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100 Clásicos de la Literatura

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Me referiré en seguida al motivo del crimen.

Un pequeño estuche, a cuyo lado se encontró un papel sellado sacado anteriormente del mismo (el papel llevaba una inscripción), fue hallado abierto y vacío sobre una mesa del cuarto. Mr. Luker en persona ha identificado el estuche, el sellado y la inscripción. Ha declarado luego que aquél contuvo, realmente, al diamante llamado la Piedra Lunar; ha admitido también que le entregó el estuche (sellado) a Mr. Godfrey Ablewhite (disfrazado en ese instante) la tarde del veintiséis de junio último.

De esto se deduce claramente que el robo de la Piedra Lunar ha sido el móvil del crimen.

Hablaré ahora de la manera en que se cometió el asesinato.

Al registrarse el cuarto, que mide solamente siete pies de altura, se descubrió, abierta en el cielo raso, una trampa que comunica con el tejado de la casa. La pequeña escala utilizada para subir a la trampa (y que era guardada debajo de la cama) fue hallada asegurada en la abertura de arriba, de manera de poder facilitarle una cómoda huida a cualquier persona o cualesquiera personas que desearan abandonar el cuarto. En la propia trampa fue hallada, en la madera, una abertura cuadrada, hecha al parecer con un instrumento excesivamente cortante, exactamente detrás del cerrojo que servía para cerrar la puerta desde adentro. De esta manera cualquier persona hubiera podido correr desde afuera el cerrojo, abrir la puerta y dejarse caer (o ser bajada silenciosamente por un cómplice), dentro del cuarto, cuya altura, según hemos ya dicho, alcanza tan sólo a siete pies. Que dicha persona o personas entraron en la habitación de esa manera, surge evidente de la presencia de la abertura descrita. En cuanto al procedimiento empleado por la persona (o las personas) que debieron trepar al tejado de la posada, debemos hacer notar que la tercera casa del lugar es más baja y que se halla vacía y en reparaciones; que una larga escala había sido dejada allí por los obreros, la cual conducía desde el pavimento hasta la cima del edificio…, y que al volver a su trabajo en la mañana del día 27 se encontraron los obreros con que el tablón que dejaron amarrado a la escala para evitar que alguno la utilizase durante su ausencia había sido quitado de allí y se encontraba en el suelo. En cuanto a la posibilidad de ascender por la escala, de andar sobre los tejados de las casas, de volver luego y de descender nuevamente sin ser visto…, remitámonos al testimonio del vigilante nocturno, quien declara que solamente pasa por Shore Lane dos veces por hora cuando efectúa su ronda. Según aseveran los vecinos, Shore Lane se convierte después de la medianoche en una de las más tranquilas y desiertas calles de Londres. De ello se deduce nuevamente, de la manera más clara, que —con la debida precaución y presencia de ánimo— cualquier hombre u hombres pueden haber ascendido por la escala y descendido por ella, luego, sin ser vistos. Una vez sobre el techo de la posada se ha probado, mediante el ensayo efectuado al efecto, que cualquier hombre, tendido sobre la trampa, pudo haber cortado la madera de la misma, sin ser visto por ningún transeúnte a causa del parapeto que se levanta sobre el frontispicio de la casa.

Finalmente, me referiré a la persona o personas que perpetraron el crimen.

Es sabido: 1) Que los hindúes tenían interés en apoderarse del diamante. 2) Es, por lo menos, probable que el hombre con apariencia de hindú a quien Octavius Guy vio hablar a través de la ventanilla del cabriolé con el individuo vestido de mecánico fuera uno de los tres conspiradores indostánicos. 3) Es seguro que ese mismo individuo vestido de mecánico fue quien estuvo siguiendo a Mr. Godfrey Ablewhite durante toda la tarde del día 26 y quien fue hallado en el dormitorio, antes de que Mr. Ablewhite fuera introducido allí en circunstancias tales que lo llevaban a uno a sospechar que había ido a examinar la habitación. 4) Un trozo de gusanillo de oro desgarrado, recogido en el piso del dormitorio, ha sido conocido por algunos expertos en la materia como de fabricación india y clasificado dentro de una categoría de gusanillos de oro desconocida en Inglaterra. 5) En la mañana del día 27, tres hombres, cuya apariencia concordaba con la descripción que se tiene de los tres hindúes, fueron vistos en la Lower Thames Street, seguidos hasta la Tower Wharf y observados cuando se embarcaron en el vapor que partía para Rotterdam.

