Бесплатно

100 Clásicos de la Literatura

Текст
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена
Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

8

(Extracto de una carta a Gilbert).

Estoy en la torre y Rebecca Dew está en la cocina, cantando Si yo pudiera trepar. ¡Eso me recuerda que la esposa del ministro me ha pedido que cante en el coro! Por supuesto, se lo han dicho los Pringle. Quizá lo haga los domingos que no pase en Tejas Verdes. Los Pringle han extendido la mano de amistad con venganza… ¡me han aceptado hasta las últimas consecuencias! ¡Qué clan!

He asistido a tres fiestas Pringle. No quiero ser maliciosa, pero creo que todas las chicas Pringle están copiando mi modo de peinarme. Bueno, «la imitación es la adulación más sincera». Y, Gilbert, de verdad los aprecio… como siempre supe que sucedería, si me daban la oportunidad. Hasta comienzo a sospechar que tarde o temprano sentiré afecto por Jen. Sabe ser encantadora cuando quiere, y es muy evidente que quiere serlo.

Ayer, al atardecer, fui hasta la cueva del león… en otras palabras, subí audazmente los escalones de la entrada de Siempreverde hasta el pórtico cuadrado con las cuatro urnas blanqueadas en las esquinas y toqué el timbre. Cuando vino la señorita Monkman a la puerta, le pregunté si podía llevarme a Elizabeth para ir a dar un paseo. Esperaba una negativa, pero después de entrar a conferenciar con la señora Campbell, «la mujer» volvió y dijo en tono agrio que Elizabeth podía ir, pero que por favor no la trajera tarde. Me pregunto si hasta la señora Campbell habrá recibido órdenes de la señorita Sarah.

Elizabeth bajó bailando la escalera oscura; parecía un duende con el abrigo rojo y el sombrerito verde; el júbilo casi la había hecho enmudecer.

«Estoy tan nerviosa y emocionada, señorita Shirley», susurró en cuanto nos alejamos. «Soy Betty… siempre soy Betty cuando me siento así».

Bajamos por «el camino que lleva al fin del mundo» todo lo que nos atrevimos y luego emprendimos el regreso. Esa tarde, el puerto, bajo un atardecer carmesí, parecía lleno de insinuaciones de tierras mágicas e islas misteriosas en mares desconocidos. Me emocioné y también lo hizo el duende que se aferraba a mi mano.

«Si corriéramos a toda velocidad, señorita Shirley, ¿podríamos meternos en el ocaso?», quiso saber.

Recordé a Paul y sus fantasías sobre «la tierra del ocaso».

«Tendremos que esperar a Mañana para poder hacerlo», respondí. «Mira, Elizabeth, esa isla dorada de nubes, justo encima de la boca del puerto. Imaginemos que es tu Isla de la Felicidad».

«Hay una isla por allí, en alguna parte» dijo Elizabeth con voz soñadora. «Se llama Nube Voladora. ¿No es un nombre precioso? ¿Un nombre salido de Mañana? La veo desde las ventanitas de la buhardilla. Pertenece a un caballero de Boston que tiene una casa veraniega allí. Pero yo me imagino que es mía».

En la puerta, me incliné y besé la mejilla de Elizabeth antes de que ella entrara. Jamás olvidaré la expresión de sus ojos. Gilbert, esa niña necesita cariño.

Hoy, cuando vino a buscar la leche, me di cuenta de que había estado llorando.

«Hicieron que… me lavara su beso, señorita Shirley», sollozó. «Yo no quería volver a lavarme la cara nunca más. Juré que no lo haría. Es que no quería quitarme su beso. Esta mañana logré irme a la escuela sin lavármela, pero ahora la "mujer" me ha llevado al baño y me ha pasado la esponja por toda la cara».

Me mantuve seria.

«No podrías ir por la vida sin lavarte la cara de vez en cuando, tesoro. Pero no te preocupes por el beso. Te besaré todas las noches cuando vengas a buscar la leche y entonces no tendrá importancia que te laves la cara a la mañana siguiente».

«Usted es la única persona en el mundo que me quiere», dijo Elizabeth. «Cuando me habla, huelo a violetas».

