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100 Clásicos de la Literatura

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—Vale más que se siente usted —dijo ella. —Hareton me defenderá si intenta pegarme.

—Si Hareton no te echa fuera del salón ahora mismo le apalearé hasta enviarle al infierno —barbotó Heathcliff. —¡Condenada bruja! ¿Conque quieres rebelarte contra mí? Échala, Hareton. ¿No me oyes? ¡Elena, como aparezca ante mi vista otra vez, la mato!

Hareton, en voz baja, trataba de persuadirla a que se fuera.

—Llévala a rastras —ordenó ferozmente Heathcliff. —Nada de charla.

Y se acercó, dispuesto a hacerlo él en persona.

—No le obedeceré nunca más, canalla —dijo Catalina. —Y Hareton no tardará en odiarle tanto como yo.

—Cállate — dijo el joven. —No le hables así.

—¿Vas a dejar que me pegue? —preguntó ella.

—¡Vámonos! —respondió el joven.

Pero Heathcliff la había alcanzado ya.

—Ahora lárgate tú —intimó a Earnshaw. —¡Maldita bruja! Esto es demasiado, haré que se arrepienta de una vez.

La había agarrado por el cabello. Hareton trató de separarle de ella y le rogó que no la maltratase. Los ojos de Heathcliff despedían centellas. Ya iba yo a auxiliar a Catalina, cuando de pronto él le soltó el cabello, la cogió por el brazo y la miró fijamente. Luego le tapó los ojos con la mano, procuró dominarse y dijo a Catalina:

—Ten mucho cuidado en no enfurecerme, porque si no, te aseguro que un día te mato. Vete con la señora Dean, estate con ella y dile a ella todas las desvergüenzas que se te antojen. ¡Y si Hareton Earnshaw te presta oído, ya le haré que se vaya a ganarse el pan donde le parezca bien! ¡Tú harás de él un perdido y un pordiosero! ¡Llévatela de aquí, Elena! ¡Idos todos!

Me llevé a la señorita que, contenta de haberse librado de la tormenta, no se resistió. Hareton se fue detrás de nosotras y el señor Heathcliff se quedó solo. Yo había aconsejado a Cati que comiera en su cuarto, pero cuando Heathcliff vio que el sitio de la joven estaba vacío, me mandó llamarla. Él no habló con nadie, comió poco y se fue enseguida diciendo que no volvería hasta el anochecer. Los dos primos se instalaron, en ausencia del amo, en el salón, y oí a Hareton reprochar a su prima la actitud que había adoptado con Heathcliff. Le dijo que no quería oírla tratarle así, que él le defendería aunque fuese el diablo en persona, y que si ella quería injuriar a alguien, prefería que le injuriase a él mismo, como antiguamente. Cati comenzó a molestarse, pero él le tapó la boca preguntándole si a ella le gustaría oír hablar mal de su padre. Ella comprendió entonces que Hareton estaba unido a Heathcliff por las cadenas de la costumbre y que sería cruel intentar romperlas. Así que en lo sucesivo se mostró bondadosa, y no creo desde entonces haberle oído murmurar ni una sílaba contra Heathcliff en presencia de su primo.

Después de este incidente, la intimidad de los jóvenes aumentó, y continuaron sus tareas de maestra y alumno. Cuando yo acababa de trabajar, entraba para verlos y el tiempo se me iba mirándolos embobada. De Cati estaba orgullosa hacía mucho tiempo, y ahora empezaba a esperar que también él me procuraría muchas satisfacciones, ya que los quería a ambos casi como si fuesen hijos míos. El buen natural de Hareton se libraba rápidamente de las sombras que la ignorancia y el rebajamiento en que le criaran habían acumulado sobre él, y los sinceros elogios que le dirigía Cati estimulaban más aún su aplicación. A medida que interiormente se animaba, se animaba también su rostro y sus facciones se dignificaban. Ya no se parecía al tosco muchacho a quien encontré el día que fui a buscar a la señorita al risco de Penniston.

