Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡No entiendo! —susurró junto a mi cara.

Blandía el brazo vagamente hacia el cielo, vaga sugestión de pensamientos aún más vagos.

—¡Un escondrijo! Si algo viene…

Miré en tomo nuestro, y con un movimiento de cabeza asentí a lo que decía.

Echamos a andar, moviéndonos lentamente, con las más exageradas precauciones para no hacer ruido. Nos dirigimos a un bosquecillo espeso. Un estrépito como el de grandes martillos que golpearan en una caldera, nos hizo apresurar el paso.

—Arrastrémonos —susurró Cavor.

Las hojas más bajas de las plantas-bayonetas, ya cubiertas por la sombra de otras nuevas que habían brotado arriba, comenzaban a marchitarse y encogerse, lo que nos permitió abrimos paso por entre la tupida maleza sin sufrir ningún daño serio: un pinchazo en la cara o en el brazo no nos importaba. En el centro del bosquecillo me detuve y miré jadeante la cara de Cavor.

—Subterráneo —murmuró éste—. Abajo.

—Pueden venir arriba.

—¡Tenemos que encontrar la esfera!

—Sí —dije yo—; pero ¿cómo?

—Avancemos así, arrastrándonos, hasta que demos con ella.

—Pero ¿y si no la hallamos?

—Nos mantendremos escondidos. Vemos que cosa es…

—No nos apartemos —dije.

Cavor reflexionaba.

—¿Por qué lado iremos?

—Confiémonos a la casualidad.

Escudriñamos con la vista por un lado y otro. Después, con mucha circunspección, empezamos a arrastramos a través de la selva recién formada, describiendo, tanto como podíamos trazarlo, un circuito; deteniéndonos a cada movimiento de una rama, a cada sonido, con la atención siempre fija en la esfera de la que tan tontamente habíamos salido. De rato en rato seguían llegando hasta nosotros, de abajo de la tierra, rumores de golpes, de choques, de sonidos mecánicos, extraños, inexplicables, y también de vez en cuando creíamos oír algo, un débil arrastrar tumultuoso, que nos llegaba por el aire. Atemorizados como estábamos, no intentamos siquiera buscar un punto culminante para desde allí observar lo que pasara en toda la superficie del cráter. El tiempo transcurría, y nada veíamos de los seres cuyos ruidos nos llegaban tan abundantes y persistentes, y a no haber sido por la debilidad que nos causaba el hambre y por la sed que nos secaba la garganta, aquella marcha a gatas en que estábamos empeñados habría tenido el carácter de un sueño muy vívido, tan absolutamente ajeno a la realidad era. El único elemento con algo de real eran los ruidos.

—¡Figuráoslo! En nuestro derredor aquella selva de un país de sueños, con sus silenciosas hojas —bayonetas apuntando por sobre nuestras cabezas, y los líquenes silenciosos, animados, dorados a trechos por el sol, bajo nuestras manos y rodillas, agitándose con el vigor de su crecimiento, como se agita una alfombra cuando el viento entra por debajo. De vez en cuando, uno de los hinchados capullos, abriéndose y extendiéndose al calor del sol parecía estallar sobre nosotros.

De rato en rato, alguna nueva forma, de color vivísimo, llenaba un espacio entre las hojas. Las células de que brotaban esas plantas no eran mayores que mi dedo pulgar, y parecían globitos de vidrio pintado. Y todas esas cosas estaban saturadas del implacable fulgor del sol, nosotros las veíamos desde abajo sobre el fondo de un cielo azul negruzco, tachonado aún, no obstante el sol, por unas cuantas, estrellas. ¡Extraño, todo extraño! Las nuevas formas y la materia de las piedras; eran extrañas. Todo era extraño: las sensaciones de nuestros cuerpos no tenían precedente, cada movimiento terminaba en una sorpresa. La respiración salía reducida, adelgazada, por la seca garganta; la sangre corría por los vasos de los oídos en palpitante marea, tud, tud, tud…

Y de rato en rato nos llegaban ráfagas de estruendos, de martillazos, el resonar de maquinarias en marcha, y por último, oímos… ¡mugidos de grandes bestias!