Existen pruebas morales, si no materiales, de que el crimen fue cometido por los hindúes.

Que el individuo disfrazado de mecánico haya sido o no un cómplice del crimen es algo imposible de aclarar. Que haya podido cometer el asesinato sin ayuda de nadie es algo que se halla fuera de los límites de lo posible. De haber actuado solo, difícilmente hubiera podido asfixiar a Mr. Ablewhite —quien era más alto y más fornido que él—, sin dar lugar a una lucha o a algún grito de parte de éste. El mesonero, que duerme en el cuarto de abajo, no oyó nada. Todas las pruebas conducen a la deducción de que más de un hombre se halla implicado en el crimen… y las circunstancias, repito, justifican la creencia de que fueron los hindúes sus autores.

Sólo me cabe añadir que el veredicto del investigador fue el siguiente: crimen premeditado, cometido por una o varias personas desconocidas. La familia de Mr. Ablewhite ha ofrecido una recompensa y no se han ahorrado medios para dar con los culpables. El hombre vestido de mecánico ha eludido todas las preguntas. Se está sobre la pista de los hindúes En cuanto a la posibilidad de capturar a estos últimos, tengo algo que decirle sobre ello, pero lo haré al final de este informe.

Mientras tanto y luego de haberle dicho cuanto es necesario que sepa usted en torno a la muerte de Mr. Godfrey Ablewhite, pasaré de inmediato a referirme a las actividades del mismo antes, durante y después de la época en que usted y él se encontraron en casa de la difunta Lady Verinder.

CAPÍTULO III

En lo que concierne al asunto que pongo sobre el tapete, debo aclarar desde el principio que la vida de Mr. Godfrey Ablewhite presentó dos aspectos.

Su faz pública nos ofreció el espectáculo de un caballero que gozaba de una envidiable reputación de orador de mítines de beneficencia y que se hallaba dotado de altas dotes de administrador, puestas por él al servicio de varias Sociedades de Beneficencia, la mayor parte de ellas de carácter femenino. La faceta oculta de su persona nos ofrecía a este mismo caballero bajo la imagen totalmente diferente de un hombre que vive para el placer, poseedor de una casa quinta en los suburbios, que no lleva su nombre como tampoco lo lleva la dama que habita en la quinta.

Las investigaciones realizadas por mí en la finca me llevaron al descubrimiento de varios hermosos lienzos y estatuas; de un moblaje bellamente escogido y admirablemente trabajado y de un invernáculo donde pueden verse las más extrañas variedades de flores, cuyas iguales no habría de ser fácil encontrar en todo Londres. La investigación realizada ante la dama me ha llevado al descubrimiento de ciertas joyas dignas de parangonarse con las flores, y diversos carruajes y caballos, los cuales han despertado (justificadamente) en el Parque la admiración de personas lo suficientemente idóneas como para juzgar la estructura de unos y la raza de los otros.

Todo esto, hasta aquí, es muy conocido. La casa quinta y la dama son dos cosas tan familiares dentro de la vida londinense que tendré que excusarme por haberlas mencionado aquí. Pero lo que deja de ser común y familiar (en lo que a mí se refiere) es la circunstancia de que todas estas cosas bellas fueron no solamente ordenadas, sino pagadas. Los cuadros, las estatuas, las flores, las joyas, los carruajes y los caballos, según comprobé con indecible asombro durante mi investigación, no han dado lugar a una deuda de siquiera seis peniques. En lo que atañe a la casa quinta, ha sido comprada y pagada del todo y puesta a nombre de la dama.