Mientras yo reflexionaba sobre estas cosas y ellos seguían entregados a su ocupación, volvió Heathcliff. Entró de improviso y tuvo tiempo para examinarnos a su sabor antes de que nosotros nos diéramos cuenta de que había llegado. Yo pensé que era imposible contemplar un cuadro más apacible, y que hubiera sido una diabólica indignidad reprenderlos. Los rojos destellos de la lumbre iluminaban sus cabezas inclinadas con pueril avidez, pues aunque ella contaba ya dieciocho años y él veintitrés, ambos tenían aún mucho que aprender.

Ambos levantaron simultáneamente la vista y se encontraron con la del señor Heathcliff. No sé si ha notado usted lo semejantes que ambos tienen los ojos: son idénticos a los de Catalina Earnshaw. Cati no se parece a su madre más que en esto, y si acaso en la anchura de la frente y en ciertos detalles de la nariz que, sin que ella se lo proponga, le hacen parecer altanera. Hareton se parece aún más a Catalina Earnshaw. Siempre lo habíamos notado, pero en aquella época, en que sus sentidos y sus facultades mentales se habían despertado, la semejanza se acentuaba aún más. Acaso ese parecido desarmara a Heathcliff. Se acercó a la lumbre y, al mirar al joven, su agitación cambió de sentido. Le cogió el libro que tenía en la mano, y después de examinarlo se lo devolvió. Hizo señal a Cati de que se fuese, y Hareton salió con ella. Yo iba a seguirles, pero Heathcliff me retuvo.

—¡Qué desenlace más pobre! ¿No es cierto? —me dijo después de reflexionar un poco sobre la escena que había presenciado. —Es una consecuencia bastante absurda de mis violentos esfuerzos. Después de que me proveo de herramientas suficientes para echar abajo las dos casas y me entrego a unos trabajos casi hercúleos, resulta que me falta la voluntad para consumar mi obra. He vencido a mis antiguos enemigos y ahora puedo, si quiero, completar mi venganza en sus descendientes. Pero ¿para qué? No me interesa ya ni quiero molestarme en levantar siquiera la mano contra ellos. Pero no te figures que me propongo deslumbraros ahora con un gesto magnánimo. ¡Nada de eso! Lo que pasa es que he perdido el gusto de destruirles, y me siento con muy pocas ganas de destruir nada. Estoy a punto de sufrir un extraño cambio, Elena, y la sombra de esa transformación me envuelve ya. La vida corriente no me interesa, y casi no me ocupo de comer ni beber. Esos muchachos son las únicas cosas que presentan una apariencia material ante mis ojos, y una apariencia que me causa un dolor de agonía. En ella no quisiera ni pensar, sólo el verla me vuelve loco. Él me produce otra sensación, y, no obstante, no quisiera volverle a ver. Si pretendo explicarte los recuerdos que él me produce, puede que me creyeras demente. Pero mi pensamiento está siempre tan oculto dentro de mí mismo, que siento la tentación de transmitirlo a alguien. No digas a nadie nada de lo que estoy hablando. Ha—ce cinco minutos, Hareton me parecía, más que un ser humano, un símbolo de mi juventud. Si llego a hablarle, hubiera parecido que mis palabras eran insensatas. Su parecido con Catalina me la recordaba de un modo terrible. Ahora que no es eso lo que más me impresiona en él, porque todo me recuerda a Catalina sin necesidad de Hareton. Si miro al suelo creo ver las facciones de ella grabadas en las baldosas. En los árboles y en las nubes, en todas las cosas durante el día y llenando el aire durante la noche, veo su imagen. ¡Creo verla en las más vulgares facciones de cada hombre y cada mujer, y hasta en mi rostro! El mundo es para mí una espantosa colección de recuerdos diciéndome que ella vivió y que la he perdido. Y es más: Hareton me parecía el fantasma de mi amor, la encarnación de mis salvajes esfuerzos para conservar mi derecho a él. ¡Y mi degradación, y mi orgullo, y mi felicidad, y mis sufrimientos! En fin: es una locura hablarte de estas cosas. Pero así comprenderás por qué no quiero estar con ellos. A pesar de mi repugnancia hacia la soledad, su compañía no me conviene. Al contrario, contribuye a agravar las torturas constantes que me persiguen. Por otra parte, todo se combina para que vea con indiferencia la intimidad de los dos. Ya no puedo ocuparme de ellos.