(XI)

El pasto de la res lunar

Así, nosotros, pobres seres terrestres, perdidos en aquella selva lunar, nos arrastrábamos aterrorizados al oír aquel nuevo y estupendo ruido; huíamos a gatas desde mucho antes de que viéramos al primer selenita o a la primera res lunar, aunque los bramidos de ésta, sus sonoros gruñidos, se acercaban continuamente a nosotros. Huíamos arrastrándonos por pedregosos barrancos, por nevadas faldas, por entre hongos que reventaban como globos de papel al contacto de nuestra mano, y vertían un líquido acuoso, y a ratos corríamos en cuatro pies por sobre un pavimento perfecto, como una lisa plataforma de jugar a la pelota, siempre bajo la interminable maraña de la creciente hierba. Y nuestros ojos buscaban incesablemente, cada vez con menos esperanza, nuestra abandonada esfera. El ruido producido por las reses era a ratos un bramido vasto, claro, parecido al de la vaca terrestre, otros ratos se elevaba a un mugido que parecía denotar asombro y furor, y de nuevo volvía a oír un rumor como el que produce un animal corpulento al romper las malezas en su marcha por el bosque; se habría dicho que las invisibles bestias tenían igual necesidad de bramar que de comer.

La primera vista que tuvimos de ellas fue ojeada transitoria, poco propicia a la observación, pero no por ser incompleta nos perturbó menos. Cavor, que se arrastraba delante de mí, fue el primero en notar su proximidad. Se detuvo de golpe, y con un ademán hizo que yo también me quedara inmóvil.

El estrépito de un romper y aplastar de hierbas y plantas avanzaba directamente hacia nosotros, y de repente, cuando nos acercábamos el uno al otro y tratábamos de calcular la distancia y dirección de aquel ruido, oímos detrás de nosotros un aterrador mugido, tan cercano y tan vehemente, que las puntas de las plantas-bayonetas se inclinaron ante aquel soplo, y nosotros sentimos su calor y humedad. Nos volvimos, y pudimos ver por entre una multitud de espigas enmarañadas, los lustrosos costados de la res y la larga línea de su lomo destacándose sobre el fondo del cielo.

Por supuesto que para mí es ahora difícil decir todo lo que vi en ese momento, porque mis impresiones de entonces han sido corregidas por observaciones posteriores. La primera de todas las impresiones fue el enorme tamaño de la bestia. La circunferencia de su cuerpo era de unos ochenta pies y su largo de doscientos quizás. Sus costados se levantaban y caían, bajo el impulso de su fatigosa respiración. Noté que su gigantesco y flojo cuerpo se extendía por el suelo, y que su piel era de un color blanco sucio, que se obscurecía hacia la parte superior del lomo. Pero de sus pies nada vimos. Creo que también alcanzamos a ver entonces, por lo menos, el perfil de la cabeza casi sin cerebro, con su cuello relleno de gordura, su puntiagudo, omnívoro hocico, las pequeñas ventanas de la nariz, y sus ojos herméticamente cerrado (pues la res lunar cierra invariablemente los ojos en presencia del sol). Pudimos igualmente ver unas vastas encías rojas al abrirse la boca para balar y mugir nuevamente; una bocanada de su aliento nos envolvió, y después el monstruo se balanceó como un buque, avanzó como en una bordada, pegado al suelo, arrastrando su dura piel, volvió a balancearse, y así pasó entre corriendo y arrastrándose a nuestro lado, abriendo un surco de hierba aplastada: el denso entrelazamiento de las ramas le ocultó pronto de nuestra vista. Otra apareció más distante, y luego, otra, y después, como si fuera el pastor que condujera al pasto a aquellas animadas moles de carne, un selenita surgió momentáneamente a nuestra vista. Mi mano que reposaba en el pie de Cavor, lo apretó convulsivamente al ver esa aparición, y los dos nos quedamos inmóviles, mirando en la misma dirección, hasta mucho después que hubo pasado.

