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100 Clásicos de la Literatura

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CREONTE. —La tienes. Yo soy quien lo ha ordenado, porque imaginé la satisfacción que ahora sientes, que desde hace rato te obsesionaba.

EDIPO. —¡Ojalá seas feliz y que, por esta acción, consigas una divinidad que te proteja mejor que a mí! ¡Oh hijas! ¿Dónde estáis? Venid aquí, acercaos a estas fraternas manos mías que os han proporcionado ver de esta manera los ojos, antes luminosos, del padre que os engendró. Este padre, que se mostró como tal para vosotras sin conocer ni saber dónde había sido engendrado él mismo. Lloro por vosotras dos —pues no puedo miraros—, cuando pienso qué amarga vida os queda y cómo será preciso que paséis vuestra vida ante los hombres. ¿A qué reuniones de ciudadanos llegaréis, a qué fiestas, de donde no volváis a casa bañadas en lágrimas, en lugar de gozar del festejo? Y cuando lleguéis a la edad de las bodas, ¿quién será, quién, oh hijas, el que se expondrá a aceptar semejante oprobio, que resultará una ruina para vosotras dos como, igualmente, lo fue para mis padres? ¿Cuál de los crímenes está ausente? Vuestro padre mató a su padre, fecundó a la madre en la que él mismo había sido engendrado y os tuvo a vosotras de la misma de la que él había nacido. Tales reproches soportaréis. Según eso, ¿quién querrá desposaros? No habrá nadie, oh hijas, sino que seguramente será preciso que os consumáis estériles y sin bodas. ¡Oh hijo de Meneceo!, ya que sólo tú has quedado como padre para éstas —pues nosotros, que las engendramos, hemos sucumbido los dos—, no dejes que las que son de tu familia vaguen mendicantes sin esposos, no las iguales con mis desgracias. Antes bien, apiádate de ellas viéndolas a su edad así, privadas de todo excepto en lo que a ti se refiere. Prométemelo, ¡oh noble amigo!, tocándome con tu mano. Y a vosotras, ¡oh hijas!, si ya tuvierais capacidad de reflexión, os daría muchos consejos. Ahora, suplicad conmigo para que, donde os toque en suerte vivir, tengáis una vida más feliz que la del padre que os dio el ser.

CREONTE. —Basta ya de gemir. Entra en palacio.

EDIPO. —Te obedeceré, aunque no me es agradable.

CREONTE. —Todo está bien en su momento oportuno.

EDIPO. —¿Sabes bajo qué condiciones me iré?

CREONTE. —Me lo dirás y, al oírlas, me enteraré.

EDIPO. —Que me envíes desterrado del país.

CREONTE. —Me pides un don que incumbe a la divinidad.

EDIPO. —Pero yo he llegado a ser muy odiado por los dioses.

CREONTE. —Pronto, en tal caso, lo alcanzarás.

EDIPO. —¿Lo aseguras?

CREONTE. —Lo que no pienso, no suelo decirlo en vano.

EDIPO. —Sácame ahora ya de aquí.

CREONTE. —Márchate y suelta a tus hijas.

EDIPO. —En modo alguno me las arrebates.

CREONTE. —No quieras vencer en todo, cuando, incluso aquello en lo que triunfaste, no te ha aprovechado en la vida.

(Entran todos en palacio.)

CORIFEO. —¡Oh habitantes de mi patria, Tebas, mirad: he aquí a Edipo, el que solucionó los famosos enigmas y fue hombre poderosísimo; aquel al que los ciudadanos miraban con envidia por su destino! ¡En qué cúmulo de terribles desgracias ha venido a parar! De modo que ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en el último día, hasta que llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso.

