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100 Clásicos de la Literatura

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Durante unos instantes, el pecho de Hareton se agitó en silencio. Estaba colérico y mortificado, y le costó mucho dominarse. Yo me puse en pie y me asomé a la puerta. Él salió de la habitación, y a los pocos minutos volvió cargado con media docena de libros. Se los echó a Cati en el regazo y dijo:

—Ahí los tienes. No quiero volver a verlos más, ni a leerlos, ni a ocuparme para nada de lo que dicen.

—Yo no los quiero —contestó ella. Me harían recordarte, y los odiaría.

Sin embargo, abrió uno, que mostraba haber sido manoseado muchas veces, y comenzó a leer un pasaje con la pronunciación lenta y dificultosa de alguien que estuviera aprendiendo a leer. Después se echó a reír y lo tiró.

—¡Escuchad! —dijo después. Y comenzó a recitar de la misma manera los versos de una antigua balada.

Él no pudo aguantar más. Oí —sin sentirme inclinado a censurarle del todo— un bofetón que hizo callar la provocativa lengua de la muchacha. Ella había hecho todo lo posible para exasperar los incultos, pero susceptibles, sentimientos de amor propio de su primo, y a éste no se le ocurría otro argumento que aquel tan contundente para saldar la cuenta. Después él cogió los libros y los arrojó al fuego. Me di cuenta de que este holocausto que hacía en aras de su rencor le era muy penoso. Supuse que mientras los veía arder recordaba el placer que su lectura le había producido, y también pensé en el entusiasmo con que había empezado secretamente a estudiar. Él se había limitado a trabajar y a hacer una vida vegetativa hasta que Cati se cruzó en su camino. El desprecio que ella le demostraba y la esperanza de que algún día le felicitase habían sido los motivos de su afán de aprender, y he aquí que, por el contrario, ella premiaba sus esfuerzos con burlas.

—¡Mira para lo que le valen a un bruto como tú! —gimió Catalina, chupándose el labio lastimado y asistiendo al incendio con indignados ojos.

—Más te valdría callar —repuso furioso.

Y se dirigió muy agitado hacia la puerta. Me aparté para dejarle pasar; pero en el mismo umbral se tropezó con el señor Heathcliff, que llegaba en aquel momento y que le preguntó, poniéndole una mano en el hombro:

— ¿Qué te pasa, muchacho?

—Nada —contestó el joven. Y se alejó para devorar a solas su pena.

Heathcliff le miró y murmuró, ignorando que yo estaba allí al lado:

—Sería extraordinario que yo me rectificase. Pero cada vez que me propongo ver en su cara el rostro de su padre veo el de ella. Me es insoportable mirarle.

Bajó la vista y entró. Estaba pensativo. Noté en su rostro una expresión de inquietud que las otras veces no observara, y me pareció más delgado. Su nuera, al verle entrar, había huido a la cocina.

—Me alegro de que ya pueda salir de casa, señor Lockwood —dijo Heathcliff respondiendo a mi saludo—, aunque hasta cierto punto sea por egoísmo, ya que no me sería fácil encontrar otro inquilino como usted en esta soledad. No crea que no me he preguntado algunas veces cómo se le ha ocurrido venir aquí.

—Sospecho que por un capricho tonto, como es un necio capricho el que ahora me aconseja marcharme —contesté. Me vuelvo a Londres la semana próxima, y creo oportuno advertirle que no me propongo renovar el contrato de la Granja de los Tordos cuando venza. No pienso volver a vivir allí más.

—¿Se ha cansado usted de aislarse del mundo? Bueno, pero si espera usted que le condone los alquileres de los meses que le faltan, pierde usted el tiempo. No renuncio a mis derechos jamás.

—No he venido a pedirle que renuncie a nada —respondí incomodado. Y, sacando la cartera del bolsillo, agregué: Si quiere, liquidaremos ahora mimo.

—No es necesario —respondió con frialdad, —Seguramente usted dejará objetos suficientes para cubrir su débito, en el supuesto de que no vuelva usted. No me corre prisa. Tome asiento y quédese a comer con nosotros. ¡Cati! Sirve la mesa.

