Бесплатно

100 Clásicos de la Literatura

Текст
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена
Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

Yo no vi nada, pero ni él ni las ovejas quisieron seguir su camino y le aconsejé que siguiera por otro. Seguramente iba pensando, mientras andaba a campo traviesa, en las tonterías que habría oído contar y se figuraría ver el fantasma. Pero, con todo, y con eso, ahora no me gusta salir de noche, ni me agrada quedarme sola en esta casa tan tétrica. No lo puedo remediar. Así que tendré una gran alegría el día en que los primos se vayan a vivir a la Granja.

—¿Así que se instalan en la Granja?

—En cuanto se casen —repuso la señora Dean —, y piensan casarse el día de Año Nuevo.

—¿Quién se queda a vivir aquí?

—Pues José, y acaso un mozo para acompañarle. Se arreglarán en la cocina, y cerraremos el resto de la casa.

Yo comenté:

—A disposición de los fantasmas que quieran habitar en ella, ¿no?

—No, señor Lockwood —contestó Elena, moviendo la cabeza. —Yo creo que los muertos reposan en sus tumbas; pero, sin embargo, no se debe hablar de ellos con ligereza.

En aquel momento crujió la verja del jardín. Los paseantes volvían a casa.

Cuando se detuvieron en la puerta para mirar una vez la luna —o, más exactamente, para mirarse el uno mas al otro, a la luz luna —, sentí otra vez un irresistible impulso de marcharme. Así que, deslizando un pequeño recuerdo en la mano de la señora Dean, y desoyendo sus protestas por la brusquedad con que marchaba, salí por la cocina mientras los novios abrían la puerta del salón.

Esta manera de partir hubiera confirmado las opiniones de José sobre los que suponía galantes devaneos de su compañera de servicio, a no haberle dado una garantía de mi respetabilidad el dulce sonido de un soberano de oro que arrojé a sus pies.

De regreso, di un rodeo para pasar al lado de la iglesia. Observé cuánto había avanzado en seis meses la paulatina ruina del edificio. Más de una ventana ostentaba negros agujeros en lugar de cristales, y aquí y allá sobresalían pizarras sobre el alero, lentamente desgastado por las lluvias del otoño.

No tardé en descubrir las tres lápidas sepulcrales, colocadas en un talud, cerca del páramo. La de en medio estaba amarillenta y cubierta de matorrales, la de Linton sólo adornada por el musgo y la hierba que crecía a su pie, y la de Heathcliff, todavía completamente desnuda.

Yo no me detuve a su lado, bajo el cielo sereno. Y siguiendo con los ojos el vuelo de las libélulas entre las plantas silvestres y las campánulas y escuchando el rumor de la suave brisa entre el césped, me admiró que alguien pudiera atribuir inquietos sueños a los que dormían en tumbas tan apacibles.

Piratas en Venus

Por

Edgar Rice Burroughs

CAPÍTULO PRIMERO

CARSON NAPIER

«Si una figura de mujer, cubierta con una túnica blanca, entra en su cuarto a medianoche, el día 13 del mes corriente, conteste a esta carta. De no ocurrir así, no lo haga».

Cuando hube leído este párrafo de la carta, me dispuse a tirarla al cesto, adonde van a parar todos los papeles inútiles que recibo, pero, sin saber por qué, seguí leyendo.

«Si le habla a usted, tenga la bondad de recordar sus palabras para repetírmelas cuando me escriba».

Hubiera seguido leyendo hasta el final, pero en aquel preciso momento sonó el timbre del teléfono. Doblé la carta y la deposité en uno de los cestitos para la correspondencia que había encima de mi mesa. Por casualidad, era el de la correspondencia destinada a ser archivada, y de haber seguido los acontecimientos su curso ordinario, aquella hubiera ido la última noticia que hubiese tenido de la misiva y del incidente, ya que las cartas de aquel cestito pasaban a los archivadores.

El que me hablaba por teléfono era Jason Gridley. Parecía excitado y me rogaba que acudiera en seguida a su laboratorio. Como Jason no solía excitarse por nada, me apresuré a acceder a su deseo, al mismo tiempo que satisfacía mi curiosidad. Salté a mi auto y pronto salvé las escasas manzanas de edificios que nos separaban. Comprendí en el acto que Jason tenía motivos para estar excitado. Acababa de recibir un radiograma de Pellucidar, el mundo existente en las profundidades de la tierra.