La Feria de las Vanidades

Por

William Makepeace Thackeray

Capítulo primero

El colegio de la alameda Chiswick

En la segunda década del siglo actual y en una deliciosa mañana del mes de junio, un espacioso coche familiar que, tirado por un tronco de gordos caballos enjaezados con arneses bruñidos y resplandecientes, avanzaba a una velocidad de cuatro millas por hora, se detuvo junto a la verja de hierro del colegio de señoritas situado en la alameda Chiswick y dirigido por la señorita Pinkerton. Guiaba el carruaje un cochero obeso, de aspecto imponente, ataviado con peluca y sombrero de tres picos. Un lacayo negro que junto al cochero ocupaba un asiento en el pescante, desrizó sus combadas piernas no bien hizo alto el carruaje frente a la dorada plancha de bronce donde campeaba el nombre de la señorita Pinkerton, descendió e hizo sonar la campana. Más de una veintena de encantadoras cabecitas hicieron su aparición en las diferentes ventanas del severo inmueble de ladrillo, más de una veintena de cabecitas curiosas, entre las cuales un observador perspicaz habría podido reconocer la naricita colorada de la bonachona Lucy Pinkerton en persona, que asomaba entre las macetas de geranios que adornaban las ventanas de su cuarto.

—El coche de los señores de Sedley, Barbara —dijo Lucy—. Sambo, el lacayo negro, acaba de hacer sonar la campana, y el cochero lleva un chaleco rojo, nuevo.

—¿Hizo usted los preparativos necesarios, señorita Lucy? ¿Está en regla todo lo referente a la marcha de la señorita Sedley? —preguntó la señorita Pinkerton, la mayestática dama, la Semíramis de Hammersmith, la amiga del doctor Johnson, la que se carteaba con la mismísima señora Chapone.

—A las cuatro se levantaron ya las niñas, y seguidamente se ocuparon en hacer los baúles, querida hermana —contestó Lucy—. Hemos preparado un ramo…

—Llámale, si te parece, bouquet, hermana: es más elegante.

—Como quieras… Hemos preparado un enorme bouquet. En el baúl de Amelia he colocado dos botellas de agua de alelíes, juntamente con la receta para hacerla; son para la señora Sedley.

—Confío, señorita Lucy, en que habrás hecho la cuenta de la señorita Sedley. ¡Ah!… ¿Es ésta? ¡Muy bien!… noventa y tres libras cuatro chelines… Hazme el favor de encerrarla en un sobre dirigido al señor John Sedley, juntamente con este billete que he escrito a su señora.

A los ojos de Lucy, un autógrafo de su olímpica hermana era objeto de veneración tan profunda como la carta de un soberano. Únicamente cuando alguna de las colegialas salía del establecimiento, o se casaba, y, por excepción, cuando, víctima de la escarlatina, murió la pobre señorita Birch, se dignaba la señorita Pinkerton dirigir una carta, escrita de su puño y letra, a los padres de aquéllas. Por cierto que, ya que del triste fallecimiento de la señorita Birch hemos hablado, añadiremos que, en opinión de Lucy, si algo pudo atenuar el justo dolor de la señora Birch, fue, a no dudar, la misiva piadosa y elocuente con que su hermana le anunció el triste suceso.

Pero volvamos al «billete» de la señorita Pinkerton, que estaba concebido en los siguientes términos:

Alameda Chiswick, 15 de junio de 18…

Señora: Después de seis años de permanencia en este centro, me cabe la honra y la dicha de devolver a sus padres a la señorita Amelia Sedley, adornada de cuanto es necesario para brillar en el círculo elegante y refinado donde habrá de desenvolverse en lo futuro. Todas las virtudes que caracterizan a las señoritas de la alta sociedad inglesa, todas las dotes que corresponden a su cuna y a su posición en el mundo, las posee en grado eminente la señorita Sedley, cuya laboriosidad y obediencia le han granjeado el afecto de sus maestros, y cuyo carácter dulce y encantador ha cautivado a todas sus compañeras, tanto a las de más edad, como a las más jovencitas.

En música, en baile, en ortografía, en toda clase de trabajos de aguja, llenará los deseos de sus amigos; algo deja que desear en geografía, y no estaría de más que durante los tres próximos años usase con perseverancia la tablilla-espaldar cuatro horas diarias, a fin de adquirir el porte y continente lleno de dignidad que tan necesario es a toda señorita elegante.