En contraste con las reses lunares, el selenita parecía un ser trivial, una simple hormiga, no mayor de cinco pies de alto. Iba vestido con ropas de una materia que parecía cuero, de modo que ninguna parte de su cuerpo estaba visible, circunstancia (la del traje), que por supuesto, ignorábamos entonces. Se nos apareció, pues, como un compacto animal cerdoso, que tenía muchas de las condiciones de un complicado, insecto, con unos tentáculos que parecían látigos y un resonante brazo que surgía del reluciente y cilíndrico forro de su cuerpo. La forma de su cabeza estaba oculta por un enorme yelmo con muchas puntas (después descubrimos que estas puntas eran para aguijonear a las bestias reacias)—, y un par de anteojos de vidrios ahumados, puestos muy a los lados, daban una apariencia de botón al aparato metálico que le cubría la cara. Sus brazos no se extendían más allá del forro del cuerpo, sus piernas eran cortas y, aunque envueltas en gruesas telas, parecían a nuestros terrestres ojos extraordinariamente delgadas. Los muslos eran muy cortos, las tibias muy largas, y los pies muy pequeños.

No obstante lo pesados que parecían sus vestidos, avanzaba con unos pases que, desde el punto de vista terrestre, habrían sido enormes trancos, y su brazo resonante trabajaba mucho. La forma de su andar durante el instante en que pasó al alcance de nuestros ojos, denotaba prisa y algo de enojo, y poco después de haberle perdido de vista, oímos el bramido de la res convertirse bruscamente en un chillido agudo y corto, seguido por el fragor de su correr acelerado. Y gradualmente se alejó el bramido, hasta que cesó del todo, como si el animal hubiera llegado al buscado pasto.

Escuchamos. Durante un rato, el mundo lunar estuvo silencioso; pero pasaron algunos momentos antes de que reanudáramos nuestra peregrinación a gatas para descubrir la perdida esfera.

La segunda vez que vimos reses, se hallaban éstas a alguna distancia de nosotros, entre un montón de rocas. Las superficies menos verticales de las rocas estaban cubiertas de una planta verde manchada, que crecía en ramos densos, musgosos, en les cuales ramoneaban los animales. Al verlos nos detuvimos en el borde de dos peñascos por entre los cuales nos arrastrábamos, los contemplamos, y miramos a un lado y otro, tratando de descubrir nuevamente a algún selenita. Los animales estaban echados sobre el pasto como estupendos fardos de una masa grasienta, y comían voraz, ruidosamente, con avidez gruñona. Parecían monstruos formados todos de gordura, corpulentos y pesados hasta el extremo de que, comparado con uno de ellos, el buey más gordo de Inglaterra parecería un modelo de agilidad. Sus hocicos glotones, el constante movimiento de sus mandíbulas, sus ojos cerrados, junto con el hambriento sonido de su masticación, producían un efecto de gozo animal, estimulante en grado singular pana nuestros vacíos estómagos.

 

—¡Puercos! —dijo Cavor, con vehemencia inusitada—. ¡Puercos asquerosos!

Y después de lanzarle s una mirada de colérica envidia, se arrastró por entre las malezas, alejándose hacia la derecha. Yo me quedé el tiempo suficiente para convencerme de que la manchada planta era inservible como alimento humano, y luego me arrastré tras de él, con una ramita de la misma planta entre los dientes.

En seguida nos detuvo de nuevo la proximidad de un selenita, y aquella vez pudimos observarle mejor. Démonos cuenta, entonces, de que lo que cubría al selenita eran en realidad telas tejidas, y no una especie de cáscara de crustáceo. Se asemejaba bastante en su traje al primero que habíamos visto, salvo unas como puntas de tacos de billar que lo salían del cuello. Estaba en un promontorio de roca, y movía la cabeza a un lado a otro, como si examinara el cráter. Nosotros nos quedamos echados y quietos, temerosos de llamar su atención si nos movíamos. Al cabo de un rato, descendió del promontorio y se alejó.

