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100 Clásicos de la Literatura

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—Cavor —dije—. Esto me produce una impresión rara. Los sindicatos que íbamos a formar, y todo eso de los minerales…

—¿Bueno y qué?…

—No los veo aquí.

—No —contestó Cavor—; pero pronto los verá usted.

—Supongo que nos volveremos como hemos venido. Sin embargo, me voy animando. Durante un momento he llegado casi a creer que nunca ha habido un mundo.

—Ese ejemplar del Lloyd’s News puede ayudarla a usted a recordarlo.

Miré el papel un momento, y luego lo alcé hasta ponerlo al nivel de mi cara: entonces vi que podía leer cómodamente.

Mi mirada tropezó con la columna de los avisos pequeños: «Un caballero que dispone de dinero, prestaría dinero». Yo conocía a ese caballero. Después, un excéntrico quería vender una bicicleta rápida, «enteramente nueva, y que ha costado quince libras», por cinco libras; y una señora, en malas circunstancias, deseaba deshacerse de unos cuchillos y tenedores para pescado, «un regalo de boda», con gran sacrificio. Sin duda, alguna alma simple estaría examinando aquellos cuchillos y tenedores, y otra corría triunfalmente en la bicicleta, y una tercera alma simple, consultaba, confiada y sincera, al benévolo caballero que disponía de dinero, mientras yo leía los avisos. Me eché a reír y dejé caer el periódico.

—¿Se nos ve de la tierra? —pregunté.

—¿Por qué?

—He conocido a alguien… que se interesaba en la astronomía, y se me ocurría que sería bastante curioso que ese… amigo… estuviera en este momento, por casualidad, mirando por un telescopio.

—Para vernos ahora, se necesitaría el telescopio más poderoso de la tierra, y se nos vería como un punto apenas perceptible.

Durante un rato, contemplé en silencio la luna.

—Es un mundo —dije—: uno lo comprende ahora infinitamente más que en la tierra. Hay gente, quizás…

—¡Gente! —exclamó Cavor—. ¡No! Destierre usted esa idea. Considérese usted una especie de viajero ultraártico, explorando los desolados campos del espacio. ¡Mire usted!

Blandió la mano en dirección a la brillante blancura de abajo: —¡Un mundo muerto… muerto! Vastos volcanes apagados, desiertos de lava, montones de nieve o de ácido carbónico helado, o de aire helado, y por todas partes despeñaderos, zanjas, y grietas y abismos. Nada sucede. Los hombres han observado este planeta sistemáticamente, con telescopio, durante más de doscientos años—: ¿qué cambios cree usted que han visto?

—Ninguno.

—Han notado dos derrumbamientos, la dudosa formación de una grieta, y un débil cambio periódico de color. Y eso es todo.

—Yo no sabía que se había notado siquiera eso.

—¡Oh, sí!, pero lo que es gente…

—A propósito —pregunté—; ¿de qué tamaño tendría que ser una cosa para que se la pudiera ver desde la tierra con el telescopio mayor?

—Se podría ver una iglesia de mediano tamaño, y seguramente se verían poblaciones y edificios, cualquiera cosa que fuera obra de hombres. Quizás haya insectos, algo parecido a las hormigas, por ejemplo, animales que puedan esconderse en profundas cuevas, durante la noche lunar; o habrá alguna nueva especie de seres, sin paralelo en la tierra. Eso es lo más probable que encontremos, si acaso encontramos algún signo de vida.

¡Piense usted en la diferencia de condiciones! La vida tendría que adaptarse en la luna a un día tan largo como catorce días terrestres, al fuego de un sol sin nubes durante catorce días consecutivos, y después a una noche de igual extensión, cada vez más fría, bajo esas frías, brillantes estrellas. En esa noche debe hacer allí un frío estupendo, el frío extremo, el absoluto cero, 273 grados centígrados bajo el punto en que los termómetros marcan hielo en la tierra. Cualquier ser viviente que haya, tiene que pasar por ese invierno, cada día más cruel.

Reflexionó.

