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100 Clásicos de la Literatura

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—Sophy Sinclair sabe el papel tan bien como Jen. El traje le irá bien y, por fortuna, lo tiene usted y no Jen.

La obra se representó esa noche ante un público numeroso. Una Sophy gozosa representó a María… fue María, como Jen Pringle no lo hubiera sido nunca… Se parecía a la reina, con los trajes de terciopelo, los cuellos altos y las joyas. Los alumnos de la Secundaria de Summerside, que nunca habían visto a Sophy enfundada en algo que no fueran sus sencillos y oscuros vestidos sin forma, sus abrigos desaliñados y sus sombreros raídos, se quedaron boquiabiertos, mirándola. Se decidió en el momento que Sophy se convirtiera en miembro permanente del Club de Arte Dramático (la propia Ana pagó la cuota de ingresó), y a partir de entonces, fue una de las alumnas que «contaban» en la escuela. Pero nadie sabía ni soñaba, y menos aún la propia Sophy, que esa noche había dado el primer paso en un camino que la llevaría al estrellato. Veinte años más tarde, Sophy Sinclair sería una de las principales actrices de América. Pero es probable que ningún aplauso haya sido nunca tan dulce para sus oídos como el que resonó esa noche en el Palacio Municipal de Summerside cuando cayó el telón.

La señora de James Pringle volvió a su casa con un relato que hubiera puesto verdes los ojos de Jen, si no hubieran sido ya de ese color. Por una vez, como dijo Rebecca Dew con sentimiento, Jen se había cocido en su propia salsa. Y el resultado final había sido el insulto en la composición sobre «El acontecimiento más importante de la semana».

Ana se encaminó al cementerio por un camino profundamente tallado entre altos y mohosos canales de desagüe de piedra, tachonados de helechos escarchados. De tanto en tanto, crecían delgados álamos que todavía conservaban algunas hojas a pesar de los vientos de noviembre y se destacaban contra el color amatista de las colinas lejanas; pero el viejo cementerio, con la mitad de las lápidas inclinadas en ángulos extraños, estaba rodeado por una hilera de sombríos y altos pinos. Ana no había pensado encontrar a nadie allí, y se sobresaltó al ver, justo en el portón, a la señorita Valentine Courtaloe, con su nariz larga y delicada, su boca delgada y delicada, sus hombros caídos y delicados y su aire de invencible femineidad. Conocía a la señorita Valentine, por supuesto, como todos en Summerside. Era «la» modista local y lo que no sabía ella sobre personas vivas o muertas no valía la pena de ser tomado en consideración. Ana habría querido deambular sola por el cementerio, leer los viejos epitafios y descifrar los nombres de olvidados amantes bajo los líquenes que crecían sobre ellos. Pero no pudo escapar cuando la señorita Valentine entrelazó su brazo con el suyo y procedió a hacer los honores del cementerio, donde era evidente que yacían tantos Courtaloe como Pringle. La señorita Valentine no tenía una gota de sangre Pringle en las venas y uno de los alumnos preferidos de Ana era sobrino suyo. De modo que no fue un esfuerzo mostrarse amable con ella; lo único que había que cuidar era no insinuar jamás que «se ganaba la vida cosiendo». Se decía que la señorita Valentine era muy susceptible al respecto.

—Me alegro de haber estado aquí esta tarde —le dijo a Ana—. Le puedo contar todo sobre los que están sepultados aquí. Siempre digo que hay que saber los detalles de los difuntos para poder disfrutar de un cementerio. Me gusta más caminar por éste que por el nuevo. Aquí están las familias verdaderamente antiguas. En el nuevo, en cambio, entierran a cualquier hijo de vecino. Los Courtaloe están en esta esquina. Hemos tenido gran cantidad de funerales en la familia.

—Supongo que les sucede lo mismo a todas las familias antiguas —comentó Ana, puesto que era evidente que la señorita Valentine esperaba que dijera algo.

