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100 Clásicos de la Literatura

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Corre el rumor aquí de que usted y Miss Verinder se casarán el mes próximo. Le ruego acepte mis más sinceras congratulaciones.

Las páginas arrancadas del Diario de mi pobre amigo lo están esperando a usted en mi casa…, selladas y con el nombre suyo en el sobre. No me atreví a enviárselas por correo.

Saludos para Miss Verinder, a quien le hago llegar, a la vez, mis mejores augurios. Me suscribo, mi querido Mr. Franklin Blake, su seguro servidor.

Thomas Candy.

****

OCTAVA NARRACIÓN

A cargo de Gabriel Betteredge.

CAPÍTULO I

Yo soy la persona (como sin duda recordarán ustedes) que abrió la marcha en estas páginas y dio comienzo a la historia. También habré de ser la que se quede detrás, por así decirlo, para cerrarla.

Que nadie crea que quiero yo añadir aquí ciertas palabras finales respecto del diamante hindú. Aborrezco esa gema aciaga y remito al lector, en lo que a eso se refiere, ante otras personas de más autoridad que la mía para conocer, como sin duda querrá hacerlo, cualquier novedad relativa a la Piedra Lunar. Mi propósito es el de dar a conocer aquí un suceso de la vida de la familia, que ha sido pasado por alto por todo el mundo y que yo no permitiré que sea tan irrespetuosamente dejado de lado. El hecho en cuestión es… el casamiento de Miss Raquel con Mr. Franklin Blake. Este interesante suceso se produjo en nuestra casa de Yorkshire el martes nueve de octubre de mil ochocientos cuarenta y nueve. Yo vestí un nuevo traje en tal ocasión. Y la pareja de recién casados fue a pasar su luna de miel a Escocia.

Escasas como han sido las fiestas en nuestra casa desde la muerte de mi pobre ama, debo reconocer que en ocasión de la boda tomé, hacia el final del día, un trago de más en honor de la fecha.

Si han hecho ustedes alguna vez lo que yo he hecho, habrán de comprender y sentir lo que yo he comprendido y sentido. De lo contrario, es muy probable que digan: «¡Viejo estúpido!, ¿por qué nos dice tal cosa?» La razón que me asiste para hacerlo es la siguiente:

Luego de haber bebido, pues, ese trago (¡válgame Dios!, ustedes también tienen su vicio favorito: sólo que el vicio de ustedes no es igual al mío y éste no es igual al de ustedes), recurrí de inmediato al único remedio infalible…, ése que ustedes ya conocen y que lleva el nombre de Robinsón Crusoe. En qué página abrí este libro sin igual es algo que no podría determinarlo. Pero en qué lugar del mismo vi que dejaban las líneas de sucederse las unas a las otras, es algo que conozco perfectamente. Se trataba de la página trescientos dieciocho…, en la que aparece el siguiente pasaje relativo al matrimonio de Robinsón Crusoe:

«A la luz de tales ideas hube de meditar sobre mis nuevos compromisos: tenía una esposa…» (¡Observen que también la tenía Mr. Franklin!)…, «un hijo ya…» (¡observen nuevamente, que podía ser el caso de Mr. Franklin, también!…), «y mi mujer, entonces…» Lo que hizo o dejó de hacer «entonces» la mujer de Robinsón Crusoe fue algo que no sentí el menor deseo de conocer. Taché con mi lápiz el pasaje que se refería al hijo y coloqué un pedazo de papel en dicha página para que sirviera de indicador: «Descansa allí, le dije, hasta que Mr. Franklin y Miss Raquel lleven varios meses de casados…; ¡entonces veremos lo que ocurre!»

Pasaron los meses (más de los que yo suponía) y ninguna oportunidad se me presentó de ir a perturbar la calma del indicador del libro. No fue sino en el actual mes de noviembre, correspondiente al año mil ochocientos cincuenta, cuando penetró Mr. Franklin en mi cuarto con el mejor de los humores para decirme:

—¡Betteredge, tengo cierta noticia que darte! Algo habrá de ocurrir en nuestra casa antes que transcurran muchos meses.

