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100 Clásicos de la Literatura

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Pero es el caso que la mayestática directora del colegio de la alameda Chiswick tuvo a Becky durante mucho tiempo por la criatura más humilde e inocente del mundo; tan maravillosamente representaba la niña el papel de ingénue, cuando su padre la llevaba a Chiswick. Baste decir que tan sólo un año antes de haber entrado en el colegio, Barbara Pmkerton le había hecho el regalo, a la par que de un discurso grandilocuente, de una muñeca… que, dicho sea de paso, había sido propiedad de la señorita Swindle, sorprendida en delito flagrante de mecerla durante las horas de estudio. ¡Oh, y cuál no habría sido la rabia de la señorita Pinkerton si hubiese oído las risotadas burlonas que soltaban padre e hija al retirarse aquella tarde a su casa, y sobre todo, si hubiera visto que Becky convertía la muñequita en el propio retrato de la persona que se la regaló! Becky sostenía con la muñeca interminables conversaciones y llegó a hacer de ella el encanto de las calles Newman y Gerrard, y de todo el barrio de los artistas. Los pintores jóvenes, cuantas veces visitaban a su colega, el disoluto y vicioso viejo, solían preguntar a Becky si estaba en casa la señorita Pinkerton, tan conocida ya como el propio señor Lawrence o el presidente West. En una ocasión tuvo Becky el alto honor de pasar algunos días en Chiswick, y, al volver a su casa, se acordó de Lucy, y en Lucy convirtió a otra muñeca, sin tener en consideración que la bonachona hermana de la directora le había regalado al despedirse pasteles para hartar a tres niñas y una moneda de siete chelines. El sentido de lo cómico era más vivo en Becky que los sentimientos de gratitud, y como consecuencia, sacrificó a Lucy tan sin compasión como sacrificara antes a su hermana.

Sobrevino la catástrofe y hubo de ir a parar a Chiswick. La rígida formalidad del colegio la asfixiaba; las comidas y las oraciones, las lecciones y los paseos, toda la vida del establecimiento, arreglada con regularidad convencional, la oprimía de modo intolerable, y como consecuencia, tal tristeza la embargaba al volver la vista hacia la antigua libertad de que gozaba en el mísero estudio de Soho, que todos la creían consumida por el dolor ocasionado por el fallecimiento de su padre. Habitaba una pequeña habitación en la buhardilla y las criadas la oían llorar y pasearse por las noches, pero más la movía a ello la rabia que la pena. No había sido hipócrita hasta que la soledad le enseñó a fingir. Jamás había frecuentado el trato con las de su sexo, pues su padre, aunque era un perdido, poseía mucho talento, y la hija prefería su conversación a la de las mujeres cuyo trato intentó cultivar. Molestábanla por igual la pomposa vanidad de la vieja directora, el atolondramiento alegre de Lucy, la charla estúpida o picaresca de las colegialas de más edad y la corrección glacial de las profesoras, y como, por otra parte, su corazón no conocía la ternura, ningún interés le merecía la charla encantadora de las niñitas, entre las cuales vivió por espacio de dos años. Únicamente a Amelia Sedley cobró cariño: verdad es que era imposible hablar dos veces con semejante criatura sin adorarla.

Hubiéranle bastado para hacerla desgraciada los lacerantes accesos de envidia que en ella provocaban la felicidad, las ventajas de nacimiento o de fortuna de las colegialas.

—¡Qué orgullo tan insoportable tiene esa necia, porque es nieta de un conde! ¡Y cómo adulan y festejan a esa criolla sucia, porque tiene cien mil libras!… ¡Yo soy tan inteligente como ella y valgo más que ella, y soy también tan noble como la nieta del conde, por ilustre que sea su árbol genealógico, lo que no es obstáculo para que todas aquí sean más que yo!… En cambio, cuando estaba con mi padre, los hombres renunciaban a sus distracciones a trueque de pasar la velada a mi lado.

