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100 Clásicos de la Literatura

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SOSIA.- Tristán, ¿qué te parece de Calisto, qué dormir ha hecho que son ya las cuatro de la tarde y no nos ha llamado ni ha comido?

TRISTÁN.- Calla, que el dormir no quiere prisa. Demás de esto, aquéjale por una parte la tristeza de aquellos mozos, por otra le alegra el muy gran placer de lo que con su Melibea ha alcanzado. Así que dos tan recios contrarios verás qué tal pararán un flaco sujeto donde estuvieren aposentados.

SOSIA.- ¿Piénsaste tú que le penan a él mucho los muertos? Si no le penase más aquella que desde esta ventana veo yo ir por la calle, no llevaría las tocas de tal color.

TRISTÁN.- ¿Quién es, hermano?

SOSIA.- Llégate acá y verla has antes que trasponga. Mira aquella lutosa que se limpia ahora las lágrimas de los ojos. Aquélla es Elicia, criada de Celestina y amiga de Sempronio, una muy bonita moza, aunque queda ahora perdida la pecadora, porque tenía a Celestina por madre y a Sempronio por el principal de sus amigos. Y aquella casa donde entra, allí mora una hermosa mujer, muy graciosa y fresca, enamorada, medio ramera, pero no se tiene por poco dichoso quien la alcanza tener por amiga sin grande escote, y llámase Areúsa. Por la cual sé yo que hubo el triste de Pármeno más de tres noches malas, y aun que no le place a ella con su muerte.

ACTO XV

ARGUMENTO DEL DECIMOQUINTO ACTO

Areúsa dice palabras injuriosas a un rufián llamado Centurio, el cual se despide de ella por la venida de Elicia, la cual cuenta a Areúsa las muertes que sobre los amores de Calisto y Melibea se habían ordenado. Y conciertan Areúsa y Elicia que Centurio haya de vengar las muertes de los tres en los dos enamorados. En fin, despídese Elicia de Areúsa, no consintiendo en lo que le ruega, por no perder el buen tiempo que se daba estando en su asueta casa.

AREÚSA, CENTURIO, ELICIA.

ELICIA.- ¿Qué vocear es éste de mi prima? Si ha sabido las tristes nuevas que yo le traigo, no habré yo las albricias de dolor que por tal mensaje se ganan. Llore, llore, vierta lágrimas, pues no se hallan tales hombres a cada rincón. Pláceme que así lo siente. Mese aquellos cabellos como yo, triste, he hecho, sepa que es perder buena vida más trabajo que la misma muerte. ¡Oh cuánto más la quiero que hasta aquí por el gran sentimiento que muestra!

AREÚSA.- Vete de mi casa, rufián, bellaco, mentiroso, burlador, que me traes engañada, boba. Con tus ofertas vanas, con tus ronces y halagos, hasme robado cuanto tengo. Yo te dí, bellaco, sayo y capa, espada y broquel, camisas de dos en dos a las mil maravillas labradas. Yo te dí armas y caballo, púsete con señor que no le merecías descalzar. Ahora, una cosa que te pido que por mí hagas, pones mil achaques.

CENTURIO.- Hermana mía, mándame tú matar con diez hombres por tu servicio y no que ande una legua de camino a pie.

AREÚSA.- ¿Por qué jugaste tú el caballo, tahúr, bellaco? Que si por mí no hubiese sido, estarías tú ya ahorcado. Tres veces te he librado de la justicia, cuatro veces desempeñado en los tableros. ¿Por qué lo hago? ¿Por qué soy loca? ¿Por qué tengo fe con este cobarde? ¿Por qué creo sus mentiras? ¿Por qué le consiento entrar por mis puertas? ¿Qué tiene bueno? Los cabellos crespos, la cara acuchillada, dos veces azotado, manco de la mano del espada, treinta mujeres en la putería. Salte luego de ahí, no te vea yo más, no me hables ni digas que me conoces; si no, por los huesos del padre que me hizo y de la madre que me parió, yo te haga dar mil palos en esas espaldas de molinero, que ya sabes que tengo quien lo sepa hacer, y, hecho, salirse con ello.

CENTURIO.- ¡Loquear, bobilla!, pues, si yo me ensaño, alguna llorará; mas quiero irme y sufrirte, que no sé quién entra. No nos oigan.