¿Recibió alguien alguna vez un cumplido tan hermoso? Pero no pude dejar pasar la primera frase.

«Tu abuela te quiere, Elizabeth».

«No… Ella me odia».

«Eres un poco tonta, mi vida. Tu abuela y la señorita Monkman son ancianas, y los ancianos se preocupan y se afligen con facilidad. Por cierto, a veces las haces enfadar. Y desde luego, cuando ellas eran jóvenes, los niños eran criados con mucha más severidad que ahora. Se aferran a las viejas costumbres».

Pero me pareció que no lograba convencerla. Después de todo, no la quieren y ella se da cuenta. Miró hacia la casa para ver si la puerta estaba cerrada, y luego dijo, con deliberación:

«Abuela y la "mujer" son dos tiranas y cuando llegue Mañana me voy a escapar para siempre. No me verán más».

Creo que esperaba que yo me moriría de horror. Realmente pienso que lo dijo para escandalizarme. Reí y le di un beso. Espero que Martha Monkman lo haya visto desde la ventana de la cocina.

Veo Summerside desde la ventana izquierda de la torre. Ahora es un amistoso amontonamiento de techos blancos… amistoso, por fin, puesto que los Pringle son mis amigos. Aquí y allá brillan luces en las ventanas de las buhardillas. Aquí y allá hay una sombra de humo gris. Pesadas estrellas cuelgan sobre el pueblo. Es un pueblo que sueña. ¿No te parece bonita esa frase? ¿Recuerdas? «Por entre los pueblos que soñaban, Galahad pasó».

Me siento tan feliz, Gilbert. No tendré que volver a Tejas Verdes en Navidad, derrotada y desacreditada. La vida es bella… ¡deliciosa! Deliciosa es, también, la torta de la señorita Sarah. Rebecca Dew la hizo y la dejó «secar» según las indicaciones… lo que significa, sencillamente, que la envolvió en varias capas de papel marrón y toallas y la dejó así tres días. Te la recomiendo.

9

Trix Taylor estaba acurrucada en un sillón de la torre, una noche de febrero, mientras remolinos de nieve silbaban contra las ventanas, y esa estufa absurdamente pequeña, al rojo vivo, ronroneaba como un gato negro. Trix le estaba contando sus problemas a Ana. Ana comenzaba a descubrirse receptora de toda clase de confidencias. Se sabía que estaba comprometida, de modo que las muchachas de Summerside no la consideraban una posible rival; y Ana tenía algo que las hacía sentir que sus secretos estarían a salvo con ella.

Trix había venido a invitar a Ana a cenar la noche siguiente. Era una criatura menuda, alegre, regordeta, con chispeantes ojos oscuros y mejillas rosadas, y no parecía que la vida cayera con pesadez sobre sus veinte años. Pero al parecer, tenía sus problemas.

—Mañana por la noche vendrá a cenar el doctor Lennox Carter. Por eso queremos invitarte. Es el nuevo jefe del Departamento de Lenguas Modernas de Redmond, un hombre inteligentísimo, así que queremos que haya alguien con cerebro para hablar con él. Sabes que yo no tengo demasiado y Pringle tampoco. En cuanto a Esme… bueno, te diré, Ana, Esme es dulcísima y muy inteligente, pero es tan tímida y vergonzosa, que ni siquiera puede hacer uso del cerebro que tiene cuando el doctor Carter está cerca. Está tan terriblemente enamorada de él… Es penoso. Yo le tengo mucho cariño a Johnny… ¡pero jamás me derretiría de ese modo por él!

—¿Esme y el doctor Carter están comprometidos?

—Todavía no… Pero, ay, Ana, ella espera que esta vez se le declare. ¿Vendría hasta la isla a visitar a su primo en medio de la temporada de estudios, si no tuviera esa intención? Espero que sea así, por Esme, porque sencillamente morirá, si él no lo hace. Pero entre nosotras, no me muero por tenerlo de cuñado. Es terriblemente quisquilloso, dice Esme, y ella teme que no nos dé su aprobación. Si no aprueba a la familia, Esme cree que no le propondrá matrimonio. Así que puedes imaginar lo ansiosa que está por que todo salga bien mañana por la noche. Y no veo por qué tendría que salir algo mal. Mamá es una cocinera maravillosa… tenemos una criada muy buena y he sobornado a Pringle con la mitad de lo que me dan cada semana para que se comporte como es debido. A él tampoco le cae bien el doctor Carter… dice que es muy engreído… pero quiere mucho a Esme. ¡Espero que papá no tenga uno de sus ataques de malhumor!

