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100 Clásicos de la Literatura

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Y tomándola por la punta la presentó al monarca.

Carlos II soltó una carcajada.

—¡Vaya un hombre galante y un compañero alegre! ¡Odds fish! ¿No es verdad, duque? ¿No es verdad, conde? Me gusta y lo quiero. Tomad, señor de D’Artagnan —añadió— tomad esto.

Y tomando una pluma escribió un vale de trescientas mil libras contra su tesorero.

D’Artagnan lo tomó, y volviéndose gravemente hacia Monk le dijo:

—No ignoro que he pedido demasiado poca, pero, creedme, señor duque, hubiera querido mejor morir que dejarme guiar por la avaricia. El rey se echó a reír como el cockney más dichoso de su reino.

—Volveréis a verme antes de marchar, caballero —dijo—, pues tendré necesidad de una provisión de alegría, ahora que voy a quedarme sin mis franceses.

—¡Ah! Señor, no pasará con la alegría lo que con la espada del duque, y la daré gratis a Vuestra Majestad —replicó el mosquetero, que bailaba de gozo.

—Y vos, conde —añadió Carlos dirigiéndose a Athos—, volved también, tengo que confiaros un mensaje importantísimo. Vuestra mano, duque.

Monk estrechó la mano del rey.

—Adiós, señores —dijo Carlos tendiendo sus manos a los dos franceses, que pusieron en ella sus labios.

—¿Qué decís ahora? —preguntó Athos cuando estuvieron fuera ¿Estáis contento?

—¡Chito! —dijo D’Artagnan conmovido de placer—. Todavía no he vuelto de casa del tesorero… La gotera puede caerme sobre la cabeza.

Capítulo XXXIV

¿Qué hacen con tanto capital?

D’Artagnan no se durmió, y tan pronto como la cosa fue conveniente y oportuna, hizo su visita al señor tesorero del rey.

Entonces tuvo la satisfacción de cambiar un pedazo de papel de escritura muy fea, por una suma prodigiosa de escudos fabricados muy recientemente con el busto, de Su Muy Graciosa Majestad Carlos II.

D’Artagnan se hacía fácilmente dueño de sí mismo, mas en esta ocasión, sin embargo, no pudo menos de manifestar una alegría que el lector comprenderá quizá, si se digna tener alguna indulgencia por un hombre que, desde su nacimiento, jamás había visto tantas monedas y montones de ellas yuxtapuestas en orden verdaderamente agradable a la vista.

El tesorero metió todos estos montones en unos sacos, cerrándolos con la estampilla de las armas de Inglaterra, gracia que los tesoreros no suelen conceder a todo el mundo.

Y luego, impasible y tan urbano como debía serlo con respecto a un hombre honrado con la amistad de Su Majestad, dijo:

—Llevaos —vuestro dinero, señor. ¡Vuestro dinero! Esta palabra hizo vibrar mil cuerdas que el mosquetero jamás había sentido en su corazón.

Hizo cargar los sacos en un carrito, y volvió a casa meditando profundamente. Un hombre que posee trescientas mil libras, no puede tener la frente tersa, y una arruga por cada centenar de mil libras no es mucho.

D’Artagnan se encerró, no comió, negó la entrada a todo el mundo en su casa, y, con la lámpara encendida y una pistola armada sobre la mesa, veló toda la noche calculando un medio de evitar que aquellos hermosos escudos, que del cofre real habían pasado a los suyos propios, no pasasen de éstos a los bolsillos de un ladrón cualquiera. El mejor medio que encontró el gascón fue encerrar momentáneamente su capital bajo cerraduras bastante sólidas para que ninguna mano pudiese romperlas, y bastante complicadas para que ninguna llave sencilla pudiere abrirlas.

D’Artagnan se acordó de que los ingleses son maestros consumados en mecánica y en industria conservadora, y decidió ir a la mañana siguiente en busca de un mecánico que le vendiese una caja de caudales.

No tuvo que andar mucho. El señor Will Jobson, residente en Piccadilly, escuchó sus proposiciones, comprendió sus deseos, y le prometió confeccionar una cerradura de seguridad que le sacaría de todo temor para lo venidero.