—¿A qué cambio se refería usted, señor Heathcliff? —le dije, alarmada.

En realidad no me parecía que corriese riesgo alguno. Rebosaba salud y vigor, y su razón no me preocupaba, ya que desde muy niño había sido aficionado a lo misterioso y se complacía en hablar de cosas fantásticas. Podía estar más o menos monomaníaco, a propósito de su amor perdido, pero en todo lo demás razonaba tan bien como yo.

—No sabré precisamente de qué se trata hasta que llegue —me contestó. —Por ahora sólo lo intuyo.

—¿Presiente usted una enfermedad? —pregunté.

—No, Elena.

—¿Tiene usted miedo a morirse?

—No tengo miedo de morir, ni presiento la muerte, ni espero morirme. ¿A santo de qué me moriría? Tengo buena salud, y mis costumbres son muy ordenadas. Lógicamente debo permanecer en este mundo, y permaneceré hasta que no quede ni un pelo en mi cabeza. ¡Mas, con todo, no puedo seguir en esta situación! ¡A cada momento necesito recordarme a mí mismo que he de respirar, que ha de latirme el corazón...! Me pasa una cosa así como si tuviese que forzar a un muelle muy duro a que se mantuviese en la posición en que debe estar. He de violentarme para hacer el más pequeño acto que no se relacione con el pensamiento continuo que me devora y he de violentarme para fijarme en cualquier cosa, animada o inanimada, que no se refiera a la única cosa que llena el mundo para mí. Sólo experimento un deseo, y todo mi ser y todas mis facultades se concentran en él. Durante tanto tiempo y de tal modo lo he deseado, que estoy seguro de conseguirlo pronto, ya que ha devorado toda mi existencia. Y el deseo de que su realización se anticipe me sofoca. ¡Vaya! Lo que te he dicho no me ha aliviado, pero te explicará muchas cosas de mi modo de ser. ¡Dios mío, qué horrible lucha y qué ganas de que se acabe!

Comenzó a pasear por la habitación, murmurando para sí cosas horrorosas. Llegué a sospechar que, como José aseguraba, la conciencia había convertido en un infierno su vida terrena. Y estaba preocupada por el fin que todo aquello podría tener. Él no solía mostrar una actitud semejante, pero era indudable que no mentía cuando aseveraba que aquel era su estado de ánimo habitual. Viéndole ordinariamente, nadie se lo hubiera figurado. Usted, señor Loockwood, no se lo figuró cuando trabó conocimiento con él. Y en la época a la que ahora me refiero era igual, aunque más amigo aún de la soledad y quizá más taciturno cuando estaba con alguien.

 

CAPITULO TREINTA Y CUATRO

A los pocos días, el señor Heathcliff comenzó a prescindir de comer con nosotros, aunque no llegó a excluir del todo a Hareton y a Cati de su compañía. Optaba generalmente por ausentarse él y, al parecer, le bastaba con comer una vez cada veinticuatro horas.

Una noche, cuando toda la familia estaba acostada, le sentí bajar la escalera y salir. A la mañana siguiente no había regresado aún. Estábamos en abril. El tiempo era tibio y hermoso. La lluvia y el sol habían dado verdor a la hierba, y los manzanos que hay junto a la tapia del lado del sur estaban en flor. Cati, después de desayunarse, se empeñó en que yo cogiese una silla y fuese a hacer labor bajo los abetos. Después persuadió a Hareton, que ya estaba curado, para que cavase y arreglase un poco las flores, que al fin habían trasladado a aquel sitio para calmar a José. Yo miraba plácidamente el cielo azul y aspiraba el aroma del aire primaveral. De pronto, la señorita, que había ido hasta la entrada del parque a recoger raíces de primorosa para su plantación, volvió diciendo que había visto llegar al señor Heathcliff.