En lo referente a principios religiosos y morales, la señorita Sedley honrará al centro docente que tiene la gloria de contar con la presencia del Gran Lexicógrafo y se enorgullece de ser patrocinado por la admirable señora Chapone. Al abandonar el colegio, la señorita Amelia lleva consigo los corazones de todas sus compañeras y la consideración afectuosa de la directora, que suscribe la presente.

Señora, tiene el honor de reiterarse de usted, humilde servidora,

BÁRBARA PINKERTON

P. D. Acompaña a la señorita Sedley la señorita Sharp. Se suplica muy encarecidamente que la estancia de la señorita Sharp en la mansión de la plaza Russell no exceda de diez días. La distinguidísima familia con la cual se ha comprometido, desea utilizar sus servicios lo más pronto posible.

Cerrada la carta, procedió la señorita Pinkerton a estampar su nombre y el de Amelia Sedley en la guarda de un diccionario de Johnson, obra interesantísima que la directora del colegio regalaba invariablemente a sus discípulas el día que salían de él para no volver. La cubierta del libro en cuestión tenía impresas las «Líneas dedicadas a una señorita con ocasión de su salida del colegio dirigido por la señorita Pinkerton, por el doctor Samuel Johnson». Es lo cierto que la mayestática directora pronunciaba doscientas veces al día el nombre del Lexicógrafo, y que, a una visita que éste hizo a su establecimiento, debió aquélla su reputación y su fortuna.

Lucy, a quien su hermana mayor mandó que sacase un diccionario del armario, había traído dos, y no bien Barbara Pinkerton estampó la inscripción en el primero, Lucy, no sin cierta vacilación y con timidez visible, alargó el segundo.

—¿Para quién es éste, señorita Lucy? —preguntó con acento glacial la hermana mayor.

—Para Rebecca Sharp —respondió Lucy sonrojándose y con voz temblorosa—. Para Becky Sharp… que se va también…

—¡SEÑORITA LUCIA! —exclamó Barbara, apelando a su registro de voz más recio—. ¿Ha perdido usted el juicio? ¡Coloque el diccionario donde estaba, y nunca más vuelva a permitirse semejantes libertades!

 

—Son dos chelines y nueve peniques… y la pobrecilla Becky se sentirá muy desgraciada si haces con ella una excepción.

—Diga usted a la señorita Sedley que la estoy esperando —interrumpió Barbara.

La pobre Lucy, sin valor para decir una palabra más, salió corriendo, disgustada y nerviosa.

Era Amelia Sedley la hija de un comerciante de Londres, de posición más que desahogada, al paso que Rebecca Sharp, era la colegiala gravosa, por la cual la señorita Pinkerton había hecho demasiado, así al menos lo creía ella, y debía salir altamente agradecida del colegio, aunque no le fuera dispensado el alto honor de regalarle el diccionario.

Aunque las cartas de las directoras de colegios merecen la misma fe que los epitafios que leemos en los cementerios, de la misma manera que alguna vez abandona este mundo una persona merecedora de todas las alabanzas que el marmolista talla sobre sus huesos, una persona que es excelente cristiano, padre ejemplar, hijo modelo, esposa o marido fiel, que deja verdaderamente una familia desconsolada que llorará eternamente su pérdida, así también en los colegios o academias de uno y otro sexo sucede de vez en cuando que sale un alumno digno de las alabanzas que le prodiga su desinteresado director. Uno de estos casos verdaderamente excepcionales era Amelia Sedley, la cual no sólo merecía cuantas alabanzas prodigó Barbara Pinkerton en la carta dirigida a sus padres, sino que atesoraba mil otras cualidades hermosísimas que la pomposa Minerva no podía ver a causa de las diferencias de categoría y de edad que entre ella y su discípula mediaban.