Por más que me hubiera esforzado por dar con la clave de este enigma habría, por mi parte, fracasado de no haber sido por la muerte de Mr. Godfrey Ablewhite, que obligó a efectuar un inventario de sus bienes.

Los resultados de la investigación fueron éstos:

A Mr. Godfrey Ablewhite le fue confiado el cuidado de una suma de dinero que alcanzaba a veinte mil libras, por ser uno de los dos administradores de los bienes de un joven caballero, que era todavía menor de edad en el año mil ochocientos cuarenta y ocho. Dicha misión habría de terminar y el joven caballero recibiría las veinte mil libras el día en que este último llegara a la mayoría de edad, esto es, durante el mes de febrero del año mil ochocientos cincuenta. Mientras tanto, el joven gozaría de una renta de seiscientas libras, que habría de serle pagada por sus dos administradores en dos ocasiones durante el año: en la Navidad y el día de San Juan. Dicha renta le fue pagada regularmente por el administrador ejecutivo Mr. Godfrey Ablewhite. Las veinte mil libras (de las cuales se suponía que provenía la renta) habían sido gastadas hasta el último cuarto de penique, en diferentes épocas; su extinción total se produjo al terminar el año de mil ochocientos cuarenta y siete. El poder que autorizaba a los banqueros a vender las acciones y las diversas órdenes escritas en las que se les indicaba el monto de lo que debían vender se hallaba suscrito por ambos administradores. La firma del segundo administrador (un oficial retirado que vivía en el campo) fue falsificada por el administrador ejecutivo…, es decir, Mr. Godfrey Ablewhite.

Todos estos detalles sirven para explicar la honorable conducta de Mr. Godfrey, en lo que se refiere al pago de las deudas que le ocasionaron su dama y su casa quinta, y, (como habrá de ver usted en seguida) otras cosas, además.

 

Podemos ya avanzar hasta dar con la fecha del cumpleaños de Miss Verinder el día veintiuno de junio en el año mil ochocientos cuarenta y ocho.

La víspera de ese día, Mr. Godfrey Ablewhite arribó a la casa de su padre y le solicitó (como lo he sabido por boca del propio Mr. Ablewhite, padre) un préstamo de trescientas libras. Repare usted en la suma y tenga en cuenta, a la vez, que el pago semestral que debía hacerle al joven caballero tenía que hacerlo en efectivo el día veinticuatro de ese mes. Y también, que toda la fortuna del joven había sido disipada por su administrador a fines del año mil ochocientos cuarenta y siete.

Mr. Ablewhite, padre, se rehusó a prestarle un solo cuarto de penique a su hijo.

Al día siguiente Mr. Godfrey Ablewhite cabalgó junto con usted en dirección de la casa de Lady Verinder. Pocas horas más tarde Mr. Godfrey (como usted mismo me lo ha dicho) le pidió a Miss Verinder que se casara con él. En ello veía una salida, sin lugar a dudas —de aceptar ella— para todas sus inquietudes económicas presentes y futuras. Pero, debido al giro tomado por los sucesos, ¿qué ocurrió? Miss Verinder lo rechazó.

La noche del cumpleaños, por lo tanto, la situación financiera de Mr. Godfrey Ablewhite era la siguiente: se hallaba en la obligación de conseguir trescientas libras para el día veinticuatro de ese mismo mes y veinte mil libras para el mes de febrero del año mil ochocientos cincuenta. De fracasar en su intento, era hombre perdido.

En tales circunstancias, ¿qué es lo que ocurre en seguida?