—Y, además, me ha hablado —agregó, asombrada.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Hareton.

—Que me fuera corriendo. Pero me lo dijo de un modo tan raro y tenía un aspecto tan poco corriente, que no pude por menos de pararme un momento para mirarle.

—Pues ¿qué le pasaba?

—Estaba muy excitado, alegre, hasta casi risueño... ¡Bueno, esto muy poco!

—Sin duda le sientan bien los paseos nocturnos —dije yo, tan extrañada como ella. — Y como ver al amo alegre no era un espectáculo ordinario, me las imaginé para buscar un pretexto y entrar. Heathcliff estaba ante la puerta, en pie, pálido y temblando. Pero sus ojos irradiaban un extraño placer que cambiaba completamente su semblante.

—¿Le sirvo el desayuno? —pregunté. —Después de andar por ahí fuera toda la noche, debe usted de estar hambriento.

Me hubiese agradado preguntarle adónde había ido, pero no me atrevía a hacerlo directamente.

—No tengo hambre —contestó, volviendo la cabeza. Hablaba con displicencia, como si adivinase que yo deseaba conocer el motivo de su buen humor. Yo pensé que tal vez aquel momento fuera oportuno para hacerle algunas reflexiones.

—No creo que haga usted bien en salir —le amonesté— a la hora de estar en la cama, sobre todo ahora que el aire es muy húmedo. Va a coger usted un enfriamiento o unas fiebres. ¡A lo mejor lo ha cogido ya!

—Puedo soportar lo que sea —me contestó—, y me alegrará mucho si así consigo estar solo. Anda, entra y no me fastidies.

Pasé y pude apreciar entonces que respiraba muy dificultosamente.

«Sí —pensé— se ha puesto enfermo. ¡Cualquiera sabe lo que habrá estado haciendo!» Al mediodía comió con nosotros. Le di un plato rebosante y pareció dispuesto a hacerle los honores después de su largo ayuno.

—No tengo catarro ni fiebre, Elena —dijo, refiriéndose a mis palabras de por la mañana—, y verás qué bien como.

Cogió el tenedor y el cuchillo, y cuando iba a probar el plato cambió de actitud, como si hubiera perdido el apetito súbitamente. Soltó los cubiertos, miró por la ventana ansiosamente y se fue. Mientras comíamos estuvo dando vueltas por el jardín. Hareton propuso irse a preguntarle por qué se había marchado, temeroso de que le hubiésemos disgustado con alguna cosa.

—¿Viene? —preguntó Cati a su primo, cuando éste regresaba.

—No —repuso Hareton—, pero no está enfadado. Al contrario, está muy contento. Se incomodó porque le llamé dos veces y me mandó que me volviese contigo. Parecía muy sorprendido de que a mí no me bastase con tu compañía.

Yo coloqué su plato al lado de la lumbre para que no se enfriase. Heathcliff volvió dos horas después. No se había calmado. Bajo sus negras cejas se notaba la misma anormal expresión de alegría, la misma cara pálida y la misma sonrisa en sus dientes entreabiertos. El cuerpo le temblaba, pero no como cuando se tiembla de frío o de decaimiento, sino como cuando uno está excitado. Parecía una cuerda demasiado tensa.

—¿Ha tenido usted alguna buena noticia, señor Heathcliff? —le pregunté. —Me parece encontrarle muy animado.

—No sé de dónde me van a dar buenas noticias — respondió. —A lo único que me siento animado es a comer. Y, al parecer, hoy no se come aquí.

—Tome, tome la comida —repuse. —¿Por qué no come?

—No la quiero todavía —dijo inmediatamente. Elena, haz el favor de decir a Hareton y a la muchacha que no vengan por acá. Quiero estar solo.

—¿Le han dado algún motivo para que los destierre? — pregunté. —Vamos, señor Heathcliff; dígame qué le pasa. ¿Dónde estuvo usted anoche? No se lo pregunto por curiosidad. Es que...