—No, ninguna familia ha tenido tantos como nosotros —aseguró la señorita Valentine, celosa—. Somos de salud muy delicada. Muchos de los nuestros han muerto a causa de la tos. Ésta es la tumba de mi tía Bessie. Era una santa. Pero no hay duda de que su hermana, la tía Cecilia, era una interlocutora más interesante. La última vez que la vi me dijo: «Siéntate, querida, siéntate. Esta noche moriré, a las once y diez, pero ése no es motivo para que no tengamos un último intercambio de chismes». Lo curioso es, señorita Shirley, que murió esa noche a las once y diez. ¿Puede decirme usted cómo lo supo?

Ana no pudo.

—Mi tatarabuelo Courtaloe está sepultado aquí. Llegó en 1760 y se ganaba la vida fabricando ruecas. He oído que en el curso de su vida hizo mil cuatrocientas ruecas. Cuando murió, el ministro dio un sermón a partir del texto «Sus obras los siguen», y el viejo Myrom Pringle dijo que, en ese caso, el camino al cielo, detrás de mi tatarabuelo, estaría abarrotado de ruecas. ¿Le parece que fue un comentario de buen gusto, señorita Shirley?

De haber sido hecho por alguien que no hubiese sido un Pringle, Ana no hubiera respondido con tanta vehemencia:

—En absoluto.

En ese momento contemplaba una lápida adornada con un cráneo y huesos cruzados y también se preguntaba acerca de su buen gusto.

—Mi prima Dora está enterrada aquí. Tuvo tres maridos, pero todos murieron muy pronto. La pobre Dora no parecía tener suerte para elegir un hombre saludable. El último de sus maridos fue Benjamin Banning, que no está sepultado aquí; yace en Lowvale, junto a su primera mujer. No estaba reconciliado con la muerte. Dora le decía que iría a un mundo mejor. «Puede ser, puede ser», se quejaba el pobre Ben, «pero estoy medio acostumbrado a las imperfecciones de éste». Tomó sesenta y un medicamentos diferentes, pero a pesar de eso, duró bastante. Toda la familia del tío David Courtaloe está aquí. Hay un rosal al pie de cada tumba, ¡y cómo florecen! Vengo aquí todos los veranos y junto un ramo de rosas para mi florero. Sería una pena dejarlas marchitar, ¿no cree?

—Sí…, creo que sí.

—Mi pobre hermana menor, Harriet, está aquí —suspiró la señorita Valentine—. Tenía una magnífica cabellera… de color parecido a la suya… no tan roja, quizá. Le llegaba a las rodillas. Estaba comprometida cuando murió. Me han dicho que usted está comprometida. Nunca tuve demasiados deseos de casarme, pero me hubiera gustado estar comprometida. Sí, claro, he tenido oportunidades… tal vez fui demasiado quisquillosa… pero una Courtaloe no podía casarse con cualquiera, ¿no?

Al parecer, no.

—Frank Digby… allí en ese rincón bajo los zumaques… quería casarse conmigo. Me arrepentí un poco por haberlo rechazado… ¡pero un Digby, querida! Se casó con Georgina Troop. Ella siempre llegaba un poco tarde a la iglesia, para lucir su ropa. Cómo le gustaba la ropa. La sepultaron con un precioso vestido azul. Yo se lo hice para una boda, pero al final lo usó para su propio funeral. Tenía tres hijitos encantadores. Acostumbraban sentarse delante de mí en la iglesia y yo siempre les daba caramelos. ¿Le parece mal darles caramelos a los niños en la iglesia, señorita Shirley? Los de menta no… ésos resultarían adecuados… hay algo religioso en los caramelos de menta, ¿no le parece? Pero a los niños no les gustan, pobrecillos.

Una vez agotadas las tumbas de los Courtaloe, los recuerdos de la señorita Valentine se tornaron más jugosos. No importaba tanto si no se era un Courtaloe.

—Aquí está la anciana señora de Russel Pringle. Con frecuencia me pregunto si estará en el cielo o no.

—¿Pero por qué? —exclamó una escandalizada Ana.