Exaspera usted a Mr. Candy, el doctor, al discutir sobre el espinoso tema de su profesión, y él le juega una mala pasada, como réplica, con una dosis de láudano. Le confía la administración de la dosis (preparada en una pequeña redoma) a Mr. Godfrey Ablewhite, quien ha confesado su participación en el asunto en circunstancias que ya le daré a usted a conocer. Mr. Godfrey se halla tanto más dispuesto a intervenir en el complot, cuanto que ha sido la víctima de su lengua mordaz, Mr. Blake, esa misma noche. Apoya, pues, a Betteredge, cuando éste le aconseja a usted que beba un poco de brandy con agua antes de irse a la cama. Y vierte luego, a escondidas, la dosis de láudano en su grog helado. Usted bebe entonces la mezcla.

Cambiemos ahora de escenario si no le es a usted molesto, y vayamos hacia la casa de Mr. Luker en Lambeth. Permítame ahora hacerle notar, a manera de prólogo, que Mr. Bruff y yo hemos hallado la manera de obligar al prestamista a confesarlo todo. Hemos discernido luego ambos, cuidadosamente, cuanto él nos dijo y se lo ofrecemos a continuación aquí.

CAPÍTULO IV

En las últimas horas de la tarde del día veintitrés de junio de mil ochocientos cuarenta y ocho, Mr. Luker fue sorprendido por la visita de Mr. Godfrey Ablewhite. Mayor fue aún su sorpresa cuando vio que Mr. Godfrey le mostraba la Piedra Lunar. No hay persona alguna en Europa (de acuerdo con lo que le dice su experiencia a Mr. Luker) que posea un diamante parecido.

Mr. Godfrey Ablewhite le hizo dos modestas proposiciones relacionadas con la magnífica gema. Primero preguntó si Mr. Luker sería tan bueno como para comprarle la piedra, y luego inquirió si éste (dado el caso de que no se hallara en condiciones de comprarla) se encargaría de venderla cobrando una comisión por ello, después de anticiparle una suma de dinero.

Mr. Luker probó el diamante, lo pesó y tasó, antes de responderle una sola palabra. Según su tasación (y teniendo en cuenta la grieta que la hendía) el diamante valía treinta mil libras.

Luego de arribar a esta conclusión, abrió por fin Mr. Luker su boca para preguntarle: «¿Cómo llegó esto a sus manos?» ¡Seis palabras tan sólo! Pero ¡qué enorme significación tenían las mismas!

Mr. Godfrey Ablewhite comenzó a tejer una historia. Mr. Luker volvió a abrir la boca y sólo dijo tres palabras esta vez. «¡Eso no servirá!»

Mr. Godfrey Ablewhite comenzó una nueva historia. Mr. Luker no volvió a malgastar una sola palabra con él. Se levantó e hizo sonar la campanilla en demanda del criado que habría de enseñarle la puerta al caballero.

Ante semejante medida compulsiva, Mr. Godfrey hizo un esfuerzo y le dio a conocer una nueva versión del asunto, de la siguiente manera:

Luego de verter a hurtadillas el láudano en el brandy con agua, le había dicho a usted buenas noches y se había dirigido a su habitación. Esta estaba contigua a la de usted y se comunicaba con ella por medio de una puerta. Al entrar en su cuarto, Mr. Godfrey (según él supuso) cerró la puerta. Sus problemas económicos lo mantuvieron despierto. Permaneció sentado en bata y chinelas durante cerca de una hora absorbido por sus preocupaciones. En el preciso instante en que se disponía a irse a la cama, oyó que usted hablaba consigo mismo en la otra habitación y al acercarse a la puerta medianera descubrió que no la había cerrado como había creído.

Se asomó entonces a su cuarto para ver qué es lo que ocurría. Y comprobó que usted abandonaba en ese mismo instante su alcoba con una bujía en la mano. Oyó luego que usted se decía a sí mismo, con una voz totalmente distinta de la suya habitual, «¿Cómo puedo yo saberlo? Los hindúes pueden hallarse ocultos en la casa».

