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100 Clásicos de la Literatura

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AREÚSA.- Hermano Sosia, esto hablado basta para que tome cargo de saber tu inocencia y la maldad de tus adversarios. Vete con Dios, que estoy ocupada en otro negocio y me he detenido mucho contigo.

ELICIA.- ¡Oh sabia mujer! ¡Oh despidiente propio cual le merece el asno, que ha vaciado su secreto tan de ligero!

SOSIA.- Graciosa y suave señora, perdóname si te he enojado con mi tardanza. Mientras holgares con mi servicio jamás hallarás quien tan de grado aventure en él su vida. Y queden los ángeles contigo.

AREÚSA.- Dios te guíe. ¡Allá irás, acemilero! ¡Muy ufano vas por tu vida! Pues toma para tu ojo, bellaco, y perdona, que te la doy de espaldas. ¿A quién digo? Hermana, sal acá. ¿Qué te parece cuál le envío? ¡Así sé yo tratar los tales!, así salen de mis manos los asnos, apaleados, como éste; y los locos, corridos; y los discretos, espantados; y los devotos, alterados; y los castos, encendidos. Pues, prima, aprende, que otra arte es ésta que la de Celestina, aunque ella me tenía por boba porque me quería yo serlo. Y, pues ya tenemos de este hecho sabido cuanto deseábamos, debemos ir a casa de aquel otro cara de ahorcado que el jueves eché delante de ti, baldonado, de mi casa. Y haz tú como que nos quieres hacer amigos, y que rogaste que fuese a verlo.

ACTO XVIII

ARGUMENTO DEL DECIMOOCTAVO ACTO

Elicia determina de hacer las amistades entre Areúsa y Centurio por precepto de Areúsa y van a casa de Centurio, donde ellas le ruegan que haya de vengar las muertes en Calisto y Melibea. El cual lo prometió delante de ellas. Y como sea natural a éstos no hacer lo que prometen, excúsase como en el proceso parece.

CENTURIO, ELICIA, AREÚSA.

ELICIA.- ¿Quién está en su casa?

CENTURIO.- Muchacho, corre, verás quién osa entrar sin llamar a la puerta. Torna, torna acá, que ya he visto quién es. No te cubras con el manto, señora, ya no te puedes esconder, que cuando vi adelante entrar a Elicia, vi que no podía traer consigo mala compañía ni nuevas que me pesasen, sino que me habían de dar placer.

AREÚSA.- No entremos, por mi vida, más adentro, que se extiende ya el bellaco pensando que le vengo a rogar, que más holgara con la vista de otras como él que con la nuestra. Volvamos, por Dios, que me fino de ver tan mal gesto. ¿Parécete, hermana, que me traes por buenas estaciones y que es cosa justa venir de vísperas y entrarnos a ver un desuellacaras que ahí está?

ELICIA.- Torna, por mi amor, no te vayas; si no, en mis manos dejarás el medio manto.

CENTURIO.- Tenla, por Dios, señora, tenla. No se te suelte.

ELICIA.- Maravillada estoy, prima, de tu buen seso. ¿Cuál hombre hay tan loco y fuera de razón que no huelgue de ser visitado, mayormente de mujeres? Llégate acá, señor Centurio, que, en cargo de mi alma, por fuerza haga que te abrace, que yo pagaré la fruta.

AREÚSA.- Mejor lo vea yo en poder de justicia y morir a manos de sus enemigos que yo tal gozo le dé. ¡Ya, ya hecho ha conmigo para cuanto viva! ¿Y por cuál carga de agua le tengo de abrazar ni ver a ese enemigo? ¡Porque le rogué esotro día que fuese una jornada de aquí, en que me iba la vida, y dijo de no!

CENTURIO.- Mándame tú, señora, cosa que yo sepa hacer, cosa que sea de mi oficio. Un desafío con tres juntos, y si más vinieren, que no huya, por tu amor. Matar un hombre, cortar una pierna o brazo, arpar el gesto de alguna que se haya igualado contigo: estas tales cosas, antes serán hechas que encomendadas. No me pidas que ande camino ni que te dé dinero, que bien sabes que no dura conmigo, que tres saltos daré sin que me se caiga blanca. Ninguno da lo que no tiene. En una casa vivo cual ves, que rodará el majadero por toda ella sin que tropiece. Las alhajas que tengo es el ajuar de la frontera: un jarro desbocado, un asador sin punta. La cama en que me acuesto está armada sobre aros de broqueles, un rimero de malla rota por colchones, una talega de dados por almohada. Que, aunque quiero dar colación, no tengo qué empeñar, sino esta capa arpada que traigo a cuestas.