—Podemos imaginarnos algo como unos gusanos —dijo—, que se alimenten de aire sólido, así como los gusanos terrestres tragan tierra; o monstruos paquidermos…

—A propósito —le interrumpí—; ¿por qué no, hemos traído un fusil?

No contestó a esta pregunta.

—No —concluyó—; pronto lo sabremos todo. Cuando estemos allá, veremos.

Yo me acordé de otra cosa.

—Por supuesto que mis minerales estarán allí, ellos sí, de todos modos —dije—, cuales quiera que sean las condiciones de vida.

Cavor me dijo que deseaba alterar nuestra carrera algo, dejando a la tierra atraernos por un momento: iba a abrir la ventana del Este durante treinta segundos. Me previno que eso me haría dar vueltas la cabeza, y me aconsejó que extendiera las manos, hacia el vidrio, para amortiguar mi caída. Hice lo que me decía, y apoyé los pies en los bultos de comestibles y cilindros de aire, para impedir que me cayeran encima. En ese momento, con un chasquido, se abrió bruscamente la ventana; yo caí como un fardo, de cara y protegiéndome con las manos, y durante un momento, por entre mis negros, apartados dedos, vi a nuestra madre tierra, un planeta en un firmamento que se extendía hacia abajo.

Estábamos todavía muy cerca —Cavor me dijo que la distancia era quizás unas ochocientas millas—, y el enorme disco terrestre llenaba todo el cielo; pero ya se veía con claridad que el mundo era un globo. La parte del planeta que miraba hacia nosotros parecía vaga, confusa; pero, hacia el Oeste, las vastas sábanas grises del Atlántico, bajo la luz moribunda del día, brillaban como plata derretida. Creo que reconocí las costas de Francia, de España y del Sur de Inglaterra, cuyos contornos se dibujaban como nubes en el firmamento; luego, con otro chasquido, la ventana se volvió a cerrar, y me encontré en un estado de extraordinaria confusión, deslizándome lentamente por el suave vidrio.

Cuando las cosas recuperaron su posición en mi cerebro, me pareció completamente fuera de duda y cuestión, que la luna estaba «abajo», y bajo mis pies, y que la tierra estaba allá, en el nivel del horizonte; la tierra que había estado «abajo» para mí y para mis semejantes desde el principio de la existencia.

Tan pequeño era el esfuerzo que teníamos que hacer, la anulación positiva de nuestro peso hacía tan fácil lo que nosotros teníamos que hacer, que durante cerca de seis horas transcurridas desde que habíamos partido, no se nos ocurrió la idea de tomar ningún refrigerio: seis horas era el tiempo señalado por el cronómetro de Cavor.

Y aun entonces, con muy poco quedé satisfecho. Cavor examinó el aparato de absorción del ácido carbónico y del agua, y lo declaró en condiciones satisfactorias: nuestro consumo de oxígeno había sido extraordinariamente pequeño. Y como nuestra conversación se había agotado por el momento, y nada teníamos ya que hacer, nos entregamos al extraño sopor que nos había invadido: extendimos nuestras frazadas en el fondo de la esfera, para impedir, lo más que fuese posible, que entrara la luz de la luna nos, dimos las buenas noches, y casi inmediatamente nos quedamos dormidos.

Y así, durmiendo y a veces hablando y leyendo un poco, y a veces comiendo, aunque sin apetito vivo pero en la mayor parte del tiempo en un deliquio que no era estar despierto ni dormido, caímos y caímos, durante un espacio de tiempo que no tenía día ni noche, silenciosa, suave, rápidamente hacia abajo, hacia la luna.