ELICIA.- Quiero entrar, que no es son de buen llanto donde hay amenazas y denuestos.

AREÚSA.- ¡Ay, triste yo! ¿Eres tú, mi Elicia? ¡Jesú, Jesú!, no lo puedo creer. ¿Qué es esto? ¿Quién te me cubrió de dolor? ¿Qué manto de tristeza es éste? Cata, que me espantas, hermana mía. Dime, presto, qué cosa es, que estoy sin tiento, ninguna gota de sangre has dejado en mi cuerpo.

ELICIA.- ¡Gran dolor, gran pérdida! Poco es lo que muestro con lo que siento y encubro; más negro traigo el corazón que el manto, las entrañas que las tocas. ¡Ay, hermana, hermana, que no puedo hablar! No puedo, de ronca, sacar la voz del pecho.

AREÚSA.- ¡Ay, triste, que me tienes suspensa! Dímelo, no te meses, no te rasguñes ni maltrates. ¿Es común de entrambas este mal? ¿Tócame a mí?

ELICIA.- ¡Ay, prima mía y mi amor! Sempronio y Pármeno ya no viven, ya no son en el mundo. Sus ánimas ya están purgando su yerro, ya son libres de esta triste vida.

AREÚSA.- ¿Qué me cuentas? No me lo digas. Calla, por Dios, que me caeré muerta.

ELICIA.- Pues más mal hay que suena. Oye a la triste, que te contará más quejas. Celestina, aquella que tú bien conociste, aquella que yo tenía por madre, aquella que me regalaba, aquella que me encubría, aquella con quien yo me honraba entre mis iguales, aquella por quien yo era conocida en toda la ciudad y arrabales, ya está dando cuenta de sus obras. Mil cuchilladas le vi dar a mis ojos; en mi regazo me la mataron.

AREÚSA.- ¡Oh fuerte tribulación! ¡Oh dolorosas nuevas, dignas de mortal lloro! ¡Oh acelerados desastres! ¡Oh pérdida incurable! ¿Cómo ha rodeado a tan presto la fortuna su rueda? ¿Quién los mató? ¿Cómo murieron? Que estoy embelesada, sin tiento, como quien cosa imposible oye. No ha ocho días que los vi vivos y ya podemos decir «perdónelos Dios». Cuéntame, amiga mía, cómo es acaecido tan cruel y desastrado caso.

ELICIA.- Tú lo sabrás. Ya oíste decir, hermana, los amores de Calisto y la loca de Melibea. Bien verías cómo Celestina había tomado el cargo, por intercesión de Sempronio, de ser medianera, pagándole su trabajo, la cual puso tanta diligencia y solicitud que a la segunda azadonada sacó agua. Pues, como Calisto tan presto vio buen concierto en cosa que jamás lo esperaba, a vueltas de otras cosas dio a la desdichada de mi tía una cadena de oro. Y como sea de tal calidad aquel metal que mientras más bebemos de ello más sed nos pone, con sacrílega hambre, cuando se vio tan rica, alzose con su ganancia y no quiso dar parte a Sempronio ni a Pármeno de ello, lo cual había quedado entre ellos que partiesen lo que Calisto diese. Pues, como ellos viniesen cansados una mañana de acompañar a su amo toda la noche, muy airados de no sé qué cuestiones que dicen que habían habido, pidieron su parte a Celestina de la cadena para remediarse. Ella púsose en negarles la convención y promesa, y decir que todo era suyo lo ganado, y aun descubriendo otras cosillas de secretos, que, como dicen, «riñen las comadres, etc.». Así que ellos, muy enojados, por una parte los aquejaba la necesidad, que priva todo amor; por otra, el enojo grande y cansancio que traían, que acarrea alteración; por otra, habían la fe quebrada de su mayor esperanza. No sabían qué hacer. Estuvieron gran rato en palabras. Al fin, viéndola tan codiciosa, perseverando en su negar, echaron mano a sus espadas y diéronle mil cuchilladas.

AREÚSA.- ¡Oh desdichada de mujer, y en esto había su vejez de fenecer! Y de ellos, ¿qué me dices? ¿En qué pararon?