—¿Tienes motivos para temerlo? —preguntó Ana. Todo el mundo en Summerside había oído hablar de los ataques de malhumor de Cyrus Taylor.

—Nunca se sabe cuándo le darán —se quejó Trix—. Hoy estaba alteradísimo porque no podía encontrar su nuevo camisón de franela. Esme lo había guardado en el cajón equivocado. Tal vez para mañana a la noche se le haya pasado el malhumor, o tal vez, no. En ese caso, nos hará quedar mal a todos, y el doctor Carter llegará a la conclusión de que no puede relacionarse con semejante familia. Al menos, eso es lo que dice Esme, y temo que pueda estar en lo cierto. Yo creo que Lennox Carter quiere mucho a Esme… cree que sería una «esposa muy adecuada» para él… pero no quiere dar ningún paso apresurado ni desperdiciar su maravillosa persona. He oído que le dijo a su primo que un hombre debe tener muchísimo cuidado con la clase de familia con la que se relaciona al casarse. Está justo en el punto donde una tontería podría inclinar la balanza hacia cualquiera de los dos lados. Y para serte franca, uno de los ataques de malhumor de papá no es precisamente una tontería.

—¿No le cae bien el doctor Carter?

—Oh, sí. Opina que sería un excelente candidato para Esme. Pero cuando papá tiene uno de sus arrebatos, nada puede ejercer influencia alguna sobre él. Ahí tienes el carácter Pringle, Ana. La abuela Taylor era una Pringle, sabes. No puedes imaginar lo que hemos pasado en nuestra familia. Papá no se enfurece, como el tío George. A la familia del tío George no le importan sus accesos de ira. Cuando se enfurece, estalla (puedes oírlo rugir desde tres manzanas más allá) y luego queda manso como un cordero y les compra a todos una prenda nueva como ofrenda de paz. Pero papá refunfuña y pone cara torva y a veces no habla con nadie en toda la comida. Esme dice que, después de todo, es mejor eso que lo que hace el primo Richard Taylor, que siempre formula comentarios sarcásticos en la mesa y ofende a su esposa; pero para mí, nada podría ser peor que esos terribles silencios de papá. Nos ponen muy mal y tenemos terror de abrir la boca.

 

»No sería tan grave si sólo fuera así cuando estamos a solas. Pero para él, que haya gente o no es lo mismo. Esme y yo estamos cansadas de tratar de explicar los silencios ofensivos de papá. A ella le da pavor que papá no haya superado lo del camisón para mañana por la noche… ¿Qué pensaría Lennox? Y ella quiere que te pongas tu vestido azul. Su vestido nuevo también es azul, porque a Lennox le gusta ese color. Pero papá lo detesta. Tu vestido puede reconciliar a papá con el de ella.

—¿No sería mejor que se pusiera otra cosa?

—No tiene ningún otro vestido adecuado para una cena con invitados, salvo el verde de popelín que papá le regaló para Navidad. El vestido en sí es bonito… a papá le gusta regalarnos vestidos lindos… pero no puedes imaginar nada más horrible que Esme vestida de verde. Pringle dice que la hace parecer tuberculosa. Y el primo de Lennox Carter le contó a Esme que él nunca se casaría con una persona delicada. Me alegra tanto que Johnny no sea tan quisquilloso…

—¿Le has contado a tu padre que estás comprometida con Johnny? —preguntó Ana, que estaba al tanto del romance de Trix.