—Me lo preguntas por una curiosidad tonta –respondió—, pero, no obstante, te contestaré. Esta noche he estado a las puertas del infierno. Hoy, en cambio, estoy a las puertas de mi paraíso. Sólo un metro me separa de él. Y ahora, márchate. No verás nada que te asuste si dejas de espiarme.

Barrí el salón y limpié la mesa y me marché completamente perpleja.

Heathcliff no salió del salón en toda la tarde y nadie interrumpió su soledad. A las ocho, aunque no me había llamado, creí conveniente llevarle luz y la comida. Le vi apoyado en el antepecho de una ventana, pero no miraba hacia fuera, sino hacia el interior. Del fuego sólo restaban cenizas. El aire suave y húmedo de la tarde serena había invadido la habitación, y en la calma del crepúsculo podía escucharse incluso el choque de la corriente contra las piedras. Yo dejé escapar una exclamación de disgusto al ver el fuego apagado y comencé a cerrar las ventanas, hasta que llegué a aquella en que él estaba recostado.

—¿La cierro? —pregunté, notando que no se movía. Mientras le hablaba, la luz de la bujía iluminó su rostro.

Y su expresión me causó, señor Lockwood, un terror indescriptible. Con sus negros ojos, su palidez de fantasma y su terrible sonrisa, me pareció un espíritu del otro mundo. Asustada, solté la vela y quedamos en tinieblas.

—Ciérrala —dijo él con su voz acostumbrada. —¡Qué torpe eres! ¿Por qué sostenías la vela horizontalmente? Trae otra.

Salí, loca de horror, y dije a José:

—El amo dice que le lleves una luz y le enciendas el fuego.

Yo no me atrevía a volver a entrar. José entró en el salón llevando una palada de brasas y una bujía, pero salió enseguida, trayendo de paso la comida del amo, y nos dijo que éste se iba a acostar y que hasta el día siguiente no comería nada.

Sentimos a Heathcliff subir la escalera, mas no se fue a su habitación, sino a aquella donde está la cama con tabiques de madera. Como la ventana de ese cuarto es bastante ancha, se me figuró que acaso quería salir por ella sin que lo averiguáramos.

«¿Será un duende o un vampiro?», me pregunté.

Yo había leído cosas acerca de esos horribles demonios encarnados. Pero al recordar que yo misma le había cuidado cuando era niño, cómo había asistido a su desarrollo hasta que llegó a la juventud y cómo había seguido paso a paso casi toda su vida, reconocí que era absurdo dejarme llevar de tales errores.

«Sí; pero ¿de dónde procedía aquella negra criatura que un buen hombre recogió para su propio mal? », repetía dentro de mí la superstición. Y yo me debatía en un laberinto de suposiciones, medio dormida ya, buscando alguna definición que concretase lo que era Heathcliff. En sueños evoqué toda su vida, y al final me figuré que asistía a su muerte y a su sepelio, de todo lo cual no recuerdo otra cosa sino que me veía muy preocupada para saber qué inscripción habíamos de poner en su tumba, y hasta hablé sobre ello con el sepulturero, concluyendo todo con poner únicamente: «Heathcliff», ya que no tenía apellido conocido. Y, en verdad, esto sucedió así, como verá usted, señor Lockwood, si entra en el cementerio.

Con la aurora recuperé el sentido común. Me levanté y fui a ver si en el jardín había huellas, pero no vi nada.

«Se habrá quedado en casa», pensé.

Preparé el desayuno y aconsejé a Hareton y a Cati que ellos lo tomaran primero. Optaron por desayunar en el jardín, bajo los árboles, y les llevé allí una mesa.

Cuando entré otra vez en la casa, encontré el amo hablando con José sobre asuntos de la finca. Le dio claras y precisas instrucciones sobre lo que trataban, pero noté que hablaba muy deprisa y daba otras exageradas muestras de excitación. José salió y Heathcliff se sentó en su sitio habitual. Le llevé un tazón de café. Lo aproximó hacia sí, apoyó mirar a la pared de enfrente, examinándola de arriba abajo con tal concentración, que hasta suspendió la respiración durante medio minuto.