ELICIA.- Ellos, como hubieron hecho el delito, por huir de la justicia, que acaso pasaba por allí, saltaron de las ventanas y cuasi muertos los prendieron, y sin más dilación los degollaron.

AREÚSA.- ¡Oh mi Pármeno y mi amor, y cuánto dolor me pone su muerte! Pésame del grande amor que con él tan poco tiempo había puesto, pues no me había más de durar. Pero, pues ya este mal recaudo es hecho, pues ya esta desdicha es acaecida, pues ya no se pueden por lágrimas comprar ni restaurar sus vidas, no te fatigues tú tanto, que cegarás llorando, que creo que poca ventaja me llevas en sentimiento y verás con cuánta paciencia lo sufro y paso.

ELICIA.- ¡Ay, que rabio! ¡Ay, mezquina, que salgo de seso! ¡Ay, que no hallo quien lo sienta como yo! No hay quien pierda lo que yo pierdo. ¡Oh cuánto mejores y más honestas fueran mis lágrimas en pasión ajena que en la propia mía! ¿A dónde iré, que pierdo madre, manto y abrigo; pierdo amigo, y tal, que nunca faltaba de mi marido? ¡Oh Celestina sabia, honrada y autorizada, cuántas faltas me encubrías con tu buen saber! Tú trabajabas, yo holgaba; tú salías fuera, yo estaba encerrada; tú rota, yo vestida; tú entrabas contino como abeja por casa, yo destruía, que otra cosa no sabía hacer. ¡Oh bien y gozo mundano, que, mientras eres poseído, eres menospreciado, y jamás te consientes conocer hasta que te perdemos! ¡Oh Calisto y Melibea, causadores de tantas muertes, mal fin hayan vuestros amores! En mal sabor se conviertan vuestros dulces placeres; tórnese lloro vuestra gloria, trabajo vuestro descanso; las hierbas deleitosas donde tomáis los hurtados solaces se conviertan en culebras; los cantares se os tornen lloro; los sombrosos árboles del huerto se sequen con vuestra vista; sus flores olorosas se tornen de negra color.

AREÚSA.- Calla, por Dios, hermana. Pon silencio a tus quejas, ataja tus lágrimas, limpia tus ojos, torna sobre tu vida, que, cuando una puerta se cierra, otra suele abrir la fortuna, y este mal, aunque duro, se soldará. Y muchas cosas se pueden vengar que es imposible remediar, y ésta tiene el remedio dudoso y la venganza en la mano.

ELICIA.- ¿De quién se ha de haber enmienda, que la muerta y los matadores me han acarreado esta cuita? No menos me fatiga la punición de los delincuentes que el yerro cometido. ¿Qué mandas que haga, que todo carga sobre mí? Pluguiera a Dios que fuera yo con ellos y no quedara para llorar a todos. Y de lo que más dolor siento es ver que por eso no deja aquel vil de poco sentimiento de ver y visitar festejando cada noche a su estiércol de Melibea, y ella muy ufana en ver sangre vertida por su servicio.

 

AREÚSA.- Si eso es verdad, ¿de quién mejor se puede tomar venganza, de manera que quien lo comió, aquél lo escote? Déjame tú, que si yo les caigo en el rastro, cuándo se ven y cómo, por dónde y a qué hora, no me hayas tú por hija de la pastelera vieja, que bien conociste, si no hago que les amarguen los amores. Y si pongo en ello a aquel con quien me viste que reñía cuando entrabas, ¡si no sea él peor verdugo para Calisto que Sempronio de Celestina! Pues, qué gozo habría ahora él en que le pusiese yo en algo por mi servicio, que se fue muy triste de verme que le traté mal. Y vería él los cielos abiertos en tornarle yo a hablar y mandar. Por ende, hermana, dime tú de quién pueda yo saber el negocio cómo pasa, que yo le haré armar un lazo con que Melibea llore cuanto ahora goza.

ELICIA.- Yo conozco, amiga, otro compañero de Pármeno, mozo de caballos, que se llama Sosia, que le acompaña cada noche. Quiero trabajar de se lo sacar todo el secreto, y éste será buen camino para lo que dices.