ELICIA.- Así goce, que sus razones me contentan a maravilla. Como un santo está obediente, como ángel te habla, a toda razón se allega. ¿Qué más le pides? Por mi vida, que le hables y pierdas enojo, pues tan de grado se te ofrece con su persona.

CENTURIO.- ¿Ofrecer dices, señora? Yo te juro, por el Santo Martilogio de pe a pa, el brazo me tiembla de lo que por ella entiendo hacer, que contino pienso cómo la tenga contenta y jamás acierto. La noche pasada soñaba que hacía armas en un desafío por su servicio con cuatro hombres que ella bien conoce, y maté al uno, y de los otros que huyeron, el que más sano se libró me dejó a los pies un brazo izquierdo. Pues muy mejor lo haré despierto de día, cuando alguno tocare en su chapín.

AREÚSA.- Pues aquí te tengo, a tiempo somos. Yo te perdono con condición que me vengues de un caballero, que se llama Calisto, que nos ha enojado a mí y a mi prima.

CENTURIO.- ¡Oh, reniego de la condición! Dime luego si está confesado.

AREÚSA.- No seas tú cura de su ánima.

CENTURIO.- Pues sea así. Enviémosle a comer al infierno sin confesión.

AREÚSA.- Escucha, no atajes mi razón. Esta noche lo tomarás.

CENTURIO.- No me digas más, al cabo estoy. Todo el negocio de sus amores sé y los que por su causa hay muertos, y lo que os tocaba a vosotras, por dónde va y a qué hora y con quién es. Pero, dime, ¿cuántos son los que le acompañan?

AREÚSA.- Dos mozos.

CENTURIO.- Pequeña presa es ésa, poco cebo tiene ahí mi espada. Mejor cebara ella en otra parte esta noche, que estaba concertada.

AREÚSA.- Por excusarte lo haces. A otro perro con ese hueso. No es para mí esa dilación. Aquí quiero ver si decir y hacer si comen juntos a tu mesa.

CENTURIO.- Si mi espada dijese lo que hace, tiempo le faltaría para hablar. ¿Quién sino ella puebla los más cimenterios? ¿Quién hace ricos los cirujanos de esta tierra? ¿Quién da contino quehacer a los armeros? ¿Quién destroza la malla muy fina? ¿Quién hace riza de los broqueles de Barcelona? ¿Quién rebana los capacetes de Calatayud, sino ella, que los casquetes de Almacén así los corta como si fuesen hechos de melón? Veinte años ha que me da de comer. Por ella soy temido de hombres y querido de mujeres, sino de ti. Por ella le dieron Centurio por nombre a mi abuelo, y Centurio se llamó mi padre, y Centurio me llamo yo.

ELICIA.- Pues, ¿qué hizo el espada por que ganó tu abuelo ese nombre? Dime, ¿por ventura fue por ella capitán de cien hombres?

CENTURIO.- No, pero fue rufián de cien mujeres.

AREÚSA.- No curemos de linaje ni hazañas viejas. Si has de hacer lo que te digo, sin dilación determina, porque nos queremos ir.

CENTURIO.- Más deseo yo la noche por tenerte contenta que tú por verte vengada. Y por que más se haga todo a tu voluntad, escoge qué muerte quieres que le dé. Allí te mostraré un reportorio en que hay setecientas y setenta especies de muertes. Verás cuál más te agradare.

ELICIA.- Areúsa, por mi amor, que no se ponga este hecho en manos de tan fiero hombre. Más vale que se quede por hacer que no escandalizar la ciudad, por donde nos venga más daño de lo pasado.

AREÚSA.- Calla, hermana. Díganos alguna que no sea de mucho bullicio.

CENTURIO.- Las que ahora estos días yo uso y más traigo entre manos son espaldarazos sin sangre o porradas de pomo de espada, o revés mañoso; a otros, agujereo como harnero a puñaladas, tajo largo, estocada temerosa, tiro mortal. Algún día doy palos por dejar holgar mi espada.

ELICIA.- No pase, por Dios, adelante. Dele palos, por que quede castigado y no muerto.

CENTURIO.- Juro por el cuerpo santo de la letanía no es más en mi brazo derecho dar palos sin matar que en el sol dejar de dar vueltas al cielo.

AREÚSA.- Hermana, no seamos nosotras lastimeras. Haga lo que quisiere, mátele como se le antojare. Llore Melibea como tú has hecho. Dejémosle. Centurio, da buena cuenta de lo encomendado. De cualquier muerte holgaremos. Mira que no se escape sin alguna paga de su yerro.

CENTURIO.- Perdónele Dios, si por pies no se me va. Muy alegre quedo, señora mía, que se ha ofrecido caso, aunque pequeño, en que conozcas lo que yo sé hacer por tu amor.