(VI)

La llegada a la Luna

Me acuerdo de cómo un día Cavor abrió repentinamente seis de nuestras ventanas y la luz me cegó, de tal modo que prorrumpí en gritos. El área entera, que abarcaba nuestra vista era una estupenda cimitarra de blanca luz de amanecer, con los bordes interrumpidos por manchas de obscuridad, la playa curva de una creciente marea negra, de la cual surgían picos y pináculos a la ardiente luz del sol. Doy por hecho que el lector ha visto cuadros o fotografías de la luna, de modo que no necesito describir los aspectos generales del paisaje, aquellas espaciosas cadenas de montes, en forma de círculos, más vastos que cualquier montaña terrestre, con sus cumbres brillantes en el día, sus sombras anchas y profundas; las llanuras grises y desordenadas; las cordilleras, cerros y cráteres, pasando todo por fin de una refulgente iluminación a un común misterio de negrura. Por encima de aquel mundo volábamos, apenas a unas cien millas de sus crestas y pináculos, y ya podíamos ver lo que ningún ojo terrestre podrá ver jamás: que bajo el esplendor del día, los agudos perfiles de las rocas y las grietas de las llanuras y los fondos de los cráteres se volvían grises y confusos bajo una, neblina que se hacía más densa cada vez; lo blanco de sus iluminadas superficies se interrumpía con manchas y aberturas, y se volvía a interrumpir, y se hundía y desaparecía, y extraños tintes habanos y aceitunados nacían y se esparcían aquí y allá.

Pero de poco tiempo disponíamos para mirar eso, pues va habíamos llegado al peligro real de nuestro viaje: teníamos que acercarnos aún más a la luna mientras, rodábamos en torno suyo, acortar luego nuestro andar, y espiar la oportunidad en que pudiéramos por fin atrevernos a caer sobre la superficie.

Para Cavor, el momento era de intensa atención; para mí, de ansiosa inactividad. Yo, continuaba ignorando lo que iba a hacer; él, saltaba por todo el interior de la esfera, de un punto a otro, con una agilidad que en la tierra habría sido imposible.

Incesantemente, durante aquellas últimas horas tan decisivas, abría y cerraba las ventanas de Cavorita, hacía cálculos, consultaba su cronómetro a la luz de la lámpara empañada. Durante largo rato tuvimos todas nuestras ventanas cerradas, y nos cernimos silenciosamente en la obscuridad, rodando por el espacio.

Después, le sentí buscar a tientas los resortes de las celosías, y cuatro ventanas se abrieron bruscamente. Yo di un salto y me cubrí los ojos, lastimados y cegados por el desusado esplendor del sol bajo nuestros pies. En seguida se cerraron otra vez las ventanas, dejando mi cerebro palpitante en una obscuridad que se agolpaba contra mis ojos. Y volví a flotar en un vasto y negro silencio.

 

Al poco rato, Cavor encendió la luz eléctrica, y me dijo que era necesario atar todos nuestros bultos de equipaje unos con otros y envolverlos en las frazadas para protegerlos del choque de la caída. Así lo hicimos, con las ventanas cerradas porque, de esa manera, todos los bultos se juntaban por sí mismos en el centro de la esfera. Aquélla también fue una extraña escena: los dos, flotando sueltos en aquel espacio esférico y empaquetando, y tirando de las cuerdas: ¡imagínense ustedes el cuadro, si pueden! Allí no había arriba ni abajo, y de cada esfuerzo resultaban inesperados movimientos: ya me sentía apretado contra el vidrio por la fuerza del puño, de Cavor; ya pateaba desatentadamente en el vacío; ora la estrella de la luz eléctrica estaba sobre, nuestras cabezas; ora se hallaba a nuestros pies; de repente, los pies de Cavor flotaban delante de mis ojos, y en el siguiente momento nos cruzábamos sin tocarnos. Pero por fin todos nuestros bultos quedaron bien atados en un solo fardo envuelto en blandas frazadas: habíamos empleado en ello todas, salvo dos con agujeros en el medio, que habíamos apartado para envolvernos en ellas.

En seguida, pues aquello no duró más que un instante, Cavor abrió una ventana del lado de la luna, y vimos que caíamos hacia un enorme cráter central, en cuyo derredor se agrupaban en forma de cruz otros cráteres menores. Y entonces otra vez lanzó Cavor nuestra diminuta esfera, con las ventanas abiertas, hacía el deslumbrador y quemante sol. Creo que usaba la atracción del sol como un freno.