Cati compareció trayendo los cubiertos.

—Tú puedes comer con José en la cocina —le dijo Heathcliff, aparte—, y estarte allí hasta que éste se vaya.

Ella le obedeció y acaso no se le ocurrió siquiera lo contrario. Viviendo como vivía entre palurdos y misántropos es muy fácil que no supiese apreciar otra clase mejor de gente cuando por casualidad la encontraba.

Heathcliff, melancólico y huraño, a un lado y Hareton, mudo, a otro— transcurrió muy poco alegremente. Me despedí en cuanto pude. Me hubiese gustado salir por la puerta de atrás para ver otra vez a Cati y para molestar al viejo José, pero no pude hacer lo que me proponía porque mi huésped mandó a Hareton que me trajese el caballo, y él mismo me acompañó hasta la salida.

« ¡Qué tristemente viven en esta casa! —medité mientras bajaba por el camino. —¡Y qué hermoso y romántico cuento de hadas hubiese sido para la señora Linton Heathcliff el que nos hubiésemos enamorado, como su bondadosa aya quería, y hubiésemos marchado juntos a la bulliciosa ciudad»

CAPITULO TREINTA Y DOS

En septiembre del año pasado un amigo me invitó a hacer estragos con él en los cotos de caza que poseía en el Norte, y, de camino, pasé, sin esperarlo, a poca distancia de Gimmerton. El mozo de cuadra de la posada en que me había parado para que mis caballos bebiesen, dijo al ver un carro cargado de avena recién segada:

—Ese viene de Gimmerton. Siempre siegan tres semanas después que en los demás sitios.

—¿Gimmerton? —dije.

El recuerdo de mi residencia en aquel lugar casi se había esfumado en mi memoria.

— ¡Ah, ya! —agregué. ¿Está lejos de aquí?

—Unos veinte kilómetros de mal camino —me contestó el mozo.

Sentí un repentino deseo de visitar la Granja de los Tordos. No era mediodía aún, y pensé que pasaría la noche bajo el techo de la que todavía era mi casa, tan bien por lo menos como en una posada. Y, de paso, podía arreglar mis cuentas con el dueño, lo que me evitaría más adelante hacer un viaje con aquel objeto. Así que, después de descansar un rato, encargué a mi criado que averiguase el camino de la aldea, y no sin fatigar a nuestras cabalgaduras, llegamos a Gimmerton al cabo de tres horas.

Dejé al criado en el pueblo y me dirigí a través del valle. La parda iglesia me pareció aún más parda y el desolado cementerio más desolado aún. Una oveja pacía el exiguo césped que cubría las tumbas. El aire, demasiado caluroso, no me impidió gozar del bello panorama. Si no hubiera estado la estación tan adelantada creo que me hubiese sentido tentado a quedarme una temporada allí.

En invierno no había nada más sombrío, pero en verano nada más agradable que aquellos bosquecillos escondidos entre los montes y aquellas extensiones cubiertas de matorrales.

Alcancé la Granja antes de ponerse el sol y llamé a la puerta. Pero sus habitantes estaban en la parte trasera, a juzgar por la ligera humareda que salía de la chimenea de la cocina, y no me sintieron. Entonces entré en el patio. En la puerta, una niña de nueve a diez años se entretenía haciendo calceta y una vieja fumaba una pipa.

—¿Está la señora Dean? —pregunté a la anciana.

— ¿La señora Dean? No. Vive en las Cumbres.

—¿Es usted la guardiana de la casa?

—Sí —contestó.

—Pues yo soy Lockwood, el inquilino de la casa. Quiero pasar aquí la noche. ¿Hay alguna habitación preparada?

—¡El inquilino! —exclamó estupefacta. —¿Cómo no nos avisó de su llegada? En toda la casa, señor, no hay siquiera un cuarto en condiciones.