La víspera de la partida, desde el centro de la Tierra, del gran dirigible «O-220», siguiendo la afortunada e histórica expedición, Jason había decidido quedarse a fin de buscar a Von Horts, el único miembro de la expedición que faltaba, pero Tarzán, David Innes y el capitán Zuppner le persuadieron de lo insensato de tal empresa, especialmente teniendo en cuenta que David había prometido destacar una expedición de guerreros indígenas, o sea, naturales de Pellucidar, para localizar al joven teniente alemán, caso de que aún viviera y fuera posible hallar algún rastro de su paradero.

No obstante, aunque había retornado al mundo exterior en su aparato, Jason sentíase conturbado constantemente por el pensamiento de la responsabilidad que le cabía personalmente por la triste suerte de Von Horst, el joven que tanta popularidad había alcanzado entre los demás miembros de la expedición. En muchas ocasiones expresó reiteradamente su consternación por haber salido de Pellucidar sin agotar todos los medios para rescatar a Von Horst o saber con certeza que había perecido.

Jason me ofreció una silla y un cigarrillo.

—Acabo de recibir un mensaje de Abner Perry —me dijo—. Es el primero que he recibido hace meses.

—Debe de ser muy interesante para que haya conseguido excitarle de este modo.

—Lo es —admitió—. Corre el rumor en Sari de que Von Horst ha sido encontrado.

Ahora bien, como este es un tema totalmente ajeno al presente volumen, debo advertir que lo he aludido con el fin de explicar dos hechos que, aunque no de vital importancia, tienen cierta relación con los acontecimientos subsiguientes. En primer lugar, me hicieron olvidar la carta ya mencionada y, además, fijaron en mi mente aquella fecha.

La principal razón que me induce a mencionar el primer hecho es robustecer la idea de que la carta, tan absoluta y rápidamente olvidada, no podía reflejarse en mi memoria y, por consiguiente, al menos objetivamente, no cabía que ejerciese ninguna influencia en los acontecimientos que habían de sobrevenir. Al cabo de cinco minutos, el recuerdo de aquella carta se había borrado de mi memoria tan completamente como si no la hubiese recibido.

Los tres días siguientes fueron de mucho trabajo para mí y cuando me retiré la noche del día 13 me hallaba seriamente preocupado por cierta operación de derechos reales que no se desenvolvía muy bien y tardé mucho en dormirme.

Puedo afirmar que mis últimos pensamientos se referían a documentos legales, recibos de hipotecas y diferencias de cantidades tributarias.

No sé lo que me obligó a despertarme. Me incorporé en el lecho en el preciso instante en que una figura de mujer, envuelta en algo que parecía una vaporosa gasa blanca, penetraba en mi estancia, a través de la puerta. Conviene fijarse bien en que digo a través de la puerta, y es que esta se hallaba cerrada. Era una noche de luna clara y los diversos objetos de mi habitación aparecían perfectamente visibles, y especialmente se destacaba la espectral silueta que avanzó hacia los pies de mi lecho.

No soy propicio a sufrir alucinaciones. Nunca había visto un fantasma ni nunca me interesó. No sabía cuál había de ser mi conducta en un trance parecido. Incluso si la joven no hubiera tenido un aspecto tan sobrenatural, no habría sabido qué hacer para recibirla a aquella hora, en la intimidad de mi alcoba, ya que ninguna mujer había invadido, hasta entonces, aquel recinto. Me creo bastante puritano.

—Es la medianoche del día 13 —dijo con voz suave y musical.

—Efectivamente —repuse recordando, de pronto, la carta que había recibido el día 10.

—Salió de Guadalupe hoy —continuó—. Y espera tu carta en Guaymas.

Aquello fue todo lo que ocurrió. La mujer cruzó la estancia y desapareció, no por la ventana, lo que parecía bastante verosímil, sino a través de la sólida pared. Permanecí sentado unos minutos con los ojos fijos en el lugar en que la había visto por última vez, tratando de convencerme de que estaba soñando, pero estaba despierto y bien despierto. Tan despierto, que tardé cerca de una hora en caer en los brazos de Morfeo, como decían los escritores de la época de la reina Victoria, bien ajenos a lo embarazoso que debía de resultar el sexo masculino para tan poética descripción en la pluma de literatos varones.