AREÚSA.- Pues Dios te dé buena manderecha y a Él te encomiendo, que nos vamos.

CENTURIO.- Él te guíe y te dé más paciencia con los tuyos.

CENTURIO.- Allá irán estas putas atestadas de razones. Ahora quiero pensar cómo me excusaré de lo prometido de manera que piensen que puse diligencia con ánimo de ejecutar lo dicho y no negligencia por no me poner en peligro. Quiérome hacer doliente; pero, ¿qué aprovecha?, que no se apartarán de la demanda cuando sane. Pues, si digo que fui allá y que les hice huir, pedirme han señas de quién eran, y cuántos iban, y en qué lugar los tomé, y qué vestidos llevaban. Yo no las sabré dar. ¡Helo todo perdido! Pues, ¿qué consejo tomaré, que cumpla con mi seguridad y su demanda? Quiero enviar a llamar a Traso el cojo y a sus dos compañeros, y decirles que, porque yo estoy ocupado esta noche en otro negocio, vayan a dar un repiquete de broquel a manera de levada para ojear unos garzones, que me fue encomendado, que todo esto es pasos seguros y donde no conseguirán ningún daño más de hacerlos huir y volverse a dormir.

ACTO XIX

ARGUMENTO DEL DECIMONOVENO ACTO

Yendo Calisto con Sosia y Tristán al huerto de Pleberio a visitar a Melibea, que lo estaba esperando, y con ella Lucrecia, cuenta Sosia lo que le aconteció con Areúsa. Estando Calisto dentro del huerto con Melibea, viene Traso y otros por mandado de Centurio a cumplir lo que había prometido a Areúsa y a Elicia, a los cuales sale Sosia. Y oyendo Calisto desde el huerto donde estaba con Melibea el ruido que traían, quiso salir fuera, la cual salida fue causa que sus días pereciesen, porque los tales este don reciben por galardón, y por esto han de saber desamar los amadores.

 

SOSIA, TRISTÁN, CALISTO, MELIBEA, LUCRECIA.

SOSIA.- Muy quedo, para que no seamos sentidos, desde aquí al huerto de Pleberio te contaré, hermano Tristán, lo que con Areúsa me ha pasado hoy, que estoy el más alegre hombre del mundo. Sabrás que ella, por las buenas nuevas que de mí había oído, estaba presa de amor y enviome a Elicia rogándome que la visitase. Y dejando aparte otras razones de buen consejo que pasamos, mostró al presente ser tanto mía cuanto algún tiempo fue de Pármeno. Rogome que la visitase siempre, que ella pensaba gozar de mi amor por tiempo. Pero yo te juro, por el peligroso camino en que vamos, hermano, y así goce de mí, que estuve dos o tres veces por me arremeter a ella, sino que me empachaba la vergüenza de verla tan hermosa y arreada, y a mí con una capa vieja ratonada. Echaba de sí en bullendo un olor de almizque; yo hedía al estiércol que llevaba dentro en los zapatos. Tenía unas manos como la nieve, que, cuando las sacaba de rato en rato de un guante, parecía que se derramaba azahar por casa. Así por esto, como porque tenía un poco ella de hacer, se quedó mi atrever para otro día, y aun porque a la primera vista de todas las cosas no son bien tratables, y cuanto más se comunican mejor se entienden en su participación.

TRISTÁN.- Sosia, amigo, otro seso más maduro y experimentado que no el mío era necesario para darte consejo en este negocio, pero lo que con mi tierna edad y mediano natural alcanzo al presente te diré. Esta mujer es marcada ramera, según tú me dijiste, cuanto con ella te pasó has de creer que no carece de engaño. Sus ofrecimientos fueron falsos y no sé yo a qué fin. Porque, amarte por gentilhombre, ¿cuántos más tendrá ella desechados? Si por rico, bien sabe que no tienes más del polvo que se te pega del almohaza. Si por hombre de linaje, ya sabrá que te llaman Sosia y a tu padre llamaron Sosia, nacido y criado en una aldea quebrando terrones con un arado, para lo cual eres tú más dispuesto que para enamorado. Mira, Sosia, y acuérdate bien si te quería sacar algún punto del secreto de este camino que ahora vamos, para con lo que supiese revolver a Calisto y Pleberio, de envidia del placer de Melibea. Cata que la envidia es una incurable enfermedad donde asienta, huésped que fatiga la posada, en lugar de galardón; siempre goza del mal ajeno. Pues si esto es así, ¡oh cómo te quiere aquella malvada hembra engañar con su alto nombre, del cual todas se arrean! Con su vicio ponzoñoso quería condenar el ánima por cumplir su apetito, revolver tales casas para contentar su dañada voluntad. ¡Oh arrufianada mujer, y con qué blanco pan te daba zarazas! Querría vender su cuerpo a trueco de contienda. Óyeme y, si así presumes que sea, ármale trato doble cual yo te diré, que quien engaña al engañador… ya me entiendes. Y si sabe mucho la raposa, más el que la toma. Contramínale sus malos pensamientos, escala sus ruindades cuando más segura la tengas, y cantarás después en tu establo «uno piensa el bayo y otro el que lo ensilla».