Se quitó la pipa de la boca y se lanzó dentro de la casa. La niña la siguió, y yo la imité. Pude comprobar que la anciana no había faltado a la verdad, y, además, que mi presencia la había trastornado. Procuré calmarla diciéndole que iría a dar un paseo, y que entretanto me arreglase una alcoba para dormir y un rincón en la sala para cenar. No era preciso andar con limpieza ni barridos. Me bastaban un fuego y unas sábanas limpias. Ella mostró deseo de hacer cuanto pudiera, y si bien en el curso de sus trabajos metió la escoba en la lumbre confundiéndola con el atizador y cometió otras varias equivocaciones, no obstante me marché con la confianza de que al volver encontraría donde instalarme. El objetivo de mi paseo era Cumbres Borrascosas; pero antes de salir del patio se me ocurrió una idea que me hizo volverme.

—¿Están todos bien en las Cumbres? —pregunté a la anciana.

—Que yo sepa, sí —me contestó mientras salía llevando en la mano un cacharro lleno de ceniza.

Me hubiese gustado preguntarle la causa de que la señora Dean no estuviera ya en la Granja, pero, comprendiendo que no era oportuno interrumpirla en sus faenas, le volví la espalda y me fui lentamente. A mi espalda brillaba aún el sol, y ante mí se levantaba la luna. Salía del parque y escalé el pedregoso sendero que conducía a la casa de Heathcliff. Cuando llegué a ella, del día sólo quedaba, en poniente, una leve luz ambarina. Pero una espléndida luna permitía divisar cada piedra del camino y cada brizna de hierba. No tuve que llamar a la verja: cedió al empujarla, Pensé que esto siempre era una mejora. Y aún aprecié otra: una fragancia de enredaderas que inundaba el aire.

Puertas y ventanas estaban abiertas. Como es frecuente ver en aquellas regiones, un gran fuego brillaba en la chimenea, a pesar del calor. El salón de Cumbres Borrascosas es tan grande, que queda sitio de sobra para poder separarse del hogar. Las personas que había allí estaban sentadas junto a las ventanas. Antes de penetrar, las vi y las oí hablar, y me fijé en ellas con un sentimiento de curiosidad que, a medida que fui avanzando, se convirtió en envidia.

—Contrario —dijo una voz que sonaba tan dulcemente como una campanilla de plata. —¡Van tres veces, torpón! No te lo volveré a repetir. ¡Acuérdate, o te tiro de los pelos!

 

—Contrario —pronunció otra voz que procuraba suavizar su robusto tono. —Ahora dame un beso en recompensa de haberlo dicho bien.

—No, no te lo daré hasta que lo pronuncies correctamente.

El locutor masculino volvió a reanudar su lectura. Era un hombre joven, correctamente vestido, que estaba sentado a la mesa y tenía un libro delante. Sus hermosas facciones brillaban de satisfacción, y sus ojos abandonaban con frecuencia la página para fijarse en una blanca y pequeña mano que se apoyaba en su hombro y le asestaba un cariño—so golpecito cada vez que su poseedora descubría semejantes faltas de atención. La dueña de la mano estaba en pie detrás del joven, y a veces sus cabellos rubios se mezclaban con los castaños de su compañero. Y su cara... Pero era una suerte que él no pudiese verle la cara, porque no hubiera podido conservar la serenidad. En cambio, yo sí la veía, y me mordí los labios de despecho pensando en la ocasión que había desperdiciado de hacer algo más que limitarme a mirar aquella sorprendente belleza.

Terminada la lección, en la que no faltaron algunos tropezones más, el alumno reclamó el premio ofrecido y lo recibió en forma de cinco besos, que tuvo la generosidad de devolver. A continuación se acercaron a la puerta, y por todo lo que hablaban, saqué en limpio que iban a pasear por los pantanos. Pensé que el corazón de Hareton Earnshaw, por muy silenciosa que permaneciera su boca, me desearía los más crueles tormentos de las profundidades infernales si en aquel instante me presentaba yo ante ellos, y me apresuré a refugiarme en la cocina.

Allí, sentada a la puerta, distinguí a mi antigua amiga Elena Dean, cosiendo y cantando una canción, frecuentemente interrumpida por agrias palabras que salían del interior y cuyo tono destemplado distaba mucho de sonar musicalmente.

—Aunque fuera así, valía más oírlos jurar de la mañana a la noche que escucharte a ti —dijo aquella voz en respuesta a algún comentario de Elena ignorado por mí. —¡Clama al Cielo que no pueda uno abrir la Santa Biblia sin que inmediatamente comiences tú a cantar las alabanzas del demonio y las vergonzosas maldades mundanas! ¡Oh!, las dos estáis pervertidas y haréis que ese pobre muchacho pierda su alma! ¡Está embrujado! —añadía gruñendo. ¡Oh, Señor! ¡júzgalas Tú, ya que no hay ley ni justicia en este país!

—Sí, no debe de haberlas cuando no estamos retorciéndonos entre las llamas del suplicio, ¿verdad? Cállate, vejete, y lee tu Biblia sin ocuparte de mí. Voy a cantar ahora Las bodas del hada Anita, que, por cierto, es bailable.

Y la señora Dean iba a empezar, cuando yo me adelanté. Me reconoció al punto, y se levantó, gritando:

—¡Oh, señor Lockwood, bien venido sea! ¿Cómo es que ha venido usted sin avisar? La Granja de los Tordos está cerrada. Debió usted advertirnos que venía.

—Ya he dado órdenes allí, y podré arreglarme durante el poco tiempo que pienso estar —contesté. —Me marcho mañana. ¿Cómo la encuentro aquí ahora, señora Dean? Explíquemelo.

—Zillah se despidió, y el señor Heathcliff me hizo venir cuando usted se fue a Londres. Entre, entre... ¿Ha venido usted a pie desde Gimmerton?

—Vengo de la granja —repuse—, y quisiera aprovechar la oportunidad para liquidar con su amo, ya que no es fácil que se presente ocasión más propicia para los dos.

—¿Liquidar? —preguntó Elena, mientras me acompañaba al salón. —¿Qué hay que liquidar, señor?

—¡El alquiler!

—Entonces tendrá usted que entenderse con la señora, o, mejor dicho, conmigo, porque ella todavía no sabe llevar bien sus cosas, y soy yo quien me ocupo de todo.

La miré asombrado.

—Veo que usted todavía no sabe que Heathcliff ha muerto —añadió.

—¿Que ha muerto? ¿Cuándo?

—Hace tres meses. Siéntese, deme el sombrero, y se lo contaré todo. No ha comido usted aún, ¿verdad?

—Ya he mandado en casa que preparen cena. Siéntese usted también. No se me había ocurrido que aquel hombre hubiera muerto. ¿Cómo fue? Los jóvenes no volverán pronto...

—Sí, tardarán. Siempre les estoy reprendiendo, pero tardan más cada vez. Bien, por lo menos, tome usted un vaso de cerveza. Está usted fatigado.

Y se fue por ella antes de que yo pudiera impedírselo. Oí como José le reprochaba el tener amigos a su edad y el hacerlos beber a costa de las bodegas del amo, lo que le parecía tan escandaloso que se sentía avergonzado de no haber muerto antes de asistir a ello.

—A los quince días de irse usted —empezó—, me llamaron para que fuese a Cumbres Borrascosas, lo que hice con el mayor placer, pensando en Cati. Al verla, quedé asustada y disgustadísima: tal era el cambio que aprecié en ella desde que la viera por última vez. El señor Heathcliff no detalló los motivos por los que me hiciera venir. Se limitó a decirme que me reservase la salita para su nuera y para mí, ya que de sobra tenía con verla una o dos veces diarias. A ella esto le gustó. Yo comencé a pasarle ocultamente libros y cosas que tenía en la Granja y le agradaban, y esperábamos pasarlo bastante bien. Pero no tardamos en desengañarnos. Cati se volvió muy pronto melancólica y se irritaba por cualquier niñería. No le permitían salir del jardín, y esto aumentaba su disgusto, sobre todo a medida que iba entrando la primavera. Además, yo tenía que atender a las cosas de la casa, y ella tenía que quedarse sola, lo que la contrariaba hasta el extremo de que prefería bajar a la cocina para pelearse con José, que permanecer sola en su cuarto. Yo no hacía caso de todo eso; pero como Hareton tenía muchas veces que irse a la cocina cuando el amo quería estar solo en el salón, ella principió a cambiar de modo de ser respecto a él. Siempre estaba hablándole, zahiriéndole, criticando la vida que llevaba.

—¿Verdad, Elena —dijo una vez—, que hace la misma vida de un perro o de una caballería? Trabaja, come y duerme sin preocuparse de más. ¡Qué vacía debe tener la cabeza y qué oscuro el espíritu! ¿Sueñas alguna vez, Hareton? ¿Qué sueñas? ¿Por qué no hablas?

Y miró a Hareton; pero él no se dignó contestarle, ni mirarla siquiera.

—Puede que ahora esté soñando —continuó Cati. —Ha hecho un movimiento como los que hace Juno.

—El señorito Hareton acabará pidiendo al amo que la envié a usted arriba si no se porta usted bien con él —le dije.

Hareton no sólo había hecho un movimiento, sino que hasta había llegado a cerrar amenazadoramente los puños.

—Ya sé por qué Hareton no habla nunca cuando yo estoy en la cocina —siguió ella. Tiene miedo de que me burle. Una vez empezó él solo a aprender a leer, y porque me reía de él, echó los libros al fuego. ¿Qué te parece, Elena?

— ¿Cree usted que hizo bien, señorita? —repuse.

—Puede que no me portase bien —contestó— pero yo no creía que él fuera tan tonto. Hareton, ¿quieres un libro?

Y le entregó uno que ella había estado leyendo, pero él lo tiró al suelo, amenazándola con partirle la cabeza si no le dejaba en paz.

—Bueno, me voy a acostar —dijo ella. Lo dejo en el cajón de la mesa.

Y se fue, después de advertirme por lo bajo que estuviese atenta para ver si Hareton cogía el libro. Pero, con gran sentimiento de Cati, no lo cogió. Ella estaba disgustada de la pereza de Hareton, y también de haber sido culpable de paralizar su deseo de aprender. Se aplicaba, pues, a remediar el mal. Mientras yo planchaba o hacía cualquier cosa, Cati solía leer en voz alta algún libro interesante. Si Hareton estaba presente, acostumbraba a interrumpir la lectura en los pasajes de más emoción. Luego dejaba el libro allí mismo, pero él se mantenía terco como un mulo, y no picaba el anzuelo. Los días lluviosos se sentaba al lado de José, y los dos permanecían quietos como estatuas al calor de la lumbre. Si la tarde era buena, Hareton salía a cazar, y Cati bostezaba, suspiraba y se empeñaba en hacerme hablar. Y luego, cuando lo conseguía, se marchaba al patio o al jardín, y acababa echándose a llorar.

El señor Heathcliff se hundía cada vez más en su misantropía y casi no permitía a Hareton que apareciese por la sala. El muchacho sufrió a primeros de marzo un percance que le relegó a vivir casi de continuo en la cocina. Merodeando por el monte, se le disparó la escopeta, y la carga le hirió en un brazo. Cuando llegó a casa, había perdido mucha sangre.

Hasta que estuvo curado, tuvo que permanecer en la cocina casi continuamente. A Cati le agradó que estuviera allí. Me incitaba constantemente a hacer algo abajo para tener motivos de bajar ella.

El lunes de Pascua, José fue a llevar ganado a la feria de Gimmerton. Pasé la tarde en la cocina repasando ropa. Earnshaw estaba sentado junto al fuego, tan sombrío como de costumbre, y la señorita se divertía en echar el aliento a los cristales de la ventana y trazar figuras con el dedo. De cuando en cuando canturreaba o hacía alguna exclamación, o bien miraba a su primo, que seguía inmóvil, fumando, mirando al fuego. Dije a Cati que me tapaba la luz, y entonces ella se acercó a la chimenea. Al principio no me fijé en nada, pero luego oí que decía.

—¿Sabes, Hareton, que... ahora... me gustaría que fueras mi primo si no te mostraras tan rudo y enfadado?

Hareton guardó silencio:

—¿Me oyes, Hareton? ¡Hareton, Hareton! —siguió ella.

—¡Quítate de en medio! —dijo él hoscamente.

—Venga esa pipa —respondió la joven.

Y antes de que él pudiera reparar en nada, se la arrancó de la boca y la echó al fuego. Él la insultó groseramente y cogió la pipa.

—Espera —exclamó Cati. —Quiero hablarte y no puedo hacerlo teniendo esas nubes ante la cara.

Él repuso:

—¡Déjame y vete al diablo!

—No quiero —insistió ella. —No sé qué hacer para que me hables. Cuando te llamo tonto no pretendo insultarte ni quiero dar a entender que te desprecie. Anda, Hareton, atiéndeme, eres mi primo.

—No tengo nada que ver contigo, ni con tu soberbia, ni con tus condenadas burlas —replicó el joven. —¡Antes me iré al infierno que volver a mirarte! ¡Quítate de ahí!

Catalina frunció el entrecejo y se sentó junto a la ven—tana mordiéndose los labios y tarareando para dominar sus deseos de echarse a llorar.

—Debía usted hacer las paces con su prima, señorito Hareton —le aconsejé—, puesto que ella está arrepentida de haberle provocado. Si fuesen ustedes amigos, ella le convertiría en otro hombre.

—¡Sí, sí! —contestó. —Me odia y no me considera digno ni de limpiarle los zapatos. Aunque me dieran una corona, no me expondría más a ser motivo de burla para ella por intentar agradarle.

—Yo no te odio —dijo Cati llorando. —Eres tú el que me odia a mí. ¡Me odias tanto o más que al señor Heathcliff!

—Eres una embustera —aseguró Earnshaw. —¡Después de haberle incomodado tantas veces por defenderte! Y eso a pesar de que me hacías enfadar y te burlabas de mí... Si sigues molestándome, iré a decirle que he tenido que marcharme de aquí por culpa tuya.

—Yo no sabía que me defendieras —contestó ella, secándose los ojos—, me sentía desgraciada y os odiaba a todos. Pero ahora te lo agradezco y te pido perdón. ¿Qué más quieres que haga?

Se acercó al hogar y le alargó la mano. Hareton se puso sombrío como una nube de tormenta, apretó los puños y miró al suelo. Pero ella comprendió que aquello no era odio, sino testarudez, y, después de un instante de indecisión, se inclinó hacia él y le besó en la mejilla. Enseguida, creyendo que yo no la había visto, se volvió a la ventana. Yo moví la cabeza en señal de censura, y ella murmuró:

—¿Qué iba a hacer, Elena? No quería mirarme ni darme la mano, y no he sabido probarle de otro modo que le quiero y que deseo que seamos buenos amigos.

Hareton tuvo la cara baja varios minutos, y cuando la volvió a alzar no sabía dónde poner los ojos.

Catalina empaquetó en papel blanco un bonito libro, lo ató con una cinta, escribió en el envoltorio estas palabras: «Al señor Hareton Earnshaw», y me encargó que yo entregase el regalo al destinatario.

—Si lo acepta —me dijo—, indícale que iré yo a enseñarle a leerlo bien, y si lo rechaza, adviértele que me iré a mi habitación.

Yo hice todo lo que me decía. Hareton no abrió los dedos para coger el libro, pero no lo rechazó tampoco, así que se lo puse sobre las rodillas y me volví a mis ocupaciones. Cati se apoyó de codos sobre la mesa. Sonó de pronto el crujido del papel, que Hareton quitaba del libro, y ella entonces se levantó y fue a sentarse junto a su primo. Él se estremeció y se le encendió el rostro. La acritud y la aspereza huyeron de él. Al principio no supo pronunciar ni una palabra mientras ella le hablaba:

 

—Me harás muy dichosa si lo dices.

Él murmuró algo que yo no pude oír.

—¿Entonces seremos amigos? —agregó Cati.

—No —dijo él—, porque cuanto más me conozcas más te avergonzarás de mí.

—¿Así que te niegas a ser amigo mío? —continuó ella sonriendo dulcemente y aproximándose más al muchacho.

Ya no oí lo demás que se decían, pero al mirarles distinguí dos rostros tan alegres inclinados sobre el mismo libro, que comprendí que, a partir de aquel momento, se había hecho la paz entre los dos enemigos. El libro que miraban tuvo la virtud de hacerles permanecer embelesados hasta que llegó José. El pobre hombre se escandalizó al ver a Cati y a Hareton sentados juntos, y a ella apoyando su mano en el hombro de su primo. Tan asombrado quedó, que ni siquiera supo exteriorizar su sorpresa, sino con profundos suspiros que lanzaba mientras abría su Biblia sobre la mesa y apilaba sobre ella los sucios billetes de Banco, que eran el producto de sus transacciones en la feria. Finalmente, llamó a Hareton.

—Toma ese dinero, muchacho, y llévaselo al amo —dijo. —Ya no podremos seguir aquí. Tenemos que buscarnos otro sitio donde estar.

—Vámonos, Catalina —dije yo a mi vez—, ya he acabado de planchar.

—Todavía no son las ocho —respondió la joven, levantándose a su pesar. —Voy a dejar ese libro en la chimenea, Hareton, y mañana traeré más.

—Cuantos libros traiga usted, los llevaré al salón —intervino José—, y milagro será que vuelva usted a verlos. Así que haga lo que le parezca.

Catalina le amenazó con que los libros de José responderían de los daños que pudieran sufrir los suyos, se rio al pasar al lado de Hareton y subió a su cuarto con el corazón menos oprimido que hasta entonces. La intimidad entre los muchachos se desarrolló rápidamente aunque tuvo algunos eclipses. El buen deseo no era suficiente para civilizar a Hareton y tampoco la señorita era un modelo de paciencia, pero como los dos tendían a lo mismo, ya que uno amaba y deseaba apreciar, y el otro se sentía amado y deseaba que le apreciasen, los resultados no se hicieron esperar.

Como usted ve, señor Lockwood, no era tan difícil conquistar el corazón de Cati. Pero ahora celebro que no lo intentara usted. La unión de los dos muchachos coronará todos mis anhelos. El día de su boda no envidiaré a nadie. Me sentiré la mujer más feliz de toda Inglaterra.

CAPITULO TREINTA Y TRES

El martes siguiente, Earnshaw estaba aún imposibilitado de trabajar. Me hice cargo enseguida de que en lo sucesivo no me sería fácil retener a la señorita a mi lado como hasta entonces. Ella bajó antes que yo y salió al jardín, donde había visitado a su primo. Al ir a llamarlos para desayunar, vi que le había persuadido a arrancar varias matas de grosellas, y que estaban trabajando en plantar en el espacio resultante varias semillas de flores traídas de la Granja. Quedé espantada de la devastación que en menos de media hora habían operado. A Cati se le había ocurrido plantar flores precisamente en el sitio que ocupaban los groselleros negros, a los que José quería más que a las niñas de sus ojos.

—¡Oh! —exclamé. —En cuanto José vea esto se lo dirá al señor. ¡Y no sé cómo va usted a disculparse! Vamos a tener una buena rociada, se lo aseguro. No creía que tuviera usted tan poco caletre, señor Hareton, como para hacer ese desastre porque la señorita se lo haya dicho.

—Me había olvidado que eran de José —repuso Earnshaw desconcertado. —Le diré que fue cosa mía.

Comíamos siempre con el señor Heathcliff, y yo ocupaba el lugar del ama de casa, repartiendo la comida y preparando el té. Cati acostumbraba a sentarse a mi lado, pero aquel día se sentó junto a Hareton. No era más discreta en sus demostraciones de afecto que antes lo fuera en las de enemistad.

—Procure no mirar ni hablar mucho a su primo —le aconsejé al entrar. —Es seguro que ello ofendería al señor Heathcliff y le indignaría contra los dos.