AREÚSA.- Mas hazme este placer: que me envíes acá ese Sosia. Yo le halagaré y diré mil lisonjas y ofrecimientos, hasta que no le deje en el cuerpo cosa de lo hecho y por hacer. Después, a él y a su amo haré revesar el placer comido. Y tú, Elicia, alma mía, no recibas pena. Pasa a mi casa tu ropa y alhajas y vente a mi compañía, que estarás muy sola y la tristeza es amiga de la soledad. Con nuevo amor olvidarás los viejos. Un hijo que nace restaura la falta de tres finados; con nuevo sucesor se pierde la alegre memoria y placeres perdidos del pasado. De un pan que yo tenga, tendrás tú la mitad. Más lástima tengo de tu fatiga que de los que te la ponen. Verdad sea que cierto duele más la pérdida de lo que hombre tiene, que da placer la esperanza de otro tal, aunque sea cierta. Pero ya lo hecho es sin remedio y los muertos irrecuperables, y, como dicen, «mueran y vivamos». A los vivos me deja a cargo, que yo te les daré tan amargo jarope a beber cual ellos a ti han dado. ¡Ay prima, prima, cómo sé yo, cuando me ensaño, revolver estas tramas, aunque soy moza! Y de ál me vengue Dios, que de Calisto Centurio me vengará.

ELICIA.- Cata, que creo que, aunque llame el que mandas, no habrá efecto lo que quieres, porque la pena de los que murieron por descubrir el secreto pondrá silencio al vivo para guardarle. Lo que me dices de mi venida a tu casa te agradezco mucho, y Dios te ampare y alegre en tus necesidades, que bien muestras el parentesco y hermandad no servir de viento, antes en las adversidades aprovechar. Pero, aunque lo quiera hacer, por gozar de tu dulce compañía, no podrá ser, por el daño que me vendría. La causa no es necesario decir, pues hablo con quien me entiende. Que allí, hermana, soy conocida, allí estoy aperrochada. Jamás perderá aquella casa el nombre de Celestina, que Dios haya. Siempre acuden allí mozas conocidas y allegadas, medio parientas de las que ella crió. Allí hacen sus conciertos, de donde se me seguirá algún provecho. Y también esos pocos amigos que me quedan no me saben otra morada. Pues ya sabes cuán duro es dejar lo usado y que mudar costumbre es a par de muerte, y piedra movediza que nunca moho la cobija. Allí quiero estar, siquiera porque el alquiler de la casa está pagado por hogaño, no se vaya en balde. Así que, aunque cada cosa no abastase por sí, juntas aprovechan y ayudan. Ya me parece que es hora de irme. De lo dicho me llevo el cargo. Dios quede contigo, que me voy.

ACTO XVI

ARGUMENTO DEL DECIMOSEXTO ACTO

Pensando Pleberio y Alisa tener su hija Melibea el don de la virginidad conservado, lo cual, según ha parecido, está en contrario, están razonando sobre el casamiento de Melibea. Y en tan gran cuantidad le dan pena las palabras que de sus padres oye, que envía a Lucrecia para que sea causa de su silencio en aquel propósito.

PLEBERIO, ALISA, LUCRECIA, MELIBEA.

PLEBERIO.- Alisa, amiga, el tiempo, según me parece, se nos va, como dicen, entre las manos. Corren los días como agua de río. No hay cosa tan ligera para huir como la vida. La muerte nos sigue y rodea, de la cual somos vecinos y hacia su bandera nos acostamos, según natura. Esto vemos muy claro si miramos nuestros iguales, nuestros hermanos y parientes en derredor. Todos los come ya la tierra, todos están en sus perpetuas moradas. Y pues somos inciertos cuándo habemos de ser llamados, viendo tan ciertas señales debemos echar nuestras barbas en remojo y aparejar nuestros fardeles para andar este forzoso camino, no nos tome improvisos ni de salto aquella cruel voz de la muerte. Ordenemos nuestras ánimas con tiempo, que más vale prevenir que ser prevenidos. Demos nuestra hacienda a dulce sucesor, acompañemos nuestra única hija con marido, cual nuestro estado requiere, por que vamos descansados y sin dolor de este mundo. Lo cual con mucha diligencia debemos poner desde ahora por obra, y lo que otras veces habemos principiado en este caso, ahora haya ejecución. No quede por nuestra negligencia nuestra hija en manos de tutores, pues parecerá ya mejor en su propia casa que en la nuestra. Quitarla hemos de lenguas de vulgo, porque ninguna virtud hay tan perfecta que no tenga vituperadores y maldicientes. No hay cosa con que mejor se conserve la limpia fama en las vírgenes que con temprano casamiento. ¿Quién rehuiría nuestro parentesco en toda la ciudad? ¿Quién no se hallará gozoso de tomar tal joya en su compañía, en quien caben las cuatro principales cosas que en los casamientos se demandan? Conviene a saber: lo primero, discreción, honestidad y virginidad; segundo, hermosura; lo tercero, el alto origen y parientes; lo final, riqueza. De todo esto la dotó natura. Cualquiera cosa que nos pidan hallarán bien cumplida.