Resultado de sus reflexiones fue la resolución de recobrar la libertad y la formación de planes concertados para el porvenir. Uno de los primeros fue aprovechar la instrucción que el colegio le ofrecía, y como poseía ya notables conocimientos en música y hablaba correctamente varios idiomas, fue para ella obra de poco tiempo imponerse en todos los estudios que por aquella época se exigían a las señoritas in música, sobre todo, hizo tantos progresos, que una tarde habiéndose quedado en el colegio durante el paseo de las colegialas, tocó con tal gusto y maestría, que la mayestática Minerva comprendió que podía economizarse el sueldo del profesor y dio órdenes a Becky de encargarse de la instrucción musical de las colegialas.

Negóse en redondo la profesora de francés, con estupefacción profunda de la directora, no acostumbrada a que fueran discutidas sus órdenes.

—Mi obligación es enseñar francés y no música —respondió con brusquedad Becky—. Gano lo que cobro, y no tengo por qué economizarle a usted sueldos. Págueme, y no tengo inconveniente en enseñar.

Con todo el dolor de su corazón hubo de declararse vencida Minerva, bien que, a partir de aquel día, aborreció a Becky.

—Nadie osó resistir mi autoridad en mi casa en treinta y cinco años —replicó sin faltar a la verdad—. ¡He dado calor a una víbora!

—¡Víbora… o narices, me es igual! —contestó Becky, con escándalo de la vieja señorita que, a poco más, cae desmayada—. Me aceptó usted porque le convenían mis servicios; de consiguiente, nada le debo, ni gratitud siquiera. Detesto esta casa y ansío perderla de vista, pero mientras en ella esté, no espere usted de mí más que aquello que sea obligación mía hacer.

Fue en vano que la directora preguntase con voz campanuda y hosco ceño si la señorita Sharp se daba cuenta de que estaba hablando con la señorita Pinkerton: la traviesa Becky, se echó a reír con una risa sarcástica, y contestó:

—Deme usted una cantidad para que pueda marcharme y se verá libre de mí; o bien, si lo prefiere, búsqueme colocación en alguna familia noble y rica.

La dignísima directora del colegio de la alameda Chiswick, con todo su turbante y su nariz romana, con toda su estatura, que habría hecho honor a un granadero, con haber sido hasta entonces reina y señora cuyas órdenes nadie osó discutir jamás, no tuvo la energía ni la voluntad de su diminuta profesora de francés, contra la cual batalló en vano. Pretendió en una ocasión avergonzarla en público, pero bastó para sellar sus labios que Becky le replicase en francés. No había más remedio: si quería mantener en el colegio el principio de autoridad, debía desaparecer del mismo aquella rebelde, aquel monstruo, aquella serpiente, aquel demonio; de aquí que, no bien tuvo noticia de que la familia de Sir Pitt Crawley necesitaba una institutriz, se apresuró a recomendar eficazmente a Becky, por muy demonio y muy serpiente que fuese.

—En rigor, nada puedo decir en contra de su conducta salvo en cuanto a su comportamiento para conmigo —se dijo—. Me ha faltado al respeto, pero faltaría a la verdad si no confesase que posee mucho talento y grandes conocimientos. Hace honor al sistema educativo puesto en práctica en mi establecimiento.

He aquí cómo la directora del colegio reconcilió la recomendación con su conciencia, y su profesora quedó libre. La batalla, cuya descripción hemos hecho con media docena de líneas, duró, como supondrá el lector, una porción de meses.

Amelia acababa de cumplir sus diecisiete años, y salía del colegio, terminada su educación. Era amiga íntima de Becky Sharp (único detalle de su conducta que no fue del agrado de la directora) e invitóla a pasar una semana a su lado, en la casa de sus padres, antes de que se hiciera cargo de su plaza de institutriz.

Y ya tenemos a nuestras dos jovencitas dando sus primeros pasos por el mundo. Para Amelia, éste era algo nuevo, hermoso, encantador. Menos nuevo era para Becky. Efectivamente, si hemos de ser sinceros en el asunto del señor Crisp, debemos confesar que la vendedora de pastelillos que interceptó la carta de aquél insinuó que en aquellas relaciones había habido mucho que no trascendió al público, y que la misiva interceptada era contestación a otra carta. Ni lo afirmamos ni lo negamos, que de estas cosas únicamente los interesados podrían decirnos toda la verdad, y los interesados suelen callarla. Si Becky no daba, pues, sus primeros pasos por el mundo, en todo caso reanudaba una marcha suspendida tiempo antes.