Hasta ese momento había él supuesto, simplemente (al administrarle la dosis de láudano), que no hacía más que participar en la tarea de hacerlo a usted víctima de una broma inofensiva. Pero ahora pensó que el láudano ejercía sobre usted un efecto que no había sido previsto ni por él ni por el propio doctor. Ante el temor de que le ocurriera a usted algún accidente, lo siguió en silencio para observar sus movimientos.

Lo siguió hasta el gabinete de Miss Verinder y lo vio penetrar en él. Usted dejó la puerta abierta. Atisbó entonces a través de la hendedura que se produjo entre la jamba y la puerta, antes de aventurarse a penetrar en el cuarto.

Desde allí, no solamente lo vio a usted apoderarse del diamante que se hallaba en la gaveta, sino que descubrió también cómo Miss Verinder seguía en silencio sus movimientos desde la puerta abierta de su dormitorio. Comprobó entonces que ella también lo vio a usted echar mano del diamante.

Antes de abandonar el gabinete, vaciló usted durante un momento. Mr. Godfrey aprovechó ese titubeo para regresar a su dormitorio antes de que usted saliera y lo descubriese. Acababa apenas de regresar a su cuarto, cuando usted hizo lo propio en el suyo. Usted lo vio (según creyó él) en el mismo instante en que trasponía la puerta medianera. Sea como fuere, lo llamó a usted con una voz extraña y somnolienta.

Él se volvió, y usted le dirigió entonces una mirada turbia y aletargada. Luego colocó usted el diamante en su mano, y le dijo: «Llévalo, Godfrey, otra vez, al banco de tu padre. Aquí peligra… aquí peligra.» Usted se volvió entonces con paso vacilante y se echó encima su bata. Después se sentó en el gran sillón que se hallaba en su dormitorio, y habló de nuevo: «Yo no puedo llevarlo al banco. Mi cabeza me pesa como si fuera de plomo, no siento siquiera mis pies.» Hundió usted entonces su cabeza en el espaldar del sillón… dejó escapar un pesado suspiro… y se sumió en el sueño.

Mr. Godfrey Ablewhite regresó con el diamante a su cuarto. Según sus declaraciones, aún no había decidido por ese entonces lo que habría de hacer… como no fuera mantenerse a la expectativa y aguardar los hechos que se producirían a la mañana siguiente.

Al llegar ésta, sus palabras y su conducta, Mr. Blake, lo convencieron de que usted ignoraba en absoluto lo que había hecho y dicho la noche precedente. Al mismo tiempo, las palabras y la conducta de Miss Verinder lo convencieron de que ésta se hallaba dispuesta a no decir nada, por piedad hacia usted, de lo ocurrido. De resolverse Mr. Godfrey Ablewhite a conservar el diamante, podría hacerlo con la mayor impunidad. A mitad de camino entre él y su ruina se hallaba la Piedra Lunar. Mr. Godfrey decidió entonces guardarse la Piedra Lunar en el bolsillo.

CAPÍTULO V

Esta es la historia que su primo narró, presionado por la necesidad, a Mr. Luker.

Mr. Luker consideró que la misma, en lo que concierne a los detalles principales, era auténtica, basándose en el hecho de que Mr. Godfrey Ablewhite era demasiado bruto para inventarla. Mr. Bruff y yo estamos de acuerdo con Mr. Luker respecto de la validez de ese argumento para demostrar la veracidad de la historia.

El próximo problema a resolver era el de determinar de qué manera procedería Mr. Luker en la cuestión de la Piedra Lunar. Propuso éste las siguientes condiciones, a las que consideraba como las únicas bajo las cuales se complicaría (aun teniendo en cuenta la índole de su trabajo) en esa dudosa y peligrosa operación.