Cantaba Amelia como un ruiseñor, o como la célebre señora Billington, bailaba como Hillisberg o Parisot, bordaba primorosamente y escribía con tanta ortografía como el mismo autor del diccionario; pero, aparte de estas cualidades, encerraba su pecho un corazoncito tan alegre, tan tierno, tan hermoso, tan lleno de generosidad, que se conquistaba el cariño de cuantos la trataban, empezando por la misma Minerva y acabando por la pobre encargada del fregadero y la hija tuerta de la vendedora de pastelitos, que estaba autorizada para vender sus golosinas, una vez por semana, a las señoritas del colegio. De las veinticuatro colegialas, doce eran amigas íntimas, amigas del alma de la simpática Amelia. Ni la señorita Briggs, con ser una envidiosilla de primer orden, habló jamás mal de ella; la ilustre y poderosa señorita Saltire (nieta de lord Dexter), reconocía que Amelia era una señorita refinada y simpática, y en cuanto a la señorita Swartz, la riquísima mulatita de St. Kitt, no diremos sino que, el día que Amelia salió del colegio, fue tan violenta su tempestad de lágrimas, que hubo necesidad de llamar al doctor Floss, quien casi la emborrachó a fuerza de obligarla a aspirar sales volátiles. Como puede suponerse, dada la posición y virtudes eminentes de la señorita Barbara Pinkerton, el afecto de ésta hacia Amelia era digno y reposado, mas no ocurría otro tanto con Lucy, que más de cien veces había lloriqueado ya al pensar en la salida de Amelia, y que de no haber sido por el miedo que su hermana le inspiraba, fácilmente se hubiera dejado llevar de ataques de histerismo tan violentos como los que aquejaron a la señorita Swartz que pagaba honorarios dobles). Verdad es que tal exceso de llanto suele terminar en los saloncitos de recibir de los colegios. Sobre la buena Lucy pesaban las cuentas del establecimiento, la dirección del lavado y zurcido de ropas, la repostería, el servicio de mesa… Pero ¿a qué hablar tanto de la hermana de la directora? Es posible que no la volvamos a encontrar hasta el final, es posible que cuando las afiligranadas puertas de hierro se cierren sobre ella no vuelva a aparecer nunca, ni tampoco su horrible hermana, en el pequeño mundo de nuestra historia.

En cambio, como nuestras relaciones con Amelia han de ser más frecuentes, se nos perdonará que repitamos que era una niña encantadora, y que lo repitamos con satisfacción especial, porque tanto en la vida real como en las novelas, más en éstas que en aquélla, abundan tanto los villanos del género lúgubre y siniestro, que necesariamente ha de alegrar nuestra alma saber de antemano que nuestra compañera constante será una personita de carácter dulce y de costumbres inmaculadas. Como quiera que no es una heroína, nos creemos dispensados de hacer el retrato de su persona, con doble motivo, si se tiene en cuenta que tememos que su nariz resulte un poquito demasiado pequeña y sus mejillas demasiado redondas y encarnadas para heroína. Cierto que, en cambio, su rostro sonrosado respira salud, en sus labios juguetean las sonrisas más frescas y el conjunto lo animan un par de ojos, espejo de alegría, salvo, como es natural, cuando nublan su brillo las lágrimas, cosa que ocurría con excesiva frecuencia, porque bueno será que sepan los lectores que la tontilla derramaba mares de lágrimas sobre el cuerpo de un canario muerto, y sobre el infeliz ratoncillo que se merendaba el gato, o sobre las páginas de una novela, y particularmente, si le dirigían alguna palabra áspera, aunque eran muy contadas las personas de corazón tan duro que a tanto se atrevieran. Una sola vez la regañó la señorita Pinkerton, y quedó tan escarmentada al ver los desastrosos efectos de la reprimenda, que no obstante su austeridad y endiosamiento, no obstante estar tan impuesta en sensibilidad como en álgebra, dio a todos los profesores órdenes terminantes de tratarla con dulzura extremada, en atención al exceso de pesadumbre que en aquella naturaleza delicada producía el trato áspero.