—Os daré —le dijo— un mecanismo nuevo. A la primera tentativa algo seria hecha sobre la cerradura, se abrirá una plancha invisible, y un cañoncito, invisible también, vomitará una linda bala de cobre del peso de un marco; que echará abajo al mal intencionado no sin un ruido notable. ¿Qué tal?

—Afirmo que es verdaderamente ingenioso —exclamó D’Artagnan—; la balita de cobre me agrada sobremanera. Veamos ahora, señor mecánico, las condiciones.

—Quince días para la ejecución, y quince mil libras pagaderas al entregar la obra —contestó el artista.

D’Artagnan frunció el ceño. Quince días era un plazo suficiente para que todos los ladrones de Londres hubiesen hecho desaparecer la necesidad que tenía del arca de hierro. Respecto a las quince mil libras, era pagar muy caro lo que algo de vigilancia le daría por nada.

—Lo pensaré —le dijo—; gracias, amigo.

Y volvió a su casa torciendo; nadie se había acercado todavía al tesoro.

El mismo día fue Athos a visitar a su amigo y lo encontró preocupado hasta el punto de manifestarle por ello su sorpresa.

—¡Cómo! ¡Estáis rico y no satisfecho —le dijo—, tanto como deseabais las riquezas!

—Amigo mío, los placeres a los cuales no se está acostumbrado, estorban más que las penas que nos son habituales. Un consejo, si me lo permitís. Esto puedo preguntároslo, porque siempre habéis tenido dinero; cuando se tiene dinero, ¿qué se hace?

—Eso depende…

—¿Qué habéis hecho del vuestro, para que él no hiciera de vos ni un avaro ni un pródigo? Porque la avaricia deseca el corazón y la prodigalidad le ahoga… ¿no es verdad?

—No diría más Fabricio. Pero, en verdad, mi dinero no me ha estorbado jamás.

—¿Lo convertís en rentas?

—No; ya sabéis que tengo una casa bastante hermosa, y que esta casa es el mejor de mis bienes.

—Ya lo sé.

—De suerte que seréis tan rico como yo, y aun más rico si queréis, por el mismo medio.

—Pero ¿las rentas las conserváis?

—No.

—¿Qué pensáis de un escondite en una pared maestra?

—Nunca he usado de eso. Entonces tendréis algún confidente, algún hombre de negocios seguro que os pague un interés equitativo.

—Nada de eso.

—¡Dios mío! ¿Qué hacéis entonces?

—Gasto todo lo que tengo; y no tengo más que lo que gasto, mi querido D’Artagnan.

—¡Ah, ya! Pero vos sois algo príncipe, y quince o dieciséis mil libras de renta se os escapan por entre los dedos; además, tenéis ciertas cargas, la representación…

—Pero no veo yo que seáis mucho menos gran señor que yo, amigo mío, y vuestro dinero os vendrá bien justo.

—¡Trescientas mil libras! Hay aquí dos terceras partes superfluas.

—Dispensad, pero me parecía que me habéis dicho… creí haberlo oído… en fin… me figuraba que teníais un socio.

—¡Ah! ¡Pardiez! ¡Es cierto! —exclamó D’Artagnan ruborizándose—. ¡Sí, Planchet!; olvidaba a Planchet, por vida mía…! ¡Pues bien! He ahí deshechos mis cien mil escudos… Es lástima; la cuenta era redonda y sonaba bien… Verdad, Athos, no soy ya rico. ¡Qué memoria tenéis!

—¡Bastante buena, gracias a Dios!

—Ese buen Planchet —dijo D’Artagnan—, no ha hecho aquí mal negocio.

—¡Qué especulación, diantre! En fin, lo dicho, dicho.

—¿Cuánto le dais?

—¡Oh! —dijo D’Artagnan—. Es un buen muchacho y siempre me arreglaré bien con él; ya veis, he tenido trabajos, gastos… y todo esto debe entrar en cuenta.

—Amigo, estoy muy seguro de vos —dijo tranquilamente Athos—, y nada temo por ese buen Planchet; sus intereses está mejor en vuestras manos que en las suyas; pero, ya que nada tenéis que hacer aquí, nos marcharemos, si os parece. Iréis a dar las gracias al rey y a pedirle sus órdenes, y dentro de seis días podremos distinguir las torres de Nuestra Señora.

