado para no darse unos a otros con las maletas. Fue aproximadamente entonces cuando Abe hizo que uno de los botones llamara a los Diver. Para cuando consiguió comunicarse con ellos había logrado comunicarse también con otros amigos, y entonces tuvo la ocurrencia genial de que todos se pusieran a la vez en teléfonos diferentes, con la consiguiente confusión general. De vez en cuando se acordaba de que debía ir a sacar a Freeman de la cárcel, pero éste era un hecho concreto, y de los hechos concretos trataba de zafarse porque los consideraba parte de la pesadilla.

Hacia la una, el bar se llenó hasta los topes. Los camareros realizaban su trabajo entre la barahúnda de voces resultante, tratando de que quedara bien claro lo que pedía y lo que debía pagar cada cliente.

—Con éste son dos stingers… y otro más… dos martinis y otro… ¿usted no quiere nada, señor Quarterly?… con ésta son tres rondas. Son setenta y cinco francos, señor Quarterly. El señor Schaeffer dijo que pagaba ésta; usted pagó la anterior… Aquí estamos para complacerle… Muuuchas gracias.

En la confusión, a Abe le habían quitado el asiento. De pie ahora, se balanceaba ligeramente mientras hablaba con algunas de las personas de las que se había hecho amigo. Un fox terrier le enredó su correa entre las piernas, pero Abe consiguió zafarse sin perder el equilibrio y fue objeto de profusas disculpas. Le invitaron a comer, pero rehusó. Como explicación, dijo que ya era casi de día y tenía una cosa que hacer en cuanto amaneciera. Poco después, con los modales exquisitos del alcohólico, que son como los modales de un preso o un criado, se despidió de un conocido y, al volverse, descubrió que el mejor momento del bar había pasado tan precipitadamente como había llegado.

Al otro lado del salón, el danés y sus acompañantes se disponían a comer. Abe los imitó, pero apenas probó bocado. Después, permaneció sentado, feliz de vivir en el pasado. La bebida hacía que los momentos felices del pasado coincidieran con el presente, como si los estuviera viviendo todavía, o incluso con el futuro, como si estuvieran a punto de producirse de nuevo.

A las cuatro se le acercó un botones.

— ¿Desea usted ver a un negro que se llama Jules Peterson?

— ¡Dios Santo! ¿Cómo ha dado conmigo?

—Yo no le he dicho que estuviera usted aquí.

— ¿Quién se lo ha dicho entonces?

Abe estuvo a punto de caerse encima de todas las copas que tenía en la mesa, pero se repuso a tiempo.

—Dice que se ha recorrido ya todos los bares y hoteles americanos.

—Dile que no estoy aquí.

Cuando se dio la vuelta el botones, Abe le preguntó:

— ¿Puede entrar aquí?

—Voy a averiguarlo.

Paul, que había oído la pregunta, levantó la vista e hizo un gesto negativo con la cabeza; al ver a Abe, se acercó.

—Lo siento, pero no lo puedo permitir.

Abe se puso en pie haciendo un esfuerzo y salió a Rue Cambon.

XXIV

Con su diminuta cartera de cuero en la mano, Richard Diver se alejó del distrito séptimo, en donde había dejado una nota para María Wallis firmada «Dicole», la palabra con la que Nicole y él habían firmado su correspondencia durante la primera época de su idilio, y fue a sus camiseros, cuyos empleados le trataron con una atención desproporcionada al dinero que gastó. Se sintió avergonzado de despertar tantas esperanzas en aquellos pobres ingleses sólo porque sus modales eran finos y tenía aspecto de poseer la clave de la seguridad, y se sintió avergonzado de pedir simplemente que le hicieran un mínimo arreglo en una camisa de seda. Después fue al bar del Crillon y se tomó un café y dos dedos de ginebra.