—No —se lamentó la pobre Trix—. No puedo reunir suficiente valor. Ana, sé que hará un escándalo terrible. Papá nunca tuvo buena opinión de Johnny porque es pobre. Olvida que él era más pobre que Johnny cuando empezó con el negocio de herramientas. Por cierto, tendré que contárselo pronto… pero quiero esperar a que esté arreglado el asunto de Esme. Sé que papá no hablará con ninguno de nosotros durante semanas después de que se lo anuncie, y mamá se preocupará tanto… no soporta los ataques de malhumor de papá. Somos todos tan cobardes delante de él…

»Por supuesto, mamá y Esme son por naturaleza tímidas con todo el mundo, pero Pringle y yo tenemos bastante audacia. El único que nos amedrenta es papá. A veces pienso que si tuviéramos alguien que nos apoyara… pero no es así, y la verdad es que nos quedamos paralizados. No imaginas, Ana, querida, lo que es una cena con invitados en casa cuando papá está de malhumor. Pero si comporta bien mañana, le perdonaré cualquier otra cosa. Es muy agradable cuando quiere… papá es como esa niñita de Longfellow: «Cuando es buena, es muy, muy buena, y cuando es mala, es malvada». En ocasiones, ha sido la atracción de la velada.

—Estuvo muy amable la vez que cené con ustedes el mes pasado.

—Es que le caes bien, como te he dicho. Ése es uno de los motivos por los que queremos tanto que vengas. Tal vez seas una buena influencia para él. No estamos dejando nada de lado que pueda agradarle, pero cuando está con uno de esos arrebatos, nada ni nadie le viene bien. De todos modos, tenemos planeada una cena de primera, con un elegante postre de crema de naranja. Mamá quería hacer una tarta, pues dice que a todos los hombres del mundo, menos a papá, les gustan las tartas como postre, más que cualquier otra cosa… hasta a los profesores de lenguas modernas. Pero a papá no, así que no tendría sentido correr el riesgo mañana por la noche, cuando hay tantas cosas en juego. El postre de crema de naranja es el preferido de papá. En cuanto al pobre Johnny, calculo que tendré que fugarme algún día con él, y papá nunca me lo perdonará.

—Pienso que si reunieras valor suficiente para decírselo y aguantar sus arrebatos de malhumor, descubrirías que se acostumbraría perfectamente a la idea y te ahorrarías meses de angustia.

—No conoces a papá —afirmó Trix en voz sombría.

—Tal vez lo conozca mejor que tú. Has perdido la perspectiva.

—¿Que perdí, qué? Ana querida, recuerda que no soy licenciada. Sólo hice el bachillerato. Me hubiera encantado ir a la universidad, pero papá no cree en la educación superior de las mujeres.

—Sólo quise decir que estás demasiado cerca de él para comprenderlo. Un desconocido podría verlo con más claridad… entenderlo mejor.

—Lo que yo entiendo es que nada puede convencer a papá de hablar si ha tomado la decisión de no hacerlo… nada. Se enorgullece de eso.

—¿Y entonces, por qué no habláis como si no sucediera nada?

—No podemos. Te he dicho que nos paraliza. Lo verás con tus propios ojos mañana, si no se le ha pasado el malhumor por lo del camisón. No sé cómo lo hace, pero es así. Pienso que no nos importaría lo que dijera, si solamente dijera algo. Lo que nos destroza es el silencio. Jamás perdonaré a papá si no colabora mañana, cuando hay tantas cosas en juego.

—Crucemos los dedos, entonces, querida.

—Es lo que estoy haciendo. Y sé que si estás allí, será todo más fácil. Mamá pensó que también deberíamos invitar a Katherine Brooke, pero me di cuenta enseguida de que no tendría buen efecto sobre papá. La detesta. No lo culpo, debo admitirlo. A mí tampoco me cae bien. No entiendo cómo puedes ser tan amable con ella.

—Me da pena, Trix.

—¡Pena! Pero si es culpa suya que nadie la quiera. Oh, bueno, hay toda clase de gente en el mundo… pero Summerside se las arreglaría muy bien sin Katherine Brooke. ¡Bruja amargada!

