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100 Clásicos de la Literatura

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—Regresé anoche de Irlanda —me dijo el Sargento apuntando directamente hacia el objetivo práctico de su visita y con su habitual manera enigmática—. Antes de irme a la cama leí la carta en la cual usted me relata lo ocurrido después que yo abandoné la pesquisa en torno del diamante, el año último. Sólo una cosa tengo que decir, por mi parte. Me he equivocado completamente. Cómo podría haber percibido hombre alguno las cosas en su aspecto verdadero, de hallarse en la situación en que yo me hallaba en ese entonces, es algo que no me atrevo a afirmar que sé. Pero ello no altera la realidad de los hechos. Debo reconocer que hice un lío del asunto. Y no el primero de los líos, Mr. Blake, que han caracterizado mi carrera profesional. Sólo en los libros los funcionarios de la policía de investigaciones se hallan por encima de esa flaqueza humana que consiste en equivocarse.

—Ha llegado usted en el momento más oportuno para recuperar su reputación —le dije.

—Usted dispense, Mr. Blake —me replicó el Sargento—. Ahora que estoy retirado del servicio me importa un comino mi reputación. ¡No tengo ya nada que ver con ella, a Dios gracias! Si he venido aquí, señor, ha sido en agradecimiento a la generosidad que tuvo para conmigo y en memoria de la difunta Lady Verinder. Retornaré a mi antigua labor —si es que usted me necesita y confía en mí—, en atención a lo que acabo de decirle y no a otra cosa. Es una cuestión de honor para mí. Ahora bien, Mr. Blake, ¿qué giro ha tomado el asunto desde que me escribiera usted su última carta?

Le conté lo del experimento del opio y lo ocurrido después en el banco de la Lombard Street. Se sintió grandemente impresionado por lo primero; era algo enteramente nuevo para él. Y se mostró particularmente interesado por la teoría de Ezra Jennings relativa a lo que yo había hecho con el diamante luego de abandonar el gabinete de Raquel la noche de su cumpleaños.

—No estoy de acuerdo con Mr. Jennings cuando dice que usted ocultó la Piedra Lunar —me dijo el Sargento Cuff—. Pero convengo con él, sin lugar a dudas, cuando afirma que usted debió de haber llevado el diamante a su cuarto.

—¿Y bien? —le pregunté—. ¿Qué ocurrió después?

—¿No tiene usted la menor sospecha de lo que pudo haber sucedido, señor?

—Absolutamente.

—¿Y Mr. Bruff sospecha algo?

—Tanto como yo.

El Sargento se levantó y avanzó hasta mi escritorio. Regresó luego de allí con un sobre sellado. Se leía en él la palabra «Privado» y se hallaba dirigido a mí; en una esquina se percibía la firma del Sargento.

—El año pasado me equivoqué en mis sospechas —me dijo—; y es posible que también ahora equivoque al culpable. No abra este sobre, Mr. Blake, hasta no haber dado con la verdad; compare entonces el nombre del culpable con el que yo he escrito en esta carta sellada.

Yo introduje la carta en mi bolsillo y le pregunté al Sargento qué pensaba de las medidas que tomara yo en el banco.

—Muy buenas, señor —me respondió—; exactamente las que correspondían en tales circunstancias.

Pero además hay otra persona que debió ser vista con Mr. Luker.

—¿Justamente la persona que usted menciona en la carta que acaba de entregarme?

—Sí, Mr. Blake, la persona mencionada en mi carta. Eso no puede ayudarnos ahora. A su debido tiempo tendré algo que proponerles a usted y a Mr. Bruff. Aguardaremos mientras tanto la llegada del muchacho; puede ser que tenga algo importante que decirnos.

Eran ya cerca de las diez y el muchacho no había aparecido aún. El Sargento empezó a ocuparse de otros temas. Me preguntó por su antiguo amigo Betteredge y por su viejo enemigo, el jardinero. Un minuto más y hubiera vuelto sin duda a referirse al antiguo tema de sus rosas favoritas, de no haber venido a interrumpirnos mi criado, quien me dijo que el muchacho se hallaba abajo.