—Bueno, siempre detestó a su hermana, Mary Ann, que murió unos meses antes que ella. «Si Mary Ann está en el cielo, no me quedaré allí», decía. Y era una mujer que siempre cumplía su palabra… en el estilo Pringle. Era Pringle de soltera y se casó con su primo Russel. Esta es la señora de Dan Pringle… Janetta Bird. Murió a los setenta años. La gente dice que le hubiera parecido mal morir con más de setenta años, pues ése es el límite que da la Biblia. La gente dice cosas tan graciosas, ¿no cree? He oído comentar que morir fue lo único que se atrevió a hacer sin consultar al marido. ¿Sabe, querida, qué hizo el marido una vez que ella se compró un sombrero que a él no le gustaba?

—No puedo imaginarlo.

—Se lo comió —declaró la señorita Valentine, solemne—. Desde luego, era un sombrerito pequeño… encaje y flores… nada de plumas. De todos modos, seguro que debió haber sido difícil de digerir. Tengo entendido que tuvo dolores de estómago durante bastante tiempo. Por supuesto, yo no lo vi comérselo, pero siempre me han dicho que la historia es cierta. ¿Lo cree posible?

—Creería cualquier cosa de un Pringle —respondió Ana con amargura.

La señorita Valentine le apretó el brazo, compasiva.

—La compadezco… de veras. Es terrible la forma en que la están tratando. Pero Summerside no es todo Pringle, señorita Shirley.

—A veces me parece que sí —dijo Ana con una sonrisa lastimosa.

—No, nada de eso. Y hay muchas personas a las que les gustaría verla derrotarlos. No ceda, hagan lo que hagan ellos. Es nada más que Satanás, que se ha apoderado de ellos. Pero están muy unidos… y la señorita Sarah quería que su prima obtuviera el cargo en la escuela.

»Aquí están los familiares de Nathan Pringle. Nathan siempre creía que su mujer trataba de envenenarlo, pero nunca pareció importarle. Decía que volvía más emocionante la vida. Una vez sospechó que ella le había puesto arsénico en el potaje. Salió y se lo dio a un cerdo. El cerdo murió tres semanas después. Pero él dijo que quizá no había sido más que una coincidencia y que, de todos modos, no estaba seguro de que fuera el mismo cerdo. Al final, ella murió antes que el marido, y él dijo que había sido una buena esposa, con excepción de ese detalle. Pienso que sería caritativo creer que estaba equivocado al respecto.

 

—«En recuerdo de la señorita Kinsey» —leyó Ana, asombrada—. ¡Qué inscripción tan extraña! ¿No tenía otro nombre?

—Si lo tenía, nadie lo sabía —respondió la señorita Valentine—. Vino de Nueva Escocia y trabajó para la familia de George Pringle durante cuarenta años. Ella se presentaba como la señorita Kinsey y todo el mundo la llamaba así. Murió de forma repentina y entonces se descubrió que nadie conocía su nombre de pila y que no tenía parientes. De manera que escribieron eso sobre la lápida… La familia de George Pringle la hizo sepultar muy bien y pagó la lápida. Era una mujer leal y trabajadora, pero si usted la hubiera visto alguna vez, habría pensado que había nacido llamándose señorita Kinsey. Aquí están James Morley y su esposa. Estuve en sus bodas de plata. Qué alboroto… regalos, discursos y flores… todos los hijos en la casa… y ellos sonriendo y saludando, cuando en verdad se odiaban a muerte.

—¿Se odiaban?

—Venenosamente, querida. Todo el mundo lo sabía. Hacía años que se odiaban… casi desde que se casaron. Se pelearon al salir de la iglesia, después de la boda. A veces me pregunto cómo logran yacer aquí, uno al lado del otro, tan pacíficamente.

Ana se estremeció. ¡Qué terrible! Sentarse uno frente al otro a la mesa… acostarse uno al lado del otro por las noches… ir a la iglesia a bautizar a los bebés… odiándose. Debieron de amarse en un principio. ¿Acaso era posible que ella y Gilbert pudieran alguna vez…? ¡Qué tontería! Los Pringle le estaban alterando los nervios.