—Amigo mío, ardo en deseos de marcharme; y enseguida voy a despedirme del rey.

—Yo —dijo Athos—, voy a saludar a algunas personas en la ciudad, y soy vuestro.

—¿Me prestáis a Grimaud?

—Con mucho gusto… ¿Qué pensáis hacer de él?

—Una cosa muy sencilla y que no le fatigará: le suplicaré que me guarde mis pistolas que están sobre la mesa y al lado del cofre.

—Muy bien —replicó Athos imperturbable.

—Y no se apartará de aquí, ¿verdad?

—Ni más ni menos que las mismas pistolas.

—Así, me voy a ver al rey. Hasta luego.

D’Artagnan llegó, en efecto, al palacio de Saint-James, donde Carlos II, que escribía su correspondencia, hízole guardar antesala una hora cumplida.

Al mismo tiempo que se paseaba en la galería, desde las puertas a las ventanas, y desde las ventanas a las puertas, creyó ver una capa igual, a la de Athos atravesar los vestíbulos; pero en el momento en que iba a cerciorarse del hecho, el ujier lo llamó a la cámara de Su Majestad.

Carlos II se frotaba las manos recibiendo los cumplidos de nuestro amigo.

—Caballero —le dijo—, hacéis mal en estarme, reconocido; yo no he pagado la cuarta parte de lo que vale la historia de la caja en que metisteis al valiente general… es decir, al buen duque de Albemarle. Y el rey soltó una carcajada.

D’Artagnan creyó no deber interrumpir a Su Majestad y se inclinó con modestia.

—A propósito —prosiguió Carlos—, ¿os ha perdonado de veras nuestro querido Monk?

—¡Perdonado! Espero que sí, Majestad.

—¡Es que el lance fue terrible…! ¡Odds fish! ¡Embanastar como un arenque al primer personaje de la revolución inglesa! No me fiaría yo en vuestro lugar, caballero.

—Pero, Majestad.

—Sé muy bien que Monk os llama su amigo… Mas tiene un ojo muy profundo para ser falto de memoria y el entrecejo muy alto para no, ser orgulloso; ya sabéis, grande supercilium.

 

«De seguro, aprenderé latín», se dijo D’Artagnan.

—Vamos —exclamó el rey encantado—, es preciso que yo arregle vuestra reconciliación; sabré conducirme de tal modo…

D’Artagnan se mordió el bigote.

—¿Me permite Vuestra Majestad que le manifieste la verdad?

—Hablad, caballero, hablad.

—Pues bien, señor, me causáis un miedo horrible… Si Vuestra Majestad arregla mi asunto, como parece tener ganas, soy hombre perdido; el duque me hará asesinar. El rey soltó otra carcajada que trocó en espanto el temor de D’Artagnan.

—Señor, por piedad, permitidme tratar este asunto por mí mismo; y luego, si ya no tenéis necesidad de mis servicios.

—No, caballero. ¿Queréis marcharos? —respondió Carlos con una hilaridad que causaba en nuestro gascón cada vez más inquietud.

—Si Vuestra Majestad no tiene ya nada que mandarme.

Carlos púsose casi serio.

—Una sola cosa. Ved a mi hermana lady Enriqueta. ¿Os conoce?

—No, señor, pero… un soldado viejo como yo, no es un espectáculo agradable para una princesa joven y jovial.

—Quiero que mi hermana os conozca; quiero que pueda contar con vos en caso necesario.

—Señor, todo lo que es querido a Vuestra Majestad será sagrado para mí.

—Corriente… Parry, ven acá; buen Parry.

Abrióse la puerta lateral, y penetró Parry, radiante el rostro desde que vio al caballero.

—¿Qué hace Rochester? —preguntó el rey.

—Está en el canal con las señoras —contestó Parry.

—¿Y Buckingham?

—También.

—Tanto mejor. Acompañarás al caballero al lado de Villiers… es el duque de Buckingham, caballero… y le suplicarás presente al señor de D’Artagnan a lady Enriqueta.