Antes de entrar en la habitación se detuvo «Grosella» en el umbral y le dirigió una mirada recelosa al desconocido que se encontraba conmigo. Yo le indique que se acercara.

—Puedes hablar delante de este caballero —le dije—. Ha venido a ayudarme y se halla al tanto de todo lo ocurrido. Sargento Cuff —añadí—, éste es el muchacho que trabaja en el despacho de Mr. Bruff.

En nuestro moderno mundo civilizado la celebridad (no importa de qué clase) es la palanca que mueve todas las cosas. La fama del gran Cuff había llegado incluso a los oídos del pequeño «Grosella». Los ojos sueltos del muchacho empezaron a girar de tal manera en cuanto mencioné yo el nombre ilustre, que llegué a pensar que habrían de rodar sobre la alfombra.

—Ven acá, muchacho —le dijo el Sargento—, y dinos lo que tienes que decirnos.

La atención que le dispensaba ese gran hombre —el héroe de innumerables historias, famosas en los bufetes de los abogados de Londres— pareció fascinar al muchacho. Se colocó delante del Sargento Cuff e introdujo sus manos en los bolsillos según la manera adoptada habitualmente por los neófitos que van a ser interrogados por vez primera.

—¿Cómo te llamas? —le dijo el Sargento, comenzando con la primera pregunta del interrogatorio.

—Octavius Guy —respondió el muchacho—. Pero en la oficina me llaman «Grosella», a causa de mis ojos.

—Octavius Guy, por otro nombre «Grosella» —prosiguió el Sargento con la mayor gravedad—; desapareciste del banco ayer. ¿Por dónde has andado?

—Usted dispense, señor; he estado siguiendo a un hombre.

—¿Quién era?

—Un hombre alto, señor, con una barba grande y negra y vestido como un marinero.

—¡Me acuerdo de él! —prorrumpí—. Mr. Bruff y yo pensamos que podía ser un espía al servicio de los hindúes.

El Sargento Cuff no pareció impresionarse mucho en cuanto a lo que pensáramos Mr. Bruff y yo. Prosiguió interrogando a «Grosella».

—Bien —dijo—, ¿por qué seguiste al marinero?

—Usted dispense, señor, pero Mr. Bruff quería saber si Mr. Luker le entregaba alguna cosa a alguien, al salir del banco. Y yo vi que Mr. Luker le entregó algo al marinero de la barba negra.

—¿Por qué no le dijiste a Mr. Bruff lo que acababas de ver?

—No tuve tiempo de decirle nada a nadie, señor, porque el marinero salió muy apurado.

—¿Y tú corriste detrás de él…, eh?

—Sí, señor.

—«Grosella» —le dijo el Sargento, y le acarició la cabeza—, en tu pequeño cráneo hay algo… que no es precisamente algodón en rama. Estoy muy satisfecho contigo hasta aquí.

El muchacho enrojeció de placer. El Sargento Cuff prosiguió:

—Bien, ¿y qué es lo que hizo el marinero una vez en la calle?

—Llamó un cabriolé, señor.

—¿Y qué hiciste tú entonces?

—Eché a correr detrás del cabriolé.

Antes de que el Sargento hubiera tenido tiempo de darle forma a su próxima pregunta, fue anunciado otro visitante…, el escribiente principal de Mr. Bruff.

Considerando que era muy importante no interrumpir el interrogatorio al que el Sargento estaba sometiendo al muchacho, recibí al empleado en otro cuarto. Traía malas noticias de su patrono. La agitación y el ajetreo de los últimos dos días demostraron ser una carga excesiva para Mr. Bruff. Había despertado esa mañana con un ataque de gota, se había recluido en su cuarto de Hampstead y mucho lamentaba el verse obligado, en medio de la crítica situación en que nos encontrábamos, de privarme del consejo y la ayuda de un hombre experimentado. Su empleado principal recibió la orden de ponerse a mi disposición y se hallaba dispuesto a hacer cuanto se hallara a su alcance para reemplazar a Mr. Bruff.