No había olvidado Amelia a sus amiguitas del colegio cuando el coche pasaba por la barrera de Kensington, pero si secado sus lágrimas, y contemplado con mirada alegre y carita roja como una cereza a un apuesto oficial de la Guardia que se cruzó con el coche y dijo contemplándola con admiración:

—¡Hermosa muchacha, cáspita!

Cuando el carruaje hizo alto en la plaza Russell, donde vivían los padres de Amelia, las dos amiguitas habían charlado largo y tendido sobre los salones y recepciones, y discutido sobre si las jovencitas deben darse polvos y llevar joyas al ser presentadas en sociedad, discusión importantísima y urgente, sobre todo, puesto que Amelia sabía que habría de asistir al baile del alcalde de Londres. Amelia saltó del carruaje, apoyándose en el brazo de Sambo, dichosa y bella como la que más en aquella enorme ciudad, punto acerca del cual hubo perfecto acuerdo entre el cochero y el lacayo negro, como también entre el padre y la madre de la niña, y entre todos los criados y criadas de la casa, que, reunidos en el vestíbulo, recibieron sonriendo y haciendo reverencias a la señorita.

Sin necesidad de que lo digamos adivinarán seguramente nuestros amables lectores que Amelia enseñó a Becky todos los salones y dependencias de la casa, así como también todo lo que en sus armarios y cajas guardaba, sus libros, su piano, sus vestidos, sus collares, sus broches, sus encajes y sus baratijas. Obligó a Becky a aceptar sus sortijas de cornalina blanca y de turquesas y un vestido muy lindo de muselina rameada, que le estaba a ella un poquito pequeño, pero que a su amiguita le sentaba admirablemente, e hizo propósito de pedir permiso a su mamá para regalarle también su chal blanco de cachemira… ¿Por qué no? ¿Por ventura no podía desprenderse de él? ¿Su hermano Joseph no acababa de traerle dos de la India?

 

Cuando Becky vio los dos chales soberbios de cachemira, recientemente traídos por Joseph para su hermanita, dijo, con perfecta sinceridad:

—¡Qué delicioso es tener un hermano!

A estas palabras Amelia sintió que las lágrimas subían a sus ojos.

—Soy una pobre huérfana abandonada en medio del mundo —repuso Becky—, sin parientes, sin amigos, sin nadie.

—¡Sin nadie no, Becky! —replicó Amelia—. Soy tu amiga, y lo seré siempre, mejor dicho, tu hermana, pues como a hermana te quiero… y te querré.

—¡Ah… pero yo no tengo padres, como tú… padres ricos, cariñosos… que te dan cuanto deseas, y te prodigan su amor, que vale más que todo! Mi pobre papá, cuando vivía nada podía darme… no recuerdo haber tenido nunca más de dos vestidos… Y luego tener un hermano, un hermano querido… ¡Qué delicia!… ¡Oh, cuánto debes de quererle!

Amelia soltó el trapo a reír.

—¡Cómo! ¿No le quieres, tú que no excluyes a nadie de tu cariño?

—Le quiero, sí… ¿cómo no? Pero…

—Pero ¿qué?

—Pues que a Joseph parece que le trae sin cuidado que le quiera o no. Dos dedos me permitió estrechar a su llegada a Inglaterra después de diez años de ausencia. Es muy bueno, muy amable, pero muy contadas veces me dirige la palabra. Dios me perdone, pero creo que quiere a su pipa mucho más que a…

Interrumpióse Amelia, demasiado buena para hablar mal de nadie, y menos de su hermano.

—Me adoraba cuando yo era niña —añadió—. Cinco años tenía cuando se fue.

—Será inmensamente rico —dijo Becky—. Aseguran que todos los nababs indios poseen riquezas fabulosas.