La mañana siguiente llegué a mi despacho un poco antes de lo habitual, e inútil es decir que lo primero que hice fue buscar la carta que había recibido el día 10. No recordaba el nombre de la firma ni el punto de origen de la misiva, pero mi secretario se acordó de ella, ya que, dada su índole poco habitual, era lógico que le llamara la atención.

—Le escribió a usted alguien desde Méjico —me dijo.

Como esta clase de correspondencia se archivaba por naciones y provincias, no hubo dificultad alguna en localizarla.

Ni que dudar tiene que esta vez leí su contenido atentamente. Estaba fechada el día 3 y llevaba el matasellos de Guaymas. Guaymas es un pequeño puerto situado en Sonora, en el Golfo de California.

La carta decía así:

«Muy señor mío:

Hallándome comprometido en una empresa de gran importancia científica, me veo en la necesidad de solicitar la asistencia (no financiera precisamente) de alguna persona que coincida conmigo psicológicamente, que, al mismo tiempo, sea lo suficientemente inteligente y culta para darse cuenta de las vastas posibilidades que ofrece mi proyecto.

 

La razón que me indujo a dirigirme a usted se la explicaré en una entrevista que se haría imprescindible, caso de que obtenga resultados favorables el experimento que le detallo a continuación.

Si una figura de mujer, cubierta con una túnica blanca, entra en su alcoba a medianoche, el día 13 del mes corriente, conteste a esta carta. Si le habla a usted, tenga la bondad de recordar sus palabras para repetírmelas cuando me escriba.

Le anticipo mi agradecimiento por prestar a estas líneas su amable atención, ya que comprendo que las juzgará algo desusadas. Le ruego las considere como estrictamente confidenciales, hasta que futuros acontecimientos justifiquen su publicación.

De usted agradecido,

CARSON NAPIER».

—Esto me parece una superchería —comentó Rothmund.

—Eso mismo creí yo el día 10 —asentí—, pero hoy estamos a 14 y la cosa ha cambiado totalmente de aspecto.

—¿Qué tiene que ver el día 14 con todo esto? —preguntó.

—Ayer estábamos a 13 —le recordé.

—Supongo que no me va a hacer creer… —murmuró escépticamente.

—Precisamente a eso me refiero —le interrumpí—. Aquella mujer se presentó. La vi perfectamente.

Ralph no demostró ningún interés por mis palabras.

—No olvide lo que le dijo la enfermera después de su última operación —me recordó.

—¿Qué enfermera? Tuve nueve y ninguna de ellas coincidió con las otras en sus prescripciones.

—Me refiero a Jerry… Decía que los narcóticos afectan muchas veces a la imaginación de los enfermos durante varios meses —repuso en tono persuasivo.

—Bueno, al menos Jerry admitía que tengo imaginación, de lo que no pueden vanagloriarse muchos otros. Pero no cabe duda que no influyeron los narcóticos en mi vista. Vi lo que vi. Hágame el favor de cursar una carta para míster Napier.

Pocos días después recibí el siguiente telegrama de Napier, desde Guaymas:

«Recibida carta. Stop. Gracias. Stop. Mañana iré a verle».

—Supongo que viene por avión —comenté.

—O envuelto en una túnica blanca —sugirió Ralph—. Me parece que mejor sería telefonear al capitán Hodson para que enviase un coche del manicomio. A veces esos tipos son peligrosos.

Continuaba mostrándose escéptico. Desde luego, los dos aguardábamos la llegada de Carson Napier con el mismo interés. Ralph seguramente esperaba ver a un maniático de mirada exaltada.

A eso de las once de la mañana siguiente, se presentó Ralph en mi estudio.

—Míster Napier está aquí —dijo.

—¿Trae el pelo erizado y se le saltan los ojos de las órbitas? —pregunté sonriendo.

—No —repuso Ralph devolviéndome la sonrisa—. Tiene muy buen aspecto, pero yo insisto en que es un lunático.

—Hágale pasar.

Un momento después volvió Ralph acompañando a un hombre excepcionalmente bello. Debía de tener entre veinticinco y treinta años, aunque muy bien pudiera ser más joven.

Avanzó tendiéndome la mano al levantarme yo para recibirle y su rostro se iluminó con una sonrisa franca. Después de las habituales palabras de cortesía, se refirió concretamente al motivo de su visita.