Mr. Luker consentiría en otorgarle a Mr. Godfrey Ablewhite un préstamo por valor de dos mil libras, con la condición de que la Piedra Lunar le fuera entregada en calidad de prenda. Si al cumplirse un año a partir de esa fecha, Mr. Godfrey Ablewhite le abonaba a Mr. Luker tres mil libras, podría aquél retirar el diamante, en calidad de prenda rescatada. Si al cumplirse el año no lograba éste reunir la suma requerida, la prenda (por otro nombre, la Piedra Lunar) habría de pasar a poder definitivo de Mr. Luker, el cual, en este caso, habría de entregarle a Mr. Godfrey, en calidad de generoso presente, varias pólizas promisorias (relacionadas con operaciones anteriores) y que se hallaban en poder del prestamista.

Innecesario es que diga que Mr. Godfrey se rehusó indignado a aceptar tan monstruosas condiciones. Mr. Luker le devolvió al punto el diamante y dio por terminada la entrevista.

Su primo se dirigió hacia la puerta y se volvió luego desde allí. ¿Cómo podía estar seguro de que la conversación que acababa de sostener esa noche con su amigo sería mantenida estrictamente en secreto por éste?

Mr. Luker no se comprometió a ello. De haber aceptado Mr. Godfrey sus condiciones, habría éste hecho de él su cómplice y hubiera podido contar, por lo tanto, con su silencio, sin lugar a dudas. Tal como se presentaban las cosas, Mr. Luker debía guiarse por lo que le aconsejara su interés personal. De hacérsele alguna pregunta embarazosa, ¿cómo podía esperarse que se comprometiera a sí mismo por hacerle un favor a un hombre que se había negado a negociar con él?

Al recibir esta réplica, Mr. Godfrey Ablewhite hizo lo que cualquier individuo (humano o de otra especie) hace siempre que descubre que ha caído en una trampa. Dirigió en torno suyo una mirada de impotente desesperación. La fecha del día, visible a través de una pequeña y elegante tarjeta que se hallaba en una caja situada sobre el delantero de la chimenea del prestamista, atrajo por casualidad su mirada. Era el veintitrés de junio. El veinticuatro debería pagarle trescientas libras al joven caballero de quien era el administrador y ninguna otra oportunidad de conseguir ese dinero se le ofrecía, como no fuera la que acababa de ofrecerle Mr. Luker. De no haber existido tan miserable obstáculo, habría podido llevar el diamante a Ámsterdam, donde lo habría convertido en un artículo más negociable, luego de hacerlo fragmentar en varias piedras distintas. Tal como se presentaban las cosas, no contaba con otra alternativa que no fuera la de aceptar las condiciones de Mr. Luker. Después de todo, tenía todo un año por delante para reunir las tres mil libras… y un año es un lapso considerable.

Mr. Luker redactó al punto los documentos del caso. Una vez firmados, le entregó a Mr. Godfrey Ablewhite dos cheques. Uno fechado el 23 de junio, por trescientas libras. Y otro con una fecha posterior en una semana, por el resto de la suma…, esto es, por mil setecientas libras.

Cómo fue que la Piedra Lunar pasó a poder de los banqueros de Mr. Luker y de qué manera fueron tratados ambos por los hindúes, luego que se efectuó el traspaso, es algo que usted ya conoce.

El próximo acontecimiento en la vida de su primo se halla nuevamente vinculado con Miss Verinder. Por segunda vez le pidió que se casara con él… y, luego de haber sido aceptado, consintió, a pedido de ella, en romper el compromiso. Una de las razones que lo llevaron a hacer tal concesión ha sido puesta en evidencia por Mr. Bruff. Miss Verinder poseía tan sólo una renta vitalicia en lo que respecta a las propiedades dejadas por su madre, y a él no habría de serle posible sacar de allí las veinte mil libras disipadas.