—Coma —exclamé, poniéndole en la mano un pedazo de pan— coma y tome el café antes de que se enfríe. Lo tiene usted delante hace una hora...

No pareció fijarse en mí. Sonrió de un modo tan horrible, que hubiera preferido verle rechinar los dientes antes de sonreír de aquella manera.

—¡Señor Heathcliff! —grité. —Me mira usted como si estuviese contemplando una visión del otro mundo. ¡Por amor de Dios!

—Y tú habla más bajo, por amor de Dios también — contestó. —Mira alrededor y dime si estamos solos.

—Desde luego —contesté— desde luego que sí.

Pero, no obstante, miré como si lo dudara. Él separó el tazón y lo demás y apoyó los codos sobre la mesa.

Reparé entonces en que no concentraba la vista en la pared, sino como a unos dos metros de distancia. Viese lo que viese, ello le hacía a la vez estremecerse de placer y de dolor, o por lo menos, lo parecía, a juzgar por la expresión de su rostro. Lo que creía ver no permanecía inmóvil, ya que los ojos de Heathcliff cambiaban constantemente de dirección. Yo traté de convencerle de que comiese, pero estérilmente. Cuando a veces, atendiendo a mis ruegos, tendí la mano hacia un trozo de pan, sus dedos se crispaban antes de alcanzarlo, y enseguida se olvidaba de ello.

Me senté pacientemente y procuré distraerle de su obsesión. Al fin se levantó disgustado y me dijo que yo le impedía comer en paz. Agregó que en lo sucesivo le dejara el servicio en la mesa y me fuera. Y después de pronunciar estas palabras salió al jardín, bajó lentamente por el sendero y desapareció a través de la verja.

Transcurrieron las horas muy angustiosamente para mí y otra vez llegó la noche. Me acosté muy tarde y no pude conciliar el sueño. Él volvió después de las doce, pero se encerró en su habitación de abajo en lugar de irse a su alcoba. Escuché un rato y, al cabo, me vestí y bajé.

Percibí los pasos del señor Heathcliff, que paseaba lentamente. De cuando en cuando respiraba hondamente, de un modo tan angustioso, que parecía gemir. También le oí murmurar algunas palabras, entre las cuales distinguí claramente el nombre de Catalina, acompañado de alguna otra expresión de amor o de dolor. Parecía que hablaba con alguien con palabras que saliesen del fondo de su alma. No me atreví a entrar en la habitación; pero para distraer su atención empecé a revolver el fuego de la cocina. Él me sintió antes de lo que yo esperaba. Salió y dijo:

—¿Es ya de día, Elena? Trae la luz.

—Están dando las cuatro —contesté. —Si necesita vela para subir, puede encenderla aquí, en la lumbre.

—No subo —respondió. Prepara este aposento.

—Tengo que encender bien las ascuas antes de traerlas —dije, mientras tomaba una silla y empuñaba el fuelle.

Heathcliff paseaba de un lado a otro y parecía casi completamente absorto en sí mismo. Los suspiros entrecortaban su respiración.

—Cuando amanezca tengo que mandar a buscar a Green —me dijo. —Quiero hacerle unas consultas sobre cosas legales ahora que todavía estoy en pleno juicio. Aún no tengo redactado mi testamento y no sé qué haré con mis bienes. Siento mucho no poder hacerlos desaparecer de la faz de la Tierra.

—No diga eso, señor Heathcliff —respondí—, y déjese de testamentos. Aún le quedará tiempo de arrepentirse de las muchas injusticias que ha cometido usted. Nunca creí posible que sus nervios se alterasen tanto como lo están ahora. Y es que lleva usted tres días haciendo una vida que no la hubiera resistido ni un coloso. Coma algo y descanse. Mírese al espejo y verá que le urgen una y otra cosa. Tiene usted chupadas las mejillas y los ojos inyectados en sangre. ¡Claro! Está muerto de hambre y de sueño...