—Es una excelente maestra, Trix…

—¡Si lo sabré yo! Estuve en su clase. Sí, me metió a martillazos conocimientos en la cabeza, pero también me arrancó la piel de los huesos con su sarcasmo. ¡Y la forma en que se viste! Papá no soporta ver una mujer mal vestida. Dice que no las tolera y que está seguro de que Dios tampoco. Mamá se horrorizaría si supiera que te he contado esto, Ana. Disculpa a papá porque es hombre. ¡Si sólo tuviéramos que disculparle eso! Y el pobre Johnny ya casi ni se atreve a venir a casa porque papá es muy grosero con él. Las noches claras, me escapo y paseamos alrededor de la plaza, medio muertos de frío.

Ana dejó escapar un suspiro de alivio cuando Trix se fue; bajó para tratar de convencer, a Rebecca Dew de que le preparara algún bocadillo.

—¿De modo que va a ir a cenar a casa de los Taylor, eh? Pues espero que el viejo Cyrus se comporte. Si su familia no le tuviera tanto miedo cuando está con sus ataques de malhumor, no los tendría con tanta frecuencia, estoy segura. Juraría, señorita Shirley, que disfruta de su malhumor. Y ahora supongo que debo calentarle la leche a «ese gato». ¡Qué animal tan mimado!

10

Cuando Ana llegó a la casa de Cyrus Taylor la noche siguiente, sintió el frío de la atmósfera en cuanto traspuso la puerta. Una limpia criada la guio hasta la habitación de huéspedes, pero mientras Ana subía la escalera, atisbó a la señora de Cyrus Taylor corriendo del comedor a la cocina; la dueña de casa se estaba secando las lágrimas del rostro pálido y preocupado, pero todavía bonito. Resultaba evidente que Cyrus todavía no se había repuesto del asunto del camisón.

Se lo confirmó una atribulada Trix, que entró en la habitación y susurró, nerviosa:

—Oh, Ana, está de pésimo humor. Esta mañana parecía muy tranquilo y nos hicimos ilusiones. Pero Hugh Pringle le ganó una partida de damas esta tarde y papá no soporta perder a las damas. Y tenía que suceder hoy, por supuesto. Encontró a Esme «admirándose en el espejo», como dijo él, y la echó del cuarto y cerró la puerta. La pobre criatura sólo estaba preguntándose si estaría lo suficientemente guapa para agradar a Lennox Carter, doctor en Filosofía. Ni siquiera se pudo poner su collar de perlas. Y mírame a mí: no me atreví a rizarme el pelo, pues a papá no le gustan los rizos que no son naturales, y estoy espantosa. No es que tenga importancia, pero ya ves. Papá tiró las flores que mamá había puesto en el florero del comedor, y a ella le dolió muchísimo… se había tomado tanto trabajo con las flores. Y papá no la dejó ponerse sus aros de granate. No ha tenido un arrebato así desde que llegó de un viaje al Oeste la primavera pasada, y descubrió que mamá había puesto cortinas rojas en la sala, cuando él las prefería moradas. Oh, Ana, por favor, habla todo lo que puedas durante la cena, si él no lo hace. De lo contrario… será horrible.

—Haré todo lo que pueda —prometió Ana, que por cierto nunca había tenido problemas para encontrar algo que decir. Pero claro, jamás se había enfrentado a una situación como la que le salió al encuentro poco después. Estaban todos reunidos alrededor de la mesa; una mesa muy bien puesta a pesar de las flores desaparecidas. La tímida señora Taylor, con un vestido de seda gris, estaba del mismo color que la prenda. Esme, la belleza de la familia, una belleza muy pálida, con pelo dorado pálido, labios rosados pálidos y pálidos ojos celestes, estaba más pálida que de costumbre, tanto, que parecía a punto de desmayarse. Pringle, habitualmente un regordete y alegre muchachito de catorce años, con ojos redondos, lentes y pelo de un rubio casi blanco, tenía aspecto de perro atado, y Trix estaba aterrada como una colegiala.

El doctor Carter, apuesto y distinguido, con su cabello oscuro, brillantes ojos castaños y lentes de borde plateado (Ana lo recordaba de sus días de profesor asistente en Redmond como un tanto pomposo y aburrido), parecía muy incómodo. Resultaba evidente que se daba cuenta de que había algún problema… una conclusión muy lógica cuando el anfitrión avanza hasta la cabecera de la mesa y se deja caer en la silla sin cruzar una palabra ni con los invitados ni con la familia. Cyrus no abría la boca ni siquiera para rezar. La señora Taylor, sonrojándose hasta las orejas, murmuró en voz apenas audible:

—Por lo que vamos a recibir, Señor, te damos gracias.