En seguida le escribí unas líneas al anciano caballero para aquietar su espíritu mediante la noticia de la visita del Sargento Cuff; añadí que «Grosella» era sometido en ese momento a un interrogatorio y le prometí que habría de informar a Mr. Bruff, ya fuera por carta o personalmente, respecto de lo que aconteciera más tarde, ese día. Luego de haber despachado al escribiente a Hampstead con mi nota, regresé al cuarto que había abandonado anteriormente y hallé al Sargento Cuff junto a la chimenea disponiéndose a hacer sonar la campanilla.

—Usted dispense, Mr. Blake —me dijo el Sargento—. Estaba a punto de mandarle a decir con su criado que necesitaba hablar con usted. No me cabe la menor duda de que este muchacho…, de que este valiosísimo muchacho —añadió el Sargento en tanto acariciaba la cabeza de «Grosella»—, ha seguido al hombre que debía seguir. Se ha perdido un tiempo precioso, señor, debido a la infortunada circunstancia de no haberse hallado usted en su casa a las diez y media de la noche. Lo único que cabe hacer ahora es mandar a buscar un cabriolé.

Cinco minutos más tarde el Sargento Cuff y yo (con «Grosella» en el pescante actuando a la manera de guía, junto al cochero) nos hallábamos en camino hacia el Este, en dirección de la ciudad.

—Uno de estos días —me dijo el Sargento apuntando hacia la ventanilla frontera del cabriolé— este muchacho habrá de hacer proezas en mi antigua profesión. Es el más hábil y vivaz de los jóvenes que he encontrado en muchos años. Habrá de oír usted ahora, Mr. Blake, el fundamento de lo que me dijo este muchacho cuando se hallaba usted fuera de la habitación. Creo que estaba usted allí cuando dijo que echó a correr detrás del cabriolé, ¿no es así?

—Sí.

—Bien, señor; el cabriolé se dirigió desde la Lombard Street hasta la Tower Wharf. El marinero de la barba negra bajó y habló con el despensero del vapor de la línea de Rotterdam que habría de partir a la mañana siguiente. Le pidió permiso para ir a bordo en seguida y para dormir en su litera esa noche. El despensero le dijo que no. Los camarotes, las literas, los colchones y la ropa de cama habrían de ser sometidos, todos ellos, a una limpieza general esa noche y ningún pasajero podría hallarse a bordo antes de la mañana. El marinero se volvió y abandonó el muelle. Cuando llegó de nuevo a la calle el muchacho percibió, por primera vez, a un hombre que vestía unas decorosas prendas de mecánico y que se paseaba sobre el lado opuesto del camino, sin perder de vista, aparentemente, al marinero. Este se detuvo frente a una taberna de las inmediaciones y penetró luego en ella. El muchacho —que no supo qué hacer entonces— se dedicó a deambular entre algunos otros muchachos y a clavar su mirada en las lindas cosas que veía a través de la ventana de la taberna. Advirtió que el mecánico aguardaba como él, pero siempre desde el lado opuesto de la calle. Un minuto más tarde apareció un cabriolé que avanzando despaciosamente fue a detenerse en el lugar en que se hallaba el mecánico. El muchacho sólo pudo distinguir claramente a una persona dentro del vehículo, la cual se inclinaba hacia afuera, por la ventanilla, para hablar con el mecánico. Describió el muchacho a esa persona, Mr. Blake, sin que hubiera mediado insinuación alguna de mi parte, como a un hombre de rostro tan oscuro como el de un hindú.

 

Era evidente, a esta altura, que Mr. Bruff y yo habíamos cometido otra equivocación. El marinero de la barba negra no era, de ninguna manera, un espía al servicio de los conspiradores hindúes. ¿Sería acaso el hombre que se hallaba en posesión del diamante?