 

—No creas que no como ni duermo porque dependa de mí. No lo hago deliberadamente. En cuanto pueda, comeré y dormiré. Pero pedírmelo ahora es como pedir a un náufrago que nade cuando está a una braza de la orilla. Primero llegaré a ella y ya descansaré luego. Bueno, no pensemos en el señor Green. Y respecto a mis injusticias, como no he cometido ninguna, de ninguna tengo que arrepentirme. Soy demasiado feliz, y, sin embargo, aún no lo soy tanto como quisiera serlo. La felicidad de mi alma aniquila mi cuerpo, y, no obstante, no le basta con lo que tiene...

—¡Extraña felicidad es la suya, señor! —comenté. —Si usted quisiera oírme sin enfadarse, le daría un consejo que le permitiría sentirse más dichoso.

—¿Qué consejo? Dámelo.

—Ya sabe usted, señor Heathcliff, que desde los trece años ha vivido usted una vida egoísta e impía. Seguramente que desde entonces no ha cogido usted una Biblia. Debe usted de haber olvidado las enseñanzas cristianas y quizá no le sobrará volverlas a repasar. ¿Qué habría de malo en llamar a un sacerdote para que le recordase las enseñanzas de Cristo y le hiciese comprender cuánto se ha separado usted de ellas y lo mal dispuesto que está su espíritu para salvarse, a menos que no se arrepienta antes de morir?

—Más que enfadarme, te agradezco que me hables de eso, Elena, porque así me recuerdas que tengo que darte instrucciones sobre mi entierro. Mandarás que me sepulten al atardecer. Tú y Hareton podéis acompañarme, si os parece bien, y no te olvides de hacer que el sepulturero obedezca las instrucciones que le di. No hace falta que acuda cura alguno ni que se recen responsos. ¡Te aseguro que yo he alcanzado ya mi cielo, y si algún otro hay, no me interesa nada!

—¿Y si por empeñarse en no comer se muriese y por esa causa no le quisieran enterrar en tierra sagrada? —observé, disgustada de su indiferencia. —¿Qué le parecería?

—No se dará ese caso —contestó—, pero, si ocurre, ocúpate de que me entierren allí en secreto. Y si no lo haces así, ya te demostraré de un modo tangible que los muertos no se disuelven en la nada.

Cuando oyó que se levantaban los demás de la casa, se fue a su cuarto, y yo respiré, aliviada. Pero, por la tarde, después que salieron Hareton y José, me fue a buscar a la cocina y me pidió que me sentase a su lado en el salón. Necesitaba compañía, al parecer. Yo le contesté que su aspecto y su conversación me intimidaban, y que ni mi voluntad ni mi estado de nervios me permitían acompañarle.

—Ya veo que me tienes por un demonio —dijo, riendo lúgubremente. Me consideras demasiado horrible para vivir en una casa normal —y volviéndose a Cati, que se escondía detrás de mí al acercarse él, añadió, medio en broma: Y tú, ¿no quieres venir conmigo? No, claro. Para ti debo de ser peor que el diablo todavía. Pero allí dentro hay alguien que no me rehusará su compañía.

No pidió a nadie más que le acompañase. Al oscurecer se fue a su cuarto. Toda la noche le oímos quejarse y hablar solo. Hareton quería entrar, pero yo le mandé a buscar al señor Kennett. Cuando éste vino, encontramos que la puerta del amo estaba cerrada por dentro. Heathcliff nos mandó al diablo, aseguró que se encontraba mejor y ordenó que le dejásemos en paz. Así que el médico se marchó.

La noche siguiente fue muy lluviosa. Estuvo diluviando hasta el amanecer. Cuando salí al jardín por la mañana, vi que la ventana del cuarto de la cama de tablas, donde estaba Heathcliff, se hallaba abierta y la lluvia entraba por ella a raudales.