Parry se inclinó y sonrió a D’Artagnan.

—Caballero —prosiguió el rey—, ésta es vuestra audiencia de despedida; luego podéis marcharon cuando os agrade.

—¡Majestad, gracias!

—Pero haced las paces con Monk.

—¡Oh! Majestad…

—¿Sabéis que uno de mis buques está a disposición vuestra? —dijo el rey mirando fijamente a D’Artagnan.

—Pero, señor, me colmáis de gracias, y no sufriré jamás que los oficiales de Vuestra Majestad se incomoden por mí —dijo el gascón con humildad.

Su Majestad dio un golpecito en el hombro de D’Artagnan.

—Nadie se incomoda por vos, caballero, sino por un embajador a quien envío a Francia, y a quien, según creo, serviréis con gusto de compañero, porque le conocéis perfectamente.

D’Artagnan miró sorprendido.

—Es cierto conde de la Fère… al que vos llamáis Athos —repuso el rey, terminando la conversación como la había comenzado con una festiva carcajada—. ¡Adiós, caballero, adiós! Queredme como yo os quiero.

Y después de esto, haciendo una seña a Parry para preguntarle si alguien le aguardaba en un gabinete inmediato, el rey desapareció en este gabinete, dejando al caballero aturdido de tan singular audiencia.

El viejo le asió amistosamente del brazo y lo condujo a los jardines.

Capítulo XXXV

En el canal

Sobre las aguas de un verde opaco del canal, cuyas márgenes de mármol había ya sembrado el transcurso del, tiempo de manchas negras, de hierbas y de musgo, deslizábase majestuosamente una barca achatada, empavesada con las armas de Inglaterra, y cubierta de un toldo de ancho lienzo adamascado, cuyas franjas arrastraban sobre el agua. Ocho remeros la hacían mover sobre el canal, con la graciosa lentitud de los cisnes, que, turbados en su antigua posesión por el surco de la barca, miraban desde lejos pasar este esplendor y este ruido. Y decimos este ruido por cuanto la embarcación contenía cuatro tocadores de guitarra y de laúd, dos cantadores y muchos cortesanos cubiertos de oro y pedrerías, los cuales mostraban a porfía sus blancos dientes para agradar a lady Estuardo, nieta de Enrique IV, hija de Carlos I y hermana de Carlos II, que ocupaba el sitio de honor bajo el toldo de la barca.

Ya conocemos a esta joven princesa; porque la hemos visto en el Louvre con su madre careciendo de leña y de pan, y alimentada por el coadjutor y los Parlamentos. Como sus hermanos, había pasado una juventud dura, y acababa de despertar de pronto de ese sueño largo y terrible, sentada en las gradas de un trono y rodeada de cortesanos y aduladores. Como María Estuardo cuando salió de la prisión, aspiraba la vida y la libertad, y además el poder y las riquezas.

Lady Enriqueta habíase convertido, al crecer, en una belleza notable a quien la restauración que acababa de ocurrir hacía célebre. La desgracia que le quitaba el brillo del orgullo; se lo había devuelto la prosperidad y resplandecía en fortuna y bienestar semejante a las flores del invernadero, que, olvidadas durante una noche en las primeras heladas del otoño, han inclinado la cabeza; pero que al día siguiente, calentadas en la atmósfera en que nacieron, se vuelven a erguir más lozanas que nunca.

Lord Villiers de Buckingham, hijo de aquel que juega un papel tan importante en los primeros capítulos de esta historia, lord Villiers de Buckingham, lúcido caballero, melancólico con las mujeres, risueño con los hombres, y Vilmont de Rochester, risueño con ambos sexos, estaban de Pie en este momento delante de lady Enriqueta, y se disputaban el privilegio de hacerla sonreír.

Respecto a la joven y bella princesa, recostada en un cojín de terciopelo bordado en oro, las manos inertes y colgando, escuchaba perezosamente a los músicos sin oírlos, y oía a los dos cortesanos sin aparentar escucharlos.