—¡Cúbrase usted con una frazada! —gritó de repente, apartándose violentamente de mí.

Durante un momento, no comprendí; pero luego tiré de una punta la frazada que tenía bajo mis pies, y me envolví con ella la cabeza, particularmente los ojos.

Bruscamente, Cavor cerró de nuevo las celosías, abrió otra, la cerró en el acto, y después empezó de repente a abrirlas todas, asegurándolas una por una dentro de sus cilindros de acero. Hubo un sacudimiento, y ambos rodamos y rodamos, chocando contra el vidrio de las paredes y contra el abultado fardo de nuestro equipaje, y agarrándonos el uno al otro; afuera, una substancia blanca se aplastaba, como sí nuestra esfera rodara por un monte de nieve…

Vuelta, golpe, vuelta, nos aferramos de cualquier cosa, golpe, vuelta, vuelta…

Un choque sordo, y me encontré medio sepultado bajo el fardo. Por un momento, inmovilidad y silencio. En seguida oí a Cavor resoplar y gruñir, y el ruido de una celosía al correr por su ranura. Hice un esfuerzo, empujé a un lado nuestro envoltorio de frazadas y cajas, y surgí de abajo de todo aquello: nuestras abiertas ventanas no parecían otra cosa que estrellas en un cielo obscuro, negro.

Cavor y yo estábamos vivos, y nuestra esfera yacía en la obscuridad producida por las paredes del gran cráter dentro del cual habíamos caído.

Nos quedamos sentados conteniendo la respiración, y palpando los chichones que teníamos por todo el cuerpo. No creo que ninguno de los dos hubiera previsto claramente el brusco trato que habíamos recibido. Penosamente, logré pararme.

—¡Y ahora —dije—, veamos el paisaje de la luna! Pero… ¡qué obscuridad tremenda, Cavor!

El vidrio estaba húmedo, y yo lo limpiaba con mi frazada, al decir esas palabras.

—Estamos como a media hora de la luz del día —contestó Cavor—. Tenemos que esperar.

Era imposible distinguir nada. Si la esfera hubiera sido de acero, sin la menor ventana, no habríamos estado menos privados de la vista de afuera. Con frotar el vidrio con la frazada sólo conseguí calentar la parte frotada, y cuanto más rápidamente la restregaba, más pronto volvía a ponerse opaca con la humedad nuevamente condensada y con una creciente cantidad de pelos de la manta. La verdad es que no debía haber hecho tal uso de mi frazada, pues en mis esfuerzos para limpiar el vidrio me resbaló por su húmeda superficie y me golpeé la espinilla en uno de los cilindros de oxígeno que asomaban de dentro del fardo.

Aquello era exasperante… era absurdo. Ya estábamos en la luna, entre quién sabe qué maravillas, y todo lo que podíamos ver era la pared gris y mojada de la bola dentro de la cual habíamos ido.

—¡Mal haya el viaje! —exclamé—. Para esto, bien podríamos habernos quedado en nuestras casas.

Y me dejé caer sobre el fardo. Tiritaba, y tuve que envolverme en la frazada.

De pronto, la humedad del vidrio se convirtió en cuadritos y vellones de nieve.

—¿Puede usted alcanzar el botón del calentador eléctrico? —me dijo Cavor—, sí… esa bola negra. Si no, vamos a helarnos.

No esperé a que lo dijera dos veces.

—Y ahora —pregunté—: ¿qué vamos a hacer?

—Esperar —fue su respuesta.

—¿Esperar?

—Naturalmente. Tenemos que esperar hasta que nuestro aire se caliente y el vidrio se aclare. Nada podemos hacer hasta entonces. Aquí es de noche aún… tenemos que esperar a que nos llegue el día. Mientras tanto ¿no siente usted hambre?

Durante un momento no le contesté, me quedé reflexionando. Después, de mala gana, aparté la mirada del problema oculto tras del blanco vidrio, y la fijé en el rostro de mi compañero.

—Sí —le dije—: tengo hambre. Y me siento enormemente desalentado; yo esperaba… no sé… qué esperaba, pero no era esto.