Y he aquí a la señorita Amelia Sedley en el mayor de los conflictos el día que salió del colegio, en el mayor de los apuros, porque sus dos costumbres opuestas, la de reír y la de llorar, actuaban sobre ella con fuerza igual, y no sabía por cuál de ellas decidirse. Se alegraba de volver al seno de su familia, y al propio tiempo la entristecía sobre manera dejar el colegio. Desde tres días antes, la huerfanita Laura Martin se había constituido en su sombra, la seguía como un perrillo; tenía que hacer catorce regalos y recibir otros tantos, y hacer catorce promesas formales de escribir todas las semanas. «Mis cartas dirígelas a mi abuelito, el conde de Dexter», decía la señorita Saltire, que tenía sus ribetes de cursi, dicho sea de paso; «Escríbeme todos los días, queridita, sin importarte el franqueo», repetía la impetuosa señorita Swartz, alma generosa y rica en cariño; y la huerfanita Laura Martin, asiendo a Amelia por la mano y mirándola con sus ojos llenos de lágrimas, suspiraba: «Cuando te escriba, te llamaré mamaíta». Sé perfectamente que JONES, al leer esta historia en el casino, dirá que todos estos detalles son terriblemente cándidos, triviales, tontos y ultra-sentimentales: sí, viéndole estoy en este momento, sentado a la mesa dando cuenta de una espaldilla de carnero asada y de media pinta de cerveza, veo cómo saca el lápiz del bolsillo, y, después de subrayar las palabras «cándidos, triviales, tontos, etc.», añade por su cuenta: Demasiado cierto. Es natural, Jones es un hombre eminente, un hombre de genio, y sólo es capaz de admirar lo grandilocuente y lo heroico en la vida y en las novelas. Pero ahora ya sabe a qué atenerse y acaso prefiera no ocuparse más de nosotros.

Adelante, pues: las flores, y los regalos, y los baúles, y las cajas de sombreros habían sido colocadas en el carruaje por el insigne Sambo, juntamente con un baúl muy pequeño y muy viejo, sobre el cual aparecía perfectamente clavada con cuatro clavitos una tarjeta de la señorita Sharp, que fue entregado por Sambo al cochero con una mueca significativa, y recibido por éste con una sonrisita tan significativa como la mueca. Llegó el momento de la despedida, momento que habría sido infinitamente más triste de lo que fue, sin el discurso admirable que la señorita Pinkerton dirigió a su discípula. Y no queremos decir que el tal discurso excitase en el alma de Amelia consideraciones filosóficas, ni fuera manantial de calma y resignación donde la colegiala pudiese beber las que le faltaban, pero fue una oración intolerablemente sosa, altisonante y tediosa, y por lo tanto, lo más indicado para secar los manantiales de sensibilidad, por abundantes que fuesen, y como, por otra parte, en el pecho de Amelia dominaba a todos los demás sentimientos el temor a la directora del colegio, no se atrevió la pobrecilla a dejar escapar el caudal de su pesadumbre. En el salón fue servida una torta con su correspondiente botella de vino, y hechos los honores al refrigerio, Amelia Sedley quedó en libertad de abandonar el colegio.

—Entre usted y despídase de la señorita Pinkerton, Becky —suplicó Lucy a una señorita que había pasado completamente inadvertida, y que se dirigía a la puerta de salida llevando en la mano una caja de cartón.

—Pensaba hacerlo —contestó Rebecca Sharp con mucha calma.

Llamó con los nudillos a una puerta, y recibido el permiso para entrar, avanzó con gran desenvoltura y dijo en francés purísimo:

—Mademoiselle, je viens vous faire mes adieux.

La señorita Pinkerton no entendía palabra de francés aunque dirigía a los maestros de este idioma; se mordió los labios, y alzando su venerable cabeza adornada de una nariz perfectamente romana y tocada con un turbante de lo más solemne, contestó:

—Señorita Sharp, muy buenos días.

La Semíramis extendió la mano, con el doble objeto de accionar acompañando sus palabras, y de dar ocasión a la señorita Sharp de estrechar uno de sus dedos, pero ésta enlazó sus manos, sonrió fríamente, e hizo una ligera reverencia, declinando el honor con que se la distinguía. La Semíramis no pudo reprimir un gesto de indignación. Fue un brevísimo combate entre la joven y la dama respetable, en que ésta quedó derrotada.