Y era que lady Enriqueta, criatura llena de encantos, mujer que unía las gracias de Francia a las de Inglaterra, no habiendo amado todavía, era cruel en su coquetería. Así es que la sonrisa, ese cándido favor de las jóvenes, no iluminaba absolutamente su rostro, y si alguna vez alzaba los ojos era para asestarlos con tanta fijeza en uno u otro caballero, que su galantería, por descarada que fuese de costumbre, se alarmaba y convertíase en tímida.

En tanto caminaba el barquichuelo, los músicos cantaban y tocaban, y los cortesanos comenzaban a fatigarse como tilos. Además, el paseo parecía sin duda monótono a la princesa, porque moviendo de repente la cabeza con ademán de impaciencia.

—Ea —dijo—, basta, señores, volvámonos.

—¡Ah! Señora —dijo Buckingham—. Somos muy desgraciados; no hemos conseguido hacer el paseo agradable a Vuestra Alteza.

—Me aguarda mi madre —respondió lady Enriqueta—; y además, señores, os confesaré francamente que me fastidio.

Y diciendo esta palabra cruel la princesa, pretendía consolar con una mirada a cada uno de los dos jóvenes, que parecían consternados de tal franqueza. La mirada produjo su efecto, y los dos semblantes se ensombrecieron; mas de pronto, como si la regia coqueta hubiera pensado que ya había hecho demasiado por simples mortales, hizo un movimiento, volvió la espalda a sus dos adoradores, y pareció sumergirse en una contemplación, en la cual era evidente que no tenían la menor parte.

Buckingham mordióse los labios con cólera, porque estaba verdaderamente enamorado de lady Enriqueta, y en calidad de tal todo lo tomaba en serio. Rochester también se los mordió; mas, como su cabeza, siempre dominaba al corazón, aquello fue simplemente para contener una maliciosa carcajada.

La princesa, que dirigía sus ojos por los céspedes finos y floridos de la ribera, y que volvía la espalda a los dos jóvenes, divisó a lo lejos a Parry y D’Artagnan.

—¿Quién viene allí? —preguntó. Ambos jóvenes dieron media vuelta con la rapidez del relámpago.

—Parry —contestó Buckingham—, nada más que Parry.

—Perdonad —dijo Rochester—, pero me parece que trae un compañero.

—Cierto —repuso la princesa con languidez—. Pero ¿qué significan esas palabras. «Nada más que Parry», decid, milord?

—Señora —respondió Buckingham picado—, es que el fiel Parry, el errante Parry, el eterno Parry, no es de gran importancia.

—Os engañáis, señor duque: Parry, el errante Parry, como vos decís, ha andado errante siempre en servicio de mi familia, y ver a ese anciano es siempre para mí un grato espectáculo.

Lady Enriqueta seguía la progresión acostumbrada de las mujeres lindas, y sobre todo de las mujeres coquetas, pasaba del capricho a la contrariedad; el galán había sufrido el capricho; el cortesano debía plegarse al humor contrariado. Buckingham se inclinó pero no respondió nada.

—Es cierto, señora —dijo Rochester inclinándose a su vez—; es modelo de servidores; pero, señora, ya no es joven y no nos divertimos sino viendo cosas alegres. ¿Es cosa grata un viejo?

—Basta, milord —dijo gravemente lady Enriqueta—, me lastima ese tema de conversación.

Y luego continuó, como hablando consigo.

—Verdaderamente, es cosa inaudita las pocas consideraciones que los amigos de mi hermano tienen con respecto a sus servidores.

—¡Ah! Señora —murmuró Buckingham—, Vuestra Gracia me clava en el corazón un puñal forjado por sus propias manos.

—¿Qué quiere decir esa frase embozada a manera de madrigal francés, señor duque?

No la entiendo.

—Significa, señora, que vos misma, tan buena, tan encantadora y tan sensible, os habéis reído algunas veces, quise decir sonreído, de las chocheces fútiles de ese excelente Parry, por el cual tiene hoy Vuestra Alteza una susceptibilidad tan maravillosa.

—Y bien, milord —dijo lady Enriqueta—, si me he olvidado de mí misma hasta ese punto, hacéis mal en recordármelo.

E hizo un movimiento de impaciencia.

—Creo que quiere hablarme ese buen Parry, señor de Rochester; haced que abordemos.