ALISA.- Dios la conserve, mi señor Pleberio, por que nuestros deseos veamos cumplidos en nuestra vida, que antes pienso que faltará igual a nuestra hija, según tu virtud y tu noble sangre, que no sobrarán muchos que la merezcan. Pero, como esto sea oficio de los padres y muy ajeno a las mujeres, como tú lo ordenares, seré yo alegre, y nuestra hija obedecerá, según su casto vivir y honesta vida y humildad.

LUCRECIA.- ¡Aun si bien lo supieses, reventarías! ¡Ya, ya, perdido es lo mejor! ¡Mal año se os apareja a la vejez! Lo mejor, Calisto lo lleva. No hay quien ponga virgos, que ya es muerta Celestina. Tarde acordáis, más habíais de madrugar.

LUCRECIA.- ¡Escucha, escucha, señora Melibea!

MELIBEA.- ¿Qué haces ahí escondida, loca?

LUCRECIA.- Llégate aquí, señora, oirás a tus padres la prisa que traen por te casar.

MELIBEA.- Calla, por Dios, que te oirán. Déjalos parlar, déjalos devaneen. Un mes ha que otra cosa no hacen ni en otra cosa entienden. No parece sino que les dice el corazón el gran amor que a Calisto tengo y todo lo que con él un mes ha he pasado. No sé si me han sentido, no sé qué se sea aquejarles más ahora este cuidado que nunca. Pues mándoles yo trabajar en vano, que por demás es la cítola en el molino. ¿Quién es el que me ha de quitar mi gloria? ¿Quién apartarme mis placeres? Calisto es mi ánima, mi vida, mi señor, en quien yo tengo toda mi esperanza. Conozco de él que no vivo engañada, pues él me ama, ¿con qué otra cosa le puedo pagar? Todas las deudas del mundo reciben compensación en diverso género; el amor no admite sino solo amor por paga. En pensar en él me alegro, en verlo me gozo, en oírlo me glorifico. Haga y ordene de mí a su voluntad. Si pasar quisiere la mar, con él iré; si rodear el mundo, lléveme consigo; si venderme en tierra de enemigos, no rehuiré su querer. Déjenme mis padres gozar de él si ellos quieren gozar de mí. No piensen en estas vanidades ni en estos casamientos, que más vale ser buena amiga que mala casada. Déjenme gozar mi mocedad alegre si quieren gozar su vejez cansada; si no, presto podrán aparejar mi perdición y su sepultura. No tengo otra lástima sino por el tiempo que perdí de no gozarlo, de no conocerlo, después que a mí me sé conocer. No quiero marido, no quiero ensuciar los nudos del matrimonio ni las maritales pisadas de ajeno hombre repisar, como muchas hallo en los antiguos libros que leí, o que hicieron, más discretas que yo, más subidas en estado y linaje. Las cuales, algunas eran de la gentilidad tenidas por diosas, así como Venus, madre de Eneas y de Cupido, el dios del amor, que, siendo casada, corrompió la prometida fe marital. Y aun otras, de mayores fuegos encendidas, cometieron nefarios e incestuosos yerros, como Mirra con su padre, Semíramis con su hijo, Cánasce con su hermano, y aun aquella forjada Tamar, hija del rey David. Otras, aun más cruelmente, traspasaron las leyes de natura, como Pasífae, mujer del rey Minos, con el toro. Pues reinas eran y grandes señoras, debajo de cuyas culpas la razonable mía podrá pasar sin denuesto. Mi amor fue con justa causa, requerida y rogada, cautivada de su merecimiento, aquejada por tan astuta maestra como Celestina, servida de muy peligrosas visitaciones antes que concediese por entero en su amor. Y después un mes ha, como has visto, que jamás noche ha faltado sin ser nuestro huerto escalado, como fortaleza, y muchas haber venido en balde, y por eso no me mostrar más pena ni trabajo. Muertos por mí sus servidores, perdiéndose su hacienda, fingiendo ausencia con todos los de la ciudad, todos los días encerrado en casa con esperanza de verme a la noche. ¡Afuera, afuera la ingratitud, afuera las lisonjas y el engaño con tan verdadero amador, que ni quiero marido, ni quiero padre ni parientes! Faltándome Calisto, me falte la vida, la cual, por que él de mí goce, me aplace.