—Sí… creo que sus rentas son muy importantes.

—¿Y tu cuñada, es hermosa?

—¿Mi cuñada? Pero ¡si Joseph es soltero! —exclamó Amelia riendo.

Es posible que Amelia hubiese dicho ya a su amiga que su hermano era soltero, pero sin duda Becky lo había olvidado, pues aseguró que esperaba conocer un ejército de sobrinitos y sobrinitas, e hizo constar que se llevaba un desencanto al saber el estado de Joseph, a quien suponía padre de varios hijitos encantadores.

—Ocasión has tenido en Chiswick de cansarte de ver chiquillos —contestó Amelia, sorprendida al observar la súbita ternura de su amiga.

Hemos de hacer constar que, pasado algún tiempo, jamás se permitió Becky adelantar opiniones cuya inexactitud podía descubrirse sin dificultad. ¡Pobrecilla!… ¡Tenía diecinueve años y desconocía aún por completo el arte de engañar!

La verdadera significación de las preguntas dirigidas a su amiga, era sencillamente ésta: «Si el señor Joseph Sedley es rico y soltero, ¿por qué no he de casarme yo con él? Cierto que para hacer su conquista no dispongo más que de un par ele semanas, pero nada pierdo con probar». Y en efecto: resolvió hacer prueba tan laudable. Redobló las caricias que prodigaba a Amelia, besó con transporte el collar de cornalinas blancas al ajustarlo a su cuello, y juró que lo llevaría siempre, y cuando la campana avisó que la mesa estaba servida, bajó al comedor rodeando con su brazo la cintura de su amiguita, como es uso y costumbre entre niñas que se quieren bien. Tal era su agitación al llegar a la puerta del salón, que no se atrevía a entrar.

—Pon la mano sobre mi corazón… sentirás sus latidos, querida —dijo.

—No te asustes —respondió Amelia—. Entra, que papá no te va a hacer ningún daño.

Capítulo III

Becky en presencia del enemigo

Un hombre extraordinariamente fornido y gordinflón, vestido con pantalón de ante, calzado con botas hessianas y adornado con una infinidad de corbatas que le llegaban hasta la nariz, con un chaleco a rayas rojas y con una casaca verde manzana con botones de acero tan grandes como coronas de plata (era el traje de mañana de los elegantes de la época), hallábase leyendo el periódico junto a la chimenea cuando entraron las dos jóvenes. Verlas, y pegar un salto, ponerse rojo como una amapola y reflejar en su cara los deseos de salir huyendo de la aparición, fue obra de un segundo.

—¡Soy yo, Joseph… tu hermanita! —dijo Amelia, riendo y estrechando los dos dedos que su hermano le alargó—. Vengo a casa para quedarme, y esta amiguita mía es la señorita Becky Sharp, de la cual tantas veces me has oído hablar.

—¡No… en mi vida, palabra de honor! —exclamó—. ¡Es decir… sí… tienes razón!… Pero ¿han visto ustedes tiempo más infame? —añadió, abalanzándose sobre la chimenea y revolviendo las ascuas con verdadera furia, aunque acontecía lo que estamos narrando a mediados de junio.

—Es muy guapo —dijo Becky a su amiga, con voz lo suficientemente alta para que la oyera el interesado.

—¿De veras? ¡Se lo diré! —respondió Amelia.

—¡No… por Dios! —exclamó Becky, retrocediendo con la timidez de un cervatillo.

Ya antes había hecho al caballero una inclinación respetuosa y virginal y clavado con modestia los ojos en la alfombra, de la cual no había vuelto a levantarlos. Lo incomprensible era que hubiese podido verle siquiera.

—Gracias mil por los soberbios chales, Joseph —dijo Amelia—. ¿Verdad que son hermosos, Becky?

—¡Encantadores! —contestó Becky, alzando los ojos de la alfombra y levantándolos hasta la araña que decoraba el salón.

Joseph continuaba removiendo los troncos de la chimenea, soplando con todas sus fuerzas y poniéndose todo lo encarnado que consentía el tono amarillo de su tez.