Rochester apresuróse a repetir la orden de la princesa, y un minuto después tocaba la barca en la orilla.

—Desembarquemos, señores —dijo lady Enriqueta, yendo a buscar el brazo que le ofrecía Rochester, a pesar de que Buckingham, que estaba más cerca, le presentaba el suyo.

Entonces, Rochester, con mal disimulado orgullo que penetró en el corazón del infeliz Buckingham, hizo atravesar a la princesa el puentecillo que la tripulación había echado desde la barca real a la orilla.

—¿Adónde se dirige Vuestra Gracia? —preguntó Rochester.

—Ya lo sabéis, milord, hacia ese buen Parry que anda errante, como decía milord Buckingham, y que me busca con sus ojos debilitados por las lágrimas que han derramado por nuestro infortunio.

—¡Oh! ¡Dios mío! —dijo Rochester—. ¡Qué triste está hoy Vuestra Alteza! ¡Verdad es que tenemos aspecto de parecerla locos grotescos!

—Hablad por vos, milord —interrumpió Buckingham con despecho—; yo desagrado de tal modo a Su Alteza, que no le parezco absolutamente nada.

Ni Rochester ni la princesa contestaron; sólo se vio a ésta arrastrar a su caballero con paso más rápido; Buckingham quedó atrás y se aprovechó de este aislamiento para entregarse, cubriéndose el rostro con el pañuelo, a morderlo de tal suerte que hizo pedazos la batista a la tercera dentellada.

—Parry, buen Parry —dijo la princesa con voz dulce—; ven por aquí; veo que me buscas y te espero.

—¡Ah! Señora —exclamó Rochester, yendo caritativamente en auxilio de su compañero, que se había quedado atrás, como hemos dicho—: si Parry no ve a Vuestra Alteza, el hombre que le sigue es un guía suficiente, aun para un ciego; porque, verdaderamente, sus ojos son llamas; es un fanal de dos luces ese hombre.

—Iluminando una cara muy hermosa y marcial —dijo la princesa, decidida a chocar de frente con toda intención.

Rochester se inclinó.

—Una de esas fuertes cabezas de soldado, como sólo se ven en Francia —añadió la princesa con la perseverancia de la mujer segura de la impunidad.

Rochester y Buckingham miráronse como para decirse: «¿Qué es lo que tiene?».

—Ved lo que quiere Parry, señor de Buckingham —dijo lady Enriqueta.

El joven, que consideraba esta orden como un favor, tomó ánimo y corrió hacia Parry, que seguido de D’Artagnan avanzaba con lentitud hacia la noble comitiva, a causa de su edad. D’Artagnan andaba lenta y noblemente, como debía caminar D’Artagnan forrado con un tercio de millón, es decir, sin desfachatez, pero sin timidez también. Cuando Buckingham, que había tenido gran presteza en cumplir la orden de la princesa, la cual se había sentado en un banco de mármol, como cansada de los pocos pasos que acababa de dar, cuando Buckingham, decimos, estuvo a corta distancia de Parry, éste lo conoció.

—¡Ah, milord! —dijo sofocado—. ¿Quiere Vuestra Gracia obedecer a Su Majestad?

 

—¿En qué, señor Parry? —preguntó el joven con cierta frialdad, templada por el deseo de agradar a la princesa.

—El rey ruega a Vuestra Gracia presente el señor a lady Enriqueta Estuardo.

—¿Señor de qué? —preguntó el duque con altivez.

No se ignora que D’Artagnan era propicio a enfurecerse, y el tono de milord Buckingham le había disgustado. Miró al cortesano a la altura de sus ojos, y dos relámpagos resplandecieron en su fruncido entrecejo. Después haciendo un esfuerzo sobré sí mismo:

—El señor caballero de D’Artagnan, milord —contestó tranquilamente.

—Perdón, señor, ese nombre me da a conocer vuestro nombre, y nada más.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Quiere decir que no os conozco.

—Soy más feliz que vos, caballero —respondió D’Artagnan—, porque yo he tenido el honor de conocer mucho a vuestra familia, y particularmente a milord, duque de Buckingham, vuestro ilustre padre.