—Dios te bendiga, hija mía —dijo Barbara Pinkerton abrazando a Amelia al tiempo que dirigía una mirada implacable a la señorita Sharp.

—Vámonos, Becky —dijo Lucy, muerta de miedo.

Llegó el momento de los besos, de los abrazos, de los suspiros. Todos los criados del establecimiento, todas las colegialas, las profesoras jóvenes, hasta el maestro de baile esperaban en el vestíbulo. Renunciamos a pintar la escena, que probablemente nos haría llorar: tan tierna fue. Amelia Sedley se separó por fin de sus amiguitas, dirigiéndose al coche, en el que Becky Sharp había entrado silenciosamente hacía unos minutos. Su desaparición había pasado casi inadvertida y nadie había derramado por ella una lágrima.

Sambo cerró la portezuela del carruaje y saltó a su asiento, pero cuando los caballos iban a emprender la marcha, gritó Lucy, saliendo a todo correr con un paquetito en la mano:

—Un momento… traigo unos sándwiches, queridita —dijo a Amelia—. Podría sentir apetito; y para usted, Rebecca, traigo un libro que mi hermana… digo… que yo… bueno, el diccionario Johnson… No debe usted partir sin él. ¡Adiós!… ¡En marcha, cochero!… ¡Dios las bendiga!

La excelente Lucy retrocedió hacia el jardín, vencida por la emoción.

Pero ¡horror! En el momento de arrancar el coche, Becky asomó su pálido rostro por la ventanilla y arrojó con rabia el diccionario al jardín. El espanto de Lucy fue inmenso: poco faltó para que la pobrecilla se desmayase.

—¡Oh!… ¡Nunca lo hubiera creído! —exclamó—. ¡No he visto audacia!…

No terminó la frase porque la emoción paralizó su lengua. El coche no tardó en perderse a lo lejos; fueron cerradas las grandes puertas de hierro del establecimiento y sonó la campana, anunciando la lección de baile.

Como las dos señoritas han hecho su entrada en el mundo, las seguiremos, despidiéndonos definitivamente del colegio de la alameda Chiswick.

Capítulo II

En donde vemos cómo la señorita Sharp y la señorita Sedley se disponen a entrar en campaña

Realizado el acto heroico de que hemos hecho mención en las líneas últimas del capítulo anterior, luego de que Becky vio el diccionario a los pies de la atónita Lucy, su rostro, lívido hasta entonces y espejo de odio siniestro, se despejó, gracias a una sonrisa, no muy agradable por cierto.

—Tanto peor para el diccionario —dijo Becky, arrellanándose en el carruaje— y tanto mejor para mí: gracias a Dios, salgo para siempre de Chiswick.

El terror de Amelia era casi tan grande como lo fue el de Lucy. Es natural: hacía un minuto escaso que había salido del colegio, y las impresiones que han tenido seis años de tiempo para arraigar no desaparecen en tan breve espacio. Es más: hay personas en quienes estos terrores de la juventud duran toda la vida. Recuerdo, por ejemplo, un caballero de sesenta y ocho años, que me decía una mañana, mientras almorzábamos, con rostro agitado: «Soñé la noche pasada que el doctor Raine me propinaba una azotaina de las que hacen época». En una sola noche había dado aquel caballero un salto atrás de cincuenta y cinco años. Raine y el puntero con el cual castigaba a sus discípulos, despertaban en su corazón tanto espanto a la edad de sesenta y ocho años como cuando tenía trece. Si el doctor se le hubiese aparecido de pronto, armado de ancha correa, y hubiera dicho con su voz terrorífica a aquel anciano de sesenta y ocho años: «¡Muchacho… bájate los pant…!». Pero nos separamos del asunto: decíamos que el acto de insubordinación de Becky alarmó y aterró a Amelia.

 

—¿Cómo te has atrevido a hacer eso, Becky? —exclamó al cabo de breves momentos.