—Aquí yace el buen mozo de John MacTabb. Siempre se sospechó que Anetta Kennedy se ahogó por él. Los MacTabb eran todos apuestos, pero no se podía creer una palabra de lo que decían. En un tiempo, aquí había una lápida de su tío Samuel, supuestamente ahogado en alta mar hace cincuenta años. Cuando apareció con vida, la familia quitó la lápida. El hombre a quien se la habían comprado no quiso aceptar la devolución, de modo que la esposa de Samuel la utilizaba como tabla para amasar. La lápida era ideal para eso, según ella. Los chicos MacTabb siempre llevaban a la escuela galletitas con letras y números… marcas del epitafio. Convidaban a todos, pero yo nunca pude comerlas. Soy quisquillosa en ese aspecto.

»Aquí está Harley Pringle. Una vez, tuvo que llevar a Peter MacTabb por la calle principal en una carretilla, a causa de una apuesta sobre las elecciones. Y Peter llevaba puesto un bonete. Todo el pueblo salió a la calle a mirar… menos los Pringle, por supuesto. Ellos casi murieron de vergüenza. Aquí está Millie Pringle. Era bonita y esbelta como un hada. A veces pienso, mi querida, que en noches como ésta debe de salir de su tumba y danzar como solía hacerlo. Pero una mujer cristiana no tendría que pensar esas cosas.

»Ésta es la tumba de Herb Pringle. Era uno de los Pringle jocosos. Siempre hacía reír. Una vez rio muy fuerte en la iglesia, cuando un ratoncito cayó de entre las flores del sombrero de Meta Pringle, cuando ella se inclinó para orar. A mí no me dieron tantas ganas de reír. No sabía adónde había ido el ratón. Me levanté las faldas hasta los tobillos y las sostuve así hasta que salimos, pero el sermón quedó arruinado para mí. Herb estaba detrás de mí y profirió una carcajada fortísima. La gente que no pudo ver el ratón creyó que se había vuelto loco. Para mí, su risa no podía morir. Si él viviera, se pondría de su parte, señorita Shirley, con Sarah o sin ella.

»Éste, por supuesto, es el monumento del capitán Abraham Pringle.

Dominaba todo el cementerio. Cuatro plataformas retraídas de piedra formaban un pedestal cuadrado sobre el cual se erigía un enorme pilar de mármol rematado por una absurda urna drapeada; debajo de ésta, un querubín regordete tocaba una trompeta.

—¡Es horrible! —comentó Ana con candidez.

—¿Le parece? —La señorita Valentine parecía escandalizada—. Fue considerado muy imponente cuando se erigió. Se supone que ése es el arcángel Gabriel tocando la trompeta. Creo que le da un toque de elegancia al cementerio. Costó novecientos dólares. El capitán Abraham era un caballero. Es una lástima que haya muerto. Si viviera, no la perseguirían de ese modo. No me sorprende que Sarah y Ellen estén tan orgullosas de él, aunque en mi opinión, exageran un poco.

Al llegar al portón, Ana se volvió y miró hacia atrás. Un silencio extraño, pacífico, cubría la tierra sin viento. Los largos dedos de luna comenzaban a perforar los pinos oscuros, tocando una lápida aquí, otra allá y formando sombras entre ellas. Pero el cementerio no era un lugar triste, después de todo. Los que estaban allí parecían haber cobrado vida con los relatos de la señorita Valentine.

—He oído decir que escribe —dijo la señorita Valentine, nerviosa, mientras bajaban por el camino—. No pondrá en sus relatos las cosas que le he contado, ¿verdad?

—Puede estar segura de que no lo haré —prometió Ana.

—¿Cree que está mal… o que es peligroso… hablar mal de los muertos? —susurró la anciana con voz ansiosa.

—Creo que no es exactamente ninguna de las dos cosas —respondió Ana—. Sólo me parece… un poco injusto, como golpear a alguien que no puede defenderse. Pero no dijo nada horrible de nadie, señorita Courtaloe.