LUCRECIA.- Calla, señora. Escucha, que todavía perseveran.

PLEBERIO.- Pues, ¿qué te parece, señora mujer? ¿Debemos hablarlo a nuestra hija, debemos darle parte de tantos como me la piden, para que de su voluntad venga, para que diga cuál le agrada? Pues en esto las leyes dan libertad a los hombres y mujeres, aunque estén so el paterno poder, para elegir.

ALISA.- ¿Qué dices? ¿En qué gastas tiempo? ¿Quién ha de irle con tan grande novedad a nuestra Melibea, que no la espante? ¡Cómo! ¿Y piensas que sabe ella qué cosa sean hombres? ¿Si se casan o qué es casar? ¿O que del ayuntamiento de marido y mujer se procreen los hijos? ¿Piensas que su virginidad simple le acarrea torpe deseo de lo que no conoce ni ha entendido jamás? ¿Piensas que sabe errar, aun con el pensamiento? No lo creas, señor Pleberio, que si alto o bajo de sangre, o feo o gentil de gesto le mandáremos tomar, aquello será su placer, aquello habrá por bueno, que yo sé bien lo que tengo criado en mi guardada hija.

MELIBEA.- Lucrecia, Lucrecia, corre presto, entra por el postigo en la sala y estórbales su hablar, interrúmpeles sus alabanzas con algún fingido mensaje, si no quieres que vaya yo dando voces como loca, según estoy enojada, del concepto engañoso que tienen de mi ignorancia.

LUCRECIA.- Ya voy, señora.

ACTO XVII

ARGUMENTO DEL DECIMOSÉPTIMO ACTO

Elicia, careciendo de la castimonia de Penélope, determina de despedir el pesar y luto que por causa de los muertos trae, alabando el consejo de Areúsa en este propósito. La cual va a casa de Areúsa, adonde viene Sosia, al cual Areúsa con palabras fictas saca todo el secreto que está entre Calisto y Melibea.

ELICIA, AREÚSA, SOSIA.