Llamé en mi ayuda toda mi filosofía, y envolviéndome en la frazada me senté otra vez en el fardo y empecé mi primera comida en la luna. No creo que la concluí…, me olvidé de comer. De repente, primero a trechos, luego rápidamente en largas fajas, se fue aclarando el vidrio, se descorrió el velo húmedo que ocultaba a nuestros ojos el mundo lunar.

Los dos contemplamos ansiosos el paisaje de la luna.

(VII)

La llegada a la Luna

Lo primero que percibieron nuestros ojos era la más desierta y desolada de las comarcas. Estábamos en un enorme anfiteatro, una vasta planicie circular, el fondo de un gigantesco cráter. Sus paredes rocallosas nos encerraban por todos lados.

Del Oeste, la luz del sol, invisible para nosotros, caía sobre ellos, llegaba hasta el mismo fin de los abruptos montes, y mostraba un desordenado escarpamiento de rocas ásperas y grises, aquí y allá interrumpidas por abismos y por bancos de nieve. Aquello se hallaba quizás, a unas doce millas de distancia, pero al principio ninguna atmósfera intermediaria disminuyó en lo mínimo la brillantez detallada con que todo aquello relumbraba ante nuestra vista. Las nevadas rocas se alzaban claras y radiantes sobre un fondo de estrellada negrura que a nuestros ojos terrestres parecía más bien una inmensa cortina de terciopelo negro que la inmensidad del firmamento.

El monte del Este apareció al principio como un simple borde sin estrellas de la estrellada cúpula.

Ningún albor rosado, ninguna palidez indecisa anunció el nacimiento del día. Sólo la corona, la luz zodiacal, una enorme aureola en forma de cono, luminosa, que se extendía hacia la rutilante estrella de la mañana, nos advirtió la inminente cercanía del sol.

Toda la luz que nos rodeaba nos venía por reflejo, de los montes del Oeste, y nos hacía ver una extensa, ondulada llanura, fría y gris; un gris que se obscurecía hacia el oriente hasta convertirse en la absoluta lobreguez de la sombra de los montes. Innumerables cumbres grises y redondas fantásticas colinas, blancas oleadas de una substancia nevosa, crestas que se sucedían unas a otras hasta la remota obscuridad, nos dieron la primera noción de la distancia a que se encontraba la pared del cráter. Aquellas colinas tenían el aspecto de la nieve, y al principio creí que fueran de nieve; pero no lo eran… ¡eran montes y más montes de aire, helado!

Eso fue lo que vimos al principio, y luego, repentina, rápidamente, con asombro de nuestros ojos, apareció el día lunar.

Los rayos del sol se habían deslizado hasta el pie de los montes, tocaban ya la base de las blancas moles, y sin detenerse, cual si llevaran calzadas las famosas botas de siete leguas, avanzaban velozmente hacia nosotros. La distante pared del cráter, parecía deslizarse y estremecerse, y al contacto del sol ascendía del fondo un velo de vapor gris, subían unos torbellinos y bocanadas y trémulas coronas grises, más espesas, más anchas y más densas, hasta que por último, toda la llanura por el Oeste despidió vapor como un pañuelo mojado que se extiende delante del fuego, y los montes de aquel lado no aparecieron ya más que como un lejano resplandor.

—Esto es aire —dijo Cavor—. Debe ser aire, pues si no lo fuera no se levantaría así al simple contacto de los rayos del sol. Y si es aire…

Miró hacia arriba, y:

—¡Vea usted! —exclamó.

—¿Qué? —pregunté.

—En el firmamento. Ya viene. Allá en la obscuridad…, un ligero tinte azul. ¡Vea usted! Las estrellas parecen más grandes. Y las pequeñas, y todas esas opacas nebulosidades que vimos en un espacio vacío… ¡se han ocultado!