—No puedo corresponder a tus regalos, Joseph —continuó Amelia—; pero durante mi estancia en el colegio, te he bordado unos tirantes, que indudablemente te gustarán.

—¡Válgame Dios, Amelia! ¿Qué estás diciendo? —gritó su hermano, tirando con tal furia del cordón de la campanilla, que se le quedó en la mano, circunstancia que vino a aumentar su confusión—. ¡Por favor, Amelia, haz que vean si espera en la puerta mi buggy!… No puedo esperar un segundo… tengo que marcharme… ¡Mal…! ¡Oh, ese groom… ese groom!… ¡Me voy!

Entró en aquel momento el padre.

—¿Qué pasa, Amelia? —preguntó.

—Joseph quiere saber si espera en la puerta su… su buggy: ¿qué es un buggy, papá?

—Una especie de palanquín del que tira un caballo —respondió el padre, que era un saco de conocimientos.

Oída la contestación por Joseph, prorrumpió éste en estruendosas carcajadas, pero no bien tropezaron sus miradas con las de Becky, cesó de reír tan de improviso como si le hubiesen dejado muerto de un tiro.

—¿Es tu amiga esta señorita? Celebro de veras tenerla en mi casa, señorita Sharp… Pero ¿es que han reñido ya con Joseph? ¡Le veo tan empeñado en marcharse!…

—He prometido a Bonamy que comería hoy con él —dijo Joseph.

—Pero ¿no dijiste a tu madre que comerías hoy con nosotros?

—¡Con este traje es imposible!

—Examínele usted bien, señorita Sharp; ¿no le parece que está bastante guapo para comer en cualquier parte?

Becky miró a su amiguita y las dos prorrumpieron en argentinas carcajadas que divirtieron a rabiar al padre.

—¿Ha visto usted en su vida, en el colegio de la señorita Pinkerton un par de pantalones de ante como ésos? —prosiguió el anciano caballero, llevando adelante la broma.

—¡Por Dios, padre! —exclamó Joseph consternado.

—¡Vaya!… ¡Ya he lastimado su sensibilidad!… ¡Mi querida esposa… acabo de herir la sensibilidad de tu hijo!… He hecho alusión a sus pantalones, figúrate. Si pones en duda lo que digo, pregunta a la señorita Sharp… ¡Vamos, Joseph; haz las paces con la señorita Sharp, y vayamos a comer!

—Tenemos un pillan como te gusta a ti, Joseph, y papá ha traído el mejor rodaballo de Billmgsgate.

—En marcha, caballerito; dé usted el brazo a la señorita Sharp, y yo sigo acompañando a estas otras dos damas —dijo el padre, dando un brazo a su mujer y otro a su hija, y saliendo del salón.

Aunque la señorita Sharp hubiese decidido hacer la conquista de aquel pollo grandullón, no creo, amables lectoras, que tengan ustedes derecho alguno para censurarla. Yo ya sé que, generalmente, las jóvenes casaderas, dando pruebas de modestia laudable, suelen confiar a sus mamas la empresa de cazar marido, pero no olvido, y suplico a ustedes que lo tengan presente, que Becky Sharp era huérfana, carecía de parientes que se encargasen de asunto tan delicado, y como consecuencia, si ella, personalmente, no se buscaba marido, difícilmente habría en el mundo persona que se tomara la molestia de proporcionárselo. ¿Qué causa obliga a las jóvenes a exhibirse, como no sea la ambición noble y santa del matrimonio? ¿Por qué pasean en tropel por los sitios más frecuentados? ¿Por qué se están bailando hasta las cinco de la mañana, durante toda una temporada interminable? ¿Por qué se mortifican estudiando sonatas al piano? ¿Por qué pagan una guinea por cada lección de canto que reciben de un profesor consagrado por la moda? ¿Por qué, si tienen hermosos brazos, aprenden a tocar el arpa?