ELICIA.- Mal me va con este luto. Poco se visita mi casa, poco se pasea mi calle. Ya no veo las músicas de la alborada, ya no las canciones de mis amigos, ya no las cuchilladas ni ruidos de noche por mi causa y, lo que peor siento, que ni blanca ni presente veo entrar por mi puerta. De todo esto me tengo yo la culpa, que si tomara el consejo de aquella que bien me quiere, de aquella verdadera hermana, cuando el otro día le llevé las nuevas de este triste negocio que esta mi mengua ha acarreado, no me viera ahora entre dos paredes sola, que de asco ya no hay quien me vea. El diablo me da tener dolor por quien no sé si, yo muerta, lo tuviera. A osadas, que me dijo ella a mí lo cierto: «nunca, hermana, traigas ni muestres más pena por el mal ni muerte de otro que él hiciera por ti». Sempronio holgara yo muerta, pues ¿por qué, loca, me peno yo por el degollado? ¿Y qué sé si me matara a mí, como era acelerado y loco, como hizo a aquella vieja que tenía yo por madre? Quiero en todo seguir su consejo de Areúsa, que sabe más del mundo que yo, y verla muchas veces, y traer materia cómo viva. ¡Oh qué participación tan suave, qué conversación tan gozosa y dulce! No en balde se dice que vale más un día del hombre discreto que toda la vida del necio y simple. Quiero, pues, deponer el luto, dejar tristeza, despedir las lágrimas, que tan aparejadas han estado a salir. Pero, como sea el primer oficio que en naciendo hacemos llorar, no me maravilla ser más ligero de comenzar y de dejar más duro. Mas para esto es el buen seso, viendo la pérdida al ojo, viendo que los atavíos hacen la mujer hermosa aunque no lo sea, tornan de vieja moza y a la moza más. No es otra cosa la color y albayalde, sino pegajosa liga en que se traban los hombres. Ande, pues, mi espejo y alcohol, que tengo dañados estos ojos; anden mis tocas blancas, mis gorgueras labradas, mis ropas de placer. Quiero aderezar lejía para estos cabellos, que perdían ya la rubia color. Y, esto hecho, contaré mis gallinas, haré mi cama, porque la limpieza alegra el corazón, barreré mi puerta y regaré la calle, por que los que pasaren vean que es ya desterrado el dolor. Mas primero quiero ir a visitar mi prima, por preguntarle si ha ido allá Sosia y lo que con él ha pasado, que no lo he visto después que le dije cómo le querría hablar Areúsa. Quiera Dios que la halle sola, que jamás está desacompañada de galanes, como buena taberna de borrachos. Cerrada está la puerta. No debe estar allá hombre. Quiero llamar. Ta, ta.

 

AREÚSA.- ¿Quién es?

ELICIA.- Abre, amiga, Elicia soy.

AREÚSA.- Entra, hermana mía. Véate Dios, que tanto placer me haces en venir como vienes, mudado el hábito de tristeza. Ahora nos gozaremos juntas, ahora te visitaré, vernos hemos en mi casa y en la tuya. Quizá por bien fue para entrambas la muerte de Celestina, que yo ya siento la mejoría más que antes. Por esto se dice que los muertos abren los ojos de los que viven, a unos con haciendas, a otros con libertad, como a ti.

ELICIA.- A tu puerta llaman. Poco espacio nos dan para hablar, que te querría preguntar si había venido acá Sosia.

AREÚSA.- No ha venido; después hablaremos. ¡Qué porradas que dan! Quiero ir abrir, que o es loco o privado quien llama.

SOSIA.- Ábreme, señora. Sosia soy, criado de Calisto.

AREÚSA.- Por los santos de Dios, el lobo es en la conseja. Escóndete, hermana, tras ese paramento y verás cuál te lo paro lleno de viento de lisonjas, que piense, cuando se parta de mí, que es él y otro no. Y sacarle he lo suyo y lo ajeno del buche con halagos, como él saca el polvo con la almohaza a los caballos.

AREÚSA.- ¿Es mi Sosia, mi secreto amigo? ¿El que yo me quiero bien sin que él lo sepa? ¿El que deseo conocer por su buena fama, el fiel a su amo, el buen amigo de sus compañeros? Abrazarte quiero, amor, que ahora que te veo creo que hay más virtudes en ti que todos me decían. Anda acá, entremos a asentarnos, que me gozo en mirarte, que me representas la figura del desdichado de Pármeno. Con esto, hace hoy tan claro día que habías tú de venir a verme. Dime, señor, ¿conocíasme antes de ahora?

SOSIA.- Señora, la fama de tu gentileza, de tus gracias y saber vuela tan alto por esta ciudad que no debes tener en mucho ser de más conocida que conociente, porque ninguno habla en loor de hermosas que primero no se acuerde de ti que de cuantas son.

ELICIA.- ¡Oh hideputa, el pelón! ¡Y cómo se desasna! ¡Quién le ve ir al agua con sus caballos, en cerro, y sus piernas de fuera, en sayo, y ahora, en verse medrado con calzas y capa, sálenle alas y lengua!

AREÚSA.- Ya me correría con tu razón si alguno estuviese delante, en oírte tanta burla como de mí haces. Pero, como todos los hombres traigáis proveídas esas razones, esas engañosas alabanzas tan comunes, para todas hechas de molde, no me quiero de ti espantar, pero hágote cierto, Sosia, que no tienes de ellas necesidad. Sin que me alabes, te amo, y, sin que me ganes de nuevo, me tienes ganada. Para lo que te envié a rogar que me vieses son dos cosas, las cuales, si más lisonja o engaño en ti conozco, te dejaré de decir, aunque sean de tu provecho.