SOSIA.- ¡Oh Tristán, discreto mancebo, mucho más has dicho que tu edad demanda! Astuta sospecha has remontado y creo que verdadera. Pero, porque ya llegamos al huerto y nuestro amo se nos acerca, dejemos este cuento, que es muy largo, para otro día.

CALISTO.- Poned, mozos, la escala y callad, que me parece que está hablando mi señora de dentro. Subiré encima de la pared y en ella estaré escuchando por ver si oiré alguna buena señal de mi amor en ausencia.

MELIBEA.- Canta más, por mi vida, Lucrecia, que me huelgo en oírte mientras viene aquel señor, y muy paso entre estas verduricas, que no nos oirán los que pasaren.

LUCRECIA

¡Oh quién fuese la hortelana

de aquestas viciosas flores,

por prender cada mañana

al partir a tus amores!

Vístanse nuevas colores

los lirios y el azucena;

derramen frescos olores

cuando entre por estrena.

MELIBEA.- ¡Oh cuán dulce me es oírte! De gozo me deshago. No ceses, por mi amor.

LUCRECIA

Alegre es la fuente clara

a quien con gran sed la vea;

mas muy más dulce es la cara

de Calisto a Melibea,

pues, aunque más noche sea,

con su vista gozará.

¡Oh cuando saltar le vea,

qué de abrazos le dará!

Saltos de gozo infinitos

da el lobo viendo ganado;

con las tetas los cabritos,

Melibea con su amado.

Nunca fue más deseado

amado de su amiga,

ni huerto más visitado,

ni noche más sin fatiga.

MELIBEA.- Cuanto dices, amiga Lucrecia, se me representa delante. Todo me parece que lo veo con mis ojos. Procede, que a muy buen son lo dices, y ayudarte he yo.

LUCRECIA y MELIBEA

Dulces árboles sombrosos,

humillaos cuando veáis

aquellos ojos graciosos

del que tanto deseáis.

Estrellas que relumbráis,

Norte y Lucero del día,

¿por qué no le despertáis

si duerme mi alegría?

MELIBEA.- Óyeme tú, por mi vida, que yo quiero cantar sola.

Papagayos, ruiseñores,

que cantáis al alborada,

llevad nueva a mis amores

como espero aquí asentada.

La media noche es pasada

y no viene;

sabedme si hay otra amada

que lo detiene.

CALISTO.- Vencido me tiene el dulzor de tu suave canto; no puedo más sufrir tu penado esperar. ¡Oh mi señora y mi bien todo! ¿Cuál mujer podía haber nacida, que desprivase tu gran merecimiento? ¡Oh salteada melodía! ¡Oh gozoso rato! ¡Oh corazón mío! ¿Y cómo no pudiste más tiempo sufrir sin interrumpir tu gozo y cumplir el deseo de entrambos?

MELIBEA.- ¡Oh sabrosa traición! ¡Oh dulce sobresalto! ¿Es mi señor de mi alma, es él? No lo puedo creer. ¿Dónde estabas, luciente sol? ¿Dónde me tenías tu claridad escondida? ¿Había rato que escuchabas? ¿Por qué me dejabas echar palabras sin seso al aire con mi ronca voz de cisne? Todo se goza este huerto con tu venida. Mira la luna cuán clara se nos muestra, mira las nubes cómo huyen, oye la corriente agua de esta fontecica, ¡cuánto más suave murmurio zurrío lleva por entre las frescas hierbas! Escucha los altos cipreses cómo se dan paz unos ramos con otros por intercesión de un templadico viento que los menea. Mira sus quietas sombras cuán oscuras están y aparejadas para encubrir nuestro deleite. Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Tórnaste loca de placer? Déjamele, no me le despedaces, no le trabajes sus miembros con tus pesados abrazos. Déjame gozar lo que es mío, no me ocupes mi placer.

CALISTO.- Pues señora y gloria mía, si mi vida quieres, no cese tu suave canto. No sea de peor condición mi presencia, con que te alegras, que mi ausencia, que te fatiga.