¿Por qué en fin llevan molestos sombreros, llenos de flores, de plantas, de frutas y de plumas, sino porque su ambición es rendir a los jóvenes «buenos partidos» matándolos con sus arcos y flechas, recibidos de la naturaleza o tomados prestados al arte? ¿Qué obliga a los respetables padres a levantar las alfombras, remover la casa entera y gastar la quinta parte de las rentas en bailes, seguidos de cenas regadas con champaña? El deseo de casar a sus hijas: ni más ni menos. Pues bien: de la misma manera que encontramos muy natural que la madre de Amelia hubiese combinado más de una docena de planes para colocar a su hija, no debe admirarnos que Becky estuviese resuelta, a pescar marido, puesto que, en realidad, más lo necesitaba ella que su amiguita. Muchacha de imaginación muy viva, y que, por añadidura, había leído Las mil y una noches y la Geografía de Guthrie, mientras se vestía para comer y después de haber preguntado a Amelia si su hermano era rico, se forjó, en la mente un magnífico castillo en el aire del cual era ella la castellana. En él había un marido oculto en algún sitio (pues como quiera que no le había visto todavía, no distinguía sino muy confusamente sus facciones). Después se vio ataviada con infinidad de chales y con un turbante en la cabeza, y adornada con collares de diamantes, y en este atuendo montaba luego a lomos de un elefante, y a los acordes de la marcha de Barba Azul, hacía una visita al Gran Mogol. ¡Arrebatadoras visiones de Alnaschar! Patrimonio feliz de la juventud es formaros, y no ha sido sólo Becky Sharp la que ha disfrutado de tan preciado privilegio.

Doce años más que su hermana Amelia tenía Joseph Sedley. Estaba afecto al servicio civil de la Compañía de las Indias Orientales, y por la fecha a que nuestra historia se refiere, aparecía su nombre en los registros de la División de Bengala, de las Indias Orientales, como administrador de Boggley Wollah, empleo tan honorable como lucrativo, de cuya importancia podrá juzgar el lector si se remonta al período a que nos referimos. Boggley Wollah está situado en un distrito hermosísimo, solitario, pantanoso, cubierto de espeso matorral, famoso por las agachadizas que lo llenan, y donde es muy corriente encontrar, además de la sabrosa caza indicada, un tigre, no tan sabroso, pero sí más emocionante. Sólo cuarenta millas dista Ramounge, donde hay un magistrado, y sobre treinta millas más allá se encuentra el destacamento de caballería. Tales fueron los datos que dio Joseph a sus padres a raíz de haber tomado posesión de su cargo. Ocho años de su vida pasó completamente solo en aquel lugar encantador, sin ver una cara de cristiano más que de seis en seis meses, cuando llegaba el destacamento de caballería para recoger las rentas de la administración y llevarlas a Calcuta.

Felizmente, a los ocho años contrajo una afección al hígado que le obligó a volver a Europa y fue para él, en su país natal, manantial inagotable de dichas y distracciones. En Londres no vivía con su familia, sino en un pisito elegante, como soltero alegre que quiere divertirse. Demasiado joven antes de irse a la India para gozar de los placeres que la ciudad reserva a los hombres, quiso desquitarse a su regreso entregándose a aquéllos con gran asiduidad. Guiaba caballos propios en el parque, comía en los restaurantes de moda (no había sido inventado todavía el Club Oriental), frecuentaba los teatros y asistía a la Ópera encerrado dentro de trajes estrechísimos y con sombrero de tres picos.

 