—A fin de que pueda usted tener una idea de conjunto, debo empezar por decirle algo de mí mismo —comenzó—. Mi padre fue un oficial del ejército inglés y mi madre una joven americana, de Virginia. Yo nací en la India con ocasión de estar mi padre destinado allí, y me crie bajo la vigilancia de un viejo hindú, muy fiel, tanto con mi padre como con mi madre. Se llamaba Chand Kabi. Era casi un místico y me enseñó muchas cosas que no se aprenden en las escuelas de párvulos. Entre estos conocimientos estaba la telepatía, que él había cultivado de tal modo que podía conversar conmigo por el procedimiento que él denominaba armonía psicológica y hacerlo a grandes distancias, como si nos encontráramos el uno frente al otro. No solo esto, sino que conseguía transmitir imágenes mentales, también a gran distancia, de tal manera que la persona receptora de las imágenes veía lo que Chand Kabi estaba viendo o lo que él quería que viese. Me enseñó esta ciencia.

—¿Y fue así como me hizo usted ver el día 13 a aquella visitante de medianoche? —le pregunté.

—Era necesario —asintió— para cerciorarme de que estábamos en armonía psicológica. Su carta, al repetirme exactamente, las palabras que aparentemente había pronunciado la aparecida, me convencieron de que había encontrado la persona que venía buscando hacía tiempo. Pero antes de entrar en el fondo del asunto, creo razonable que conozca usted algunos antecedentes míos a fin de que pueda decidir si merezco o no su confianza, aunque no sé si le aburro.

Le aseguré que estaba muy lejos de aburrirme, y él continuó sus explicaciones.

—Apenas tenía yo once años cuando murió mi padre, y mi madre me trajo a América. Fuimos a Virginia primero y vivimos allí tres años, en compañía del abuelo de mi madre, el juez John Carson, cuyo nombre y reputación no le serán a usted desconocidos, ¿verdad?

»Después de la muerte del abuelo, mi madre y yo nos fuimos a California. Allí continué mis estudios en una escuela pública y más tarde entré en un pequeño Instituto de Claremont, muy reconocido por su buena organización docente y por su excelente profesorado.

»Poco después de graduarme, ocurrió la tercera y mayor tragedia de mi vida: murió mi madre. Aquel golpe me anonadó. Pareció como si la existencia hubiese perdido todo interés para mí; pero, aunque la vida me interesaba poco, no pasó, naturalmente, por mi imaginación la idea del suicidio. En cambio, me lancé a una existencia temeraria, y, abrigando ciertos proyectos, aprendí aviación. Adopté otro nombre y me convertí en un astro del cine.

»No me veía obligado a trabajar para ganarme el sustento, pues había heredado de mi madre una fortuna cuantiosa que procedía de mi bisabuelo John Carson. Tan importante era la herencia que solo derrochando podía pensar en gastar las rentas. Menciono este detalle porque la empresa que intento emprender requiere un capital considerable y deseo que comprenda usted que estoy en condiciones de atender ampliamente las necesidades financieras del asunto sin necesidad de ayuda alguna.

»La vida en Hollywood no solo me aburrió. Había algo más: el sur de California estaba saturado de recuerdos del ser amado. Por esto determiné viajar. Hallándome en Alemania me interesé en la construcción de aviones-cohetes y financié algunos. Fue entonces cuando mi idea nació plenamente. No se trataba de nada fundamentalmente nuevo. Mi plan era dirigirme a otro planeta por medio de un torpedo-cohete.

»Mis estudios me habían convencido de que, entre todos los planetas, solo Marte ofrecía probabilidades de estar habitado por seres parecidos a nosotros. Estaba persuadido, al mismo tiempo, de que si conseguía llegar a Marte, las probabilidades de volver a la Tierra serían muy problemáticas.

»Comprendiendo que debía tener yo algún otro móvil, distinto de mi propio egoísmo, al lanzarme a aquella aventura, decidí buscar una persona con la que pudiera comunicarme en el caso de que saliera triunfante en mi propósito. De este modo, tal vez podría prepararse una nueva expedición para ir en mi busca, confiando en que no faltarían espíritus aventureros dispuestos a repetir el viaje una vez convencidos de su viabilidad.

»Durante cerca de un año he estado ocupado en la construcción de un vehículo-cohete gigantesco, en la isla de Guadalupe, situada en la costa Oeste de la baja California. El Gobierno mejicano me dio todas las facilidades imaginables y en este momento todo está preparado hasta el último detalle. Estoy dispuesto para partir en cualquier momento.