A poco nos encontramos con otro rebaño de reses que subían una cuesta, mugiendo, y después pasamos por un lugar lleno de ruidos, ruidos de una maquinaria en movimiento, como si allí, cerca de la superficie, hubiera un vasto taller. Y todavía nos envolvían esos ruidos, cuando llegamos a un gran espacio abierto, que tendría unas doscientas yardas de diámetro, y perfectamente plano. Excepción hecha de algunos líquenes que avanzaban de los lados, aquel espacio estaba desnudo, y su superficie polvorienta era de un color amarillento. Tenía miedo de cruzar aquel espacio, pero como presentaba menos obstáculos que la maleza para nuestra marcha a gatas, descendimos a él y empezamos con mucha cautela a deslizamos por su orilla.

Durante cortos momentos cesaron los ruidos de abajo, y todo, salvo el débil movimiento de la creciente vegetación, quedó en completo silencio. Después, bruscamente, empezó un estruendo más fuerte, más activo, más cercano que ninguno de los que habíamos oído antes. Positivamente salía de abajo. Con movimiento instintivo nos aplastamos contra el suelo, lo más pegados a él que pudimos, y listos para saltar a la espesura cercana. Cada golpe y cada sacudida parecía vibrar a través de nuestros cuerpos. Aquel golpear y sacudir creció más cada vez, y la irregular vibración aumentó hasta que la luna entera parecía estremecerse y latir.

—Retirémonos —murmuró Cavor—: y yo me di vuelta hacia los matorrales.

En aquel instante sonó un estrépito como un cañonazo, sucedió una cosa cuyo recuerdo me persigue hasta hoy mismo en mis sueños. Había vuelto la cabeza para ver la cara de Cavor, y al hacerlo avancé la mano hacia adelante. ¡Y mi mano no encontró nada, se hundió de golpe en un agujero sin fondo!

Mi pecho dio contra algo duro, y me encontré con la barba en el borde de un insondable abismo que se había abierto repentinamente allí abajo, y con el brazo extendido, suelto en el vacío. Toda aquella área circular y plana no era más que una gigantesca tapa, que en aquel momento iba deslizándose de la enorme abertura que cubría, y entrando en una ranura preparada al efecto.

Si no hubiese sido por Cavor, creo que me hubiera quedado rígido, colgado en aquella orilla y mirando la obscuridad de aquel enorme pozo, hasta que por fin el borde de la ranura me hubiera empujado y lanzado al vacío. Pero Cavor no había recibido la impresión que a mí me paralizaba: cuando la tapa empezó a deslizarse, se hallaba a alguna distancia del borde, y en seguida, dándose cuenta del peligro que me amenazaba, me agarró de las piernas y me tiró hacia atrás. Me senté vivamente, me alejé del borde arrastrándome en cuatro pies, y cuando estuve a algunos pasos de distancia del abismo, me paré de un salto y corrí tras de Cavor, atravesando la resonante, palpitante hoja de metal, que parecía deslizarse con velocidad cada vez mayor, y los matorrales situados en frente de mí se apartaban a un lado y otro cuando me metí entre ellos, tan fuerte era el viento que los impelía.

No en balde me había dado tanta prisa. La espalda de Cavor desaparecía entre el agitado bosque, y al saltar yo a la tierra firme, la monstruosa válvula acabó de cerrarse con un formidable golpe. Durante largo rato nos quedamos allí echados, temblorosos, sin osar acercamos al pozo.

Pero, al fin, con mucha cautela y poco a poco, nos deslizamos hasta un punto desde donde podíamos atisbar abajo. Los matorrales que nos rodeaban se mecían y crujían con la fuerza de una brisa que soplaba hacia adentro del abismo. Al principio no pudimos ver más que unas paredes lisas y verticales, que se perdían por último en unas tinieblas impenetrables. Después, muy lentamente, distinguimos unas luces muy débiles y pequeñas que andaban de aquí para, allá.