Sin duda usted me dirá que él podría haber obtenido las tres mil libras necesarias para rescatar el diamante, de haberse casado con ella. Indudablemente podría haberlo hecho…, siempre que ni su esposa ni los tutores administradores de ella se hubieran opuesto a adelantarle más de la mitad de la renta a su disposición con vistas a un asunto desconocido, durante el primer año de su matrimonio. Pero, aunque hubiera logrado vencer tal obstáculo, otro escollo le estaba esperando más allá. La dama de la casa quinta había oído hablar de la boda en cierne. Se trata, Mr. Blake, de una mujer soberbia y perteneciente a esa categoría de mujeres de las cuales no puede uno burlarse…, una mujer de leve complexión y de nariz aguileña. Ella experimentó entonces el más profundo desprecio por la persona de Mr. Godfrey Ablewhite. Desprecio que habría de adquirir un carácter silencioso, siempre que él le hiciera un hermoso regalo. De lo contrario se haría lenguas de él. La renta vitalicia de Miss Verinder le ofrecía tantas probabilidades de adquirir ese «regalo» como de lograr reunir las veinte mil libras. No podía, por lo tanto, casarse…, no podía de ninguna manera desposarse con ella, en tales circunstancias.

 

Cómo fue que probó suerte nuevamente con otra dama y de qué manera este compromiso fue anulado por cuestiones de dinero, son cosas que usted ya conoce. También se halla usted al tanto del asunto del legado de cinco mil libras que le fue dejado poco tiempo después por una de las tantas admiradoras del sexo débil que este hombre tan agraciado y fascinador tuvo la habilidad de ganarse durante su existencia. Dicho legado (como ya ha sido probado) lo condujo a la muerte.

He averiguado que al partir al exterior, luego de entrar en posesión de las cinco mil libras, se dirigió a Ámsterdam. Allí hizo todos los arreglos necesarios para dividir el diamante en varias piedras distintas. Regresó luego (disfrazado) y rescató la Piedra Lunar el día señalado. Después de dejar transcurrir varios días (precaución convenida por ambas partes), decidió retirar la gema, realmente, del banco. De haber logrado él arribar sano y salvo con la misma a Ámsterdam, habría contado con el tiempo apenas suficiente (desde el mes de julio del cuarenta y nueve y hasta el mes de febrero del cincuenta, fecha esta última en que el joven caballero llegaría a la mayoría de edad) para hacer fragmentar el diamante y convertir en un artículo negociable (pulidas o no) a las distintas piedras obtenidas de él. Juzgue usted a través de esto si tuvo o no tuvo él motivos para correr el riesgo que realmente afrontó. En lo que a él respecta, se trata de una cuestión de «vida o muerte»…, como quizá ningún otro hombre haya afrontado jamás.

Sólo quiero recordarle, antes de dar término a este Informe, que existe la probabilidad de poder echarle el guante a los hindúes y de recuperar la Piedra Lunar. Estos se hallan actualmente en camino (según hay motivos para suponer) a Bombay, a bordo de un buque mercante de las Indias Orientales. El barco, de no mediar ningún accidente, no habrá de tocar otro puerto que ése durante su trayecto y las autoridades de Bombay (puestas sobre aviso mediante carta despachada por vía terrestre) se hallarán listas para abordar la nave en cuanto entre la misma a puerto.

Tengo el honor de suscribirme, mi querido señor, su más fiel servidor, Richard Cuff, ex Sargento de la División de Investigaciones, Scotland Yard, Londres.

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SEPTIMA NARRACIÓN

De una carta escrita por Mr. Candy.

Frizinghall, miércoles, sept. 26, 1849.

Mi querido Mr. Franklin Blake:

Sin duda sospechará usted la triste nueva que estoy a punto de comunicarle, en cuanto advierta, en este sobre sin abrir, la carta que le dirigiera usted a Ezra Jennings. Murió en mis brazos al caer la tarde del miércoles último.

No debe usted reprocharme el no haberle informado antes que su fin se hallaba próximo. El me prohibió expresamente comunicarle tal cosa. «Me hallo en deuda con Mr. Franklin Blake, me dijo, por haberme hecho vivir algunos días dichosos. No lo entristezca, Mr. Candy, no lo entristezca.»