—¿Se refiere a la familia, señor? —le pregunté.

—Le concierne completamente a la familia —me dijo Mr. Franklin.

—¿Tiene algo que ver con ello su buena esposa, si me dispensa, señor?

—Mucho es lo que tiene que ver ella en el asunto —me dijo Mr. Franklin, comenzando a experimentar cierta sorpresa.

—No necesita usted, señor, agregar una sola palabra más —le respondí—. ¡Dios los bendiga a los dos! ¡Los felicito de todo corazón!

Mr. Franklin me clavó su vista como una persona herida por el rayo.

—¿Me permites preguntarte dónde te informaste? —me preguntó—. Yo por mi parte me informé (dentro del mayor secreto) hace apenas cinco minutos.

¡He aquí una gran oportunidad para exhibir a mi Robinsón Crusoe! ¡He aquí la oportunidad de dar lectura al fragmento doméstico relacionado con la criatura, que había marcado con una señal el día de la boda de Mr. Franklin! Le leí entonces las milagrosas palabras con un énfasis que les hacía justicia…, y lo miré luego a la cara con los ojos severos.

—¿Cree usted ahora, señor, en Robinsón Crusoe? —le pregunté con la solemnidad que se ajustaba a la ocasión.

—¡Betteredge! —me dijo Mr. Franklin con la misma solemnidad—, me he convencido, al fin.

Nos estrechamos las manos…, y percibí que lo había convencido.

Hecho el relato de este suceso extraordinario, llega a su fin mi reaparición en estas páginas. Que nadie se ría de la única anécdota que he narrado aquí. En buena hora podrán ustedes reírse de cuanta cosa haya escrito yo en estas páginas. Pero no cuando se trata de Robinsón Crusoe, por Dios, porque es éste un asunto serio para mí…, y les ruego que lo tomen ustedes de la misma manera, por lo tanto.

Dicho lo cual, he terminado con mi relato. Señoras y señores, les hago una reverencia y doy por terminada aquí esta historia.

****

EPÍLOGO

Hallazgo del diamante.

CAPÍTULO I

Informe del subalterno del Sargento Cuff (1849)

El veintisiete de junio último recibí del Sargento Cuff la orden de seguir a tres hombres, hindúes los tres, a quienes se suponía autores de un asesinato. Se los había visto esa mañana en la Tower Wharf en el momento de embarcarse con destino a Rotterdam.

Yo partí de Londres en un vapor perteneciente a otra compañía, en la mañana del jueves 28.

Al arribar a Rotterdam tuve la suerte de dar con el capitán del vapor que partiera el día miércoles. Me comunicó él mismo que los hindúes habían viajado, en efecto, en calidad de pasajeros a bordo de su nave… pero tan sólo hasta Gravesend. Cerca de este lugar uno de los tres hombres preguntó a qué hora llegarían a Calais. Al ser informado que el buque se dirigía hacia Rotterdam, el intérprete del grupo expresó la más grande sorpresa y disgusto por el error que habían cometido él y sus dos amigos. Los tres (manifestó) se hallaban dispuestos a perder su dinero, siempre que el capitán los dejara en la costa. Compadeciéndose de su situación de extranjeros en una tierra extraña y no teniendo motivo alguno para detenerlos, el capitán señaló hacia uno de los botes de desembarco y los tres hombres abandonaron la nave. Como resultaba evidente que esta actitud de los hindúes había sido planeada de antemano por ellos, para evitar que les fuera seguida la pista, resolví yo de inmediato regresar a Inglaterra. Abandoné la nave en Gravesend y me enteré allí que los hindúes se habían dirigido desde ese lugar hacia Londres. Allí me puse de nuevo sobre su pista y supe que habían partido hacia Plymouth. En esta última ciudad me informaron que cuarenta y ocho horas antes habían partido a bordo del Bewley Castle, buque mercante de la línea de la India, que se dirigía directamente hacia Bombay.

Al recibir este informe, dispuso el Sargento Cuff ponerse en comunicación por vía terrestre con las autoridades de aquella ciudad, de manera que la nave pudiera ser abordada por la policía en cuanto entrara a puerto. Cumplido este último requisito, mi misión, respecto de este asunto, quedó terminada. Y no he vuelto a oír desde entonces nada que se vincule con el mismo.