MELIBEA.- ¿Qué quieres que cante, amor mío? ¿Cómo cantaré, que tu deseo era el que regía mi son y hacía sonar mi canto? Pues, conseguida tu venida, desapareciose el deseo, destemplose el tono de mi voz. Y pues tú, señor, eres el dechado de cortesía y buena crianza, ¿cómo mandas a mi lengua hablar y no a tus manos que estén quedas? ¿Por qué no olvidas estas mañas? Mándalas estar sosegadas y dejar su enojoso uso y conversación incomportable. Cata, ángel mío, que así como me es agradable tu vista sosegada, me es enojoso tu riguroso trato. Tus honestas burlas me dan placer, tus deshonestas manos me fatigan cuando pasan de la razón. Deja estar mis ropas en su lugar y, si quieres ver si es el hábito de encima de seda o de paño, ¿para qué me tocas en la camisa, pues cierto es de lienzo? Holguemos y burlemos de otros mil modos que yo te mostraré, no me destroces ni maltrates como sueles. ¿Qué provecho te trae dañar mis vestiduras?

CALISTO.- Señora, el que quiere comer el ave quita primero las plumas.

LUCRECIA.- Mala landre me mate si más los escucho. ¿Vida es ésta? ¡Que me esté yo deshaciendo de dentera y ella esquivándose por que la rueguen! Ya, ya, apaciguado es el ruido, no hubieron menester despartidores. Pero también me lo haría yo si estos necios de sus criados me hablasen entre día; ¡pero esperan que los tengo de ir a buscar!

MELIBEA.- ¿Señor mío, quieres que mande a Lucrecia traer alguna colación?

CALISTO.- No hay otra colación para mí sino tener tu cuerpo y belleza en mi poder. Comer y beber, dondequiera se da por dinero, en cada tiempo se puede haber y cualquiera lo puede alcanzar. Pero lo no vendible, lo que en toda la tierra no hay igual que en este huerto, ¿cómo mandas que se me pase ningún momento que no goce?

LUCRECIA.- Ya me duele a mí la cabeza de escuchar, y no a ellos de hablar ni los brazos de retozar ni las bocas de besar. ¡Andar!, ya callan, a tres me parece que va la vencida.

CALISTO.- Jamás querría, señora, que amaneciese, según la gloria y descanso que mi sentido recibe de la noble conversación de tus delicados miembros.

MELIBEA.- Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visitación incomparable merced.

SOSIA.- ¿Así, bellacos, rufianes, veníais a asombrar a los que no os temen? ¡Pues yo juro que si esperarais, que yo os hiciera ir como merecíais!

CALISTO.- Señora, Sosia es aquel que da voces. Déjame ir a valerle, no le maten, que no está sino un pajecico con él. Dame presto mi capa, que está debajo de ti.

MELIBEA.- ¡Oh triste de mi ventura! No vayas allá sin tus corazas; tórnate a armar.

CALISTO.- Señora, lo que no hace espada y capa y corazón, no lo hacen corazas y capacete y cobardía.

SOSIA.- ¿Aún tornáis? Esperadme, quizá venís por lana.

CALISTO.- Déjame, por Dios, señora, que puesta está el escala.

MELIBEA.- ¡Oh desdichada yo!, y, ¿cómo vas tan recio y con tanta prisa y desarmado a meterte entre quien no conoces? ¡Lucrecia, ven presto acá, que es ido Calisto a un ruido! Echémosle sus corazas por la pared, que se quedan acá.

TRISTÁN.- Tente, señor, no bajes, que idos son; que no era sino Traso el cojo y otros bellacos que pasaban voceando, que se torna Sosia. Tente, tente, señor, con las manos al escala.

CALISTO.- ¡Oh, válgame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión!

TRISTÁN.- Llégate presto, Sosia, que el triste de nuestro amo es caído del escala y no habla ni se bulle.

SOSIA.- ¡Señor, señor! ¡A esotra puerta! ¡Tan muerto es como mi abuelo! ¡Oh gran desventura!

LUCRECIA.- ¡Escucha, escucha! ¡Gran mal es éste!

MELIBEA.- ¿Qué es esto? ¿Qué oigo? ¡Amarga de mí!

TRISTÁN.- ¡Oh mi señor y mi bien muerto! ¡Oh mi señor despeñado! ¡Oh triste muerte sin confesión! Coge, Sosia, esos sesos de esos cantos, júntalos con la cabeza del desdichado amo nuestro. ¡Oh día de aciago! ¡Oh arrebatado fin!

MELIBEA.- ¡Oh desconsolada de mí! ¿Qué es esto? ¿Qué puede ser tan áspero acontecimiento como oigo? Ayúdame a subir, Lucrecia, por estas paredes. Veré mi dolor, si no, hundiré con alaridos la casa de mi padre. ¡Mi bien y placer, todo es ido en humo, mi alegría es perdida, consumiose mi gloria!