—Le conté que Nathan Pringle creía que su mujer trataba de envenenarlo…

—Pero a ella le dio el beneficio de la duda…

Y la señorita Valentine siguió su camino, ya más tranquila.

6

Esta tarde dirigí mi rumbo al cementerio —le escribió Ana a Gilbert después de volver a casa—. Me encanta la expresión «dirigir el rumbo» y la pongo cada vez que encuentro ocasión. Suena extraño decir que disfruté de mi paseo en el cementerio, pero es así. Las anécdotas de la señorita Courtaloe eran tan graciosas… La comedia y la tragedia se entremezclan en la vida, Gilbert. Lo único que me persigue todavía es la historia de los dos que vivieron juntos cincuenta años, odiándose. No puedo creer que haya sido así. Alguien ha dicho que «el odio es solamente el amor que no encontró el camino». Estoy segura de que debajo del odio, en realidad se amaban (como te amaba yo todos esos años en los que creí odiarte) y que la muerte se lo habrá demostrado. Yo me alegro de haberlo descubierto en vida. Y he descubierto que hay Pringle honestos… aunque están muertos.

Anoche bajé a beber agua y encontré a la tía Kate en la despensa, poniéndose suero de leche en la cara. Me pidió que no se lo contara a Chatty… la creería tan tonta. Le prometí que no diría nada.

Elizabeth sigue viniendo a buscar la leche, aunque la «mujer» ya se repuso de la bronquitis. Me extraña que se lo permitan, sobre todo considerando que la anciana señora Campbell es una Pringle. El sábado pasado, Elizabeth (creo que era Betty esa tarde) entró corriendo y cantando después de haberme dejado y oí con claridad que la «mujer» le decía, en la puerta: «Estamos demasiado cerca del domingo para que cantes esa canción».

¡Estoy segura de que «esa mujer» le impediría cantarla cualquier día, si pudiera!

Elizabeth llevaba puesto un vestido nuevo, color carmesí (la visten bien, eso sí), y comentó con melancolía:

«Me pareció que estaba muy guapa cuando me lo puse, señorita Shirley, y deseé que mi padre pudiera verme. Desde luego, me verá en Mañana, pero a veces parece que falta tanto para que llegue… Ojalá pudiéramos apurar un poco el tiempo, señorita Shirley».

Ahora, Gilbert querido, tengo que ir a resolver unos ejercicios de geometría. Estos ejercicios han reemplazado lo que Rebecca llama mis «esfuerzos literarios». El espectro que me persigue ahora es el miedo de que aparezca en clase un ejercicio que no sepa resolver. Y qué dirían los Pringle entonces… ¡qué dirían!

Mientras tanto, si me amas a mí y a la especie gatuna, ruega por un pobre gato maltratado y triste. Un ratón pasó por encima del pie de Rebecca Dew en la despensa, el otro día, y desde entonces está que echa humo.

«Lo único que hace "ese gato" es comer, dormir y dejar que los ratones invadan todo. Ésta sí que es la gota que colma el vaso».

De manera que lo corre de un lado a otro, lo echa de su almohadón preferido y, lo sé, porque la he visto, lo ayuda con un puntapié a salir por la puerta.

7

Un viernes por la tarde, al terminar un día templado y soleado de diciembre, Ana fue a Lowvale; prepararían pavo para la cena. Wilfred Bryce vivía allí con sus tíos, y la había invitado tímidamente a ir con él después de la escuela a cenar en la iglesia y pasar el sábado en su casa. Ana aceptó, esperando poder ejercer su influencia sobre el tío para que permitiera a Wilfred seguir asistiendo a la escuela secundaria. Wilfred temía no poder volver después de Año Nuevo. Era un chico inteligente y ambicioso, y Ana se interesaba por él.