De vuelta en la India, y por mucho tiempo, solía hablar con gran entusiasmo de lo mucho disfrutado en este período de su existencia, dando a entender que él y Brummell eran los favoritos, los mimados de la alta sociedad. Es lo cierto, sin embargo, que su soledad en la capital del Reino Unido era tan completa como en las selvas de Boggley Wollah. No conocía en la metrópoli a cuatro personas, y de no haber sido por su médico, y por sus inseparables amigas las píldoras mercuriales, y por su afección deliciosa al hígado, habría muerto de aburrimiento. Era perezoso, de carácter displicente y bon-vivant; la presencia de una señora le horrorizaba, y de aquí que contadas veces apareciera por la casa paterna, donde abundaban las visitas y se celebraban animadas tertulias, y donde temía a su padre, bromista impenitente, que con sus chanzas hería su amour-propre. Fuente de terribles preocupaciones y alarmas era para él su desmesurada corpulencia, y en más de una ocasión hizo esfuerzos desesperados para librarse de la enojosa compañía de su gordura; pero a los conatos de reforma corporal se oponían su indolencia y su amor a la buena vida, y pese a sus propósitos, no había quien le quitase sus tres comidas fuertes al día. Jamás vistió bien, aunque es lo cierto que se tomaba molestias sin cuento para adornar su descomunal persona, y que a ocupación tan importante, consagraba muchas horas del día. Su guardarropa valió una fortuna a su ayuda de cámara, su tocador era depósito de pomadas, esencias y jabones en cantidad no conocida ni por una bella en decadencia. Con objeto de dotar de cintura a su cuerpo, probó todos los cintos, todas las fajas, todos los corsés inventados por los que se preocupan de la esbeltez de sus prójimos. Como la mayor parte de los gordos, quería que sus trajes fuesen ceñidísimos, de colores muy chillones y de hechura propia para jovencitos. Una vez vestido, salía por la tarde a pasear en coche por el Parque, solo, y luego volvía a su casa para vestirse de nuevo e ir en derechura al Café de la Piazza, donde comía solo, por no variar. En punto a vanidad, aventajaba a la niña más vanidosa, y quién sabe si su timidez extrema era uno de los efectos de su no menos extrema vanidad. Si logra cazarle la señorita Becky, fuerza será reconocer que es lista como ninguna.

Por lo pronto, su primer paso en el camino de su conquista, prueba evidente fue de extraordinaria habilidad. Cuando dijo que Joseph era muy guapo, sabía muy bien que Amelia se lo diría a su madre y que ésta lo repetiría probablemente al interesado, y aun suponiendo que se lo callase, por lo menos se alegraría de un cumplimiento hecho a su hijo, porque los hijos son la debilidad de las madres. Si a Sycorax le hubiesen dicho que su hijo Calibán era un Apolo, habría bendecido a quien tal dijera, y eso que el hijo era un monstruo y la madre una bruja. Además, lo probable era que aquellas palabras las hubiesen recogido los oídos del propio interesado, pues no fueron tan bajas que no pudieran herir su tímpano: es más; nos consta positivamente que las oyó y como ya estaba persuadido de que era guapo, el piropo agitó todas las fibras de su descomunal cuerpo y le produjo estremecimientos de alegría. Es posible que a la alegría sucediese el temor de que la muchacha intentara burlarse de él, y que tan terrible pensamiento le impulsase a tirar del cordón de la campanilla y a emprender una retirada precipitada, que impidieron su padre con sus bromas y su madre con sus ruegos. Dio el brazo a la señorita y la acompañó hasta el comedor, fluctuando entre la alegría y el temor. «¿Cree en realidad que soy guapo o se burla de mí?», pensaba. Hemos dicho que Joseph Sedley era tan vanidoso como una muchacha: que nos perdonen nuestras encantadoras lectoras, y cuando deseen ponderar la vanidad de alguna de su sexo, inviertan los términos y digan: «Es tan vanidosa como un hombre», y lo dirán con razón sobrada, porque es muy cierto que las personas que peinan barbas son tan sensibles a los piropos, tan exageradas en sus toilettes, y están tan orgullosas de sus atractivos personales y de su potencia fascinadora, como la coqueta más coqueta de la creación.

Sigamos escaleras abajo a Joseph, rojo como una amapola, sintiendo sobre su robusto brazo el delicado de Becky, que camina a su lado con modestia ejemplar y entornados sus ojos de esmeralda. Vestía traje blanco, cuyo descote dejaba admirar sus desnudos hombros, albos como copos de nieve… encarnación perfecta de la juventud, de la inocencia sin protección, de la sencilla y recatada virginidad.

—Me conviene afectar mucha calma —pensaba Becky— y mucho interés por la India.