Por largo rato, aquel estupendo abismo de misterio embargó tanto nuestra atención, que hasta olvidamos nuestra esfera. A medida que nos fuimos acostumbrando a la obscuridad pudimos observar unas formas muy pequeñas, vagas, que a ratos parecían desvanecerse, moviéndose de un lado a otro, por entre aquellos minúsculos puntos luminosos. Nosotros mirábamos, asombrados e incrédulos, y comprendíamos tan poco que no hallábamos qué decir. Nada podíamos distinguir que nos sirviera de clave respecto a las vagas formas que veíamos.

—¿Qué puede, ser eso? —pregunté—, ¿qué puede ser?

—¡Fábricas!… Los obreros viven en esas cavernas durante la noche, y salen en el día.

—¡Cavor! —exclamé—. ¿Es posible que sean… que eso… eso que hemos visto sea algo parecido… al hombre?

—Eso no era un hombre.

—¡No nos arriesguemos! No hagamos nada hasta que hayamos encontrado la esfera.

Cavor asintió con un gruñido y se sentó. Miró un momento en tomo suyo suspiró e indicó una dirección. Reanudamos la marcha por entre el bosque. Durante un rato nos arrastramos resueltamente, pero después fuimos perdiendo vigor. De repente, entre unas grandes formas de un rojo desteñido, re sonó ruido de carreras y gritos en tomo nuestro; pero nada vimos. Traté de susurrar a Cavor que me iba a ser difícil continuar mucho tiempo sin comer, pero la boca se me había secado demasiado para permitirme hacerlo…

—Cavor —dije por fin—, necesito comer.

Mi amigo volvió hacia mí una cara llena de desaliento.

—Estamos en el caso de sacar fuerzas de flaqueza —dijo.

—Pero ya no puedo más —le contesté— ¡y mire usted mis labios!

—Yo tengo sed hace tiempo.

—¡Si todavía hubiera nieve!

—¡Toda se ha derretido! Pasamos del ártico a los trópicos con una velocidad de un grado por minuto…

Yo alcé la mano con desesperación.

—¡La esfera! —dijo Cavor—. No nos queda más recurso que la esfera.

Nos levantamos otra vez en cuatro pies, y empezamos a arrastramos de nuevo. Mi pensamiento divagaba exclusivamente sobre cosas líquidas, sobre la efervescencia y abundancia de las bebidas de verano: cerveza era lo que más particularmente ansiaba. Me perseguía la imagen de un barril de dieciocho galones que había quedado abandonado en la cueva de mi casita de Lympne. En seguida pensaba en la contigua despensa, y especialmente en los pasteles de carne y riñones: carne tierna y muchos riñones, y entre una y otros una salsa sabrosa, espesa. A cada instante, mi boca se abría dando hambrientos bostezos.

Llegamos a unos terrenos planos, cubiertos de unas cosas carnosas y rojas, monstruosos brotes coralinos: al empujarlos, se apartaban y rompían. Observé la calidad de las superficies rotas. La maldita cosa convidaba, ciertamente, a morder sus tejidas carnes. Luego, me pareció que olía bastante bien.

Recogí un pedazo y lo olí.

—Cavor —dije, con voz ronca y baja.

Mi compañero me miró con cara severa.

—No haga usted tal cosa —me dijo.

Yo solté el trozo de planta, y por un buen rato seguimos arrastrándonos entre aquellas atractivas carnosidades.

—Cavor —pregunté—: ¿por qué no?

—Veneno —le oí decir.

Pero no volvió la cabeza para decirlo.

Nos arrastramos un rato más, antes de que yo me decidiera.

—Voy a probarlo —dije.

Cavor hizo un tardío ademán para impedírmelo. Yo tenía ya la boca llena. Acurrucado, Cavor espiaba mi cara, con la suya contraída por la más singular expresión.

—Es bueno —dije.

—¡Oh, Señor! —exclamó.