LUCRECIA.- Tristán, ¿qué dices, mi amor? ¿Qué es eso que lloras tan sin mesura?

TRISTÁN.- ¡Lloro mi gran mal, lloro mis muchos dolores! Cayó mi señor Calisto del escala y es muerto. Su cabeza está en tres partes. Sin confesión pereció. Díselo a la triste y nueva amiga que no espere más su penado amador. Toma tú, Sosia, de esos pies; llevemos el cuerpo de nuestro querido amo donde no padezca su honra detrimento, aunque sea muerto en este lugar. ¡Vaya con nosotros llanto, acompáñenos soledad, síganos desconsuelo, visítenos tristeza, cúbranos luto y dolorosa jerga!

MELIBEA.- ¡Oh la más de las tristes triste! ¡Tan poco tiempo poseído el placer, tan presto venido el dolor!

LUCRECIA.- Señora, no rasgues tu cara ni meses tus cabellos. Ahora en placer, ahora en tristeza, ¿qué planeta hubo que tan presto contrarió su operación? ¿Qué poco corazón es éste? Levanta, por Dios, no seas hallada de tu padre en tan sospechoso lugar, que serás sentida. Señora, señora, ¿no me oyes? No te amortezcas, por Dios, ten esfuerzo para sufrir la pena, pues tuviste osadía para el placer.

MELIBEA.- ¿Oyes lo que aquellos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes cantares? Rezando llevan con responso mi bien todo, muerta llevan mi alegría. No es tiempo de yo vivir. ¿Cómo no gocé más del gozo, cómo tuve en tan poco la gloria que entre mis manos tuve? ¡Oh ingratos mortales, jamás conocéis vuestros bienes sino cuando de ellos carecéis!

 

LUCRECIA.- ¡Avívate, aviva!, que mayor mengua será hallarte en el huerto que placer sentiste con la venida ni pena con ver que es muerto. Entremos en la cámara. Acostarte has. Llamaré a tu padre y fingiremos otro mal, pues éste no es para se poder encubrir.

ACTO XX

ARGUMENTO DEL VIGÉSIMO ACTO

Lucrecia llama a la puerta de la cámara de Pleberio. Pregúntale Pleberio lo que quiere. Lucrecia le da prisa que vaya a ver a su hija Melibea. Levantado Pleberio, va a la cámara de Melibea. Consuélala, preguntándole qué mal tiene. Finge Melibea dolor de corazón. Envía Melibea a su padre por algunos instrumentos músicos. Sube ella y Lucrecia en una torre. Envía de sí a Lucrecia. Cierra tras ella la puerta. Llégase su padre al pie de la torre. Descúbrele Melibea todo el negocio que había pasado. En fin déjase caer de la torre abajo.

PLEBERIO, LUCRECIA, MELIBEA.

PLEBERIO.- ¿Qué quieres, Lucrecia? ¿Qué quieres tan presurosa? ¿Qué pides con tanta importunidad y poco sosiego? ¿Qué es lo que mi hija ha sentido? ¿Qué mal tan arrebatado puede ser que no haya yo tiempo de me vestir ni me des aun espacio a me levantar?

LUCRECIA.- Señor, apresúrate mucho si la quieres ver viva, que ni su mal conozco, de fuerte, ni a ella ya, de desfigurada.

PLEBERIO.- ¡Vamos presto! ¡Anda allá! Entra adelante, alza esa antepuerta y abre bien esa ventana, por que le pueda ver el gesto con claridad. ¿Qué es esto, hija mía? ¿Qué dolor y sentimiento es el tuyo? ¿Qué novedad es ésta? ¿Qué poco esfuerzo es éste? Mírame, que soy tu padre. Háblame, por Dios; dime la razón de tu dolor, por que presto sea remediado. No quieras enviarme con triste postrimería al sepulcro. Ya sabes que no tengo otro bien sino a ti. Abre esos alegres ojos y mírame.

MELIBEA.- ¡Ay dolor!

PLEBERIO.- ¿Qué dolor puede ser que iguale con ver yo el tuyo? Tu madre está sin seso en oír tu mal. No pudo venir a verte de turbada. Esfuerza tu fuerza, aviva tu corazón, arréciate de manera que puedas tú conmigo ir a visitar a ella. ¡Dime, ánima mía, la causa de tu sentimiento!

MELIBEA.- ¡Pereció mi remedio!

PLEBERIO.- Hija, mi bienamada y querida del viejo padre, por Dios, no te ponga desesperación el cruel tormento de esta tu enfermedad y pasión, que a los flacos corazones el dolor los arguye. Si tú me cuentas tu mal, luego será remediado, que ni faltarán medicinas ni médicos ni sirvientes para buscar tu salud, ahora consista en hierbas o en piedras o palabras, o esté secreta en cuerpos de animales. Pues no me fatigues más, no me atormentes, no me hagas salir de mi seso y dime qué sientes.