La cena tuvo un mal comienzo, pues la nerviosa Esme dejó caer el tenedor al suelo. Todos, salvo Cyrus, se sobresaltaron, pues estaban nerviosísimos. Cyrus fulminó a Esme con una mirada de sus saltones ojos azules. Luego fulminó a todos los demás y los dejó paralizados y mudos. Miró sombríamente a su esposa cuando sé sirvió salsa, y ella ya no pudo comer… a pesar de lo mucho que le gustaba. Tampoco Esme pudo probar bocado; ella y su madre jugueteaban con la comida en el plato. La cena prosiguió en un espantoso silencio, sólo interrumpido por espasmódicos comentarios de Trix y Ana sobre el tiempo. Con su mirada, Trix suplicaba a Ana que hablara, pero Ana, por una vez en la vida, no podía encontrar nada que decir. Sabía que debía hablar, pero lo único que le venía a la cabeza eran ideas de lo más tontas, cosas que sería imposible comentar en voz alta. ¿Acaso estaban todos hechizados? Era curioso el efecto que ese hombre malhumorado y obstinado tenía sobre los demás. Ana no lo hubiera creído posible. Y no cabía duda de que realmente disfrutaba al saber que ponía terriblemente incómodos a todos los comensales. ¿Qué le pasaba por la mente? ¿Saltaría si alguien lo pinchara con un alfiler? Ana sentía deseos de abofetearlo, pegarle en la mano, ponerlo en el rincón, tratarlo como la criatura malcriada que realmente era, a pesar de su hirsuta cabellera gris y sus bigotes truculentos.

Pero más que nada, quería hacerlo hablar. Intuía que nada en el mundo lo castigaría más que verse forzado a hablar cuando había decidido no hacerlo. ¿Y si ella se pusiera de pie y destrozara deliberadamente el enorme y espantoso florero que había sobre la mesa del rincón? Era un florero muy elaborado, cubierto de coronas, rosas y hojas, de las cuales era muy difícil quitar el polvo, pero que debían de estar inmaculadamente limpias. Ana sabía que toda la familia lo odiaba, pero que Cyrus Taylor no quería saber nada de mandarlo al desván porque había pertenecido a su madre. Ana pensó que lo haría sin miedo, si tuviera la certeza de que con eso provocaría un estallido verbal de furia.

¿Por qué no hablaba Lennox Carter? Si lo hiciera, ella, Ana, también hablaría, y quizá Trix y Pringle escaparían del hechizó que los tenía mudos y sería posible entablar una conversación. Pero se quedaba sentado allí, comiendo. Quizá pensaba que era lo mejor que se podía hacer… tal vez tenía miedo de decir algo que pudiera exacerbar todavía más al encolerizado padre de su amada.

—¿Quiere, por favor, comenzar con los entremeses, señorita Shirley? —murmuró la señora Taylor.

Algo perverso despertó dentro de Ana. Comenzó con los entremeses… y con algo más. Sin permitirse pensar, se inclinó hacia adelante, con un brillo claro en sus grandes ojos grisáceos, y dijo, con voz suave:

—¿Tal vez se sorprendería, doctor Carter, al enterarse de que el señor Taylor quedó sordo de forma repentina la semana pasada?

Ana se echó hacia atrás en la silla una vez que hubo dejado caer la bomba. No podía decir con exactitud qué esperaba que sucediera. Si el doctor Carter creía que su anfitrión estaba sordo en lugar de ser presa de un arrebato de silencioso malhumor, quizá se le soltara la lengua. No había mentido… no había dicho que Cyrus Taylor era sordo. En cuanto a Cyrus Taylor, si Ana había esperado hacerlo hablar, no lo había logrado. Se limitó a fulminarla con la mirada, en silencio.