Me miraba mascar, y la cara se le arrugaba, ya con expresión de deseo, ya de desaprobación, hasta que, de repente, sucumbió por fin al apetito, y empezó a arrancar enormes bocados.

Durante un buen rato no hicimos otra cosa que comer.

Aquello no se diferenciaba mucho del hongo terrestre, pero sus tejidos eran más flojos, y al pasar por la garganta la calentaban. Al principio sentimos sólo una satisfacción mecánica; después, la sangre empezó a circular con mayor calor en nuestras venas, una picazón nos palpitaba en los labios y en las puntas de los dedos, y por último, ideas nuevas y estrambóticas acudieron en tropel a nuestra mente.

—¡Bueno! —exclamaba yo—. ¡Infernalmente bueno! ¡Qué refugio para nuestra población excedente! ¡Para nuestra pobre población sobrante!

Y arranqué otro gran puñado.

Me llenaba de una satisfacción curiosamente benévola la idea de que en la luna hubiese un alimento tan bueno. La disminución de mi hambre me hacía entrar en un irracional bienestar. El miedo, la inquietud en que había vivido hasta aquel momento, se desvanecieron completamente. Consideraba la luna, no ya como un planeta del que deseara escapar a todo trance, sino como un posible refugio para los desheredados de la tierra. Creo que olvidé a los selenitas, las reses lunares, la tapa metálica, y todos los ruidos, y que los olvidé completamente, tan pronto como hube comido aquellos hongos.

Cavor contestó a la tercera repetición de mis ideas sobre la «población excedente,» con idénticas palabras de aprobación. Yo sentía que la cabeza me daba vueltas, pero lo atribuí al estimulante efecto del alimento después de tan largo ayuno.

—Exc… lente descubr… miento el suyo, Cavor —dije—. No lo habr… ía creído.

—¿Qué que… je usted de… cid? —preguntó Cavor—. ¿Descu br… ento de la luna… no lo ha… ía quei… do usted antes?

Lo miré, pues me llamó la atención la repentina ronquera de su voz y lo estropajoso de su pronunciación. Me asaltó como un relámpago, la idea de que probablemente estaba embriagado por los hongos y que en sus divagaciones se imaginaba haber descubierto la luna, cuando no la había descubierto: había llegado a ella, y nada más. Traté de ponerle una mano en el hombro y de explicarle esto, pero el caso era demasiado sutil para el estado en que se hallaba su cerebro, y yo, por mi parte, tropecé con inesperadas dificultades para expresarme. Después de una momentánea tentativa para entenderme —recuerdo que me preguntó si los hongos me habían puesto a mí los ojos tan semejantes a los del pescado como a él— emitió una observación personal suya.

—Nosotros somos —anunció con un solemne hipo—, las criaturas de lo que comemos y bebemos.

Repitió esta sentencia, y como yo me hallaba en disposiciones de discutir, resolví entablar la disputa. Es probable que me apartara algo del punto; pero, de todos modos, Cavor no atendió debidamente mis palabras. Se levantó tan firmemente cuanto pudo, apoyándose con una mano en mi cabeza para no caerse, acto por demás irrespetuoso, y se puso a mirar a todas partes, completamente libre ya de todo temor de los habitantes de la luna.

Procuré indicarle que aquello era peligroso, por alguna razón que no se me aparecía con mucha claridad; pero la palabra «peligroso» se mezcló no sé cómo con «indiscreto» y salió de mi boca más bien como «injurioso» que de otra manera, y yo, después de intentar desenredarlas, resumí mi argumentación dirigiéndome principalmente a los extraños, pero atentos brotes coralinos que me rodeaban. Comprendí que era necesario aclarar inmediatamente aquella confusión entre la luna y una patata… y me extravié en un largo paréntesis sobre la importancia de la exactitud de la definición en los debates. E hice lo posible por ignorar el hecho de que mis sensaciones corporales no eran ya agradables.