—¿Mi padre? —dijo Buckingham—. En efecto, señor, ahora creo que recuerdo… ¿El señor caballero de D’Artagnan, decís?

D’Artagnan se inclinó.

—¿No sois uno de esos franceses que tuvieron con mi padre relaciones secretas?

—Precisamente, señor duque, soy uno de esos franceses.

—Entonces, caballero, permitidme os diga que extraño que mi padre, mientras viviera, jamás oyese hablar de vos.

—Oh, señor; pero sí oyó hablar en el momento de su muerte; yo fui quien le hizo pasar por medio del ayuda de cámara de la reina Ana de Austria el aviso del peligro que corría; por desgracia el aviso llegó demasiado tarde.

—No importa, caballero —dijo Buckingham—, ahora comprendo que, habiendo tenido la intención de prestar un servicio al padre, vengáis a reclamar la protección del hijo.

—En primer lugar, milord —contestó flemáticamente D’Artagnan—, yo no reclamo la protección de nadie. Su Majestad el rey Carlos II, a quien he tenido el honor de prestar algunos servicios (necesito deciros, caballero, que he pasado mi vida en esta ocupación), quiere honrarme con alguna benevolencia, y ha deseado que yo fuera presentado a lady Enriqueta, su hermana, a la cual tal vez tenga el honor de ser útil en lo venidero. Su Majestad sabía que estabais en este momento al lado de Su Alteza Real, y me ha dirigido a vos por medio de Parry. No hay aquí otro misterio. Yo no os pido absolutamente nada, y si no deseáis presentarme a Su Alteza, tendré el dolor de pasarme sin vos y la osadía de presentarme yo mismo.

—Al menos, caballero, repuso Buckingham, que intentaba obtener la última palabra, no retrocederéis ante una explicación provocada por vos.

—Yo no retrocedo nunca, señor —replicó D’Artagnan.

—Puesto que habéis tenido relaciones secretas con mi padre, ¿sabéis algún detalle particular?

—Esas relaciones están ya muy lejos de nosotros, caballero, pues aún no habíais nacido vos, y por unos desgraciados herretes de diamantes que recibí de sus manos y llevé a Francia, no vale la pena despertar tantos recuerdos.

—¡Ah! Caballero —murmuró vivamente Buckingham acercándose a D’Artagnan y tendiéndole la mano—, ¡conque sois vos! ¡Vos, a quién mi padre ha buscado tanto y quien tanto podía esperar de nosotros!

—¡Esperar, señor! Ciertamente, ése es mi fuerte, y toda mi vida he esperado.

Durante este tiempo, cansada la princesa de no ver llegar al extranjero, se había levantado y aproximado.

—Al menos, señor —dijo Buckingham—, no esperaréis esa presentación que de mí reclamáis.

Entonces, volviéndose e inclinándose ante lady Enriqueta:

—Señora —le dijo—, Su Majestad vuestro hermano desea que yo tenga el honor de presentar a Vuestra Alteza al señor caballero de D’Artagnan.

—Para que Vuestra Alteza tenga en él en caso necesario un auxilio sólido y un amigo seguro —añadió Parry.

D’Artagnan se inclinó.

—¿Tenéis algo más que decir, Parry? —preguntó lady Enriqueta sonriendo a D’Artagnan, al mismo tiempo que dirigía la palabra al antiguo servidor.

—Sí, señora; Su Majestad desea que Vuestra Alteza guarde religiosamente en su memoria el nombre y que se acuerde del mérito del señor de D’Artagnan, a quien Su Majestad debe, según dice, haber recobrado su reino.

Buckingham; la princesa y Rochester se miraron asombrados.

—Este es otro secreto —dijo D’Artagnan—, del cual según toda probabilidad, no hablaré al hijo del rey Carlos II como he hecho a vos sobre el asunto de los herretes de diamantes.

—Señora —dijo Buckingham—, el señor acaba, por segunda vez, de avivar en mi memoria un acontecimiento que excita de tal manera mi curiosidad, que me atrevo a pediros permiso para separarle un instante de vos y hablarle sobre el particular.

—Está bien, milord, pero devolved pronto a la hermana este amigo tan leal al hermano.