A prisa, sin detenerse, el día se acercaba. Las cumbres grises, una tras otra, se iban iluminando y adquiriendo una intensidad blanca y humeante. Por fin, hacia el Oeste del sitio en que estábamos, no quedó más que una masa de niebla ascendente, el tumultuoso avance y ascensión de un resplandor nebuloso. La distante pared del cráter se había alejado más y más, se había obscurecido y transformado a través de aquel torbellino, y por último se había fundido, se había desvanecido a nuestra vista.

El vaporoso avance estaba, cada vez más cerca de nosotros, se aproximaba con la velocidad de la sombra de una nube impulsada por el viento del Sudoeste. En derredor nuestro se alzó un leve, anticipado resplandor.

Cavor me apretó el brazo.

—¿Qué hay? —le pregunté.

—¡Mire usted! ¡El sol sale! ¡El sol!

Me hizo volver a un lado, y señaló la ceja del muro del Este, que se destacaba sobre el firmamento, apenas un poco más claro que el resto de la montaña. Pero ya su línea se acentuaba con extrañas formas rojizas: lenguas de una llama bermeja que se alargaban y bailaban. Yo me imaginé que fueran espirales de vapor que, bañadas de luz, formaran esas ardientes lenguas sobre el fondo del cielo; pero, seguramente, lo que veía eran las prominencias solares, una corona de fuego que rodea el sol y que nuestro velo atmosférico oculta para siempre a los ojos terrestres.

Y luego… ¡el sol!

Firme, inevitablemente, surgió una brillante línea, un delgado borde de intolerable refulgencia que tomó una forma circular, se convirtió en un arco, en un llameante cetro, y lanzó hacia nosotros un torrente de calor, como una flecha de fuego.

Aquello me hizo realmente el efecto de algo que me lastimara los ojos. Exhalé un grito, me di vuelta ciego, y saqué a tientas mi frazada de bajo el fardo.

Y con esa incandescencia nos llegó un sonido, el primer sonido de afuera que oíamos desde que abandonamos la tierra, un silbar y crujir, el tormentoso arrastre de las aéreas vestiduras del día creciente. Y con la llegada del sonido y de la luz la estera empezó a mecerse; ciegos y aturdidos, Cavor y yo, dando traspiés, chocábamos el uno con el otro. La esfera se tambaleó con más fuerza, y el silbido sonó más alto. Yo había cerrado los ojos por fuerza, y me desesperaba con torpes movimientos por cubrirme la cara con la frazada: en eso estaba, cuando el segundo vaivén de la esfera me hizo perder el equilibrio. Caí contra el fardo, y al abrir los ojos, alcance a echar una rápida ojeada al aire que rodeaba nuestra cubierta de vidrio: el aire corría, hervía, como nieve en la que se ha introducido un hierro candente. Lo que había sido aire sólido, se convirtió, repentinamente, con el contacto del sol, en una pasta, en un lodo, en una fangosa licuación, que silbaba en torbellinos de gas.

Sobrevino una sacudida de la esfera, aún más violenta, y nos agarramos el uno del otro. Un momento después, otra sacudida nos hizo rodar de nuevo; rodamos una y otra vez; yo estaba sin aliento. Erramos presa del día lunar; la luna iba a enseñarnos, a nosotros, diminutos hombres, lo que era capaz de hacernos.

Lancé una segunda ojeada hacia las cosas de afuera: bocanadas de vapor, un lodo medio líquido, desprendido de todas partes, caía, se deslizaba. Nos quedamos a obscuras. Yo caí, con las rodillas de Cavor sobre el pecho. Luego, le sentí separarse de mi como arrojado, y durante un rato me quedé tendido, sin aliento, con la mirada fija hacia arriba. Un enorme alud de aquella materia que se derretía, había caído sobre nosotros, nos había sepultado, y ya se fundía rápidamente, se alejaba hirviendo. Mis ojos vieron los borbotones que bailaban sobre el vidrio. Mis oídos percibieron unas débiles exclamaciones de Cavor.

 

Después, otro enorme alud nos arrastró y, con ruido sordo, nuestra esfera empezó a rodar por una pendiente, a rodar cada vez más rápidamente saltando grietas y rebotando en cumbres, más y más velozmente, hacia el Oeste, al ardiente, hirviente tumulto del día lunar.