No podía decirse que disfrutara enormemente de la visita, salvo por el placer que causaba a Wilfred. Sus tíos eran una pareja extraña y rústica. La mañana del sábado amaneció ventosa y oscura, con lluvias y nevisca; Ana se preguntó cómo pasaría el día. Se sentía cansada y con sueño, pues la cena había terminado a altas horas; Wilfred tenía que ayudar con el trabajo y no había ni siquiera un libro a la vista. Entonces pensó en el desvencijado baúl marinero que había visto al fondo del corredor del piso de arriba y recordó la petición de la señora Stanton. La señora Stanton estaba escribiendo la historia del distrito y le había preguntado a Ana si tenía conocimiento de la existencia de viejos diarios o documentos que pudieran servirle, o si sabía quién pudiera tenerlos.

—Los Pringle, desde luego, tienen mucho material que me resultaría útil —le había comentado—. Pero no puedo pedírselo. Los Pringle y los Stanton nunca se llevaron bien.

—Yo tampoco puedo pedírselo —le había dicho Ana.

—Oh, no pretendo que lo haga. Sólo le pido que mantenga ojos y oídos abiertos cuando está de visita en otras casas, y si encuentra mapas o diarios viejos u oye hablar de ellos, trate de conseguírmelos prestados. No sabe las cosas interesantes que he encontrado en diarios viejos… trocitos de vida real que resucita a los pioneros. Quiero cosas así para mi libro, además de estadísticas y árboles genealógicos.

Ana le preguntó a la señora Bryce si tenía algo de eso. La señora Bryce negó con la cabeza.

—Que yo sepa, no. —Su rostro se iluminó—. Ah, pero está el baúl del viejo tío Andy, arriba. Quizás haya algo allí. Navegaba con el capitán Abraham Pringle. Iré a preguntarle a Duncan si puede revisar el baúl.

Duncan mandó decir que podía revisar el baúl y que si encontraba documentos, podía quedárselos. Tenía pensado quemar todo el contenido y usar el baúl como caja de herramientas. Ana lo revisó meticulosamente, pero lo único que encontró fue un viejo y amarillento diario o cuaderno de bitácora, escrito, al parecer, por Andy Bryce durante sus años en el mar. Ana amenizó la tarde tormentosa leyéndolo, interesada y divertida. Andy era un marino avezado y había hecho varios viajes con el capitán Abraham Pringle a quien, resultaba evidente, admiraba muchísimo. Con muchos errores gramaticales y de ortografía, en las páginas del diario rendía tributo a la valentía e inteligencia del capitán, sobre todo en una loca hazaña por el Cabo de Hornos. Pero su admiración, al parecer, no se extendía a Myrom, el hermano de Abraham, que también era capitán, pero de otro navío.

«Hoy fuimos a casa de Myrom Pringle. Su esposa lo hizo enfurecer y él le arrojó un vaso de agua en la cara».

«Myrom está de vuelta. Su navío se quemó y tuvieron, que bajar los botes. Casi se mueren de hambre. Terminaron comiéndose a Jonas Selkirk, que se había pegado un tiro. Vivieron de Jonas hasta que el Mary G. los recogió. El propio Myrom me lo contó. Le parecía una buena broma».

Ana se estremeció ante esa última anotación, que parecía más horrorosa todavía por el descuido con que Andy narraba los hechos. Luego se puso a pensar. No había nada en el diario que sirviese a la señora Stanton pero ¿no les resultaría de interés a las señoritas Sarah y Ellen, puesto que hablaba tanto de su adorado padre? ¿Y si se lo enviaba? Duncan Bryce había dicho que podía hacer lo que deseara con él.

No, no lo haría. ¿Por qué iba a tratar de complacerlas o de alimentar su absurdo orgullo, que ya era bastante sin añadirle combustible? Se les había metido en la cabeza echarla de la escuela y lo estaban logrando. El clan la había derrotado.

Wilfred la llevó de regreso a Álamos Ventosos esa tarde; ambos estaban contentos. Ana había convencido a Duncan Bryce de que permitiera a Wilfred terminar el año en la escuela secundaria.

 

—Después me las arreglaré para ir a Queen's un año y así podré aprender y educarme —dijo Wilfred—. ¿Cómo podré agradecérselo, señorita Shirley? Mi tío no hubiera escuchado a ninguna otra persona, pero usted le cae bien. Cuando estábamos en el granero, me dijo: «Las pelirrojas siempre hicieron lo que quisieron conmigo». Pero no creo que haya sido su pelo, señorita Shirley, aunque es realmente hermoso. Fue… fue usted.