—¿Crees que Barbara Pinkerton va a salir corriendo en mi persecución para encerrarme de nuevo en su negra ratonera? —respondió Becky, riendo.

—¡No… pero!…

—Aborrezco con toda mi alma la casa entera —repuso con furia Becky—. Abrigo la esperanza de no volver a verla en mi vida… Quisiera verla sumergida en el fondo del Támesis, y cree que, si Barbara Pinkerton se encontrara dentro, no sería Becky Sharp la que alargase un dedo para sacarla… ¡Oh!… ¡Con qué placer la contemplaría flotando sobre las aguas, arrastrada lejos, muy lejos, con su turbante y con su traje de cola, asomando la nariz, que parece el espolón de una barca!

—¡Calla, Becky; calla, por Dios!

—¿Es aficionado a llevar cuentos el lacayo negro? —inquirió Becky, riendo a carcajadas—. Puede volver al colegio y decir a Barbara Pinkerton que la odio con toda el alma; lo que siento es que no lo haga y no tener yo medios para probárselo. Por espacio de dos años, sólo insultos y ultrajes he recibido de ella; me ha tratado peor que a la cocinera. Nunca he tenido una amiga, ni he recibido una palabra de afecto, en el mundo no hay quien me quiera, excepto tú. Me han obligado a cuidar de las niñitas de la clase de párvulos y a hablar el francés con las señoritas hasta que han conseguido que me sea aborrecible la lengua de mi madre… ¿Verdad que era gracioso hablar francés con Barbara Pinkerton? No sabe palabra de francés, pero antes se deja hacer picadillo que confesarlo: es demasiado orgullosa. Creo que ésta fue la causa de mi salida del colegio: si así es, bendito sea el francés… Vive la France!… Vive l’empereur!… Vive Bonaparte!

—¡Por favor, Becky, no digas atrocidades! —exclamó Amelia.

En realidad, blasfemia mayor no pudieron pronunciarla los labios de Becky, pues gritar por aquel tiempo en Inglaterra «¡Viva Bonaparte!», era tanto como gritar «¡Viva Lucifer!».

—¿Es posible que en tu alma hallen cabida pensamientos de venganza tan atroces? —añadió Amelia.

—La venganza será mala, no lo niego, pero es muy natural —replicó Becky—. No presumo de ángel.

A decir verdad, distaba mucho de serlo. Motivos, y más de uno, tenía Becky para dar gracias al cielo, puesto que, en primer lugar, se veía libre de personas que aborrecía cordialmente, y en segundo, había creado entre sus enemigos la perplejidad o la confusión, lo que no suele ser manantial de gratitud religiosa ni mucho menos, mas ni aun así se aplacaba su alma vengativa. Quejábase la retraída joven de que todo el mundo la trataba mal, olvidando que generalmente el mundo sólo trata mal a las personas que lo merecen, porque el mundo es un espejo que devuelve a todos los mortales la imagen reflejada de su propio rostro. Al que le mira ceñudo, con ceño adusto le contesta el espejo, pero es compañero alegre y amable para quienes le miran riendo: escoja, pues, cada cual lo que más le acomode. Si es cierto que nadie quería a Becky Sharp, no lo es menos que no se sabe que ésta hiciese jamás nada en obsequio de nadie. Reconoceremos, sin embargo, que sería en nosotros exigencia ridícula pretender que las veinticuatro señoritas del colegio de la alameda Chiswick fueran de temperamento tan dulce y angelical como la heroína de este libro, Amelia Sedley, a la que hemos escogido precisamente porque era la mejor de todas sus compañeras: no todas podían ser tan humildes, tan bondadosas; no a todas se les podría exigir la misma dulzura y las mismas delicadas atenciones que las que Amelia Sedley empleó en esta ocasión para disipar el mal humor de Becky, para ablandar, aunque sólo fuese por poco tiempo, su duro corazón, y para conseguir que diese tregua a la hostilidad que al género humano había declarado.