CAPÍTULO II

Informe del Capitán (1849)

El Sargento Cuff me ha pedido que describa ciertos hechos relativos a tres hombres (según parece indostánicos) que viajaron como pasajeros durante el último verano en el Bewley Castle, mientras iba éste en viaje directo hacia Bombay, bajo mi comando.

Los indostánicos se reunieron con nosotros en Plymouth. Durante la travesía no llegó hasta mí ninguna queja respecto de su conducta. Se los alojó en la parte delantera de la nave. Pocas fueron las ocasiones en que los vi personalmente.

Durante la última parte del viaje tuvimos la mala suerte de contar con tan poco viento que nos demoró tres días y tres noches en las proximidades de la costa de la India. Como no tengo en mi poder el Diario de viaje, no puedo dar a conocer aquí ni la longitud ni la latitud en que nos encontrábamos. En lo que se refiere a nuestra situación, por lo tanto, sólo puedo decir, de manera general, que las corrientes nos empujaban hacia la costa y que cuando volvió a soplar el viento alcanzamos el puerto veinticuatro horas más tarde.

La disciplina de un barco (como todo hombre de mar sabe) se relaja durante una charla prolongada. Eso fue lo que ocurrió en mi barco. Ciertos caballeros del pasaje hicieron bajar algunos de los más pequeños botes del barco y se divirtieron entre sí, remando en torno de él y nadando cuando el sol, hacia el crepúsculo, era lo suficiente débil como para permitirles tal pasatiempo. Los botes, una vez terminado el asunto, debieron haber sido colgados de nuevo en sus lugares respectivos. Pero no fue así; se los amarró a un costado de la nave.

En parte debido al calor y en parte a causa de la influencia deprimente del tiempo, ni los oficiales ni los tripulantes demostraron mayor celo en sus labores mientras duró la calma.

 

Durante la tercera noche, nada desusado fue visto u oído por la guardia de a bordo. Al llegar la mañana se advirtió que uno de los botes más pequeños había desaparecido…, y en seguida supimos que también los tres indostánicos se habían esfumado.

De haber robado ellos el bote poco después de llegada la noche (lo cual no pongo yo en duda), próximos como nos hallábamos a la costa, hubiera sido en vano que nos lanzáramos en su persecución, al descubrir su fuga en la mañana. No tengo la menor duda de que arribaron a la costa (tomando debida nota del tiempo que habrán perdido a causa de la fatiga y de remar por instantes torpemente) antes del alba.

Sólo al llegar a puerto me enteré del motivo que habían tenido mis tres pasajeros para aprovechar la primera oportunidad que se les presentó para escapar del barco. En cuanto a mí, solamente pude declarar ante las autoridades lo que declaro en este momento aquí. Estas juzgaron conveniente llamarme al orden por el relajamiento de la disciplina. Y yo me disculpo por esa causa ante ellos y mis patronos. Desde ese entonces nada he vuelto a saber de los tres indostánicos. Nada puedo añadir, por otra parte, a lo que ya he dicho.

CAPÍTULO III

Informe de Mr. Murthwaite (1850)

(De una carta escrita a Mr. Cuff)

¿Recuerda usted, mi querido señor, a cierto personaje semisalvaje con quien se encontró en una comida efectuada en Londres durante el otoño del año mil ochocientos cuarenta y ocho? Permítame recordarle que el nombre del mismo es Murthwaite y que usted y él mantuvieron una prolongada conversación después de la comida. El tema de ella fue cierto diamante hindú denominado la Piedra Lunar y el complot tramado en ese entonces para dar con la gema.

Poco tiempo después me di yo a vagabundear por las regiones del Asia Central. De allí regresé a los lugares que fueron escenario de algunas de mis aventuras en el pasado, situados hacia el norte y noroeste de la India. Hace alrededor de una quincena me hallaba en cierto distrito o provincia (muy poco conocido por los europeos), llamado Kattiawar.