A las dos de la mañana, Ana despertó y decidió que enviaría el diario de Andy Bryce a Maplehurst. A pesar de todo, las ancianas le gustaban. Y tenían tan poco de que disfrutar en la vida… sólo el orgullo por su padre. A las tres despertó de nuevo y decidió que no lo haría. ¡La señorita Sarah se había hecho la sorda! A las cuatro estaba otra vez en la encrucijada. Al final decidió enviarlo. No sería tan mezquina. Le horrorizaba ser mezquina… como los Pye.

Habiendo decidido enviárselo, Ana se durmió en paz, pensando en lo hermoso que era despertar por la noche y oír la primera tormenta de nieve del invierno alrededor de la torre, y luego acurrucarse bajo las frazadas y volver a dormirse.

El lunes por la mañana, envolvió el viejo diario con cuidado y se lo envió a la señorita Sarah con una notita:

Estimada señorita Pringle:

¿Le podría interesar este viejo diario? El señor Bryce me lo dio para la señora Stanton, que está escribiendo la historia del distrito, pero no me pareció que vaya a servirle. Pensé que a usted podría gustarle tenerlo. Atentamente,

ANA SHIRLEY

«Es una nota demasiado seca», pensó Ana, «pero no logro escribirles con naturalidad. Y no me sorprendería que me la enviasen de vuelta».

En el diáfano azul de una tarde de comienzos del invierno, Rebecca Dew se llevó el susto de su vida. El carruaje de Maplehurst avanzaba por la Calle del Fantasma, sobre la nieve en polvo, y se detenía junto al portón principal. Bajó la señorita Ellen y luego… ante el asombro de todos… la señorita Sarah, que no había salido de Maplehurst en diez años.

—Vienen hacia la puerta principal —jadeó Rebecca Dew, presa del pánico.

—¿Y por qué otro lugar entraría un Pringle? —replicó la tía Kate.

—Sí, claro… claro… pero se atasca —recordó Rebecca con aire trágico—. Esa puerta se atasca, lo sabe muy bien. Y no la hemos abierto desde que hicimos la limpieza general la primavera pasada. Ésta sí que es la gota que colma el vaso.

La puerta se atascó, pero Rebecca Dew logró abrirla con un tirón de desesperada violencia e hizo pasar a las damas de Maplehurst a la salita. «Gracias a Dios encendimos que habíamos encendido el fuego», pensó. «Lo único que espero es que "ese gato" no haya llenado de pelos el sofá. Si Sarah Pringle se ensuciara el vestido con pelos en nuestra salita…».

Rebecca Dew no se atrevía a imaginar las consecuencias. Llamó a Ana (que se hallaba en su habitación en la torre), pues la señorita Sarah había preguntado si estaba, y luego se fue a la cocina, enloquecida de curiosidad. ¿Qué podría traer a las ancianas a ver a la señorita Shirley?

—Si hay más persecución en el aire… —dijo Rebecca Dew con tono sombrío. Ana había bajado bastante nerviosa. ¿Habrían venido a devolver el diario con helado desdén?

Fue la diminuta, arrugada e inflexible señorita Sarah la que se levantó y habló sin preámbulos cuando Ana entró en la sala.

—Hemos venido a capitular —declaró con amargura—. No podemos hacer otra cosa. Usted lo supo, por supuesto, cuando encontró ese escandaloso relato sobre el pobre tío Myrom. No fue cierto… no podría ser cierto. Tío Myrom estaba haciendo una broma a Andy Bryce, Andy era tan crédulo… Pero todo el mundo, fuera de la familia, lo creerá con gusto. Usted sabía que nos convertiría en un hazmerreír… o algo peor. Oh, sí, es usted muy inteligente. Eso lo admitimos. Jen se disculpará y de ahora en adelante se comportará como corresponde… Se lo aseguro yo, Sarah Pringle. Si nos promete no contárselo a la señora Stanton… no contárselo a nadie… haremos cualquier cosa… cualquier cosa.