Sus sufrimientos, hasta las últimas seis horas de su vida, fueron espantosos. En los intervalos de calma, cuando tenía la mente lúcida, le rogué que me diera el nombre de algunos de sus parientes para escribirles. Me pidió entonces que lo perdonara por no poder acceder a lo que yo le pedía. Y luego me dijo —sin amargura— que habría de morir como había vivido, esto es, olvidado y sin amigos. Mantuvo su designio hasta el último momento. No existe ahora la menor posibilidad de describir nada respecto de su persona. Su historia es una página en blanco.

La víspera de su muerte me indicó el lugar en que se hallaban sus papeles. Se los llevé al lecho. Había entre ellos un manojo de viejas cartas que hizo a un lado. También un libro inconcluso y su Diario…, compuesto de varios volúmenes entrelazados. Abrió el correspondiente al año actual y arrancó entonces de él una por una las páginas que se referían a la época que usted y él compartieron. «Entrégueselas», me dijo, «a Mr. Franklin Blake. Puede ser que en los años por venir tenga interés en echarle una ojeada a lo que se halla aquí escrito.» De inmediato enlazó sus manos y le pidió a Dios en un ruego ferviente que los bendijera a usted y a sus seres queridos. Pero en seguida cambió de opinión. «¡No!», me respondió cuando yo me ofrecí para escribirle a usted, «¡no quiero apenarlo!»

A su pedido recogí a continuación los papeles restantes —o sea, el manojo de cartas, el libro inconcluso y los varios volúmenes que componen su Diario— y los guardé a todos en un sobre sellado con mi propio sello. «Prométame», me dijo, «que usted mismo habrá de colocar esto en mi ataúd y que habrá de velar porque nadie lo toque en adelante.»

Yo me comprometí a ello. Y la promesa ha sido cumplida.

Me pidió luego otra cosa, a la cual accedí luego de violenta lucha conmigo mismo. «Que mi tumba sea olvidada», me dijo. «Deme usted la palabra de honor de que no habrá de permitir que ningún monumento —ni siquiera la lápida más vulgar— habrá de indicar el sitio en que me halle enterrado. Quiero dormir ignorado. Quiero reposar olvidado.» En cuanto yo traté de hacerle cambiar de opinión, se agitó por primera y última vez, de la manera más violenta. No pude soportar ese espectáculo y cedí. Sólo un pequeño montículo de hierba señala el lugar en que reposa. Con el correr del tiempo habrán de levantarse en torno de él más y más lápidas. Y las gentes que nos sucedan habrán de mirar con asombro la tumba innominada.

Según ya le he dicho, seis horas antes de su muerte dejó de sufrir. Dormitó un poco. Creo que soñó. En una o dos ocasiones se sonrió. Un nombre de mujer, según me pareció —el nombre de «ella»—, brotó por ese entonces varias veces de sus labios. Pocos minutos antes de morir me pidió que lo levantara sobre la almohada para poder ver elevarse el sol a través de la ventana. Se hallaba muy débil. Su cabeza se inclinó sobre mi hombro. Y dijo en cuchicheo: «¡Ya llega!» Luego me pidió: «¡Béseme!» Yo lo besé en la frente. Súbitamente levantó la cabeza. La luz del sol le dio en el rostro. Una bella expresión, una expresión angelical, cubrió su cara. Y exclamó tres veces: «¡Paz, ¡paz!, ¡paz!» Su cabeza volvió a caer sobre mi hombro, el largo infortunio que fue su vida había llegado a su fin.

Así fue como se alejó de nuestro lado. Fue, en mi opinión, un gran hombre…, aunque el mundo no haya sabido nunca nada de él. Sobrellevó su destino cruel con el mayor coraje. Poseía el carácter más dulce que haya encontrado yo jamás en un hombre. Su pérdida le ha dejado muy solo. Quizá no he vuelto a hallarme nunca enteramente bien desde que estuve enfermo. A veces pienso abandonar mi profesión e irme de aquí para probar las aguas y los baños de algún sitio extranjero en beneficio de mi salud.