«Si estuviese en la cama —dije para mí—, se hubiera calado. Debe de haberse levantado o salido. ¡Vaya, voy a verle sin más miramientos!» Encontré otra llave que servía para abrir la puerta de la habitación, y entré. No viendo a nadie en el cuarto separé los paneles corredizos del lecho de tablas. El señor Heathcliff estaba en él, tendido de espaldas. Tenía en los labios una especie de sonrisa, y sus ojos miraban fijamente de un modo agudo y feroz. El corazón se me heló.

Pero no podía creer que estuviese muerto. Mas su cabeza y su cuerpo, así como las sábanas, estaban chorreando, y él no se movía. Los postigos de la ventana, movidos por el viento, se agitaban de un lado a otro y le habían lastimado una mano que tenía apoyada en el alféizar. No obstante, no sangraba. Cuando le toqué, no dudé más. Estaba muerto y rígido. Cerré la ventana, separé de la frente de Heathcliff su largo cabello y traté de cerrarle los párpados para ocultar aquella terrible mirada, pero no lo conseguí. Sus ojos parecían burlarse de mí, y sus dientes, brillando entre los labios entreabiertos, también. Asustada, llamé a José. El viejo alborotó y rezongó y se negó en redondo a hacer nada con el cadáver.

¡El diablo se ha llevado su alma! —gritó. — ¡Y por lo que dependa de mí, también cargará con sus restos! ¡Mira qué malvado! Está enseñando los dientes a la Muerte...

Y el viejo trató de imitar su mueca para mofarse de él. Por su aspecto, creí que hasta iba a bailar de alegría alrededor del lecho. Sin embargo, recobró su compostura, e hincándose de rodillas y levantando las manos al cielo, dio gracias a Dios de que el amo legítimo y la antigua estirpe recuperasen al fin los derechos que les correspondían.

El suceso me dejó anonadada, y sin querer recordé con tristeza los antiguos tiempos. El pobre Hareton fue el que más se disgustó de todos nosotros. Toda la noche veló junto al cadáver, llorando amargamente. Apretaba la mano del muerto, besaba su áspero y sarcástico rostro, que sólo él se atrevía a mirar, y mostraba el dolor sincero que brota siempre de los pechos nobles, aunque sean duros como el acero bien templado.

El señor Kennett se vio bastante perplejo para diagnosticar las causas de la muerte. No le hablé de que el amo había pasado sin comer los cuatro últimos días para evitar que esto acarreara complicaciones. Por mi parte, estoy segura de que aquello fue efecto y no causa de su singular enfermedad.

Le dimos sepultura como había ordenado, no sin que el vecindario se escandalizase. Hareton, yo, el sepulturero y los seis hombres que transportaban el ataúd compusimos todo el cortejo fúnebre. Los seis hombres se marcharon después que se bajó el ataúd a la fosa, pero nosotros nos quedamos aún. Hareton, con la cara arrasada en lágrimas, cubrió la tumba de verde hierba. Ahora creo que su sepulcro está tan florido como los otros dos que se hallan junto a él, y espero que también su ocupante descanse en paz. Pero si preguntara usted a los lugareños, le dirían que el fantasma de Heathcliff se pasea por los contornos. Hay quien asegura haberle visto junto a la iglesia y en los pantanos, y hasta dentro de esta casa. «Eso son habladurías», diría usted, y yo opino lo mismo. Y no obstante, ese viejo que está junto al fuego, en la cocina, jura, que, desde que murió Heathcliff, lo ve a él, y a Catalina Earnshaw, todas las noches de lluvia, siempre que mira por las ventanas de su cuarto. Y a mí me sucedió una cosa muy rara hace alrededor de un mes. Había ido yo a la Granja una oscura noche que amenazaba tempestad, y al volver a las Cumbres encontré a un muchacho que conducía una oveja y dos corderos. Lloraba desconsoladamente, y me figuré que los corderos eran díscolos y no se dejaban conducir.

—¿Qué te pasa, chiquillo? —le pregunté.

—Ahí abajo están Heathcliff y una mujer –balbució— y no me atrevo a pasar, porque quieren cogerme.