 

Pero el comentario de Ana tuvo un efecto inesperado sobre Trix y Pringle. Trix también hervía de furia silenciosa. Justo antes de que Ana hablara, había visto a Esme secándose una lágrima que había escapado de uno de sus atribulados ojos celestes. Ya no había esperanzas… Lennox Carter jamás le propondría matrimonio ahora, ya no importaba lo que se dijera o hiciera. Trix sintió de pronto un ardiente deseo de vengarse de su brutal padre. El comentario de Ana le proporcionó una extraña inspiración, y Pringle, un volcán de picardía reprimida, parpadeó un par de veces con sus blancas pestañas y de inmediato siguió su ejemplo. Nunca, en toda la vida, ni Ana ni Esme ni la señora Cyrus olvidarían el terrible cuarto de hora que siguió.

—Es una aflicción terrible para el pobre papá —dijo Trix, dirigiéndose al doctor Carter desde el otro lado de la mesa—. Y eso que sólo tiene sesenta y ocho años.

Dos hendiduras blancas aparecieron alrededor de las fosas nasales de Cyrus Taylor cuando oyó que habían agregado seis años a su edad. Pero permaneció en silencio.

—Es un inmenso placer comer algo decente —dijo Pringle en voz clara y audible—. ¿Qué pensaría usted, doctor Carter, de un hombre que obliga a su familia a vivir de fruta y huevos, nada más que fruta y huevos, porque a él se le antoja?

—¿Su padre…? —comenzó a decir el doctor Carter, desconcertado.

—¿Qué pensaría de un marido que mordió a su mujer cuando ella puso cortinas que a él no le gustaban… que la mordió deliberadamente? —preguntó Trix.

—Hasta hacerle sangre —añadió Pringle, solemne.

—¿Me está diciendo que su padre…?

—¿Qué pensaría de un hombre que rasga un vestido de seda de su esposa nada más que porque no le gusta la hechura? —dijo Trix.

—¿Y qué pensaría de un hombre que no permite a su mujer tener un perro? —añadió Pringle.

—Cuando es lo que a ella más le gustaría —suspiró Trix.

Pringle comenzaba a divertirse como nunca.

—¿Y qué pensaría de un hombre que le regala a su esposa un par de chanclos para Navidad… nada más que un par de chanclos?

—Los chanclos no calientan el corazón, precisamente —admitió el doctor Carter.

Su mirada se encontró con la de Ana, y sonrió. Ana se dio cuenta de que nunca lo había visto sonreír. Su rostro mejoraba inmensamente. ¿Qué estaba diciendo Trix? ¿Quién hubiera pensado que podía ser tan diabólica?

—¿Alguna vez se ha preguntado, doctor Carter, lo terrible que debe de ser vivir con un hombre al que no le parece mal coger la carne, si no está perfectamente cocida, y arrojársela a la criada?

El doctor Carter echó una mirada temerosa en dirección a Cyrus Taylor, como si creyera que pudiera arrojarle a alguien los huesos del pollo. Luego pareció recordar, reconfortado, que el anfitrión era sordo.

—¿Qué pensaría de un hombre que cree que la Tierra es plana? —quiso saber Pringle.

Ana creyó que Cyrus hablaría. Un temblor le recorrió el rostro rubicundo, pero de su boca no brotaron palabras. No obstante, los bigotes le parecieron un poco menos desafiantes.

—¿Qué pensaría de un hombre que deja que su tía… su única tía… vaya a parar al asilo para indigentes? —preguntó Trix.

—¿Y que hace pastar a su vaca en el cementerio? —agregó Pringle—. Summerside todavía no se repuso de ese espectáculo.

—¿Qué pensaría de un hombre que escribe en su diario, todos los días, lo que come en la cena? —dijo Trix.

—El gran Pepys lo hacía —respondió el doctor Carter, con otra sonrisa.

El sonido de su voz indicaba que ardía en deseos de reír. Quizá, después de todo, no era pomposo, pensó Ana; sólo joven, tímido y demasiado serio. Pero ella estaba horrorizada del todo. Jamás había querido que las cosas llegaran a este punto. Se daba cuenta ahora de que es mucho más fácil empezar algo que terminarlo. Trix y Pringle eran muy hábiles: no habían dicho que su padre hiciera ni una sola de todas esas cosas. Ana imaginaba a Pringle diciendo, con aire de inocencia y los redondos ojos muy abiertos: «Yo sólo le hacía las preguntas al doctor Carter para saber».