 

De alguna manera que ya he olvidado, mi mente volvió a los proyectos de colonización:

—Tenemos que anexarnos la luna —dije—. No hay que perder tiempo: ésta es una… parte de los dominios del hom… bre. Cavor… usted y yo somos… hic… unos… sátap… ¡quiero decir sátrapas! Un imperio en que César nunca… soñó. Se publicará en todos los pirió… dicos: Cavorecia, Bedforecia… Bedforecia… hic… limitada. Quiero decir ¡ilimitada! ¡De hecho!

Yo estaba ebrio, no cabía duda. Me engolfé en una argumentación para poner en evidencia los infinitos beneficios que nuestra llegada produciría a la luna; me enredé en una demostración, más bien difícil, de que la llegada de Colón había sido, al fin y al cabo, benéfica para América. De repente noté que había olvidado la línea de argumentación que tenía la intención de seguir, y continué repitiendo; «lo mismo que Colón,» para ganar tiempo.

Desde este instante se hace confuso mi recuerdo del efecto de los abominables hongos. Tengo vaga idea de que ambos manifestamos nuestra intención de no soportar ninguna impertinencia de ningún maldecido insecto; que convinimos en que era un oprobio para los hombres ocultarse vergonzosamente cuando estaban en un simple satélite; que nos proveímos con enormes brazadas de hongos —no sé si para que nos sirvieran de proyectiles o para otra cosa—, y, sin hacer caso de los pinchazos de las espigas-bayonetas, emprendimos la marcha, en plena luz del sol.

Debe haber sido casi inmediatamente cuando nos encontramos con los selenitas. Eran seis, y caminaban uno tras otro por un sitio rocalloso, lanzando los más raros sones, especie de lamentos mezclados con silbidos. Los seis parecieron notar en el acto nuestra presencia, los seis se callaron y se quedaron inmóviles, como si fueran de piedra, con las caras vueltas hacia nosotros.

Durante un momento, mi embriaguez se desvaneció.

—¡Insectos! —dijo Cavor—. ¡Insectos! Y piensan que voy a arrastrarme ante ellos sobre mi estómago… ¡sobre mi estómago de vertebrado!

—Estómago —repitió, lentamente, como si mascara la indignidad del acto.

Después, bruscamente, con un grito de furor, dio tres largos trancos y brincó hacia ellos; pero brincó mal, dio una serie de saltos mortales, pasó por encima de ellos, y desapareció con enorme estruendo entro las ramas de los cactus.

Cómo recibirían los selenitas esta asombrosa, y en mi concepto poco digna irrupción de otro planeta, es cosa que no tengo medios de averiguar. Me parece acordarme de haber visto sus espaldas, al correr los seis en todas direcciones; pero no estoy seguro de ello. Todos aquellos incidentes sucedidos antes de que el olvido total me invadiera, están vagos y débiles en mi mente. Sé que di un paso para seguir a Cavor, y que tropecé y caí de cabeza entre las rocas. Estoy seguro también, de que en aquel momento me sentí repentina y agudamente enfermo. Me, parece recordar una violenta lucha y que me empuñaban unas garras metálicas…

Mí recuerdo inmediato a ése es el de que nos encontramos presos en una profundidad a no sé qué distancia de la superficie de la luna: nos hallábamos en tinieblas, en medio de ruidos extraños, diversos; nuestros cuerpos estaban cubiertos de rasguños y equimosis, y ambos sentíamos agudísimo dolor de cabeza.

(XII)

La cara del selenita

Yo me desperté acurrucado en una tumultuosa obscuridad. Durante largo rato no pude comprender dónde estaba ni cómo había llegado a una posición tan embarazosa. Pensé en el armario en que me encerraban a veces, en mi niñez, y luego en un dormitorio muy obscuro y ruidoso en que había estado enfermo un tiempo. Pero los ruidos que me rodeaban no eran semejantes a ninguno de los ya conocidos, y en el aire había un leve olor, parecido al de una caballeriza. Después imaginé que todavía estábamos haciendo la esfera, y que por alguna causa, yo había entrado en la cueva de Cavor; pero me acordé de que habíamos terminado la esfera, y entonces me dije que todavía viajábamos por el espacio.