—Luego de un breve instante —prosiguió el Sargento—, el cabriolé echó a andar de nuevo lentamente, calle abajo. El mecánico cruzó la calle y penetró en la posada. El muchacho siguió afuera hasta que se sintió hambriento y fatigado…, y penetró entonces a su vez en ella. Tenía un chelín en el bolsillo y gozó, según me dijo, de una opípara comida, constituida por una morcilla, un pastel de anguila y una botella de cerveza de jengibre. ¿Qué es lo que no puede digerir el estómago de un muchacho? La sustancia en cuestión está aún por descubrirse.

—¿Qué es lo que vio en la posada? —le pregunté.

—Bien, Mr. Blake, vio al marinero leyendo un diario junto a una mesa y al mecánico leyendo otro diario junto a otra mesa. Era ya el crepúsculo cuando se levantó el marinero de su asiento y abandonó el lugar. Al llegar a la calle, dirigió una mirada recelosa en torno de sí. El muchacho —por ser tal cosa— pasó inadvertido. El mecánico no había salido aún. El marinero echó a andar y a mirar en torno de sí, como si no estuviera seguro de lo que debía hacer en seguida. Una vez más apareció el mecánico sobre el lado opuesto del camino. El marinero siguió andando hasta que llegó al Shore Lane que conduce hacia la Lower Thames Street. Allí se detuvo ante una posada que ostenta el nombre de «La Rueda de la Fortuna», y luego de observar su exterior se introdujo en ella. «Grosella» lo imitó. Un gran número de personas la mayor parte de ellas de aspecto decente se hallaban en el bar. «La Rueda de la Fortuna» es una casa muy estimada, Mr. Blake, tanto por su cerveza negra como por sus pasteles de cerdo.

Las digresiones del Sargento me irritaron. Él lo advirtió y se limitó desde entonces, de manera exclusiva, al testimonio de «Grosella».

—El marinero —dijo retomando el hilo— preguntó si había allí cama para él. El dueño le respondió: «No; se hallan todas ocupadas.» La muchacha de la posada lo rectificó y dijo: «La “número 10” se halla desocupada.» Un mozo fue encargado de enseñarle al marinero la «número 10». Exactamente un momento antes de que esto ocurriera, advirtió «Grosella» al mecánico entre las gentes de la fonda. Antes de que el mozo hubiera respondido al llamado, desapareció el mecánico. El marinero fue conducido hasta su cuarto. No sabiendo qué hacer de inmediato, «Grosella» tuvo la sabia idea de aguardar para ver lo que ocurría. Algo ocurrió, en efecto. El amo fue llamado. Voces coléricas llegaron desde arriba. Súbitamente volvió a aparecer el mecánico asido por el cuello, esta vez por el dueño, y exhibiendo ante el muy sorprendido «Grosella» todos los rasgos del borracho. El amo lo lanzó por la puerta y lo amenazó con llamar a la policía si volvía a entrar. Según lo que dijeron durante el altercado, parece que el hombre había sido descubierto en la «número 10», donde sostuvo con la obstinación de un beodo que el cuarto había sido tomado por él. «Grosella», sorprendido por la súbita borrachera de un hombre que hasta un momento antes estaba sereno, no pudo resistir la tentación de echar a correr por la calle detrás del mecánico. Mientras se halló a la vista de la posada siguió el hombre haciendo eses de la manera más vergonzosa. En cuanto dobló la esquina, recobró instantáneamente su equilibrio y se tornó en el más respetable miembro de la sociedad que hubiera deseado uno ver. «Grosella» regresó a «La Rueda de la Fortuna» completamente confundido. Aguardó nuevamente, a la espera de lo que pudiese acontecer. Nada ocurrió y nada vio u oyó relacionado con el marinero. Decidió entonces volver al bufete. Acababa de tomar esta decisión cuando, ¿a quién cree usted que vio aparecer en el lado opuesto de la calle si no al mecánico nuevamente? Elevó éste su vista hacia determinada ventana situada en la cima de la posada, y que era la única que se hallaba iluminada. La luz pareció aliviar su espíritu. Abandonó el lugar de inmediato. El muchacho regresó a Gray's Inn, recogió allí su tarjeta y mensaje. Preguntó por usted y fracasó en su demanda. He aquí, Mr. Blake, el estado en que se encuentran actualmente las cosas.