Hemos oído decir a la señora Sedley que, en obsequio a su hijo, había preparado un pillan, plato sazonado con salsa india, del cual le sirvió una porción a Becky durante la comida.

—¿Qué es? —preguntó la obsequiada, volviendo hacia Joseph sus verdes ojos.

—¡Soberbio!… ¡exquisito! —exclamó Joseph, con la boca llena de pillan, encendido el rostro y respirando satisfacción—. Es tan bueno como el que me servían en la India, mamá.

—Siendo plato indio, lo probaré —dijo Becky—. Debe ser muy rico todo lo que procede de la India.

—Da un poco de salsa a la señorita Sharp, hijo —exclamó el padre de Amelia riendo.

Becky gustó por primera vez el plato sazonado a la india.

—¿Le parece a usted tan rico como todo lo que procede de la India? —interrogó el mismo señor.

—¡Oh… es excelente, riquísimo! —contestó Becky, que apenas si podía tolerar el escozor rabioso producido por la pimienta de Cayena.

—Le gustará infinitamente más si con la salsa toma un ají, señorita —dijo Joseph, interesado de veras.

—¡Un ají!… ¡Oh… sí! —contestó la joven, creyendo que el ají sería un refrescante—. ¡Qué color verde tan hermoso! —añadió, tomando uno—. No he comido nunca ají, pero si no miente el color, debe de producir una sensación de frescura deliciosa.

Pero el ají era incomparablemente más picante que la salsa india. Becky sintió que se abrasaba y soltó el tenedor.

—¡Agua… por Dios… agua! —gritó.

El señor Sedley, padre, se desternillaba de risa.

—¡Son auténticos de la India, se lo juro! —repetía—. ¡Sambo… sirve agua a la señorita Sharp!

A las carcajadas del padre hicieron coro las de Joseph, para quien la broma resultó deliciosa. Las señoras sonrieron un poquito nada más, porque supusieron, y no se engañaban, que la pobre Becky sufría demasiado. Nuestra encantadora joven habría estrangulado de buena gana a Sedley padre, pero se tragó la mortificación y la rabia de la misma manera que antes se tragara la salsa, y, tan pronto como el escozor le permitió hablar, dijo con expresión de buen humor:

—Debí acordarme de la pimienta que la princesa de Persia pone en sus tartas de crema, según nos cuentan Las mil y una noches. En las tartas de crema que hacen en la India, ¿ponen también pimienta de Cayena?

Sedley padre continuó riendo al tiempo que pensaba que Rebeca era una muchacha de muy buen carácter.

—¿Tartas de crema, señorita? —repitió Joseph—. En Bengala es muy mala nuestra crema: empleamos generalmente la leche de cabra, y claro está que es la que para la crema prefiero yo.

—¿Sigue usted creyendo que es muy rico todo lo que procede de la India, señorita? —preguntó el señor Sedley.

Terminada la comida, luego que abandonaron la mesa las señoras, el padre dijo al hijo:

—¡Cuidadito, Joseph, que esa muchacha te está largando el anzuelo!

—¡A mí! ¡Bah! —respondió Joseph, más esponjado que un pavo real—. Recuerdo, papá, que teníamos en Dumdum una muchacha, hija de Cutler, oficial de artillería, y andando el tiempo esposa de Lanza, el médico que en el año 18… me ponía los puntos; en verdad no sólo a mí sino también a Mulligatawney, de quien hablé a usted poco antes de comer; por cierto que el tal Mulligatawney es un verdadero demonio, lo que no impide que hoy sea magistrado en Budgebudge, con probabilidades, más que probabilidades, con la seguridad de ocupar una poltrona en el Consejo antes de cinco años… Pero sigo con mi historia: el regimiento de artillería dio un baile, y Quintín, del regimiento del Rey número catorce, me dijo: «Sedley; te apuesto trece contra diez a que Sofía Cutler te pesca a ti, o a Mulligatawney antes de las lluvias». «Hecho», contesté yo; y en… ¡Cáspita y qué bueno es este clarete!… ¿De Adamson o de Carbonell?