Allí fue donde me ocurrió una aventura que (por increíble que ello parezca) habrá de interesarle de sobremanera a usted, personalmente.

En las bárbaras regiones de Kattiawar (y se dará usted una idea de su salvajismo cuando le diga que los agricultores aran allí la tierra armados hasta los dientes), el pueblo le rinde un culto fanático a la vieja religión indostánica, el antiguo culto de Brahma y de Vichnú. Las escasas familias mahometanas diseminadas en las ralas aldeas del interior jamás prueban, por temor, ninguna clase de carne. Cualquier mahometano del cual se sospeche tan sólo que ha matado a ese animal sagrado que es la vaca, es condenado, sin más ni más, por sus piadosos convecinos indostánicos. Para fomentar el entusiasmo religioso de esas gentes, se hallan dentro de los límites de Kattiawar dos famosos santuarios a los que concurren los peregrinos indostánicos. Uno de ellos es Dwarka, lugar de nacimiento del dios Krishna. El otro es la ciudad sagrada de Somnauth, saqueada y destruida hace mucho tiempo, en el siglo undécimo, por el conquistador mahometano Mahmoud de Ghizni.

Siendo ésa la segunda vez que me encontraba en tan románticas regiones, resolví no abandonar Kattiawar sin echarle antes una nueva ojeada a las magníficas ruinas de Somnauth. Me hallaba, desde el lugar en que planeé la travesía (según mis cálculos más aproximados de ese entonces), a tres días de viaje a pie de la ciudad sagrada.

Poco tiempo llevaba en camino, cuando pude advertir que otras personas —que iban en grupos de a dos y de a tres— marchaban, según parecía, en mi misma dirección.

A aquellos que me dirigieron la palabra les dije que era un indostánico budista de una provincia lejana, en marcha hacia el santuario. Innecesario es que le diga que mi ropa estaba en un todo de acuerdo con mis palabras. Si a ello agrego el dato de que conozco la lengua de esas gentes tan bien como la propia y que soy lo suficientemente delgado y moreno como para hacer difícil la tarea de que se reconozca en mí a un europeo, comprenderá usted por qué motivo no me costó un gran esfuerzo el ser aceptado de inmediato entre esas gentes; no como compatriota, sino como un desconocido procedente de una provincia lejana de su propio país.

En el segundo día de mi marcha el número de indostánicos que viajaba en la misma dirección había aumentado en varios centenares. Al tercer día, eran miles los que componían esa multitud: todos en marcha convergente hacia una meta única: la ciudad de Somnauth.

Un pequeño servicio que le hice a uno de mis compañeros de peregrinación durante el tercer día de la travesía me facilitó el acceso al círculo constituido por ciertos indostánicos pertenecientes a la casta más elevada. Por su intermedio me enteré de que esa muchedumbre tenía el propósito de asistir a una gran ceremonia religiosa que se verificaría sobre una colina situada a corta distancia de Somnauth. El acto sería en honor del dios de la Luna y habría de celebrarse en la noche.

La multitud nos obligó a demorarnos, a medida que avanzábamos hacia el lugar fijado para el acto. Cuando arribamos a la colina, la luna brillaba en lo alto del cielo. Mis amigos indostánicos poseían un cierto privilegio especial que les permitía penetrar en el santuario. Cortésmente me invitaron a que los siguiera. Al llegar al templo advertimos que éste se hallaba oculto tras una cortina que pendía de dos árboles magníficos. Debajo de los árboles un estrato rocoso se proyectaba hacia afuera, a manera de plataforma natural. Debajo de ésta fue donde me situé, en compañía de mis dos amigos indostánicos.