—¿Qué opina usted del asunto, Sargento?

—Considero que la situación es seria, señor. Basándome en lo que ha visto el muchacho, creo, para empezar, que los hindúes se hallan implicados en el asunto.

—Sí. Y evidentemente el marinero fue quien recibió el diamante de manos de Mr. Luker. Extraño me parece que tanto Mr. Bruff como su hombre y yo nos hayamos equivocado respecto de quién podía ser esa persona.

—No es tan extraño, Mr. Blake. Teniendo en cuenta el riesgo que dicha persona habría de correr, es muy probable que Mr. Luker los haya despistado a ustedes mediante alguna treta convenida con ellos.

—¿Cómo interpreta usted lo ocurrido en la posada? —le pregunté—. El hombre vestido de mecánico ha obrado, naturalmente, bajo las órdenes de los hindúes. Pero me hallo tan perplejo ante esa súbita simulación de ebriedad como «Grosella».

—Creo que puedo darle una vislumbre de lo que eso significa —me dijo el Sargento—. Si usted medita sobre ello habrá de llegar a la conclusión de que dicho individuo debió recibir instrucciones un tanto estrictas de parte de los hindúes. Ellos hubieran podido ser identificados muy fácilmente para correr el riesgo de mostrarse en el banco o en la posada…; se vieron, por tanto, compelidos a confiar totalmente en su intermediario. Muy bien. Su intermediario se entera en la posada del número del cuarto que el marinero ocupará allí esa noche…, cuarto que habrá de servirle de refugio (a menos que nos hallemos totalmente equivocados) al diamante esa noche. En tales circunstancias los hindúes, puede estar seguro de ello, habrán insistido en que les hiciera una descripción del cuarto, que los pusiera al tanto de la ubicación del mismo en la casa, de las posibilidades que se ofrecían para penetrar en él desde afuera, etcétera. ¿De qué manera habría de obrar el hombre para cumplir dichas instrucciones? ¡Exactamente de la manera que obró! Corrió escalera arriba para echarle una ojeada al cuarto antes de que fuera conducido allí el marinero. Al ser descubierto en medio de sus indagaciones, consideró que la mejor manera de sortear el escollo habría de ser un simulacro de borrachera. Así es como descifro yo el enigma. Luego de haber sido arrojado de la posada, se dirigió probablemente con un informe hacia el lugar en que lo estaban aguardando sus jefes. Y éstos, sin duda, le ordenaron que volviera para que comprobara si el marinero se había instalado realmente en la posada hasta el día siguiente. En cuanto a lo acaecido en «La Rueda de la Fortuna», luego que el muchacho se fue de allí, deberíamos haberlo descubierto nosotros mismos anoche. Son ahora las once de la mañana. Esperemos lo mejor y veamos qué es lo que podemos descubrir.

Un cuarto de hora más tarde se detuvo el cabriolé en Shore Lane y «Grosella» nos abrió la portezuela para que saliéramos de él.

—¿Listo? —preguntó el Sargento.

—Listo —respondió el muchacho.

En cuanto entramos en «La Rueda de la Fortuna», aun sus ojos inexpertos percibieron que algo malo ocurría en la casa.

La única persona que se hallaba detrás del mostrador en el cual se servían los licores era una azorada y joven doméstica, perfectamente ignorante del trabajo que ejecutaba. Uno o dos parroquianos que aguardaban su trago matinal golpeaban impacientes con sus monedas sobre el mostrador. La muchacha de la fonda surgió desde el más remoto rincón de la sala de recibo, excitada y preocupada. Cuando el Sargento Cuff preguntó por el amo, le respondió bruscamente que éste se encontraba arriba y que no deseaba ser molestado por nadie.

—Venga conmigo, señor —me dijo el Sargento Cuff, abriendo la marcha fríamente hacia arriba y haciéndole una señal al muchacho para que nos siguiera.