La señorita Sarah estrujaba el fino pañuelo de encaje entre sus pequeñas manos venosas. Estaba temblando.

Ana se quedó mirándola, desconcertada y horrorizada. ¡Pobres ancianas! ¡Creían que las había estado amenazando!

—Ay, pero es un terrible malentendido —exclamó, tomando las manos de la señorita Sarah—. Yo… nunca pensé que creerían que… Fue solamente porque me pareció que les gustaría conocer todos esos detalles interesantes sobre su magnífico padre. Jamás pensé en mostrar o contar ese otro asunto a nadie. No me pareció en absoluto importante. Y jamás hablaré de él.

Se produjo un silencio. Luego la señorita Sarah liberó sus manos con suavidad, se llevó el pañuelo a los ojos y se sentó; en su cara delicada y surcada de arrugas había un leve rubor.

—Sí… la hemos malentendido, querida. Y… nos hemos comportado en forma abominable con usted. ¿Puede perdonarnos?

Media hora más tarde (una media hora que casi causó la muerte de Rebecca Dew) las señoritas Pringle se fueron. Había sido una media hora de conversación amistosa sobre los puntos no explosivos del diario de Andy. En la puerta principal, la señorita Sarah (que no había tenido problemas de audición durante toda la visita) se volvió por un instante y sacó de su cartera un trozo de papel cubierto por prolija escritura.

—Casi lo había olvidado… Hace un tiempo le prometimos a la señora MacLean la receta de nuestra torta. ¿Le importaría entregársela? Y dígale que es muy importante el proceso de secado… indispensable, en realidad. Ellen, tu sombrero está caído sobre una oreja. Será mejor que te lo endereces antes de salir.

Ana les contó a las viudas y a Rebecca Dew que les había dado el diario de Andy Bryce a las ancianas y que ellas habían venido a darle las gracias. Tuvieron que conformarse con esa explicación, aunque Rebecca Dew intuía que había algo más detrás del asunto… mucho más. El agradecimiento por un viejo diario manchado de tabaco no alcanzaba para traer a Sarah Pringle a la puerta de Álamos Ventosos. ¡La señorita Shirley era astuta… muy astuta!

—Después de esto, voy a abrir esa puerta una vez al día —juró Rebecca—. Nada más que para mantenerla en uso. Casi me caigo de espaldas cuando se abrió. Bien, tenemos la receta de la torta, de todos modos. ¡Treinta y seis huevos! Si se deshicieran de «ese gato» y me permitieran criar gallinas, quizá podríamos permitírnosla una vez por año.

Dicho esto, Rebecca Dew se marchó a la cocina y se vengó del destino dándole leche a «ese gato», cuando sabía que lo que él quería era hígado. El conflicto Shirley-Pringle llegó a su fin. Nadie, fuera de la familia Pringle, supo por qué, pero la gente de Summerside comprendió que la señorita Shirley, sola, había derrotado de algún modo misterioso a todos los miembros del clan, que desde ese día fueron mansos como una oveja con ella. Jen volvió a la escuela al día siguiente y se disculpó sumisamente ante Ana, delante de toda la clase. A partir de entonces fue una alumna ejemplar y el resto de los Pringle siguió su ejemplo. En cuanto a los adultos de la familia Pringle, su antagonismo desapareció como niebla bajo el sol. Ya no hubo quejas sobre la disciplina ni las tareas. Ya no hubo afrentas sutiles. Se pisaban unos a otros tratando de ser amables con Ana. Ningún baile ni fiesta de patinaje quedaba completo sin Ana. Porque si bien el fatal diario había sido arrojado a las llamas por la mismísima señorita Sarah, la memoria era la memoria y la señorita Shirley tenía algo para contar, si se le antojaba hacerlo. ¡De ninguna manera se podía permitir que esa chismosa de la señora Stanton se enterara de que el capitán Myrom Pringle había sido caníbal!