Al dirigir mi vista hacia abajo, pude contemplar el más grande espectáculo que hayan podido ofrecer jamás la naturaleza y el hombre combinados. La vertiente más suave de la colina se transformaba imperceptiblemente en una planicie herbosa en la cual unían sus aguas tres ríos. Hacia un lado, el correr sinuoso y alegre del agua, ya visible, ya oculta entre los árboles, hasta donde alcanzaba la vista. Hacia el otro, la inmóvil superficie del océano dormido en la calma de la noche. Pueble usted tan hermoso escenario con una muchedumbre de diez mil seres humanos vestidos todos de blanco y diseminados por ambos costados de la colina, inundando la planicie y bordeando las costas más próximas de los tres ríos sinuosos, alumbre usted luego ese punto de llegada de los peregrinos con las locas llamas rojas de los hachones y las antorchas, que serpean a intervalos por encima de esa innumerable multitud; e imagine por último a la luna del Este vertiendo su luz magnífica desde un cielo inmaculado…, y podrá usted tener entonces una idea de la vista que se ofreció ante mis ojos cuando miré hacia abajo desde la cima de la colina.

Un acorde quejumbroso producido por flautas e instrumentos de cuerda hizo que volviera yo a fijar mi atención en el templo escondido.

Al volverme distinguí las figuras de tres hombres de pie sobre la plataforma rocosa. A la figura central la identifiqué como la del hombre a quien le dirigí la palabra en Inglaterra, el día en que se hicieron presentes los hindúes en la terraza de Lady Verinder. Sin duda alguna los dos que lo habían acompañado en aquella ocasión eran también los mismos que lo acompañaban ahora.

Uno de los indostánicos, que se hallaba próximo a mí, pudo advertir que yo me estremecía. En un cuchicheo me explicó el motivo de la aparición de esas tres figuras sobre la plataforma de piedra.

Se trataba de tres brahmanes (me dijo), que renunciaron a su casta por servir a su Dios. Usted les había ordenado que debían purificarse, mediante un viaje de peregrinación. Esa noche habrían de partir los tres hombres. Siguiendo tres rumbos distintos habrían de dar comienzo a su peregrinación por los santuarios de la India. Jamás habrían de volverse a mirar mutuamente a la cara. En ningún instante habrían de detenerse para reposar, desde el momento en que se separaran hasta aquel en que encontraran la muerte.

En cuanto terminó de cuchichearme estas palabras llegó a su término el acorde quejumbroso. Los tres hombres se postraron sobre la roca, ante la cortina del santuario oculto. Después se levantaron, mirándose a la cara mutuamente y se abrazaron. Luego descendieron por caminos distintos, en dirección de la muchedumbre. Las gentes les hicieron lugar en medio de un silencio mortal. Entre tres grupos se dividió la multitud al unísono. Y lentamente volvió la gente, por último, a fundirse en una sola y grande masa blanca. La huella abierta por los tres brahmanes en medio de las filas de sus camaradas mortales se borró totalmente. No volvimos a verlos desde ese entonces.

Un nuevo acorde musical, potente y jubiloso, se alzó desde el templo oculto. La multitud, en torno mío, se estremeció y se aproximaron más los unos a los otros.

La cortina que pendía de los dos árboles fue descorrida y vimos aparecer el santuario ante nuestra vista.

Allí, en lo alto de un tronco elevado y sentado sobre su antílope característico, con sus cuatro brazos desplegados en dirección de los cuatro puntos cardinales; allí, cerniéndose muy por encima de nosotros, envuelto en sombría y terrible majestad e inundado por la mística luz que caía del cielo, se hallaba el dios lunar. ¡Y sobre la frente de la deidad brillaba el mismo diamante que vi fulgurar anteriormente en Inglaterra sobre la pechera de un vestido de mujer!

Sí; luego de un lapso de ocho centurias la Piedra Lunar volvía a brillar sobre los muros de la ciudad sagrada en que comenzó su historia. Cómo logró la gema retornar a su bárbara tierra nativa, y a través de las circunstancias o por medio de qué crímenes consiguieron los hindúes rescatar su piedra sagrada, es algo que quizá usted sepa; yo confieso, por mi parte, que lo ignoro. La perdió usted de vista en Inglaterra y (si es que sé yo algo respecto de esas gentes) no habrá de volverla a ver jamás.

Así es como transcurren los años y se repiten los sucesos de uno y otro; y así es como los mismos eventos vuelven a acaecer una y otra vez en los ciclos del tiempo. ¿Cuáles serán las próximas aventuras de la Piedra Lunar? ¡Quién podría decirlo!

Meditaciones

Por

René Descartes