La muchacha de la posada llamó a su amo y le dijo que unos desconocidos violaban la casa. En el primer piso nos salió al encuentro el dueño, quien bajaba precipitadamente y muy irritado, para ver lo que ocurría.

—¿Quién diablos es usted y qué es lo que busca aquí? —preguntó.

—Cálmese —le dijo serenamente el Sargento—. Para empezar le diré quién soy. Soy el Sargento Cuff.

El nombre ilustre produjo un efecto instantáneo. El irritado patrono abrió de par en par las puertas de un gabinete y se excusó ante el Sargento Cuff.

—Estoy nervioso y fuera de mí, señor…, ésa es la verdad —le dijo—. Algo desagradable ha ocurrido esta mañana en mi casa. Un hombre de mi oficio se halla expuesto a perder la paciencia a cada instante, Sargento Cuff.

—Sin duda alguna —dijo el Sargento—. Si usted me lo permite iré al grano en seguida respecto de lo que nos ha traído aquí. Tanto este caballero como yo nos vemos en la necesidad de molestarlo con unas pocas preguntas que se refieren a un asunto de interés para usted y para nosotros.

—¿A qué se refiere el mismo? —preguntó el posadero.

—A un hombre moreno, vestido de marinero que durmió aquí anoche.

—¡Dios mío! ¡Es la misma persona que ahora está dando vuelta la casa! exclamó el posadero—. ¿Saben usted o este caballero algo respecto de él?

—No podremos asegurárselo antes de haberlo visto —le respondió el Sargento.

—¿Verlo? —repitió el posadero—. Es eso algo que nadie ha sido capaz de lograr desde las siete de la mañana de hoy. Esa era la hora en que dijo anoche que debía despertársele. Se lo llamó…, pero no hubo respuesta. Probaron nuevamente a las ocho y luego a las nueve, pero en vano. ¡Todo fue inútil! ¡He ahí que la puerta seguía cerrada con llave…, y que no se escuchaba el menor ruido en el cuarto! Estuve afuera esta mañana, y no hace más de un cuarto de hora que he regresado. Yo mismo he estado golpeando a la puerta, sin resultado alguno. He enviado al mozo en busca del carpintero. Si los caballeros pueden aguardar unos minutos, la puerta será abierta y podrán enterarse de lo ocurrido.

—¿Se hallaba borracho ese hombre anoche? —le preguntó el Sargento Cuff.

—Completamente sereno, señor; de lo contrario no lo hubiera dejado dormir, de ninguna manera, en mi casa.

—¿Pagó por adelantado su cama?

—No.

—¿Pudo haber escapado de la habitación sin salir por la puerta?

—Se trata de una buhardilla —dijo el mesonero—. Pero en su cielo raso hay una trampa que da sobre el tejado…, y un poco más abajo, sobre la calle, hay una casa vacía que se halla en reparaciones. ¿Cree usted, Sargento, que el tunante se ha escapado por allí sin pagar?

—Un marinero —dijo el Sargento Cuff— lo habría hecho en las primeras horas de la mañana, antes de que la calle se animase. Sabría cómo trepar y no habría de fallarle la cabeza cuando se hallara sobre los tejados de las casas.

No había terminado de hablar cuando fue anunciada la llegada del carpintero. Inmediatamente nos dirigimos todos escaleras arriba, en dirección del piso superior. Advertí que el semblante del Sargento tenía una expresión desusadamente grave, aun tratándose de él. También me chocó, como algo extraño, el hecho de que le dijera al muchacho (luego de haberlo estimulado previamente a que nos siguiera) que aguardara abajo nuestro regreso.

El martillo y el escoplo del carpintero dieron cuenta en pocos minutos de la puerta. Pero algún mueble había sido colocado a manera de barricada del lado de adentro. Empujando la puerta hicimos este obstáculo a un lado y logramos penetrar en el cuarto. El mesonero fue el primero en entrar; el Sargento, el segundo; yo, el tercero. Los demás circunstantes nos siguieron.