SOSIA.- Señora mía, no quiera Dios que yo te haga cautela. Muy seguro venía de la gran merced que me piensas hacer y haces. No me sentía digno para descalzarte. Guía tú mi lengua, responde por mí a tus razones, que todo lo habré por rato y firme.

AREÚSA.- Amor mío, ya sabes cuánto quise a Pármeno, y, como dicen, «quien bien quiere a Beltrán, a todas sus cosas ama». Todos sus amigos me agradaban, el buen servicio de su amo, como a él mismo, me placía. Donde veía su daño de Calisto, le apartaba. Pues como esto así sea, acordé decirte, lo uno, que conozcas el amor que te tengo y cuánto contigo y con tu visitación siempre me alegrarás, y que en esto no perderás nada, si yo pudiere, antes te vendrá provecho. Lo otro y segundo, que, pues yo pongo mis ojos en ti, y mi amor y querer, avisarte que te guardes de peligros y más de descubrir tu secreto a ninguno, pues ves cuánto daño vino a Pármeno y a Sempronio de lo que supo Celestina, porque no querría verte morir malogrado como a tu compañero. Harto me basta haber llorado al uno, porque has de saber que vino a mí una persona y me dijo que le habías tú descubierto los amores de Calisto y Melibea, y cómo la había alcanzado, y cómo ibas cada noche a le acompañar, y otras muchas cosas que no sabría relatar. Cata, amigo, que no guardar secreto es propio de las mujeres, no de todas, sino de las bajas, y de los niños. Cata que te puede venir gran daño, que para esto te dio Dios dos oídos y dos ojos y no más de una lengua, por que sea doblado lo que vieres y oyeres, que no el hablar. Cata, no confíes que tu amigo te ha de tener secreto de lo que le dijeres, pues tú no le sabes a ti mismo tener. Cuando hubieres de ir con tu amo Calisto a casa de aquella señora, no hagas bullicio, no te sienta la tierra, que otros me dijeron que ibas cada noche dando voces, como loco de placer.

SOSIA.- ¡Oh cómo son sin tiento y personas desacordadas las que tales nuevas, señora, te acarrean! Quien te dijo que de mi boca lo había oído, no dice verdad. Los otros, de verme ir con la luna de noche a dar agua a mis caballos, holgando y habiendo placer, diciendo cantares por olvidar el trabajo y desechar enojo, y esto antes de las diez, sospechan mal y de la sospecha hacen certidumbre; afirman lo que barruntan. Sí, que no estaba Calisto loco, que a tal hora había de ir a negocio de tanta afrenta sin esperar que repose la gente, que descansen todos en el dulzor del primer sueño. Ni menos había de ir cada noche, que aquel oficio no sufre cotidiana visitación. Y si más clara quieres, señora, ver su falsedad, como dicen que toman antes al mentiroso que al que coxquea, en un mes no habemos ido ocho veces, ¡y dicen los falsarios revolvedores que cada noche!

AREÚSA.- Pues, por mi vida, amor mío, por que yo los acuse y tome en el lazo del falso testimonio, me dejes en la memoria los días que habéis concertado de salir y, si yerran, estaré segura de tu secreto y cierta de su levantar. Porque no siendo su mensaje verdadero, será tu persona segura de peligro y yo sin sobresalto de tu vida, pues tengo esperanza de gozarme contigo largo tiempo.

SOSIA.- Señora, no alarguemos los testigos. Para esta noche, en dando el reloj las doce, está hecho el concierto de su visitación por el huerto. Mañana preguntarás lo que han sabido, de lo cual, si alguno te diere señas, que me tresquilen a mí a cruces.

AREÚSA.- ¿Y por qué parte, alma mía, por que mejor los pueda contradecir si anduvieren errados vacilando?

SOSIA.- Por la calle del vicario gordo, a las espaldas de su casa.

ELICIA.- ¡Tiénente, don andrajoso! ¡No es más menester! ¡Maldito sea el que en manos de tal acemilero se confía, que desgoznarse hace el badajo!