MELIBEA.- Una mortal llaga en medio del corazón que no me consiente hablar. No es igual a los otros males, menester es sacarle para ser curada, que está en lo más secreto de él.

PLEBERIO.- Temprano cobraste los sentimientos de la vejez. La mocedad toda suele ser placer y alegría, y enemiga de enojo. Levántate de ahí, vamos a ver los frescos aires de la ribera. Alegrarte has con tu madre, descansará tu pena. Cata, si huyes de placer, no hay cosa más contraria a tu mal.

MELIBEA.- Vamos donde mandares. Subamos, señor, al azotea alta, por que desde allí goce de la deleitosa vista de los navíos. Por ventura aflojará algo mi congoja.

PLEBERIO.- Subamos, y Lucrecia con nosotros.

MELIBEA.- Mas, si a ti placerá, padre mío, mandar traer algún instrumento de cuerdas con que se sufra mi dolor o tañendo o cantando, de manera que, aunque aqueje por una parte la fuerza de su accidente, mitigarlo han, por otra, los dulces sones y alegre armonía.

PLEBERIO.- Eso, hija mía, luego es hecho. Yo lo voy a mandar aparejar.

MELIBEA.- Lucrecia, amiga mía, muy alto es esto. Ya me pesa por dejar la compañía de mi padre. Baja a él y dile que se pare al pie de esta torre, que le quiero decir una palabra que se me olvidó que hablase a mi madre.

LUCRECIA.- Ya voy, señora.

MELIBEA.- De todos soy dejada, bien se ha aderezado la manera de mi morir. Algún alivio siento en ver que tan presto seremos juntos yo y aquel mi querido amado Calisto. Quiero cerrar la puerta por que ninguno suba a me estorbar mi muerte. No me impidan la partida, no me atajen el camino por el cual, en breve tiempo, podré visitar en este día al que me visitó la pasada noche. Todo se ha hecho a mi voluntad. Buen tiempo tendré para contar a Pleberio mi señor la causa de mi ya acordado fin. Gran sinrazón hago a sus canas, gran ofensa a su vejez, gran fatiga le acarreo con mi falta, en gran soledad le dejo. Y caso que por mi morir a mis queridos padres sus días se disminuyesen, ¿quién duda que no haya habido otros más crueles contra sus padres? Bursia, rey de Bitinia, sin ninguna razón, no aquejándole pena como a mí, mató su propio padre. Tolomeo, rey de Egipto, a su padre y madre y hermanos y mujer, por gozar de una manceba. Orestes a su madre Clitemnestra. El cruel emperador Nerón a su madre Agripina, por solo su placer, hizo matar. Éstos son dignos de culpa, éstos son verdaderos parricidas, que no yo que, con mi pena, con mi muerte, purgo la culpa que de su dolor se me puede poner. Otros muchos crueles hubo que mataron hijos y hermanos, debajo de cuyos yerros el mío no parecerá grande. Filipo, rey de Macedonia; Herodes, rey de Judea; Constantino, emperador de Roma; Laodice, reina de Capadocia; y Medea, la nigromantesa. Todos éstos mataron hijos queridos y amados sin ninguna razón, quedando sus personas a salvo. Finalmente me ocurre aquella gran crueldad de Frates, rey de los partos, que, por que no quedase sucesor después de él, mató a Orode, su viejo padre, y a su único hijo y treinta hermanos suyos. Éstos fueron delitos dignos de culpable culpa, que, guardando sus personas de peligro, mataban sus mayores y descendientes y hermanos. Verdad es que, aunque todo esto así sea, no había de remedarlos en lo que mal hicieron. Pero no es más en mi mano. Tú, Señor, que de mi habla eres testigo, ves mi poco poder, ves cuán cautiva tengo mi libertad, cuán presos mis sentidos de tan poderoso amor del muerto caballero, que priva al que tengo con los vivos padres.

PLEBERIO.- Hija mía Melibea, ¿qué haces sola? ¿Qué es tu voluntad decirme? ¿Quieres que suba allá?