 

Todos dirigimos nuestra vista hacia el lecho y todos nos estremecimos al unísono.

El hombre no había abandonado la habitación. Estaba tendido en su lecho, vestido y con una blanca almohada que le ocultaba totalmente el rostro.

—¿Qué significa esto? —preguntó el mesonero, indicando la almohada.

El Sargento Cuff se aproximó a la cama sin responderle y quitó de allí la almohada.

La atezada faz del hombre tenía una expresión plácida y tranquila; su negro cabello y su barba se hallaban ligera, muy ligeramente en desorden. Sus ojos, abiertos totalmente, clavaban una mirada vidriosa y abstracta en el cielo raso. La expresión fija y turbia de sus ojos me horrorizó. Me volví para dirigirme hacia la ventana abierta. Los demás permanecieron al lado del Sargento Cuff, esto es, junto a la cama.

—¡Tiene un ataque! —oí decir al mesonero.

—Está muerto —respondió el Sargento—. Envíe por el médico más próximo y por la policía.

El mozo fue el encargado de cumplir ambas órdenes. Una especie de extraño hechizo parecía mantener al Sargento adherido a la cama. Y una extraña curiosidad parecía mantener a los demás a la expectativa de lo que habría de hacer en seguida el Sargento.

Yo me volví nuevamente hacia la ventana. Un instante después sentí que alguien tiraba del faldón de mi chaqueta y que una voz minúscula cuchicheaba a mis espaldas:

—¡Mire esto, señor!

«Grosella» nos había seguido dentro del cuarto. Sus ojos desencajados giraban espantosamente…, pero no de temor, sino de júbilo. Acababa de hacer un descubrimiento detectivesco por su propia cuenta.

—¡Mire esto! —insistió, y me condujo hacia una mesa que se hallaba en un rincón del cuarto.

Sobre aquella se veía un pequeño estuche de madera, abierto y vacío. Hacia un lado del estuche había un trozo de algodón, de ése que usan los joyeros. Y en el opuesto se veía una hoja de papel blanco desgarrado, con un sello parcialmente destruido y una inscripción todavía perfectamente legible. Lo que había allí escrito era lo siguiente:

«Depositado en casa de los señores Bushe, Lysaught y Bushe, por Mr. Septimus Luker, de Middlesex Place, Lambeth, un pequeño estuche de madera que contiene una joya de gran precio. El estuche, al ser reclamado, sólo habrá de ser entregado a pedido personal de Mr. Luker.»

Estas líneas despejaban toda duda respecto de una cosa por lo menos. El marinero se había hallado en posesión de la Piedra Lunar al abandonar el banco la víspera.

Sentí de nuevo que tiraban de mi faldón. «Grosella» no había terminado aún conmigo.

—¡Robo! —cuchicheó el muchacho, apuntando embelesado hacia el estuche vacío.

—Se te ordenó aguardar abajo —le dije—. ¡Vete de aquí!

—¡Y crimen! —añadió «Grosella», apuntando con mayor fruición todavía hacia el hombre del lecho.

Había algo espantoso en ese regodeo del muchacho con el horror de la escena, que tomándolo por los dos hombros lo puse fuera del cuarto.

En el preciso instante en que cruzaba el umbral oí que el Sargento Cuff preguntaba por mí. Se encontró conmigo cuando ya de regreso penetraba en el cuarto, y me obligó a acompañarlo hasta el lecho.

—¡Mr. Blake! —me dijo—. Observé la cara de este hombre. ¡Es una cara falsa… y aquí tiene usted prueba de ello!

Trazó de inmediato con su dedo una línea delgada y profundamente blanca, en retroceso, a través de la atezada frente del muerto, hasta llegar a su negra cabellera un tanto desordenada.

—Veamos lo que hay debajo de esto —dijo el Sargento, mientras asía repentinamente y con firme ademán la negra cabellera.

Mis nervios no eran lo suficientemente fuertes como para soportar tal cosa.

Volví a alejarme del lecho.