Cuando acabó de hablar, desapareció, y la silla en que estaba sentado quedó vacía. En la estancia solo me encontraba yo. Me sentía asombrado, casi aterrado, y recordé lo que me había dicho Rothmund sobre los efectos que producen los narcóticos en la imaginación. Asimismo recordé que los locos nunca se dan cuenta de que lo están. ¿Sería yo un loco? Un sudor frío empapó mi frente.

Corrí en busca de Ralph. No cabía duda de que Ralph estaba en su sano juicio. Si realmente había venido Carson Napier y Ralph lo había visto entrar en mi despacho… ¡qué alivio representaría para mí!

Pero antes de que llegara yo a la puerta, Ralph entró en la estancia con rostro asombrado.

—Míster Napier ha vuelto —me dijo—. No sabía que se hubiese marchado. Hace un momento estaba hablando con usted.

Exhalé un suspiro de alivio y me enjugué el sudor de la frente. Si yo estaba loco, también debía de estarlo Ralph.

—Hágale entrar —dije—. Y esta vez quédese usted con nosotros.

Cuando volvió a aparecer Napier, en sus ojos había una expresión interrogante.

—¿Se ha dado usted cuenta de todo por mis explicaciones? —me preguntó como si no hubiera salido de la estancia.

—Sí, pero…

—Espere un momento, tenga la bondad —me rogó—. Sé lo que me va a decir y quiero suplicarle que me dispense a la vez que se lo explico. No había llegado aún aquí. Era la prueba final. Si está usted seguro de haberme visto y de haber estado hablando conmigo y puede recordar lo que le dije mientras me encontraba sentado en mi auto, resulta evidente que podremos comunicarnos perfectamente cuando yo llegue a Marte.

—Pero usted estuvo aquí —terció Rothmund—. ¿Acaso no le estreché la mano al entrar y le estuve hablando?

—Usted lo creyó así —repuso Napier.

—¿Quién es ahora el loco? —pregunté a Ralph.

Desde aquel día Rothmund insistió en que le gastamos una broma.

—¿Y cómo sabe ahora que verdaderamente está presente? —preguntó entonces.

—No puedo estar seguro —confesé.

—Ahora sí que estoy aquí —afirmó Napier riendo—. Veamos, ¿hasta dónde había llegado en mis explicaciones?

—Me estaba diciendo usted que se hallaba preparado para partir y que tenía preparado el vehículo-cohete en la isla de Guadalupe —le recordé.

—Exacto. Veo que lo captó usted bien. Ahora, lo más rápidamente posible, voy a explicarle cómo puede ayudarme. He acudido a usted por diversas razones. La más importante es que a usted le interesa Marte. Además, tengo en cuenta su profesión, ya que el resultado de mi empresa ha de ser recogido por un hábil escritor y no cabe la menor duda respecto a su experiencia literaria. Me he tomado la libertad de realizar una investigación minuciosa sobre usted, y lo que deseo es que usted se encargue de recoger y publicar los mensajes que yo le remita, y, al mismo tiempo, que administre mis bienes durante mi ausencia.

—Acepto gustoso lo primero, pero tengo mis dudas respecto a aceptar la responsabilidad que implica su última proposición —observé.

—Ya he organizado una junta que le ayudará en todo —repuso en términos que no admitían réplica, pues era un hombre que saltaba por encima de todos los obstáculos, como si no existieran—. En cuanto a la remuneración, usted mismo puede fijar la que le parezca pertinente.

Hice un gesto de protesta con la mano.

—Será para mí un motivo de halago y me interesa mucho. No necesito remuneración alguna.

—Esta tarea puede acapararle gran parte del tiempo de que dispone —terció Ralph—. Y su tiempo es muy valioso.

—Precisamente por esto —asintió Napier—. Míster Rothmund y yo arreglaremos los detalles financieros de este asunto con su permiso.

—De acuerdo. Detesto todo lo que se refiere a discutir cuestiones de interés.

—Ahora volvamos al extremo más importante de nuestro asunto. ¿Qué le parece en conjunto mi proyecto?

—Marte se halla muy lejos de la Tierra —sugerí—. En cambio, Venus se encuentra a unos diez millones de millas más cerca, y un millón de millas es una distancia respetable.