MELIBEA.- Padre mío, no pugnes ni trabajes por venir adonde yo estoy, que estorbarás la presente habla que te quiero hacer. Lastimado serás brevemente con la muerte de tu única hija. Mi fin es llegado, llegado es mi descanso y tu pasión, llegado es mi alivio y tu pena, llegada es mi acompañada hora y tu tiempo de soledad. No habrás, honrado padre, menester instrumentos para aplacar mi dolor, sino campanas para sepultar mi cuerpo. Si me escuchas sin lágrimas oirás la causa desesperada de mi forzada y alegre partida. No la interrumpas con lloro ni palabras, si no, quedarás más quejoso en no saber por qué me mato que doloroso por verme muerta. Ninguna cosa me preguntes ni respondas más de lo que de mi grado decirte quisiere. Porque, cuando el corazón está embargado de pasión, están cerrados los oídos al consejo y, en tal tiempo, las fructuosas palabras, en lugar de amansar, acrecientan la saña. Oye, padre mío, mis últimas palabras y si, como yo espero, las recibes, no culparás mi yerro. Bien ves y oyes este triste y doloroso sentimiento que toda la ciudad hace. ¿Bien oyes este clamor de campanas, este alarido de gentes, este aullido de canes, este estrépito de armas? De todo esto fui yo causa. Yo cubrí de luto y jergas en este día cuasi la mayor parte de la ciudadana caballería; yo dejé muchos sirvientes descubiertos de señor; yo quité muchas raciones y limosnas a pobres y envergonzantes. Yo fui ocasión que los muertos tuviesen compañía del más acabado hombre que en gracia nació. Yo quité a los vivos el dechado de gentileza, de invenciones galanas, de atavíos y bordaduras, de habla, de andar, de cortesía, de virtud. Yo fui causa que la tierra goce sin tiempo el más noble cuerpo y más fresca juventud que al mundo era en nuestra edad criada. Y porque estarás espantado con el son de mis no acostumbrados delitos, te quiero más aclarar el hecho. Muchos días son pasados, padre mío, que penaba por mi amor un caballero que se llamaba Calisto, el cual tú bien conociste. Conociste asimismo sus padres y claro linaje. Sus virtudes y bondad a todos eran manifiestas. Era tanta su pena de amor y tan poco el lugar para hablarme que descubrió su pasión a una astuta y sagaz mujer que llamaban Celestina. La cual, de su parte venida a mí, sacó mi secreto amor de mi pecho. Descubrí a ella lo que a mi querida madre encubría. Tuvo manera como ganó mi querer. Ordenó cómo su deseo y el mío hubiesen efecto. Si él mucho me amaba, no vivía engañado. Concertó el triste concierto de la dulce y desdichada ejecución de su voluntad. Vencida de su amor, dile entrada en tu casa. Quebrantó con escalas las paredes de tu huerto, quebrantó mi propósito, perdí mi virginidad. Del cual deleitoso yerro de amor gozamos cuasi un mes, y como esta pasada noche viniese, según era acostumbrado, a la vuelta de su venida, como de la fortuna mudable estuviese dispuesto y ordenado, según su desordenada costumbre, como las paredes eran altas, la noche oscura, la escala delgada, los sirvientes que traía no diestros en aquel género de servicio y él bajaba presuroso a ver un ruido que con sus criados sonaba en la calle, con el gran ímpetu que llevaba, no vio bien los pasos, puso el pie en vacío y cayó. Y de la triste caída sus más escondidos sesos quedaron repartidos por las piedras y paredes. Cortaron las hadas sus hilos, cortáronle sin confesión su vida, cortaron mi esperanza, cortaron mi gloria, cortaron mi compañía. Pues, ¿qué crueldad sería, padre mío, muriendo él despeñado, que viviese yo penada? Su muerte convida a la mía. Convídame y fuerza que sea presto, sin dilación, muéstrame que ha de ser despeñada, por seguirle en todo. No digan por mí «a muertos y a idos…» Y así contentarle he en la muerte, pues no tuve tiempo en la vida. ¡Oh mi amor y señor Calisto! Espérame, ya voy. Detente. Si me esperas, no me incuses la tardanza que hago, dando esta última cuenta a mi viejo padre, pues le debo mucho más. ¡Oh padre mío muy amado! Ruégote, si amor en esta pasada y penosa vida me has tenido, que sean juntas nuestras sepulturas, juntas nos hagan nuestras obsequias. Algunas consolatorias palabras te diría antes de mi agradable fin, colegidas y sacadas de aquellos antiguos libros que tú, por más aclarar mi ingenio, me mandabas leer; sino que ya la dañada memoria, con la gran turbación, me las ha perdido, y aun porque veo tus lágrimas malsufridas decir por tu arrugada faz. Salúdame a mi cara y amada madre. Sepa de ti largamente la triste razón por que muero. ¡Gran placer llevo de no la ver presente! Toma, padre viejo, los dones de tu vejez, que en largos días largas se sufren tristezas. Recibe las arras de tu senectud antigua, recibe allá tu amada hija. Gran dolor llevo de mí, mayor de ti, muy mayor de mi vieja madre. Dios quede contigo y con ella. A Él ofrezco mi ánima. Pon tú en cobro este cuerpo que allá baja.