Fue el padre de Becky Sharp un artista, que daba lecciones de dibujo y de pintura en el colegio de Barbara Pink. Tenía talento, era compañero agradable, poco aficionado al trabajo y mucho a contraer deudas y a frecuentar la taberna. Cuando estaba borracho, pegaba a su mujer y a su hija, y cuando después de dormir el sueño de la embriaguez se levantaba al día siguiente con fuertes dolores de cabeza, comenzaba a maldecir contra el mundo, que no sabía apreciar su genio, y a burlarse con mucho donaire, y a veces con cierta justicia, de sus colegas los pintores. Viendo que le era imposible mantenerse, y que se le hacía no ya difícil, sino imposible la vida en Soho, donde debía a todo el mundo, pensó que mejoraría su suerte casándose con una joven francesa, cantante de teatro. Jamás aludió Becky a la condición humilde de su madre, aunque solía decir con mucho orgullo que los Entrechats, apellido de aquélla, eran una familia nobilísima de Gascuña, siendo lo más curioso que, a medida que la niña crecía en años, sus antepasados maternos crecían también en nobleza y esplendor.

La madre de Becky era mujer de alguna instrucción, y no es, pues, de extrañar que su hija hablara el francés con corrección y con puro acento parisiense. Por aquellos tiempos, hablar francés era cualidad estimabilísima, que valió a Becky entrar en el colegio de la ortodoxa Barbara Pinkerton. Muerta la madre, como el padre de Becky desconfiase de reponerse de su tercer ataque de delirium tremens, dirigió una carta patética a la señorita Pinkerton, recomendando a su protección a su hija huérfana, y poco después bajó a la tumba, no sin que su cadáver fuese motivo de que regañasen dos alguaciles. Diecisiete años tenía Becky cuando entró en el colegio de la alameda Chiswick, en calidad de asalariada, siendo sus obligaciones hablar francés, y sus derechos la manutención, unas cuantas guineas anuales, y algunas lecciones que recibía de los profesores del colegio.

Era pequeña y esbelta, de cabello rubio ceniciento y de ojos vivos, que ordinariamente miraban al suelo. Cuando alzaba la vista, sus ojos eran rasgados, hermosos, atrayentes, tanto, que el reverendo señor Crisp, recién salido de Oxford, coadjutor del reverendo señor Flowerdew, cura de la alameda Chiswick, se enamoró perdidamente de Becky Sharp, abrasado por el fuego de una mirada que le dispararon aquellos ojos en ocasión en que cruzaba la iglesia de paso hacia la sacristía. El joven coadjutor consiguió que su misma mamá le presentase a Barbara Pinkerton, frecuentó luego el trato con ésta, y concluyó por hacer la petición formal de la mano de Becky en una carta dirigida a la interesada, que fue interceptada y entregada a Barbara Pinkerton por la vendedora tuerta de que ya hemos hablado, y que estaba encargada de ponerla en manos de la colegiala. La señora Crisp se trasladó bruscamente a Buxton llevando con ella a su tierno vástago, y con esto terminó la historia, si bien la señorita Pinkerton nunca creyó en las protestas de Becky Sharp, que decía no haber hablado jamás a solas con el joven.

Puesta entre las colegialas más crecidas del establecimiento, Becky parecía una niña, pero poseía esa precocidad malsana de la pobreza. Sus palabras, o sus obras, habían alejado de la puerta de su padre a más de un acreedor inoportuno, y podían contarse por docenas los comerciantes que, habiéndose presentado en su casa sombríos y amenazadores, se retiraron contentos como unas castañuelas y prometiendo continuar suministrando sus mercancías. Acompañaba casi siempre a su padre, orgulloso de su talento, y escuchaba las conversaciones que aquél sostenía con sus amigos, gentuza ordinaria y grosera, que con frecuencia hablaban de lo que una jovencita no debería oír hablar. Verdad es que Becky nunca fue niña, según afirmaba ella misma, sino mujer desde los ochos años. Lo sorprendente, lo inconcebible, es que Barbara Pinkerton hubiese dejado entrar a semejante pájaro en su jaula.