—Así es, y me hubiera gustado ir a Venus —repuso—. Envuelto, como se halla, en una espesa capa de nubes, su superficie resulta eternamente invisible a los ojos humanos y se me ofrece como un misterio que intriga mi imaginación. Pero recientes investigaciones científicas en el mundo de la astronomía han determinado que las condiciones climatológicas de ese planeta rechazan toda posibilidad de que pueda alentar ninguna manifestación de la vida peculiar de la Tierra. Se ha llegado a la conclusión, según algunos astrónomos, de que, con relación al Sol, desde la era de su prístina fluidez, siempre ofrece la misma cara, como ocurre con la Luna respecto a la Tierra. De ocurrir eso, el calor extremo de un hemisferio y el frío exagerado del otro harían imposible la existencia de vida humana. Y aunque la opinión de sir James Jeans se viera confirmada por los hechos, cada uno de sus días y de sus noches serían mucho más largos que los de la Tierra. Las noches transcurrirían a una temperatura de trece grados bajo cero, Fahrenheit, y los largos días a una temperatura alta en proporción.

 

—Incluso en tales condiciones podría haber surgido la vida —observé—. Los hombres subsisten lo mismo con los calores ecuatoriales que con los fríos árticos.

—Pero no sin oxígeno —replicó Napier—. St. John ha calculado que la cantidad de oxígeno que hay sobre la capa de nubes es menor en un diez por ciento que la de la Tierra. Después de todo, es natural que nos inclinemos ante la opinión autorizada de personalidades como sir James Jeans, que dice: «De acuerdo con lo que pueden valer los experimentos, estos nos inclinan a afirmar que Venus, el único planeta del sistema solar, aparte de Marte y de la Tierra, en los que la vida puede existir, no posee vegetación alguna ni oxígeno que pueda servir de soporte a formas vitales elevadas». Esta afirmación hace que solo pueda pensar en explorar Marte.

Discutí con Napier sus planes hasta que llegó la noche, y por la mañana temprano salió para Guadalupe utilizando su anfibio «Sikorsky». Desde entonces no he vuelto a verlo, al menos en persona, aunque, por medio de la telepatía, he podido comunicarme continuamente con él y lo he visto sumido en medio de los más extraños parajes que nunca un fotógrafo pudo captar.

De este modo, soy el médium a través del cual las extraordinarias aventuras de Carson Napier han podido ser conocidas en la Tierra. Pero no solo soy eso, sino una especie de mecanógrafo o de dictáfono que recoge la historia que se relata a continuación.

CAPÍTULO II

HACIA MARTE

Cuando llegué con mi aparato a aquel lugar abrigado de la desolada costa de Guadalupe, unas cuantas horas después de haber partido de Tarzana, el pequeño vapor mejicano que había adquirido para transportar mis hombres, y los materiales y suministros, se balanceaba suavemente, anclado en el puertecito, mientras en tierra firme, esperando mi llegada, había unos grupos de operarios, mecánicos y ayudantes que habían trabajado lealmente durante unos meses para el acontecimiento que iba a tener efecto aquel día. Entre todos, destacaba por su estatura Jimmy Welsh, el único norteamericano que trabajaba para nosotros.

Conduje el hidroavión a la costa y lo amarré a una boya, mientras mis hombres echaban un bote al agua para venir a buscarme. Había estado ausente menos de una semana y la mayor parte del tiempo lo había pasado en Guaymas en espera de la carta que tenía que recibir, pero me acogieron todos con tan exuberantes pruebas de afecto que cualquiera me hubiera tomado por un hermano de cada uno de ellos, tenido por muerto y luego resucitado, tan desoladas y tristes parecen aquellas costas solitarias a los que han de quedarse en ellas, aunque sea únicamente durante un breve intervalo, sin contacto con el Continente.

Acaso lo caluroso de su recepción era motivado por un deseo de ocultar sus propios sentimientos. Durante algunos meses habíamos convivido constantemente, forjándose entre nosotros una férvida amistad, y aquella noche debíamos separarnos con escasas probabilidades de volver a vernos. Aquel iba a ser mi último día en la Tierra. Después, yo estaría para ellos tan muerto como si mi cuerpo quedase enterrado a tres pies de profundidad.