Lo primero que vieron mis ojos en el otro extremo de la habitación fue al incorregible «Grosella», encaramado sobre una silla y observando con el aliento en suspenso y por encima de las cabezas de las personas mayores cuanto hacía el Sargento.

—¡Le está arrancando la peluca! —cuchicheó «Grosella», apiadándose de mí, porque era yo la única persona allí que no podía ver lo que estaba ocurriendo.

Hubo una pausa…; luego se oyó un grito de asombro, proferido por quienes rodeaban el lecho.

—¡Le ha quitado la barba! —exclamó «Grosella».

Se produjo una nueva pausa. El Sargento Cuff pidió alguna cosa. El posadero se dirigió hacia el lavabo y regresó junto a la cama con una jofaina llena de agua y una toalla.

«Grosella» se puso a bailar de excitación sobre la silla.

—¡Suba usted aquí a mi lado, señor! ¡Le está lavando la cara!

El Sargento se abrió paso bruscamente entre las personas que lo rodeaban y avanzó directamente con el rostro horrorizado hacia el sitio en que yo me encontraba.

—¡Vuelva usted junto al lecho, señor! —comenzó a decirme. Se acercó más hacia mí, me observó y se contuvo a sí mismo—. ¡No! —dijo al volver a hablar—. Abra usted primero la carta sellada…, la carta que le entregué esta mañana.

Yo hice lo que me decía.

—Lea usted, Mr. Blake, el nombre que he escrito allí.

Yo leí el nombre que había escrito él en ella. Era el siguiente: Godfrey Ablewhite.

Fui con él hacia allí y dirigí mi vista hacia el hombre que yacía en la cama: Godfrey Ablewhite.

****

SEXTA NARRACIÓN

A cargo del Sargento Cuff.

CAPÍTULO I

Dorking, Surrey, julio 30, 1849.— Para Franklin Blake. Esq. Señor:

Le ruego disculpe el retraso con que le envío el Informe que me comprometí a remitirle. Me he demorado, para poder escribir un informe completo, porque he tenido que evitar, aquí y allá, ciertos obstáculos que pudieron ser salvados merced a un poco de tiempo y paciencia.

El objeto que me propuse ante mí mismo acaba de ser alcanzado, según espero. Hallará usted en estas páginas la réplica de casi todas —si no de todas— las preguntas que se refieren al difunto Mr. Godfrey Ablewhite y que usted me hizo la última vez que tuve el honor de encontrarme con usted.

Me propongo, en primer lugar, comunicarle cuanto se sabe respecto de la manera en que halló la muerte su primo, complementando el relato con las deducciones y conclusiones que, de acuerdo con mi opinión, podemos justificadamente extraer de los hechos.

Me esforzaré, en segundo lugar, por poner en su conocimiento todos los descubrimientos que he hecho en lo que se refiere a las actividades desplegadas por Mr. Godfrey Ablewhite antes, durante y después de la época en que usted y él se encontraron, cuando eran ambos huéspedes en la casa de campo de la difunta Lady Verinder.

CAPÍTULO II

Me referiré, pues, en primer lugar a la muerte de su primo.

Según mi parecer, es un hecho comprobado y que se halla fuera de toda duda el de que fue asesinado mientras dormía o apenas despertó, siendo asfixiado con una almohada de su propio lecho…, que los autores del crimen son los tres hindúes…, y que la meta prevista, y alcanzada, del crimen era la de entrar en posesión del diamante denominado la Piedra Lunar.

Los hechos de que se desprende están en la habitación de la taberna y en parte de las pruebas reunidas durante la investigación dirigida por el investigador.

Al violentarse la puerta del cuarto, el difunto caballero fue hallado sin vida con la almohada de su lecho contra la cara. El médico que lo examinó, al ser informado respecto de este detalle, consideró que el aspecto presentado por el cadáver se tornaba perfectamente compatible con la idea de una muerte por asfixia…, o sea con la de un crimen cometido por alguna persona o personas luego de hacer presión con la almohada contra la nariz y la boca del extinto, hasta que a raíz de la congestión de los pulmones sobrevino la muerte.