—Cavor —exclamé—: ¿no podríamos conseguir un poco de, luz?

No obtuve respuesta.

—¡Cavor! —insistí.

Esta vez me contestó un gemido.

—¡Mi cabeza! —le oí decir—: ¡Mi cabeza!

Yo intente apretarme con las manos la frente, que me dolía, y descubrí que estaban atadas juntas. Esto me causó viva impresión. Me llevó las manos a la boca, y sentí la fría suavidad del metal: estaban encadenadas. Quise separar las piernas, y me encontré con que estaban sujetas de la misma manera, y también que otra cadena, mucho más gruesa, atada a la cintura me sujetaba al suelo.

El espanto que sentí entonces superó a todos mis terrores de antes. Durante un rato, forcejeé silenciosamente con mis cadenas.

—¡Cavor! —grité en tono agudo—; ¿por qué estoy atado? ¿Por qué me ha atado usted de pies y manos?

—Yo no lo he atado a usted —me contestó—; Han sido los selenitas.

¡Los selenitas! Mi pensamiento estuvo fijo en aquello, largo rato. Luego, empezaron a agolparse los recuerdos a mi cerebro: el desierto nevado, la licuación del aire, el brote de las plantas, nuestros extraños saltos, nuestra excursión a gatas por entre las rocas y la vegetación del cráter: todo el desconsuelo de nuestra desesperada correría tras la inhallable esfera me volvió a la memoria… ¡y, por último, la gran tapa del abismo que se abría!

Después me esforcé por seguir nuestros últimos actos hasta el trance en que nos hallábamos; pero aquella tensión hizo que mi dolor de cabeza llegara a ser intolerable. Mis recuerdos tropezaban con una infranqueable barrera, con un obstinado vacío.

—¡Cavor!

—¿Qué?

—¿Dónde estamos?

—¿Cómo puedo saberlo?

—¿Estamos muertos?

—¡Qué desatino!

—¡Nos tienen presos, entonces!

Su única respuesta fue un gruñido. Los últimos restos de la embriaguez parecían ponerle singularmente irritable.

—¿Qué piensa usted hacer?

—¿Cómo he de saber lo que haré?

—¡Oh, muy bien! —dije, y guardé silencio; pero poco después, salí nuevamente de mi estupor.

—¡Oh, Dios! —grité—: ¡ojalá no hubiera usted soplado!

Nos sumimos otra vez en el silencio, escuchando la sorda confusión de ruidos que nos llenaban los oídos, como los amortiguados ecos de una calle o de una fábrica. Yo no podía explicarme aquello: mi pensamiento perseguía primero un ritmo y luego otro, e interrogaba en vano. Pero después de largo rato noté un elemento nuevo y más incisivo, que no se mezclaba con los demás sino que se mantenía aparte, o por decirle así, se destacaba de aquel nebuloso fondo de sonidos. Era una serie de ruidos relativamente poco definidos, golpes y roces como los que hace un moscardón contra un vidrio o un pájaro en su jaula. Escuchábamos y tratábamos de ver, pero la obscuridad se extendía ante nuestros ojos como una cortina de terciopelo negro.

De repente, oímos otro ruido, algo como los sutiles movimientos de los resortes de una cerradura bien enaceitada, y en seguida surgió delante de mí, colgando desde lo alto en la inmensidad negra, una delgada línea clara.

—¡Mire usted! —murmuró Cavor, muy quedo.

—¿Qué es?

—¡No sé!

Miramos fijamente.

La delgada raya de claridad se convirtió en una faja, y cuanto más se ensanchaba más pálida era, hasta parecer una luz azulada que cayese sobre una blanqueada pared. Cesó de ser igual por sus dos lados: en uno de ellos se formó una honda encentadura. Volví la cara hacia Cavor, para hacerle observar aquello, y me sorprendí al ver una de sus orejas brillantemente iluminada…, y todo el resto de su persona en la sombra. Volví aún más la cabeza, tanto como me lo permitían mis cadenas, y: