Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Ana nunca hubiera creído que una velada que comenzó tan mal pudiese terminar en forma tan agradable. Nadie podría haber sido más cordial ni entretenido que Cyrus, y fue evidente que no hubo represalias, pues cuando Trix fue a visitar a Ana, unos días después, fue para contarle que por fin se había atrevido a hablarle de Johnny a su padre.

—¿Se enfadó mucho, Trix?

—No… no se enfadó en absoluto —admitió ella, avergonzada—. Solamente bufó y dijo que ya era hora de que Johnny llegara a algo después de perseguirme durante dos años y no dejar acercarse a nadie más. Creo que se dio cuenta de que no podía caer en otro ataque de malhumor tan pronto después del otro. Y sabes, Ana, cuando está bien, papá es realmente un encanto.

—Y creo que es mucho mejor padre contigo de lo que mereces —afirmó Ana, muy a la manera de Rebecca Dew—. Lo que hiciste aquella noche fue realmente escandaloso, Trix.

—Bueno, fuiste tú la que empezó —se defendió Trix—. Y Pringle ayudó un poco. Bueno, todo ha terminado bien y eso es lo importante. Ah, y gracias a Dios, nunca más tendré que volver a limpiar ese florero.

11

(Extracto de una carta a Gilbert, escrita dos semanas más tarde).

El compromiso de Esme Taylor con el doctor Lennox Carter ha sido anunciado. Por lo que pude saber a través de chismes locales, creo que él decidió aquel viernes fatal que quería protegerla y salvarla de su padre y de su familia… ¡y quizás hasta de sus amigas! Su situación, al parecer, despertó su sentido de la caballerosidad. Trix insiste en pensar que fui yo la que desencadenó todo; es posible que haya aportado mi grano de arena, sí, pero jamás volveré a intentar un experimento así. Es como tomar un rayo por la cola.

Realmente no sé qué me pasó, Gilbert. Debe de haber sido algún resabio de mi antiguo rencor por todo lo que es el pringleísmo. Y me parece antiguo, ahora, sí. Ya casi lo he olvidado. Pero hay gente que todavía se pregunta qué habrá sucedido. He oído decir que la señorita Courtaloe afirma que no la sorprende en absoluto que me haya ganado a los Pringle, pues «tengo un no sé qué». Y la esposa del ministro cree que es una respuesta a su plegaria. ¿Quién sabe, no?

Jen Pringle y yo caminamos juntas parte del trayecto a casa, ayer, y hablamos de temas superficiales… de casi todo menos de geometría. Evitamos ese tema. Jen sabe que yo no soy experta en la materia, pero mi oscuro secreto sobre el capitán Myrom contrarresta ese hecho.

Le presté mi Libro de los mártires, de Foxe. Detesto prestar un libro que amo (nunca me parece igual cuando me lo devuelven), pero al libro de Foxe lo quiero solamente porque la señora Allan me lo dio como premio en la escuela dominical, hace muchos años. No me gusta leer sobre mártires porque siempre me hacen sentir mezquina y avergonzada por admitir que detesto levantarme de la cama en las mañanas frías y que tiemblo ante la idea de una visita al dentista.

Bien, me alegra que Esme y Trix estén felices. Puesto que mi propio romance va viento en popa, me intereso más todavía en los de otras personas. Es un agradable interés, sabes… No es curiosidad ni malicia sino solamente alegría porque hay tanta felicidad repartida.

Todavía estamos en febrero y «sobre el techo del convento la nieve resplandece hacia la luna» … con la diferencia de que no es un convento, es sólo el techo del granero del señor Hamilton. Pero comienzo a pensar: faltan solamente unas semanas para la primavera… y unas más para el verano… las vacaciones… Tejas Verdes… el sol dorado sobre los prados de Avonlea… el golfo plateado al amanecer, azul como un zafiro al mediodía y rojo al atardecer… y tú.

La pequeña Elizabeth y yo tenemos infinidad de planes para la primavera. Somos muy buenas amigas. Le llevo la leche todas las tardes, y de tanto en tanto, le permiten salir a dar un paseo conmigo. Hemos descubierto que cumplimos años el mismo día y Elizabeth se sonrojó de placer al enterarse. Es tan dulce cuando se sonroja. Por lo general, está demasiado pálida y su color no mejora a pesar de la leche fresca. Sólo cuando volvemos de nuestros paseos al atardecer, bajo las brisas que traen la noche, tiene un precioso color rosado en las mejillas. Una vez me preguntó, muy seria:

«¿Tendré un precioso cutis cremoso como el suyo, cuando crezca, señorita Shirley, si me pongo suero de leche todas las noches?».

El suero de leche parece ser el cosmético más utilizado en la Calle del Fantasma. He descubierto que Rebecca Dew también lo usa. Me ha pedido que no diga nada a las viudas pues lo considerarían demasiado frívolo para su edad. La cantidad de secretos que tengo que guardar en Álamos Ventosos me está haciendo envejecer antes de tiempo. Me pregunto si un poco de suero de leche sobre la nariz me haría desaparecer las siete pecas. A propósito, señor, ¿se le ocurrió alguna vez que yo tenía «un precioso cutis cremoso»? Si fue así, jamás me lo dijiste. ¿Y has tomado conciencia de que soy «comparativamente hermosa»? Porque he descubierto que lo soy.

—¿Qué se siente al ser hermosa, señorita Shirley? — me preguntó Rebecca Dew el otro día… cuando tenía puesto mi nuevo vestido color beige.

—Con frecuencia me lo he preguntado —respondí.

—Pero usted es hermosa —dijo Rebecca Dew.

—Nunca pensé que podrías ser sarcástica, Rebecca —le reproché.

—No fue mi intención ser sarcástica, señorita Shirley. Usted es hermosa… comparativamente.

—¡Ah! Comparativamente —dije yo.

—Mire en el espejo del aparador —dijo Rebecca, señalando hacia allí—. Comparada conmigo, es hermosa.

¡Y lo era!

Pero no había terminado con Elizabeth. Una tarde tormentosa, cuando el viento aullaba por la Calle del Fantasma, no pudimos salir de paseo, de modo que subimos a mi habitación y dibujamos un mapa del País de las Hadas. Elizabeth se sentó sobre mi almohadón azul en forma de rosquilla, para estar más alta, parecía un pequeño gnomo muy serio, inclinada sobre el mapa. Nuestro mapa todavía no está terminado… todos los días se nos ocurre algo más para añadir. Anoche situamos la casa de la Bruja de la Nieve y dibujamos una colina triple, cubierta totalmente por cerezos silvestres en flor, por detrás. (Ah, Gilbert, me gustaría tener cerezos silvestres cerca de nuestra casa de los sueños). Desde luego, tenemos un Mañana en el mapa… al este de Hoy y al oeste de Ayer… y tenemos infinitos «tiempos» en el País de las Hadas. El tiempo de primavera, el tiempo largo, el corto, el tiempo de la luna nueva, el tiempo de las buenas noches, el tiempo de la próxima vez, pero no de la última vez, porque ése es demasiado triste para el País de las Hadas; tiempo viejo, tiempo nuevo, porque si hay un tiempo viejo, tiene que haber uno nuevo… tiempo de montañas (pues tiene un sonido tan fascinante), tiempo nocturno y tiempo de día… pero no tiempo de ir a la cama ni a la escuela; tiempo de Navidad; tiempo perdido (pues es tan lindo encontrarlo), tiempo de alguna vez, tiempo bueno, tiempo rápido, tiempo lento, tiempo de darse un beso, de volver a casa y tiempo inmemorial… que es una de las frases más hermosas del mundo. Y tenemos flechas rojas por todas partes, que apuntan a los diferentes tiempos. Sé que Rebecca Dew me cree muy infantil. Pero, ay, Gilbert, no seamos nunca demasiado adultos y circunspectos para el País de las Hadas. Estoy segura de que Rebecca Dew no está convencida de que yo sea una buena influencia en la vida de Elizabeth. Piensa que la aliento en sus «fantasías». Una tarde en que yo no estaba, Rebecca le llevó la leche y la encontró en el portón, contemplando el cielo con tanta concentración, que no oyó los pasos (cualquier cosa menos etéreos) de Rebecca.

«Estaba escuchando, Rebecca», explicó la niña.

«Pues escuchas demasiado», la reprendió Rebecca.

Elizabeth sonrió con expresión distante, austera. (Rebecca no utilizó esas palabras, pero sé exactamente cómo sonrió Elizabeth).

«Te sorprenderías, Rebecca, si supieras lo que oigo a veces».

El modo en que lo dijo hizo que a Rebecca se le erizaran los pelos… al menos, así lo afirmó.

Pero Elizabeth siempre está llena de magia, y ¿qué puede hacerse al respecto?

TU ANA MÁS ANA.

Posdata 1: Nunca, nunca olvidaré la expresión de Cyrus Taylor cuando su mujer lo acusó de tejer. Pero siempre le tendré cariño por recoger a esos gatitos. Y a Esme, por defender a su padre bajo la supuesta destrucción de todas sus esperanzas.

Posdata 2: Le he puesto plumilla nueva a la pluma. Y te quiero por no ser pomposo como el doctor Carter… y te quiero porque no tienes orejas de soplillo, como Johnny. ¡Y lo más importante de todo… te quiero por ser solamente Gilbert!

12

Álamos Ventosos,

Calle del Fantasma

30 de mayo

Querido y más que querido:

¡Es primavera!

Tal vez tú, metido hasta las cejas en un mar de exámenes en Kingsport, no te hayas dado cuenta. Pero yo sí, desde la cabeza hasta la punta de los dedos de los pies. Summerside se ha dado cuenta, también. Hasta las calles más feas se ven transfiguradas por brazos de flores que se extienden por encima de viejas cercas de madera y por una cinta de dientes de león en la hierba que adorna las aceras. Hasta la dama de porcelana de mi estante sabe que es primavera; sé que si me despertara de repente en la noche la pillaría bailando con sus zapatitos rosados de tacones dorados.

Todo alrededor anuncia la primavera… los risueños arroyos, las brumas azules sobre el Rey de las Tormentas, los arces del bosquecillo donde voy a leer tus cartas, los cerezos blancos a lo largo de la Calle del Fantasma, los esbeltos y audaces petirrojos que desafían a Dusty Miller saltando en el jardín, la enredadera que cuelga por encima de la media puerta a la que viene la pequeña Elizabeth en busca de la leche, los pinos, orgullosos de sus agujas nuevas, alrededor del viejo cementerio… hasta el cementerio en sí, donde toda clase de flores plantadas alrededor de las tumbas se abren como para decir: «Aun aquí, la vida triunfa sobre la muerte». La otra noche di un paseo realmente agradable por el cementerio. (Estoy segura de que Rebecca Dew piensa que mi gusto por las caminatas es terriblemente morboso. «No entiendo cómo puede gustarle tanto andar por un lugar tan tenebroso», me dice). Merodeé por el cementerio en la penumbra perfumada y me pregunté si la esposa de Nathan Pringle realmente había tratado de envenenarlo. Su tumba tenía un aire tan inocente, con el césped nuevo y los lirios de junio, que llegué a la conclusión de que había sido calumniada.

 

¡Dentro de un mes estaré en casa para las vacaciones! Todo el tiempo pienso en el viejo huerto de Tejas Verdes, con los árboles florecidos de nieve… el puente sobre el Lago de las Aguas Refulgentes… el murmullo del mar en los oídos… una tarde de verano en la Senda de los Enamorados… y ¡tú!

Tengo la pluma adecuada, esta noche, Gilbert, así que…

(Se omiten dos páginas).

Esta tarde he ido de visita a casa de los Gibson. Marilla me pidió hace un tiempo que los buscara, pues los conoció cuando vivían en White Sands. Obedientemente, los busqué y desde entonces he ido a verles todas las semanas porque Pauline parece disfrutar de mis visitas; me da mucha pena. Es una esclava de su madre… que es una anciana insoportable.

La señora de Adoniram Gibson tiene ochenta años y se pasa los días en una silla de ruedas. Se mudaron a Summerside hace quince años. Pauline, que tiene cuarenta y cinco años, es la más joven de la familia; todos sus hermanos están casados y decididos a no tener a la madre en sus respectivas casas. Pauline se ocupa de la casa y atiende a su madre como si fuera una criada. Es una mujercita pálida, de ojos castaños y pelo castaño dorado y brillante. Su situación económica es bastante buena; si no fuera por la madre, Pauline podría disfrutar de una vida cómoda. Le encanta el trabajo de la iglesia y se conformaría encargándose de la Sociedad de Ayuda de las Damas y de la Sociedad Misionera, planeando cenas para la iglesia y acontecimientos sociales, y gozando triunfalmente de ser la poseedora de las plantas más bonitas del pueblo. Pero casi nunca puede escapar de la casa, ni siquiera para ir a la iglesia los domingos. No veo ninguna salida para ella, pues la anciana señora Gibson sin duda vivirá hasta los cien años. Y si bien no puede usar las piernas, su lengua goza de excelente salud. Siempre me llena de indignación e impotencia estar allí sentada viendo como utiliza a Pauline de blanco para su sarcasmo. No obstante, Pauline me ha dicho que su madre «piensa muy bien» de mí y que se muestra mucho más amable con ella cuando estoy de visita. Si es así, me estremezco al pensar lo que debe de ser cuando no estoy.

Pauline no se atreve a hacer nada sin preguntárselo a la madre. Ni siquiera se compra ropa… ni un par de medias. Todo tiene que ser sometido a la aprobación de la señora Gibson; todo tiene que ser usado hasta haberlo dado vuelta dos veces. Hace cuatro años que Pauline usa el mismo sombrero.

La señora Gibson no soporta ruidos en la casa, ni una corriente de aire fresco. Se dice que nunca ha sonreído… Yo jamás la he visto hacerlo, en todo caso, y cuando la miro, me pregunto qué le sucedería a su cara si sonriera. Pauline ni siquiera puede dormir en un cuarto sola. Tiene que compartir la habitación con la madre y se pasa casi toda la noche levantada, masajeando la espalda de la señora Gibson o dándole alguna pastilla o preparándole la bolsa de agua caliente (¡caliente, no tibia!) o cambiándole las almohadas o investigando qué es ese ruido misterioso en el jardín trasero. La señora Gibson duerme por las tardes y pasa las noches inventando tareas para Pauline.

Sin embargo, Pauline no es en absoluto amargada. Es dulce, generosa y paciente; me alegra de veras que tenga un perro a quien querer. La única vez que se salió con la suya fue con respecto a conservar el perro, y eso solamente porque hubo un robo en alguna parte del pueblo y la señora Gibson pensó que el perro serviría de protección. Pauline no se atreve a dejar que su madre vea cuánto lo quiere. La anciana lo odia y se queja de que trae huesos a la casa, pero nunca llega a decir que tiene que irse, por su propio motivo egoísta.

Pero por fin tengo la oportunidad de darle algo a Pauline, y voy a hacerlo. Le voy a regalar un día, aunque eso significará renunciar a mi próximo fin de semana en Tejas Verdes.

Esta tarde, cuando fui, me di cuenta de que Pauline había estado llorando. La señora Gibson no tardó en contarme el porqué.

«Pauline quiere irse y dejarme, señorita Shirley», me dijo. «Qué hija tan buena y agradecida tengo, ¿no es cierto?».

«Sólo por un día, mamá», explicó Pauline, tragando un sollozo y tratando de sonreír.

«¡Sólo por un día, dice! Usted sabe cómo son mis días, señorita Shirley… todo el mundo lo sabe. Pero todavía no sabe, señorita Shirley, y espero que nunca lo sepa, cuán largo puede ser un día cuando se sufre».

Yo sabía que ahora la señora Gibson no sufría para nada, de modo que no intenté mostrarme compasiva.

«Conseguiría a alguien para que se quedara contigo, por supuesto», dijo Pauline. «Verá», me explicó a mí, «mi prima Louisa celebra sus bodas de plata en White Sands, el sábado próximo, y quiere que vaya. Fui dama de honor cuando se casó con Maurice Hilton. Me gustaría tanto ir, si mamá me lo permitiera».

«Si debo morir sola, lo haré», declaró la señora Gibson. «Lo dejo a cargo de tu conciencia, Pauline».

Supe que la batalla de Pauline estaba perdida no bien la señora Gibson lo puso a cargo de su conciencia. La anciana se ha salido con la suya toda su vida, dejando las cosas a cargo de las conciencias de los demás. He oído decir que hace años un hombre quiso casarse con Pauline, y la señora Gibson lo impidió dejándolo a cargo de su conciencia.

Pauline se secó los ojos, esbozó una sonrisa lastimera y cogió la prenda que estaba cosiendo; era un vestido de un horrible escocés verde y negro.

«Vamos, no refunfuñes, Pauline», ordenó la señora Gibson. «No soporto a la gente que refunfuña. Y asegúrate de ponerle un cuello a ese vestido. ¿Puede creer, señorita Shirley, que quiso hacer el vestido sin cuello? Esta chica usaría un vestido escotado, si yo se lo permitiera».

Miré a Pauline, con su cuello pequeño y esbelto (que sigue siendo bonito y relleno) enfundado en un cuello alto y tieso.

«Los vestidos sin cuello están de moda», dije.

«Los vestidos sin cuello son indecentes», declaró la señora Gibson.

(Nota: yo llevaba un vestido sin cuello).

«Además», siguió diciendo la anciana, como si fuera todo una misma cosa, «nunca me gustó Maurice Hilton. Su madre era una Crockett. Él nunca tuvo sentido del decoro… ¡siempre besaba a su esposa en lugares indecorosos!».

(¿Estás seguro de que me besas en lugares debidos, Gilbert? Temo que la señora Gibson consideraría la nuca, por ejemplo, como un lugar por demás indecoroso).

«Pero, mamá, sabes que eso fue el día en que ella se salvó por los pelos de que la pisara el caballo de Harvey Wither, que se había disparado por el jardín de la iglesia. Era natural que Maurice estuviera algo emocionado».

«Pauline, por favor, no me contradigas. Sigo pensando que los escalones de la iglesia eran un lugar indecoroso para besar a alguien. Pero claro, mis opiniones ya no interesan a nadie. Por supuesto, todos desean verme muerta. Bien, habrá sitio para mí en la tumba. Sé qué carga soy para ti. Bien podría morir, en realidad. Nadie me quiere».

«No digas eso, mamá», suplicó Pauline.

«Sí, lo diré. Aquí estás, decidida a irte a esas bodas de plata aunque sabes que no lo apruebo».

«Querida mamá, no iré. No se me ocurriría ir sin tu aprobación. No te pongas nerviosa…».

«Ah, ya ni siquiera puedo ponerme un poco nerviosa para alegrarme la vida, ¿eh? ¿Se va tan pronto, señorita Shirley?».

Sentí que si me quedaba más tiempo, me volvería loca o abofetearía la cara de cascanueces de la señora Gibson. De manera que dije que tenía exámenes que corregir.

«Oh, bueno, supongo que dos ancianas como nosotras no somos compañía entretenida para una joven», suspiró la señora Gibson. «Pauline no es muy alegre… ¿no es verdad, Pauline? No eres muy alegre. No me extraña que la señorita Shirley quiera irse».

Pauline salió al porche conmigo. La luna brillaba sobre su pequeño jardín y resplandecía sobre el puerto. Una brisa suave, deliciosa, conversaba con un manzano blanco. Era primavera… primavera… ¡primavera! Ni siquiera la señora Gibson puede impedir que florezcan los ciruelos. Y los ojos grisáceos de Pauline estaban bañados en lágrimas.

«Me gustaría tanto ir a la fiesta de Louie», murmuró con un suspiro de resignación.

«Pues irá», dije.

«No, querida, no puedo. La pobre mamá nunca dará su consentimiento. Me lo quitaré de la cabeza, sencillamente. ¿No es hermosa la luz de la luna?», añadió con voz fuerte y alegre.

«Nunca oí que surgiera nada bueno de mirar la luna», gritó la señora Gibson desde la sala. «Deja de conversar, Pauline, y ven a traerme las pantuflas con borde de piel. Estos zapatos me están torturando los pies. Pero claro, a nadie le importa mi sufrimiento».

A mí, la verdad, no me importaba. ¡Pobre Pauline! Pero tendrá su día libre y su fiesta de bodas de plata. Yo, Ana Shirley, lo he decidido.

Les conté todo a Rebecca Dew y a las viudas cuando volví y nos divertimos muchísimo pensando en las cosas ofensivas que podría haberle dicho a la señora Gibson. La tía Kate opina que no lograré que permita irse a Pauline, pero Rebecca Dew tiene confianza en mí.

«De cualquier modo, si usted no puede hacerlo, nadie podrá», dijo. Estuve cenando hace poco con la señora de Tom Pringle, la mujer que no quiso aceptarme como pensionista. (Rebecca dice que soy la mejor pensionista que existe porque ceno fuera casi todos los días). Me alegro mucho de que no me alojara. Es agradable y suave y cocina maravillosamente, pero su casa no es Álamos Ventosos y no vive en la Calle del Fantasma y no es la tía Kate ni la tía Chatty ni Rebecca Dew. Las quiero a las tres y voy a alojarme aquí el año próximo y el siguiente. Mi sillón siempre recibe el título de «el sillón de la señorita Shirley», y la tía Chatty me contó que cuando no estoy, Rebecca Dew pone mi cubierto en la mesa «para que no parezca tan solitario». A veces, los sentimientos de la tía Chatty han complicado un poco las cosas, pero ella dice que ahora me comprende y sabe que jamás la heriría en forma intencionada.

La pequeña Elizabeth y yo salimos de paseo dos veces por semana. La señora Campbell ha dado su consentimiento, pero no debe ser con más frecuencia y nunca los domingos. Las cosas mejoran para la pequeña Elizabeth en la primavera. Entra un poco de sol en esa vieja casa sombría y por fuera hasta parece hermosa por las sombras danzantes de las copas de los árboles. De todas formas, a Elizabeth le gusta escapar cuando puede. De vez en cuando, vamos hasta el pueblo para que pueda ver los escaparates iluminados. Pero casi siempre tomamos por el «camino que lleva al fin del mundo» y doblamos las curvas con aire aventurero y expectante, como si fuéramos a encontrarnos con el Mañana; en la distancia, las colinas verdes se acurrucan juntas en el crepúsculo. Una de las cosas que Elizabeth va a hacer en Mañana es «ir a Filadelfia a ver el ángel en la iglesia». No le he dicho (ni le diré nunca) que la Filadelfia sobre la que escribía San Juan no era la Filadelfia del estado de Pennsylvania. Ya perdemos las ilusiones bastante pronto. Y de todas maneras, si pudiéramos meternos en el Mañana, ¿quién sabe qué encontraríamos? Ángeles por todas partes, tal vez.

A veces contemplamos los buques que entran en el puerto adelantándose al viento, sobre un camino de agua reluciente, por el aire transparente de la primavera y Elizabeth se pregunta si su padre estará a bordo de alguno de ellos. Se aferra a la esperanza de que pueda regresar algún día. No imagino por qué no lo hace. Estoy segura de que vendría si supiera qué tiene una hija tan adorable aquí, esperándolo. Supongo que no se da cuenta de que ya es toda una señorita… Debe de recordarla todavía como la pequeña que le costó la vida a su esposa.

Pronto habré terminado mi primer año en la escuela Secundaria de Summerside. El primer cuatrimestre fue una pesadilla, pero los dos últimos han sido muy agradables. Los Pringle son personas encantadoras. ¿Cómo pude alguna vez compararlos con los Pye? Sid Pringle me ha traído un ramo de flores, hoy. Jen va a ser líder de su clase y me han contado que la señorita Ellen dijo que soy la única maestra que ha sabido comprender a la muchacha. El único pinche en mi lecho de rosas es Katherine Brooke, que sigue mostrándose antipática y distante. Ya no intentaré más ser su amiga. Al fin y al cabo, como dice Rebecca Dew, todo tiene su límite.

 

Ah, casi me olvido de contarte… Sally Nelson me ha pedido que sea una de sus damas de honor. Se casará a fines de junio en Bonnyview, la casa veraniega del doctor Nelson, en la costa. Se casa con Gordon Hill. Nora Nelson será la única soltera de las seis hijas del doctor. Jim Wilcox sale hace años con ella («intermitentemente», como dice Rebecca Dew), pero nunca llegan a nada y ya nadie piensa que lo harán. Le tengo mucho cariño a Sally, pero conozco muy poco a Nora. Es bastante mayor que yo, muy reservada y altanera. Pero me gustaría hacerme amiga suya. No es bonita ni brillante ni encantadora, pero tiene algo. Me da la impresión de que valdría la pena.

Hablando de casamientos, el mes pasado Esme Taylor se casó con su doctor en Filosofía. Como fue un miércoles por la tarde, no pude ir a la iglesia a verla, pero todos dicen que estaba bellísima y feliz y que Lennox tenía aspecto de saber que había hecho lo correcto y gozaba de la aprobación de su conciencia. Cyrus Taylor y yo somos grandes amigos. Con frecuencia habla de la cena, a la que ahora considera una gigantesca broma.

«Desde entonces, no me he atrevido a ponerme de malhumor», me confesó. «Mamá podría acusarme de coser edredones la próxima vez».

Y luego me encarga que le envíe saludos a «las viudas». Gilbert, la gente es deliciosa, la vida es deliciosa y yo soy, por siempre

¡Tuya!

Posdata: Nuestra vieja vaca rojiza, que está en lo del señor Hamilton, ha tenido un ternero manchado. Hace tres meses que le compramos la leche a Lew Hunt. Rebecca dice que ahora tendremos crema otra vez… y que siempre oyó decir que el pozo de los Hunt era inagotable… y que ahora lo cree. Rebecca no quería que naciera el ternero. La tía Kate tuvo que hacer que el señor Hamilton le dijera que la vaca era demasiado vieja para tener un ternero, para que ella diera su consentimiento.

13

—Ah, cuando sea vieja e inválida como yo, tendrá más compasión —se quejó la señora Gibson.

—Por favor, no piense que carezco de compasión, señora Gibson —dijo Ana, que después de media hora de esfuerzos vanos sentía deseos de estrangular a la anciana. Nada, excepto los ojos suplicantes de la pobre Pauline, en el extremo de la habitación, le impedía darse por vencida y volver a casa—. Le aseguro que no se sentirá sola ni abandonada. Me quedaré todo el día aquí y me encargaré de que no le falte nada.

—Sí, ya sé que ya no sirvo para nada —afirmó la señora Gibson, a propósito de nada—. No necesita echármelo en cara, señorita Shirley. Ya estoy lista para irme… en cualquier momento. Pauline podrá pasear por todas partes, entonces. Ya no estaré aquí para sentirme maltratada. La juventud de hoy en día no tiene ningún sentido común. Son todos alocados… alocados.

Ana no sabía sí la joven alocada y sin sentido era ella o Pauline, pero intentó un último disparo.

—Es que, señora Gibson, usted sabe cómo hablará la gente si Pauline no va a las bodas de plata de su prima.

—¡Hablar! —exclamó la anciana—. ¿Y de qué van a hablar?

—Estimada señora Gibson… —«Que me perdonen el adjetivo», pensó Ana—. Señora Gibson, en su larga vida habrá aprendido, no lo dudo, lo que pueden decir las lenguas ociosas.

—No es necesario que me eche en cara mi edad —replicó con aspereza la señora Gibson—. Y no tiene por qué decirme que éste es un mundo de censura. Demasiado bien lo sé ya. Y tampoco necesito que me informe que este pueblo está lleno de chismosas. Lo que no me gusta es que hablen de mí… Sin duda, dirán que soy una vieja tirana. Pero yo no impido ir a Pauline. ¿Acaso no lo dejé a cargo de su conciencia?

—Es que tan poca gente creerá eso —dijo Ana, con fingido pesar. La señora Gibson chupó con ferocidad un caramelo de menta durante unos instantes y luego dijo:

—Tengo entendido que hay paperas en White Sands.

—Querida mamá, ya tuve paperas, lo sabes.

—Hay personas que las cogen dos veces. Seguro que te contagiarás, Pauline. Siempre pescabas todas las enfermedades que andaban dando vueltas por allí. ¡Las noches que pasé despierta por ti, creyendo que morirías antes del amanecer! Ah, pero los sacrificios de una madre se olvidan enseguida. Además, ¿cómo llegarías hasta allí? No te has subido a un tren en años. Y no hay ningún tren que vuelva el sábado por la noche.

—Podría ir en el tren del sábado por la mañana —sugirió Ana—. Y estoy segura de que el señor James Gregor la traerá de vuelta.

—Nunca me cayó bien Jim Gregor. Su madre era una Tarbush.

—Irá con su cabriolé el viernes, de lo contrario también la llevaría. Pero Pauline no correrá peligro alguno en el tren, señora Gibson. Se sube en Summerside y baja en White Sands… No hay que hacer trasbordo.

—Hay algo detrás de todo esto —masculló la señora Gibson con aire suspicaz—. ¿Por qué está tan empeñada en que Pauline vaya, señorita Shirley? Dígamelo.

Ana le sonrió.

—Porque pienso que Pauline es muy buena hija con usted, señora Gibson, y necesita un día libre de vez en cuando, igual que todo el mundo.

A la mayoría de la gente le costaba resistirse a la sonrisa de Ana. Fue eso, o el temor a los chismes, lo que venció a la señora Gibson.

—Supongo que a nadie se le ocurre que a mí me gustaría tener un día libre de esta silla de ruedas, si fuera posible lograrlo. Pero no… sencillamente tengo que soportar mi enfermedad con paciencia. Bien, si tiene que ir, irá. Siempre ha sabido salirse con la suya. Si cae enferma de paperas o la envenenan mosquitos extraños, no me echen la culpa a mí. Tendré que arreglármelas como pueda. Sí, supongo que usted estará aquí, pero no está acostumbrada a mis hábitos, como lo está Pauline. Calculo que podré soportarlo por un día. Si no puedo… bueno, hace tiempo que estoy viviendo de prestado así que, ¿qué diferencia hay?

No estaba dando su consentimiento con elegancia y generosidad, pero era un consentimiento al fin. Ana, agradecida y aliviada, hizo algo que jamás hubiera imaginado que podría hacer: se inclinó y besó la mejilla curtida de la señora Gibson.

—Gracias —dijo.

—No me venga con sus artimañas —replicó la señora Gibson—. Cómase un caramelo de menta.

—¿Cómo podré agradecérselo, señorita Shirley? —dijo Pauline, mientras acompañaba a Ana unos metros por la calle.

—Yendo a White Sands con el corazón ligero y disfrutando de cada minuto del día.

—Oh, sí, lo haré. No sabe lo que significa esto para mí, señorita Shirley. No es solamente a Louisa a quien quiero ver. La vieja casa de los Luckley, que linda con su casa, se vende y quería verla por última vez antes de que pasara a manos de desconocidos. Mary Luckley (es la señora de Howard Flemming, ahora, y vive más hacia el oeste) era mi mejor amiga cuando éramos jóvenes. Éramos como hermanas. Yo pasaba mucho tiempo en su casa y adoraba ese lugar. Muchas veces soñé que volvía. Mamá dice que ya soy demasiado grande para soñar. ¿Lo cree así, señorita Shirley?

—Nadie es demasiado grande para soñar. Y los sueños nunca envejecen.

—Me alegra tanto oírla decir eso. Ay, señorita Shirley, pensar que volveré a ver el golfo. Hace quince años que no lo veo. El puerto es hermoso, pero no es el golfo. Me parece estar caminando sobre nubes. Y todo se lo debo a usted. Mamá me dejó ir nada más que porque usted le gusta. Me ha hecho feliz… usted siempre hace feliz a la gente. Cada vez que usted entra en una habitación, señorita Shirley, los que están allí se sienten más contentos.