Es posible que mis propios sentimientos influyeran en los suyos, pues debo confesar que presentía que aquellos instantes iban a ser los más embarazosos de mi aventura. He estado en contacto con gente de muchos países, pero no recuerdo ninguna con cualidades más laudables que los mejicanos no contaminados por el contacto con la intolerancia y el mercantilismo de los norteamericanos. Y luego, allí estaba Jimmy Welsh. Sería como si hubiera de separarme de un hermano, al despedirnos. Hacía bastantes meses que venía suplicándome que le dejara acompañarme y sabía que continuaría pidiéndomelo hasta el último instante, pero yo no podía arriesgar otra vida humana innecesariamente.

Subimos todos a los camiones que habíamos venido utilizando para transportar suministros y materiales desde la costa al campo de trabajo, situado a algunas millas en el interior del país, y comenzamos a avanzar por el camino que nosotros mismos habíamos trazado hasta llegar a la pequeña meseta donde descansaba el gigantesco torpedo aéreo sobre su pista, de una milla de largo.

—Todo está listo —dijo Jimmy—. Esta mañana hemos ultimado los últimos detalles. Las franjas de la pista han sido inspeccionadas al menos por una docena de operarios. Los rodillos están bien engrasados. Hemos recorrido una y otra vez la pista con el pesado armatoste y tres veces con el camión, para ultimar la carga. Tres de nosotros hemos compulsado aisladamente la lista de artículos y objetos del equipo y se ha hecho todo lo preciso, excepto encender los cohetes del aparato. Ahora, ya podemos partir. Me va a llevar con usted, ¿no es cierto, Car?

Hice un gesto negativo.

—No insista, Jimmy, por favor —le rogué—. Tengo perfecto derecho a poner en peligro mi vida, pero no la de usted, así es que reprima sus deseos. No obstante, voy a hacer algo por usted. En prueba de mi reconocimiento por la ayuda que me ha prestado y sus demostraciones de adhesión, le voy a regalar mi hidroavión para que me recuerde siempre.

Mostróse agradecido, desde luego, pero no pudo ocultar su desencanto al ver que yo no le permitía acompañarme y comparé con tristeza el radio de acción del «Sikorsky» y el del «armatoste», nombre con el que había bautizado cariñosamente el gran torpedo-cohete que al cabo de pocas horas debía transportarme hacia el infinito.

—Un espacio de treinta, y cinco millones de millas —murmuró con tristeza—. Y Marte como objetivo.

—Sí, y con el riesgo de estrellarme contra la meta —objeté.

El trazado de la pista sobre la que debía deslizarse el torpedo había sido objeto de un año de minuciosos cálculos y consultas. Se había determinado asimismo el día preciso de la partida y el punto exacto en que se elevaría Marte en el horizonte la noche prefijada. Igualmente se determinó la hora de partir. Fue preciso tener en cuenta la rotación de la Tierra y la atracción de los cuerpos celestes más cercanos. La pista quedó trazada de acuerdo con el resultado de todos estos cálculos y se construyó con una ligera inclinación en los primeros tres cuartos de milla, para formar luego un ángulo de dos grados y medio de su horizontal, aproximadamente.

Se calculó que una velocidad de cuatro millas y media por segundo sería suficiente para neutralizar los efectos de la gravedad. A fin de vencerla debía alcanzar yo una velocidad de 6,93 millas por segundo, y para cubrir cualquier eventualidad, había dotado al torpedo de la posibilidad de cubrir una marcha de siete millas por segundo en la primera etapa y me proponía aumentarla a diez millas por segundo al traspasar la atmósfera terrestre. La velocidad que pudiera alcanzar en el espacio era problemática, pero yo había calculado que no variaría mucho de la alcanzada al abandonar la atmósfera de la Tierra hasta caer bajo la influencia de la gravitación del planeta Marte.

También me había preocupado de fijar la hora exacta de mi partida. La calculé una y otra vez, pero existían tantos factores que juzgué conveniente someter mis cálculos al criterio de un célebre físico y de un astrónomo no menos conocido. Su opinión coincidió completamente con la mía: el torpedo debía partir en su viaje a Marte poco antes de que el rojo planeta apareciera en el Este. La trayectoria debía formar constantemente un arco aplanado que al principio se vería influido considerablemente por la atracción de la Tierra que iría decreciendo en proporción inversa al cuadrado de la distancia obtenida. Como el torpedo abandonaría la superficie terrestre en curva tangente, la partida debía ser sincronizada con exactitud, a fin de que al dejar de sufrir la atracción terrestre su parte frontal se dirigiese a Marte.