Y volvió a tomar el brazo de Rochester, mientras Buckingham tomaba el de D’Artagnan.

—¡Oh! Caballero —dijo Buckingham—, contadme todo ese suceso de los diamantes que nadie sabe en Inglaterra, ni aun el hijo de quien fue el héroe.

—Milord, sólo una persona tenía el derecho de relatar todo ese suceso, como vos decís, y era vuestro padre; él juzgó a propósito callar, y yo os pido el permiso de imitarle.

Y D’Artagnan inclinóse cómo hombre en quien evidentemente no había de hacer mella ninguna clase de instancias.

—Puesto que es así, caballero —dijo el duque—, perdonadme la indiscreción, y si algún día yo también fuera a Francia…

Y volvió la cara para mirar a la princesa, que no se inquietaba nada por él, ocupada como estaba o parecía estarlo, con la conversación de Rochester.

Buckingham exhaló un suspiro.

—¿Y qué? —preguntó D’Artagnan.

—Decía que si alguna vez yo también fuese a Francia…

—Iréis, milord —dijo sonriendo D’Artagnan—, respondo de ello.

—¿Y por qué?

—¡Oh! Tengo extrañas maneras de predicción; y cuando predigo, rara vez me equivoco. Conque si vais a Francia…

—Pues bien, caballero; vos, a quien los monarcas piden esa preciosa amistad que les da coronas, me atreveré a pediros un poco de ese gran interés que profesasteis a mi padre.

—Milord —contestó D’Artagnan—, creed que me tendré por muy honrado si, allá, en Francia, os dignáis acordaros de que me habéis visto aquí. Y ahora, permitid…

Volviéndose entonces hacia lady Enriqueta:

—Señora —dijo—, Vuestra Alteza es hija de Francia, y, por consiguiente, espero volver a verla en París. Uno de mis felices días será aquel en que me deis una orden que me recuerde que no habéis olvidado las recomendaciones de vuestro augusto hermano.

Y se inclinó ante la princesa, que le dio a besar su mano con actitud graciosa y regia.

—¡Ah! Señora —dijo en voz baja Buckingham—, ¿qué deberé hacer para alcanzar de Vuestra Alteza semejante favor?

—No sé, milord —respondió lady Enriqueta—; preguntádselo al señor de D’Artagnan; él os lo dirá.

Capítulo XXXVI

D’Artagnan saca, como hubiera hecho un hada, una casa de recreo de un cajón de pino, como por encanto

Las palabras del rey, con respecto al amor propio de Monk, sólo había inspirado a D’Artagnan mediana aprensión. El teniente había tenido toda su vida el difícil arte de escoger a sus amigos, y cuando los había tomado implacables e invencibles, era que no había podido, bajo ningún pretexto, hacer otra cosa. Mas los puntos de vista cambian mucho en la vida, que es una linterna mágica cuyos aspectos altera todos los años el ojo del hombre. De ahí resulta que, del último día de un año que se veía blanco, al primer día de otro que se verá negro, sólo hay un espacio de una noche.

De modo que D’Artagnan, cuando salió de Calais con sus diez satélites, se cuidaba tan poco de apoderarse de Goliat, Nabucodonosor u Holofernes, como de cruzar la espada con su recluta o de discutir con su posadera. Entonces se parecía al gavilán que acomete en ayunas a un cordero. El hambre ciega. Pero D’Artagnan, satisfecho, rico, vencedor y orgulloso de un triunfo tan difícil, tenía demasiado que perder para no contar con la probable mala suerte.

Pensaba, pues, al volver de su presentación, en una sola cosa, es decir, en contemplar a un hombre tan temible como Monk, a un hombre a quien también contemplaba Carlos, por más que fuese rey; porque apenas restablecido en su trono, el protegido podía tener aún precisión de protector, y no le negaría, por consiguiente, si llegaba el caso, la mezquina satisfacción de deportar al señor de D’Artagnan, o de encerrarle en alguna torre del Middlesex, o de hacerle dar un baño en la travesía de Douvres a Boulogne. Tales satisfacciones se dan de reyes a virreyes sin ulterior consecuencia.