Aferrados, el uno al otro, rodábamos nosotros adentro, dando contra este o el otro lado, con el fardo de nuestros equipajes saltando hacia nosotros, y golpeándonos. Nos soltábamos, nos volvíamos a agarrar, rodábamos otra vez aparte el uno del otro, nuestras cabezas chocaban, ¡y el universo entero estallaba en ardientes dardos y estrellas! En la tierra, nos habríamos aplastado el uno al otro una docena de veces; pero en la luna, felizmente para nosotros, nuestro peso era solo la sexta parte de lo que es en la tierra, y cuando caíamos nos causábamos poco daño. Recuerdo una sensación de horrible malestar, algo como si los sesos se me voltearan dentro del cráneo, y después…

Sentí algo extraño en la cara, unas cosas delgadas me apretaban por detrás de las orejas. Luego descubrí que el brillo del paisaje que nos rodeaba estaba mitigado por unos anteojos azules. Cavor se inclinaba hacia mí, y vi su rostro cerca del mío, con los ojos también protegidos por anteojos ahumados. Su respiración era agitada, y su labio sangraba por efecto de un golpe.

—¡Mejor! —me dijo, enjugándose la sangre con el dorso de la mano.

Durante un rato me pareció que todo se ladeaba; pero era sólo el efecto de mi aturdimiento. Noté que Cavor había cerrado alguna de las celosías de la cubierta exterior de la esfera para preservarme del fulgor directo del sol. Me di cuenta de que todo en torno nuestro estaba en extremo brillante.

—¡Dios! —balbuceé—. ¿Qué veo?…

Alargué el cuello para ver: un resplandor enceguecedor brillaba afuera, completa transición de la lóbrega obscuridad de mis.

Últimas impresiones.

—¿He estado sin sentido mucho tiempo? —le pregunté.

—No sé… el cronómetro está roto. Un buen rato… ¡Querido amigo! ¡Qué miedo he tenido!

Me quedé así echado un rato, reflexionando. Vi que el rostro de Cavor conservaba aún señales de emoción. Transcurrieron unos momentos, y nada dije. Me pasé una mano escudriñadora por sobre las contusiones, y examiné la cara de mi amigo, en busca de daños semejantes. El reverso de mi mano derecha había sufrido más que el resto de mi cuerpo: la piel habla sido arrancada, una parte de la mano estaba en carne viva. En la frente me toqué varias lastimaduras que sangraban.

Cavor me puso en la mano un frasquito que contenía un poco del cordial —de su nombre no me acuerdo—, que formaba parte de nuestras provisiones. Después de un rato me sentí algo mejor. Empecé a estirar las piernas y los brazos, cuidadosamente. Pronto pude hablar.

—No hubiera sido bueno desembarcar —dije. Como si no hubiese mediado intervalo alguno en nuestra conversación.

—¡No, no hubiera sido bueno!

Cavor meditaba, con las manos colgando sobre sus rodillas. Echó una ojeada a través del vidrio y luego me miró.

—¡Buen Dios! —dijo—. ¡No!

—¿Qué ha sucedido? —pregunté, al cabo de un momento—. ¿Hemos saltado a los trópicos?

—Ha sucedido lo que yo esperaba. El aire, se ha evaporado…, si es aire… Sea lo que fuere, se ha evaporado, y la superficie de la luna aparece ahora. Yacemos en un banco de rocas de calidad terrestre. A trechos, se ve el suelo desnudo, una curiosa especie de suelo.

Cavor pensó que era innecesario, entrar en explicaciones. Me ayudó a sentarme, y entonces pude ver con mis propios ojos.

(VIII)

Una mañana lunar

La cruda acentuación, el implacable blanco y negro del escenario, habían desaparecido completamente. El resplandor del sol había, adquirido un ligero tinte ambarino; las sombras de las alturas de la pared del cráter tenían un subido color purpúreo. Por el Este, una obscura masa de niebla se aferraba todavía a las rocas y se ocultaba del sol, pero hacia el Oeste el cielo estaba azul y claro. Yo empecé a darme cuenta de la duración de mi desmayo.