—¿Qué pensaría de un hombre que abre y lee las cartas dirigidas a su esposa? —continuó Trix.

—¿Y que va a un funeral… al funeral de su padre… en bata? —preguntó Pringle.

¿Qué inventarían ahora? La señora Taylor lloraba abiertamente. Esme se mostraba serena en su desesperación. Ya nada importaba. Se volvió y miró de lleno al doctor Carter, a quien había perdido para siempre. Por una vez en su vida, un impulso la llevó a decir algo realmente inteligente.

—¿Y qué pensaría de un hombre que pasa todo un día buscando los gatitos de una pobre gata a la que habían matado de un disparo, porque no podía soportar la idea de que muriesen de hambre? —preguntó en voz baja.

Un extraño silencio descendió sobre la habitación. Trix y Pringle parecían avergonzados de sí mismos. De pronto, la señora Taylor añadió su cuota, sintiendo que era su deber de esposa respaldar la inesperada defensa de Esme.

—Y teje tan bien… El año pasado hizo una hermosa alfombra para la mesa de la salita, cuando estaba inmovilizado por el lumbago.

Todos tienen un punto límite en su capacidad de tolerancia, y Cyrus Taylor había llegado al suyo. Dio a la silla un empujón hacia atrás tan violento que salió disparada sobre pulido suelo y golpeó la mesa sobre la que descansaba el florero. La mesa cayó y el florero se hizo añicos. Cyrus, con las hirsutas cejas blancas erizadas de furia, estalló, por fin:

—¡No sé tejer, mujer! ¿Acaso una mísera alfombrilla acabará con mi reputación para siempre? Me tenía tan mal ese lumbago, que ya no sabía lo que hacía. Y conque soy sordo, señorita Shirley, ¿eh? Soy sordo, ¿eh?

—No dijo que lo fueras, papá —exclamó Trix, que no temía a su padre cuando su furia era verbal.

—Oh, no, no lo dijo. ¡Nadie ha dicho nada! Tú no dijiste que yo tenía sesenta y ocho años, cuando apenas tengo sesenta y dos, ¿eh? Tú no dijiste que no le permitía a tu madre tener un perro. Por Dios, mujer, sabes perfectamente bien que puedes tener cuarenta mil perros, si quieres. ¿Cuándo te he negado algo que quisieras…? ¿Cuándo?

—Nunca, papá, nunca —sollozó, afligida, la señora Taylor—. Y nunca quise tener un perro. Ni siquiera pensé en querer tener un perro, papá.

—¿Cuándo te he abierto tus cartas? ¿Cuándo he tenido un diario? ¡Un diario, por favor! ¿Cuándo fui en bata al funeral de alguien? ¿Cuándo hice pastar a una vaca en el cementerio? ¿Cuál de mis tías está en el asilo para indigentes? ¿Alguna vez le arrojé la carne a alguien? ¿Alguna vez los hice vivir de fruta y huevos?

—Nunca, papá, nunca —lloró la señora Taylor—. Siempre fuiste generoso con nosotros, siempre.

—¿No me dijiste que querías chanclos la Navidad pasada?

—Sí, sí, claro que sí, papá. Y mis pies han estado tan calentitos todo el invierno…

—¡Entonces!

Cyrus lanzó una mirada triunfante alrededor de la habitación. Sus ojos se encontraron con los de Ana. De pronto, sucedió lo inesperado: Cyrus rio. En sus mejillas aparecieron hoyuelos que obraron milagros en su expresión. Acercó la silla a la mesa y se sentó.

—Tengo la mala costumbre de dejarme vencer por el malhumor, doctor Carter. Todos tenemos malos hábitos y ése es el mío. El único. Vamos, vamos, mamá, deja de llorar. Admito que merecía todo lo que recibí, salvo esa broma tuya acerca de la alfombra. Esme, hija, no olvidaré que fuiste la única que me defendió. Dile a Maggie que venga a limpiar ese desastre… Sé que todos se alegran de que se haya hecho pedazos ese maldito florero… Y traed el postre.