—Haré lo que me dices —repuso.

Pero al cabo de un momento empezó a darle con el codo y a echarle florcitas en el plato de la sopa.

Él no osaba hablarle ni casi mirarla, pero ella le provocaba hasta el punto de que el muchacho estuvo dos veces a punto de soltar la risa. Yo fruncí el entrecejo. Ella miró al amo, que al parecer estaba absorto en sus propios pensamientos, como de costumbre. Se puso seria, pero al cabo de un momento empezó otra vez a hacer niñerías, y esta vez Hareton no pudo contener una ahogada carcajada. El señor Heathcliff dio un respingo y nos miró. Cati le miró a su vez con el aire rencoroso y provocativo que él odiaba tanto.

—Felicítate de que estás lejos de mi alcance —dijo él. —¿Qué demonio te aconseja mirarme con esos infernales ojos? Bájalos y procura no recordarme que existes. Creí que te había quitado ya las ganas de reírte.

—He sido yo —murmuró Hareton.

—¿Qué? —preguntó el amo.

Hareton bajó los ojos y guardó silencio. Heathcliff, después de contemplarle un instante, volvió a quedar taciturno y se sumió en su comida y en sus meditaciones. Ter—minábamos ya y los jóvenes se habían levantado discretamente, lo que disipó mi temor a nuevas complicaciones, cuando José se presentó en la puerta. Le temblaban los labios y le fulguraban los ojos. Comprendí que había descubierto el atentado cometido contra sus preciados arbustos. Empezó a hablar moviendo las mandíbulas como una vaca al rumiar, lo que hacía difícil de entender sus palabras:

—Quiero cobrar mi sueldo e irme. Había soñado morir en la casa en que he servido sesenta años, y me proponía, para estar tranquilo, subir todas mis cosas al desván y cederles la cocina a ellos. Mucho me costaba abandonarles mi puesto a la lumbre, pero lo podía soportar. Mas ahora también me arrebatan el jardín, y eso, amo, es superior a mis fuerzas. Hinque usted la cabeza bajo el yugo si le parece bien, pero yo no tengo esa costumbre, y un viejo no se habitúa con facilidad a nuevas cargas. Prefiero ganarme el pan picando piedra en los caminos.

—¡Silencio, idiota! —interrumpió Heathcliff. —¿Qué te ha hecho? Yo no quiero saber nada de tus peleas con Elena. Por mí, que te tire a la carbonera, si se le antoja.

—No se trata de Elena —dijo José. — No me iría por Elena, a pesar de que es una malvada. Gracias a Dios, no puede contaminar el alma de los demás. No es tan linda como para hacer caer a nadie en tentación. Se trata de esa desgraciada mozuela, que ha embrujado a nuestro muchacho hasta el extremo de que —¡se me parte el corazón!—, no sólo ha olvidado cuanto he hecho por él, sino que ha llevado su ingratitud hasta arrancar una fila entera de las mejores plantas de grosella que yo había plantado en el jardín.

Y comenzó a lamentarse de Earnshaw y de su ingrata condición.

—Este imbécil debe de estar borracho —dijo Heathcliff. —¿De qué te acusa Hareton?

—He quitado dos o tres groselleros —repuso el joven, —pero volveré a colocarlos.

Cati puso su lengua a contribución:

—Queríamos plantar flores allí —afirmó—, y yo tuve la culpa, porque fui quien se lo dijo a Hareton.

—¿Y quién demonios te dio permiso para semejante cosa? Y a ti, Hareton, ¿quién te mandó obedecerla?

Él callaba, pero ella continuó:

—Bien puede usted cederme unos metros del jardín para plantar flores después que me ha quitado todas mis tierras...

—¿Tus tierras, insolente bribona? ¿Cuándo has tenido tierras tú?

—Y mi dinero —remachó ella, pagando la mirada de odio de Heathcliff con otra igual, mientras mordisqueaba un trozo de pan que le había sobrado de la comida.

El amo quedó un momento confuso, pero enseguida se levantó y la miró rencorosamente.