No estábamos ya en el vacío: aviase formado una atmósfera en torno nuestro. Los contornos de las cosas habían adquirido mayor firmeza, eran más agudos y variados: salvo unas manchas de substancia blanca que aparecían aquí y allá, substancia que no era ya aire sino nieve, el aspecto ártico del paisaje había desaparecido totalmente.

Por todas partes, anchos espacios de un terreno desnudo, quebrado, y de un color moreno, se extendían bajo el fulgor del sol. De trecho en trecho, al píe de los montículos de nieve, se veían lagunas y pequeñas corrientes de agua, única cosa que se movía en aquel vasto desierto. El sol inundaba las dos terceras partes superiores de nuestra esfera y elevaba nuestra temperatura a un verano riguroso; pero nuestros pies estaban aún en la sombra y la esfera yacía en un lecho de nieve.

Y esparcidos aquí y allá por la falda de la montaña, y acentuados por blancos y delgados hilos de nieve todavía dura, adherida a sus lados aún sumidos en la sombra, véanse unos como palos, palos secos y torcidos, del mismo color mohoso que las rocas sobre las cuales yacían. ¡Palos! ¿En un mundo sin vida? Luego, cuando mi vista fue acostumbrándose más a la forma exterior de aquella substancia, observé que casi toda esa superficie tenía un tejido fibroso, como la capa de agujas de color obscuro que se encuentra bajo la sombra de los pinos.

—¡Cavor! —dije.

—¿Qué?

—Este puede ser ahora un mundo muerto… pero antes…

Una cosa atrajo mi atención. Entre aquellas agujas había descubierto una cantidad de objetos pequeños y redondos y me pareció que uno de ellos se movía.

—Cavor —dije, en voz baja.

—¿Qué?

Pero no contesté en seguida.

Fijé en la cosa una mirada incrédula. Por un instante no pude dar crédito a mis ojos. Después, lancé un grito inarticulado y tomé del brazo a Cavor, señalando con el dedo:

—¡Mire usted! —exclamé por fin, recuperando el uso de la palabra—. ¡Allí! ¡Sí! ¡Y allá!

Sus ojos seguían la dirección indicada por mi dedo.

—¿Eh? —decía.

¿Cómo describir lo que vi? ¡Es una cosa tan insignificante el decirla ahora, pero entonces parecía tan maravillosa, tan conmovedora! He dicho ya que entre esa especie de palos estaban aquellos cuerpos redondos, aquellos cuerpecitos ovalados que podían haber pasado por menudos guijarros. Y de repente, primero uno, y luego otro, se habían movido, habían rodado y se habían rajado, y por entre la rajadura cada, uno de ellos mostraba una diminuta línea de color verde amarillento, que avanzaba hacia afuera a encontrar el cálido aliento del nuevo sol. Pasó un rato, y luego un tercer objeto redondo se movió y reventó.

—Es una semilla —dijo Cavor; y en seguida le oí murmurar, muy quedo: ¡Vida!

¡Vida! E inmediatamente nos invadió la idea de que nuestro largo viaje no había sido hecho en vano, que no habíamos ido a encontrarnos con un árido montón de minerales, sino con un mundo que vivía y se movía. Ambos mirábamos intensamente. Recuerdo de que yo frotaba con la manga el vidrio delante de mí, temeroso del menor resto de humedad.

El cuadro era claro y vívido sólo en el centro del terreno: en todo lo demás, la curvatura del vidrio agrandaba y daba torcidas formas a las fibras muertas y a las semillas. ¡Pero lo que alcanzábamos a ver era bastante! Uno después de otro, en toda la parte en que daba el sol, aquellos milagrosos cuerpecitos morenos reventaron y se quedaron abiertos, como vainas de semillas, como frutas agrietadas: abrían ansiosas bocas que bebían el calor y la luz arrojados a torrentes por el naciente sol.